Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

La antigüedad de las cosas

La comprensión del tiempo que tienen los objetos, los seres, los lugares, los planetas y el universo entero ha exigido que la tecnología sepa cómo medir su edad con una certeza razonable.

Desde que el arzobispo de Armagh, James Usher, usó la cronología bíblica para establecer que la creación del mundo había ocurrido el 23 de octubre del año 4004 A.e.C. hasta nuestra actual estimación, usando los conocimientos de la física y la cosmología, de que la tierra tiene unos 4.540 millones de años de existencia, mucho hemos andado para entender mejor las cifras (muchas veces vagas, o exageradas hacia arriba o hacia abajo) de algunos relatos históricos, no siempre fieles a los hechos, lo que hizo que Heródoto de Halicarnaso sea considerado al mismo tiempo “padre de la historia” y “padre de las patrañas”.

Sin embargo, en cuanto a las fechas de los hechos históricos, Heródoto no tenía más fuentes que las afirmaciones de quienes le relataban las historias, y algunas cronologías más o menos fiables. Otros estudiosos de la antigüedad se veían en problemas al encontrar, por ejemplo, los huesos fosilizados de dinosaurios, y ciertamente habrían encontrado difícil aceptar que tales seres habrían muerto 150 millones de años antes. Pero a nuestro alrededor son muchísimas las cosas que piden que identifiquemos su antigüedad: los seres vivos, en especial los longevos como ciertos árboles, las tortugas o los elefantes; los hechos históricos, reinados, batallas, acontecimientos; los restos del pasado: ciudades, muebles, restos de seres vivos, incluyendo a los seres humanos; los ríos, las montañas, los planetas, las estrellas, el universo todo. Responder a las cuestiones de la datación, de fechar con precisión hechos del pasado, a veces del pasado más lejano posible, del principio mismo del tiempo, ha puesto a prueba los recursos humanos.

La cuenta de los años era un problema, sobre todo cuando coexistían numerosos grupos que tenían distintas formas de medir el año, calendarios lunares, calendarios solares, calendarios rituales, y distintos niveles de conocimiento de las matemáticas y astronomía necesarias para tener cuentas precisas. Poco a poco, mientras se conocían hechos como que la formación de los anillos en los árboles tenía un ciclo anual, es decir, cada anillo correspondía a un año, se fue haciendo claro para los estudiosos que fenómenos como los estratos observables de la corteza terrestre también mostraban una sucesión cronológica. Es decir, cada capa era más joven que la inferior a ella y más antigua que la superior a ella, lo que permitió al menos una serie de dataciones “relativas”, que permitía conocer en qué sucesión ocurrieron algunos hechos, pero no las fechas más o menos precisas en que se dieron. Los fósiles y las características geológicas de los estratos fueron dando datos valiosos sobre la vida del planeta.

La datación “absoluta” o calendárica es un producto sumamente reciente de la tecnología, ya que sus marcos de referencia sólo estuvieron a nuestro alcance cuando conocimos la composición atómica de la materia y el fenómeno de la radiactividad. Con estos conocimientos, en 1949 se diseñó la datación mediante el “carbono 14” o C-14 con un procedimiento “radiométrico”, pues mide la descomposición de isótopos radiactivos. Sus principios son: 1) Toda la materia orgánica del planeta se basa en el carbono, incluidos nosotros y nuestros alimentos vegetales o animales, y día a día consumimos y desechamos carbono continuamente. 2) El carbono que nos forma es principalmente el carbono 12, es decir, la forma de este elemento que tiene 12 neutrones en su núcleo además de los 6 protones que lo definen como carbono. 3) El carbono 14 (con 14 neutrones) es un isótopo radiactivo (por eso se llama “radiocarbono”) que existe en proporciones muy pequeñas mezclado con el carbono 12 y que al emitir radiación se degrada convirtiéndose en nitrógeno 14. En 5730 años (la “vida media” del radiocarbono) la mitad del C-14 presente en una muestra se ha convertido en N-14. 4) La proporción de radiocarbono en todos los seres vivos se mantiene relativamente constante mientras viven, porque el carbono que consumen ny emiten contiene igual proporción de C-14. Sin embargo, al morir se deja de “renovar” el C-14, y el restante se sigue degradando.

Sobre estas bases, si un científico analiza huesos antiguos y descubre que su proporción de C-14 es de una cuarta parte de la que tienen los seres vivos, puede concluir, con buen grado de certeza, que dichos huesos tienen alrededor de 11.460 años.

La corta vida media del C-14 sólo permite utilizarlo para datar objetos o tejidos de hasta 40.000 años de antigüedad, y la precisión de la datación disminuye conforme más antiguo es el especimen de estudio. Para dataciones más antiguas se utilizan otros radioisótopos como el de potasio-argón, que utiliza el isótopo potasio-40 que al decaer se convierte en argón-40, pero tiene una vida media de 1.300 millones de años y además se puede usar para datar no sólo objetos orgánicos, sino también rocas. Otro procedimiento es el llamado “de termoluminiscencia”, que permite analizar la luz emitida por una roca o pieza de cerámica al calentarla para determinar cuándo fue la última vez que se calentó a tal temperatura, obteniendo así, por ejemplo, las fechas de horneado de un artefacto de barro o la fecha de una erupción volcánica.

Los sistemas de datación relativa y absoluta, unidos, permiten ir desentrañando con precisión numerosas fechas de la historia humana. En otros casos las fuentes, interpretadas a la luz de nuevos conocimientos, resultan una importante herramienta, como ocurre con el registro de eclipses o el paso de un cometa que podemos encontrar en escritos antiguos y que unido a la moderna astronomía pueden ponerle fecha exacta al hecho.

Y quizás por todo esto, la pasión humana por registrar los hechos actualmente se fecha tan cuidadosamente, para que nuestros descendientes, de haberlos, no sufran las confusiones que la especie humana ha tenido durante casi toda su historia acerca de la antigüedad de las cosas.

La edad del universo

La verdadera edad del universo, así como la de las estrellas y de los planetas, incluido el nuestro, no pudo calcularse con precisión sino hasta que conocimos la relatividad general gracias a Einstein en 1915, el astrónomo Edwin Hubble nos hizo saber en 1925 que el universo era más grande de lo supuesto y además estaba en expansión, y, finalmente, la técnica y la ciencia nos permitieron medir la radiación de fondo cósmico de microondas, que demostró que el universo y el tiempo habían comenzado en el Big Bang, y además nos han permitido la medición más precisa hasta hoy de la edad de nuestro universo: 13.700 millones de años, con un margen de error de 200 millones arriba o abajo.