Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

La dura vida de los niños genio

Leonhard Euler by Handmann
Leonhard Euler, genial matemático
(Pintura D.P. de Emanuel Handmann,
vía Wikimedia Commons)
Admirados por los adultos, rechazados por sus iguales y con frecuencia explotados por sus padres y medios, los niños prodigio no son un milagro.

Un niño que puede desempeñarse igual o mejor que un adulto destacado en algún campo de actividad exigente como ser la música, las matemáticas, el ajedrez o los deportes, es inevitablemente el centro de atención de todos a su alrededor. Muchos quisieran que sus hijos fueran así, e incluso se esfuerzan por impulsar o empujar a los suyos para que alcancen metas poco realistas. Otros simplemente se preguntan qué elementos confluyen para que un niño destaque de modo singular.

Sin embargo, no tenemos una receta para crear niños prodigio. No hay un sistema de educación que favorezca la aparición de la genialidad infantil, y ni siquiera estamos seguros de que la educación pueda realmente impulsar la genialidad. El matemático indostano Srinivasa Ramanujan, nacido en un ambiente nada favorecedor, descubrió las matemáticas formales a los 10 años y dos años después no sólo había dominado la trigonometría, sino que había a empezado a descubrir sus propios teoremas, emprendiendo una carrera que aún hoy es estudiada (sin descifrar por completo) por los matemáticos de todo el mundo.

No sabemos, siquiera, si el concepto “niño prodigio” o “niño genio” significa lo mismo cuando se trata de niños con habilidades distintas. Es posible que un niño de los llamados “calculadores”, capaces de realizar complejísimas operaciones matemáticas, sea totalmente distinto de un precoz ajedrecista, un pintor precoz como Picasso o de genios musicales como el violinista Yehudi Menuhin o el máximo niño prodigio de la música, Wolfgang Amadeus Mozart, el compositor nacido en Salzburgo, Bavaria, hoy Austria, en 1756, que empezó a componer a los 5 años de edad, recorrió Europa de los 6 a los 17 años asombrando al público y se convirtió en uno de los más importantes nombres de la música formal, componiendo prolíficamente hasta su muerte a los 35 años.

Se calcula que un 3% de todos los niños pueden ser considerados altamente dotados o niños prodigio aunque no todos son identificados y estimulados para desarrollar sus habilidades, de modo que la cifra podría ser mucho más alta o más baja.

Es por esto, así como porque la delimitación de qué es o no un niño superdotado es bastante poco clara, hay pocos estudios realizados sobre niños prodigio. En cuanto a edades, distintos grupos y definiciones consideran a los menores de 18, otros a los menores de 15 o 13 años y los más exigentes únicamente a los mejores de 11 años. En cuanto a habilidades, el problema es similar, y no existe un baremo consensuado sobre dónde termina el ser “muy listo o hábil” y comienza la genialidad que, finalmente, es un concepto totalmente subjetivo y humano.

Es por ello que la mayoría de los estudios realizados explorando el funcionamiento del cerebro de los niños prodigio se haya hecho con niños de los llamados “calculadores”, ya que la capacidad de resolver problemas matemáticos es de las que mejor podemos medir y definir con cierta objetividad, a diferencia, por ejemplo, de los talentos artísticos como en las artes plásticas o la música.

En un estudio de Brian Butterworth, publicado en la revista ‘Nature’ en 2001 se realizaron escaneos de tomografía de emisión de positrones (PET) en niños prodigio matemáticos, y los resultados sugirieron que estos niños utilizaban la memoria de trabajo a largo plazo, una forma en la que se pueden recordar enormes cantidades de datos durante un breve tiempo, y hacían uso intenso de la corteza visual, la zona del cerebro que descodifica las imágenes que vemos y que también empleamos para la imaginación visual. Otros estudios indican que el cerebelo, la zona del cerebro implicada en el control motor, la atención y el idioma, sirve a estos niños para ordenar sus funciones cognitivas y puede influir en su hablidad matemática.

Para muchos niños prodigio, su vocación y talento originales se convierte en su actividad para toda la vida, frecuentemente con enorme éxito. Está Leonhard Euler, matemático suizo que entró en la universidad de Basel a los 13 años y pasó a convertirse en uno de los fundadores de las matemáticas modernas descubriendo, entre otras cosas, el cálculo infinitesimal al mismo tiempo que Newton. El matemático y físico Blas Pascal, que escribió un tratado sobre cuerpos vibrantes a los 9 años y realizaría numerosas aportaciones a la ciencia y la filosofía durante toda su vida. O John Von Neumann, influyente matemático húngaro que en su niñez fue famoso como calculador matemático y polìglota.

Son también comunes los casos de niños prodigio que después de alcanzar logros impresionantes antes de la edad adullta, terminan abandonando todo y no vuelven a realizar las aportaciones por las que fueron conocidos o se retraen como lo hizo de modo espectacular el ajedrecista Bobby Fisher, que ganó ocho campeonatos estadounidenses consecutivos, fue gran maestro a los 15 años y a los 28 se convirtió en campeón mundial, después de lo cual no volvió a competir oficialmente y terminó expatriado en Noruega, con problemas mentales cada vez más evidentes hasta su muerte.

El ejemplo extremo de estos ex-niños prodigio es William James Sidis, dueño de asombrosas habilidades matemáticas y lingüísticas que entró a Harvard a los 11 años. Acosado por sus compañeros y, más tarde, por la prensa sensacionalista, y arrestado por participar en una manifestación de izquierdas (era 1918), acabó aislándose de la sociedad y de las matemáticas trabajando como cobrador de tranvía, anónimo y amargado.

Quien mejor puede definir qué es ser un niño prodigio es, precisamente, alguien que lo ha sido. Justin Clark, campeón de ajedrez a los 8 años y estudiante universitario a los 10: “Lo que pocas personas entienden es que ser un niño prodigio, o ser considerado así, no es inherentemente bueno o malo”. Por más que muchos padres crean que tener un genio es maravilloso, para cualquier niño lo más importante será ser querido y aceptado. Y su peor tragedia es, sin duda, que sus padres o el mundo a su alrededor le pidan más de lo que puede dar, cosa que con frecuencia le exigimos a los genios y a los que no lo son.

El savant, genio en su mundo

Un caso especial de los niños prodigio son los savants, que suelen tener una sola capacidad destacada al extremo humano, como puede ser una memoria eidética o fotográfica de un solo aspecto de su vida (como recordar el tiempo que hubo día a día o hacer complejos cálculos matemáticos al instante). Casi la totalidad de los savants tienen problemas de desarrollo, la mitad de ellos asociados al autismo. El ejemplo más conocido de este prodigio es Kim Peek, que fuera la base para el personaje que interpretó Dustin Hoffman en la película “Rain Man”.

Nuestras inconstantes memorias

"La persistencia de la memoria", cuadro de Salvador
Dalí (Creative Commons)
Creíamos que registrábamos las memorias como en un vídeo, de modo fiel y secuencial. Un episodio de terror multitudinario nos enseñó a desconfiar de nuestros recuerdos.

En la década de 1980 se desarrolló una situación de pánico en los Estados Unidos. De pronto, psicoterapeutas, policías y trabajadores sociales encontraban multitud de casos de personas que decían haber sido sometidas a terribles abusos sexuales y obligadas a participar en sangrientos rituales satánicos, tanto niños como adultos. Afirmaban que, de acuerdo a las hipótesis de Freud, esas memorias habían sido “reprimidas” durante décadas, y habían vuelto a la superficie debido a terapias que con frecuencia incluían entre otras cosas la hipnosis y preguntas sugerentes.

Las descripciones eran sobrecogedoras. Se llegó a hablar de 1 millón de satanistas que abusaban de niños y cometían incluso asesinatos y se popularizó la llamada “Terapia de Memoria Recuperada”, que guiaba al paciente para que “recuperara” recuerdos traumáticos de su infancia, incluso de la más temprana, cuando hoy sabemos que no se pueden formar memorias por el insuficiente desarrollo de nuestro cerebro. Entre el 15 y el 20% de los pacientes, un número enorme, recuperaban memorias de abuso infantil y rituales satánicos.

Se rompieron familias, los hijos perdían toda confianza en sus padres, los repudiaban e incluso los denunciaban por abusos. Algunos padres fueron condenados a penas de prisión mientras afirmaban su inocencia y su amor por sus hijos. La sociedad estadounidense se convulsionaba.

Sin embargo, aparecieron cuestionamientos. Se hablaba de miles de bebés asesinados en rituales de filme de horror, pero no había cuerpos, ni reportes de niños extraviados suficientes para dar cuenta de las historias que ocupaban los medios, especialmente los sensacionalistas.

Los científicos de la conducta entraron en acción. A principios de la década de 1990, un estudio de la Universidad de California investigó más de 12.000 acusaciones y analizó a más de 11.000 miembros del personal de servicios psiquiátricos, de servicio social y de cuerpos policiacos sin , encontrar pruebas que corroboraran sólidamente ni un solo caso de abuso ritual satánico.

Kenneth Lanning, agente especializado en abuso infantil de la Unidad de Ciencia Conductual del FBI, hoy famosa por una serie de televisión, escribió un estudio concluyendo que no había ni una prueba en ninguno de los casos de “abuso satánico” que había investigado desde 1981. Escribió: “Tenemos ahora a cientos de víctimas alegando que miles de delincuentes están abusando de decenas de miles de personas e incluso asesinándolas, como parte de sectas satánicas organizadas, y la evidencia para corroborarlo es escasa o nula”.

Lo más inquietante: quienes decían que habían sido víctimas no estaban mintiendo, realmente creían en la fidelidad de las memorias “recuperadas”.

Las falsas memorias

En 1974, la doctora Elizabeth Loftus, de la Universidad de California, había explorado la imprecisión de la memoria que empezaba a conocerse, con un estudio que demostró que los recuerdos de las personas se veían alterados por lo que implicaban las preguntas que se les hacían. Después de ver un vídeo de un choque, tendían a considerar que la velocidad de los autos era mayor si en la pregunta se usaba el verbo “chocar” o “colisionar” que si se usaba de “golpear” o “entrar en contacto”. En otro caso, si se les preguntaba por los “cristales rotos” (que no se veían en el vídeo), tendían a “recordarlos”.

Éstos y otros estudios establecieron no sólo que nuestras memorias son poco fiables, sino que son sensibles a la sugestión. El tipo de preguntas que se hacen a una persona, la afirmación de que ocurrió algo o cualquier otra observación, por inocente que sea, puede remodelar nuestras memorias.

Los terapeutas, trabajadores sociales y miembros de las fuerzas policiales, según se demostró, en parte víctimas de su celo profesional y su repulsa tanto al abuso infantil como a la idea de las sectas satánicas, habían moldeado las memorias de las supuestas víctimas, en gran medida impulsados por el libro Michelle, que se había presentado en 1980 como un “caso real” aunque años después se descubrió que había sido un fraude.

El testimonio del testigo presencial, prueba reina en los procesos judiciales de todas las culturas, se ha convertido en una incertidumbre. Multitud de estudios en las últimas dos décadas han demostrado que nuestra memoria, en algunos asuntos, es mudable. Nuestro cerebro “llena los espacios” con fabulaciones o con suposiciones de sentido común, y los recuerdos cambian más conforme más tiempo pasa, haciendo menos fiables muchas de las cosas de las que “estamos seguros”.

Hoy sabemos que una persona, al identificar a un delincuente, puede verse infuida por un simple comentario de un policía indicando que uno de los sospechosos, por ejemplo, tiene un historial delictivo, o incluso por el orden en el que se le presentan tales sospechosos. Y su falsa memoria no es una mentira, la considera absolutamente veraz. Apenas descubrimos que ser humano implica que ciertas cosas no las evocamos con tanta precisión como las tablas de multiplicar que nos aprendimos en la escuela.

Pero, si la moderna investigación en neurociencias nos alerta contra las alteraciones de nuestra memoria y ello puede resultar inquietante, pues en gran medida nuestra personalidad son nuestras memorias, también ha servido para evitar que seamos víctimas de las falsas memorias de otras personas. El recuerdo de un testigo o víctima expresado en el juicio fue fundamental para el 75% de las condenas que han sido revocadas en los Estados Unidos debido a las pruebas de ADN sobre casos antiguos.

Al mismo tiempo, se han abierto enormes campos para explorar la memoria ya no desde perspectivas filosóficas, sino mediante modelos que pueden someterse a experimentación, y estudios tanto fisiológicos como genéticos. La identificación de ciertos tipos de memoria, el estudio de los recuerdos inmutables (como las tablas de multiplicar) y la activación de distintas áreas del cerebro cuando aprendemos o recordamos quizá nos permitan reconciliarnos con la idea de que nuestra memoria es menos perfecta de lo que nos gustaría.

Sobre la autoridad y la memoria

Hoy en día, la idea del abuso ritual satánico y la terapia de recuperación de memorias están totalmente desacreditadas entre psiquiatras, psicólogos y fuerzas policiacas. Su supervivencia está limitada al terreno de los medios sensacionalistas de sucesos y supuestos hechos paranormales con pocos escrúpulos, y a pequeños grupos que suelen incluirlo entre otras creencias conspiranoicas. La idea de las “memorias reprimidas” por otra parte, ha sido descartada en lo esencial ante la falta de pruebas de que realmente existan.

Un mundo de fibras y tejidos

Broken carbon fiber bar
Fibras de carbono
(Foto CC de Michael Bemmerl,
vía Wikimedia Commons
Pensar en fibras aún evoca telas, hilados de algodón, ricas sedas y medias de nylon, aunque cada vez más, también, las fibras y los tejidos artificiales significan también piezas de aviones, carrocerías de automóviles de Fórmula 1 e incluso materiales de construcción.

Y quizá todo comenzó con una intuición sencilla, afortunada y genial.

Un tallo de una planta podía servir para atar objetos y para tirar de cargas. Pero se podía romper con relartiva facilidad. Quizá, sólo quizá, hace 40 mil años o más, un ser humano se dio cuenta de que cuando el tallo se retorcía, resistía más. Tal vez, especulamos, empezó a retorcer un tallo, y luego probó a poner dos o tres tallos en paralelo y a retorcerlos y entretejerlos. El resultado era una cuerda, la primera cuerda de la historia de la humanidad, y ataba con más firmeza y soportaba cargas mucho más pesadas que ningún tallo utilizado antes.

Si esto no lo hizo un personaje en concreto, sino quizá un grupo, o varios grupos simultáneamente en distintos espacios geográficos y temporales, al menos sabemos que la humanidad sí lo hizo colectivamente en un momento de su desarrollo.

Si se machacaban los tallos para obtener las fibras que les daban su resistencia, y se retorcían o hilaban en formas mucho más delgadas, se obtuvo el hilo que, tejido, creó toda una nueva forma de vida.

Muchas plantas y el pelo de muchos animales, así como los tendones, se han utilizado como fibras, en función de su disponibilidad para las diversas culturas.

Se cree que el lino fue la primera fibra vegetal que utilizó el hombre. Apenas en 2010, la arqueóloga Ofer Bar-Yosef, de la Universidad de Harvard, encontró en la cueva de Dzudzuana de Georgia fibras de lino anudadas y teñidas de color negro, gris, turquesa y rosa, cuya antigüedad se calcula en 30.000 años, poco tiempo comparado con los más de 100.000 años que nos separan del primer momento en que el hombre usó pieles para vestirse.

El lino, la ortiga, el ramio, el yute y el cáñamo fueron durante milenios algunas de las principales fibras vegetales, complementadas con las fibras animales o lanas, que se empezaron a utilizar (hiladas y tejidas) hace quizás hasta 10.000 años. No fue sino hasta el siglo IX cuando los árabes introdujeron en Europa el algodón, una planta que ya Alejandro Magno había descrito en la India como “el árbol de lana”, cultivada durante mies de años en el valle del Indo. La seda, por su parte, tiene una singular procedencia: el gusano de la seda, que teje el capullo para convertirse en mariposa con un solo filamento de esta singular fibra, conocida en China desde el 2.600 antes de la Era Común.

Los tejidos y cuerdas de fibras naturales tenían, ciertamente, un valor utilitario que alteró y revolucionó en muchas ocasionesa las culturas. Pero también marcaban las diferencias sociales. La seda como distinción de las clases altas es un ejemplo evidente, junto con el aún más caro y exclusivo terciopelo de seda. No olvidemos que los intereses comerciales que dispararon la era de las exploraciones con los viajes de Cristóbal Colón no sólo eran los de las especias. La “ruta de la seda” que abastecía a las clases altas europeas también fue bloqueada por el imperio otomano en 1453, a la caída del imperio bizantino.

La revolución industrial fue, en gran medida, la revolución del algodón. La invención de la lanzadera volante, las máquinas de hilar y la máquina de vapor a fines del siglo XVIII dispararon la mayor producción de telas a menor precio. La industria textil tiraría de todas las demás formas de producción para cambiar radicalmente la forma de vida del ser humano en todo el mundo.

Fibras artificiales y sintéticas

Durante la segunda mitad del siglo XIX, los conocimientos de la química alcanzaron un punto en el que se podía intentar crear materiales nuevos, y mejorar los existentes.

En 1855, el químico suizo Audemars logró crear la primera fibra artificial, una “seda” obtenida disolviendo y purificando la corteza de un árbol para obtener celulosa. Pasaron treinta años para que estas nuevas fibras se utilizaran para crear tejidos de muestra y cuatro años más para que comenzara la producción industrial de esta fibra, el “rayón”.

Pero no fue sino hasta el siglo XX, en 1931, cuando apareció la primera fibra totalmente sintética, el nylon, que comenzó su producción industrial en 1939, democratizando, en gran medida, prendas de ropa como las medias femeninas, que antes eran de seda para las clases pudientes y de algodón para las trabajadoras.

En los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, aparecieron numerosas nuevas fibras como el acrílico, el poliéster, el spandex (lycra) o el sulfar, resistentes, algunas de ellas elásticas, baratas y que se arrugaban mucho menos que las fibras naturales, lo que las convirtió pronto en favoritas del mercado.

Otras fibras, como las aramidas, dan lugar a tejidos especiales como los utilizados en los trajes espaciales o el kevlar utilizado en chalecos antibalas. Y otras de ellas, como el tereftalato de polietileno, se someten a procesos especiales para crear un tejido de pelillo ligero y altamente aislante, el “polar” o “fleece”, la lana artificial.

Más allá de los tejidos, se siguen creando materiales en largos filamentos o fibras que puedan satisfacer con eficacia distintas necesidades. La fibra de carbono, utilizada para reforzar distintos plásticos, está sustituyendo al acero y al aluminio en numerosas aplicaciones que necesitan resistencia, fuerza y un menor peso: bicicletas, raquetas de tenis, piraguas o el fuselaje de aviones como Airbus A350 XWB se fabrican hoy con tejidos de carbono.

Químicos e ingenieros siguen buscando crear nuevas fibras capaces de cambiar de color, de reinventar fibras tradicionales como la seda, modificando genéticamente a los gusanos para ofrecer un producto mejor y más atractivo o de encontrar formas de cultivo más sostenibles y rentables. Ecotextiles, nanotextiles y textiles inteligentes son algunas palabras que pronto pueden ser parte de nuestro léxico tan comúnmente como “seda”, “nylon” y “kevlar”.

La peligrosa fibra mineral

El amianto (o asbesto) es el nombre de seis materiales que son las únicas fibras minerales que ocurren de modo natural y que se encuentran, incluso, en el aire que respiramos, aunque en cantidades inapreciables. Debido a sus propiedades aislantes, especialmente de las llamas, y su bajo costo, se utilizó masivamente desde la antigüedad como material de construcción y materia prima. A lo largo del siglo XX se demostró que la inhalación de fibras de asbesto provocaba con frecuencia fibrosis y cáncer pulmonar y a partir de 1991, el amianto empezó a prohibirse en cada vez más países. La prohibición en España se dio en 2001, aunque sigue en el aire el problema de eliminar el amianto utilizado en el pasado.

LUCA, nuestro más lejano abuelo

Prokaryote cell diagram es
La célula procariota, la forma más primitiva que
existe, podría darnos una idea de cómo fue el LUCA
(Imagen D.P. Mariana Ruiz traducida por
JMPerez, vía Wikimedia Commons)
Uno de los más grandes desafíos de la ciencia es ir hacia atrás en la historia de la vida para averiguar cómo comenzó todo.

Todos los seres vivos, usted y una rosa, un insecto y un elefante, un sencillo virus y un astuto cuervo, todos, tenemos un solo ancestro común, una célula que se calcula que vivió hace 3 o 4 mil millones de años y de la que surgio toda la vida, algo que ya se imaginaba Darwin en su teoría de la evolución mediante la selección natural.

Este ser hipotético es el Último Ancestro Común Universal o, en inglés, ‘Last Universal Common Ancestor’, LUCA por sus iniciales.

¿Cómo sabemos que los seres vivos no procedemos de distintos ancestros surgidos independientemente? O, cuando menos, ¿cómo sabemos que lo más probable es este ancestro común, esta semilla que fructificó en toda la vida del planeta, todas las especies que ya desaparecieron, las que existen y las que, sin duda alguna, vendrán en el futuro?

Para comprenderlo, tenemos que remontarnos a una época en la que no había vida en nuestro planeta.

El universo mismo nació hace unos 13.700 millones de años, según calcula hoy la cosmología. Nuestro sistema solar no fue parte del universo, al menos en su forma actualmente reconocible, durante la mayor parte de este tiempo. Fue hace aproximadamente 4.600 millones de años cuando una nube de polvo y gas que giraba sobre sí misma en el espacio empezó a contraerse. Como un patinador que acerca los brazos al cuerpo para girar más rápido, la contracción hizo que la nube girara más rápido, su gravedad también aumentó y asumió la forma de un disco.

Unos 60 millones de años después se formó nuestro planeta y empezó a sufrir una sucesion de cambios. Hace alrededor de unos 4.000 millones de años, según se cree con base en lo que sabemos, la materia, alguna de las sustancias que componían nuestro planeta, de pronto adquirió una capacidad e independencia sin precedentes, experimentó un cambio cualitativo extraordinario y, no habiendo estado vivo… empezó a estarlo. Según especula la ciencia, este primer ser vivo fue una molécula capaz de producir copias de sí misma, una hazaña singular.

Lo que aún no sabemos es cómo pudo haber sido esa molécula autorreplicante. Quizás las condiciones de nuestro planeta, relámpagos, volcanes, una atmósfera con ciertas caracteristicas, provocaron la creación de diversas moléculas complejas hasta que, por simple azar, alguna de ellas resultó capaz de autocopiarse.

Alguna de ellas o varias de ellas.

Nada indica que la vida haya surgido una sola vez en nuestro planeta. De hecho, es muy probable que haya surgido varias veces, en distintos lugares, bajo distintas condiciones, en distintos momentos y a partir de distintas sustancias. Las condiciones que provocaron el surgimiento de la vida una vez, pudieron provocarla en diversas ocasiones mientras duraron.

La primera evidencia de que existía este hipotético ser que es nuestro origen común se encontró hace apenas 50 años, en la década de 1960, cuando se descifró el código genético del ADN y se determinó que era exactamente el mismo en todas las formas de vida de nuestro planeta. Esto, que hoy nos parece evidente, resultó sorpresivo en su momento: bastaba el ADN para explicar toda la asombrosa variabilidad de todas las formas de vida. Todas tenían genes escritos con el mismo lenguaje.

De hecho, esta “intercambiabilidad” de genes es lo que permite que los genes de una especie se puedan insertar en otra, ya sea de modo natural, en la transferencia horizontal de genes, o artificial, mediante ingeniería genética. Y la transferencia horizontal es uno de los problemas que tiene la biología en la búsqueda de “Luca”.

El “código genetico” con el que la vida transmite información está sorprendentemente está formado por genes o palabras de diversas longitudes, pero todas compuestas por sólo cuatro letras. La hebra de ADN es como una escalera de mano, donde cada uno de los rieles tiene “medios peldaños” de sólo cuatro sustancias: adenina, citosina, guanina y timina (ACGT). El otro riel tiene los medios peldaños correspondientes. Si un medio peldaño es de adenina, el otro será de timina, y si es de guanina, su mitad correspondiente será de citosina.

Con este sencillo alfabeto de cuatro letras se pueden “escribir” todas las proteínas de todos los seres vivos a partir de 20 aminoácidos, utilizando como intermediario al ARN, una molécula similar al una de las mitades del ADN. Cada aminoácido (salvo alguna excepción) se codifica con tres de las letras del ADN y el ARN, y su secuencia determina la proteína que se produce.

Al analizar los pequeños cambios que los genes van experimentando a lo largo de la evolución, la biología ha podido crear un árbol de la vida muy preciso, que nos sirve para calcular, por ejemplo, no sólo cuánta similitud o diferencia hay entre dos especies, como el ser humano y el chimpancé, sino también hace cuánto tiempo nos separamos de un ancestro común y empezamos a evolucionar independientemente (hace 5-6 millones de años en este caso).

Igualmente, al desandar nuestro camino evolutivo podemos encontrar ancestros comunes de otros seres. El de todos los mamiferos, por ejemplo, vivió hace unos 225 millones de años. El de todos los vertebrados nado por los océanos hace unos 530 millones de años. Y el de todos los animales hace unos 610 millones de años.

Con estos datos, hoy se postula que ese último ancestro común universal, ese “Luca” que nos recuerda la canción de Suzanne Vega era un ser unicelular más primitivo que los seres unicelulares con núcleo (procariotes) que conocemos hoy, que utilizaba el ARN para replicarse y para crear sus proteínas (el ADN fue probablemente un desarrollo posterior), vivió en un microclima menos cálido que el predominante en el planeta hace 3-4 mil millones de años y tenía algo muy similar a los genes comunes a todos los seres vivos de la actualidad.

Sin embargo, los biólogos no lo tienen claro. La transferencia horizontal de genes que haya ocurrido a lo largo de la historia de la vida, la cantidad de genes en los que pueda darse y otras variables, podrían alterar completamente nuestra visión de cómo era “Luca”.

Pero la búsqueda sigue adelante. Saber cómo era “Luca” sería un gran paso hacia la comprensión de cómo surgió la vida en nuestro planeta, lo cual a su vez nos permitiría calcular con mayor precisión las probabilidades de que haya vida en otros lugares del universo.

La probabilidad de los ancestros

El que todos los seres vivos tengamos un mismo ancestro no es una certeza, pero es lo más probable. En 2010 se calculó que el que la vida procediera de un ancestro comun era al menos 102860 veces más probable que lo hiciera de dos o más formas de vida que hubieran surgido independientemente. Un 1 seguido de 2861 ceros es un argumento de peso, sin duda alguna.