Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

Médicos en el frente

El médico canadiense internacionalista
Norman Bethune operando en 1937.
(Foto D.P. Library and Archives
Canada, vía Wikimedia Commons)
La medicina de campaña siempre es una práctica al límite, donde la emergencia es permanente y el médico se ve continuamente enfrentado a decisiones no sólo referentes a sus conocimientos profesionales, sino en cuanto a lo que debe sustituir, de lo que debe prescindir o lo que debe improvisar para atender a sus pacientes. Y es también, por eso, contradictoria y a veces cruelmente, espacio de innovación nacida al calor de lo inmediato del dolor y la angustia.

Pero el paciente al que el médico de campaña atiende debería ser un soldado que ha decidido ir a combate sabiendo que puede ser herido en el campo de batalla. La Guerra Civil Española, sin embargo, según Nicholas Coni, del Real Colegio de Médicos de Gran Bretaña, no sólo provocó probablemente el medio millón de vidas perdidas, sino que bien puede haber sido la primera en la que murieron más civiles que combatientes. Los médicos de campaña, pues, se vieron en la necesidad de atender civiles y no sólo a los combatientes.

Si la línea entre combatiente y población civil se volvió imprecisa, también se desdibujó la frontera entre médicos militares y civiles, nos cuenta Coni, y con frecuencia los combatientes eran evacuados a hospitales civiles tras las líneas para ser atendidos. Pero había también médicos civiles que se enrolaban voluntarios en uno u otro bando. Los que entraban en la sanidad militar republicana, se militarizaban con el grado de alférez médico y se les impartían principios de sanidad militar.

Si bien los médicos militares apoyaron mayoritariamente a los alzados, en general los médicos civiles consiguieron escapar a las represalias tan comunes en esta sanguinaria guerra, pues ambos bandos necesitaban, siempre, más médicos. Esto hace especialmente llamativo que los oficiales médicos alemanes que llegaron en apoyo a los golpistas no atendieran a heridos españoles, sino únicamente a combatientes alemanes que luchaban del lado de los insurrectos.

Entre los médicos destacados del conflicto está Josep Trueta i Raspall, que ya era un innovador en la traumatología cuando, como jefe de servicio del Hospital General de Barcelona, enfrentó la avalancha de bajas causadas por cuatro días de bombardeos a cargo de la fuerza aérea de Mussolini y que dejaron más de 2.500 muertos en la ciudad condal. Allí, puso en práctica una aproximación a la atención de fracturas para evitar la gangrena gaseosa que incluía la eliminación de todo el tejido muerto, dañado o contaminado (llamada “desbridamiento”), la limpieza de la herida y el uso de un escayolado para inmovilizar la fractura hasta que soldara, que había sido usado anteriormente sin mucho éxito.

El resultado de este enfoque fue asombroso. De 1073 pacientes, sólo seis fallecieron y 976 consiguieron conservar sus miembros funcionales. Sería una revolución en la práctica ortopédica que se difundiría a través de varios libros de Trueta, el primero de los cuales se publicó ese mismo 1938 en Barcelona: ‘El tratamiento de las fracturas de guerra’.

En el terreno de la anestesia, Joaquín Cortés Laíño cuenta, en su libro ‘Historia de la anestesia en España, 1847-1940’ cómo el procedimiento y productos de la anestesia cambiaron tanto “que en casi nada se parecía a los que los cirujanos estaban acostumbrados en su práctica civil”. La anestesia local era la de elección para operaciones en cabeza, pecho y extremidades, dejando la general, de aplicación más compleja, para cirugías de abdomen. Lo que no había era anestesistas, y el delicado trabajo era realizado por practicantes, estudiantes y enfermeras con poca formación especializada en el área.

El conflicto generó también el primer servicio organizado de ambulancias aéreas, siendo la primera un avión adaptado en los talleres del Palmar, Murcia, con dos camillas que se utilizaban para evacuación urgente de heridos. Junto a este nuevo concepto sobrevivían, a ambos lados de la línea de combate, las ambulancias de mulas que llevaban a ambos lados, como alfojas, dos camillas para movilizar heridos por terrenos escarpados.

La República contaba además con médicos voluntarios internacionalistas, como el canadiense Norman Bethune, que para serlo dejó su puesto de Jefe de Servicio del Hospital Sacré-Coeur de Montreal. Como parte de su labor, propuso y organizó en Madrid lo que se convertiría en la primera unidad médica móvil del mundo, dedicada a la transfusión de sangre. En esta misma especialidad, Federico Durán Jordá estableció métodos de recolección y análisis de sangre para transfusiones, logrando evitar en muchos casos que se utilizara para las transfusiones sangre contaminada con malaria, sífilis o tuberculosis.

En el terreno de las transfusiones también destacó el médico británico Reginald Saxton, quien estableció un laboratorio móvil para identificar los tipos sanguíneos de donantes y receptores, el cual llevaría a un legendario hospital instalado en las cuevas del Ebro durante la batalla.

Aunque la penicilina había sido descubierta en 1928 por Alexander Fleming, su utilización clínica no empezaría sino hasta la década de 1940 animada por la Segunda Guerra Mundial. Pero los médicos españoles tenían al menos los primeros medicamentos antibióticos, las sulfonamidas que se habían empezado a comercializar en 1932 en Alemania.

Finalmente, la guerra civil fue el primer conflicto en el que se utilizó ampliamente la vacuna antitetánica para evitar que las heridas de guerra derivaran en muertes por infección de tétanos. Esta vacuna había sido desarrollada en 1924 por P. Descombey en Francia y aún estaba en fase experimental. Pero en la guerra muchas veces es necesario ser audaz porque los resultados de la inacción pueden ser mucho más graves que los de muchas acciones.

El corazón del cirujano

Пересаженное сердце в грудной клетке реципиента
Corazón recién trasplantado en el tórax
del receptor.
(Foto CC o GFDL de Vasily I. Kaleda,
vía Wikimedia Commons)
Los trasplantes cardiacos, tan comunes hoy en día, hace 50 años eran un sueño... hecho realidad con conocimientos reunidos por las más diversas disciplinas.

El 3 de diciembre de 1967, al frente de un equipo de 30 personas, el cirujano sudafricano Christiaan Barnard concluía una operación de nueve horas de duración, le aplicaba una pequeña descarga eléctrica a su paciente y, después de observar lo que ocurría, dijo sorprendido: “Va a funcionar”.

Lo que iba a funcionar era una de las grandes revoluciones de la medicina. La intervención que habían realizado Barnard y su equipo en el hospital Groote Schur de Ciudad del Cabo era el primer trasplante de corazón. Habían tomado el de la joven de 24 años Denise Darvall, que había sufrido muerte cerebral el día anterior al ser atropellada, y con él sustituyeron el dañado corazón de un tendero de 54 años de origen lituano, Louis Washkansky, diabético y con un historial de insuficiencia que ya le había causado 3 infartos.

El sueño del trasplante era lógico y antiguo: sustituir un órgano, miembro o parte del cuerpo dañada o inutilizada y con un recambio sano.

Los primeros reportes fiables son de autotraspantes, donde el donante y el receptor son la misma persona, injertos de piel que hizo el cirujano indostano Sushruta en el siglo II antes de la Era Común para reconstruir narices. Pero los problemas de aspesia, rechazos y falta de anestesia que exigía que el paciente soportara terribles dolores o se emborrachara hasta la inconsciencia (y a veces la muerte) hicieron que los procedimientos quirúrgicos se limitaran en gran medida a la medicina de campaña.

Fue hasta el siglo XX cuando empezaron a hacerse trasplantes con conocimientos científicos y probabilidades de éxito. En 1905, Eduard Zim hizo el primer trasplante de córnea en la hoy República Checa. Por esa época, Alexis Carrel y Charles Guthrie desarrollaron los primeros trasplantes de arterias y venas, y en la Primera Guerra Mundial, Harold Gillies hizo grandes avances en injertos de piel para tratar soldados desfigurados en combate.

El problema del rechazo

Pero, una vez que la cirugía ya tenía las herramientas para trasplantar, los receptores rechazaban el trasplante. Es decir, el sistema inmune del receptor del trasplante identifica al tejido u órgano trasplantado como material extraño. Y dado que en condiciones naturales la presencia de un material ajeno implica un ataque, como una infección, el sistema inmune reacciona poniendo en marcha sus mecanismos de defensa para destruir el tejido invasor como lo haría con una bacteria infecciosa.

El rechazo significó un obstáculo para los trasplantes hasta que en 1949 el virólogo australiano Macfarlane Burnet propuso que durante el desarrollo embrionario, los seres aprendían a diferenciar biológicamente entre sí mismos y todo lo que no es su cuerpo. Este concepto fue usado por el biólogo británico Peter Medawar para buscar formas de suprimir al sistema inmune y hacer viables los trasplantes. Burnet y Medawar recibieron el Nobel de Medicina o Fisiología de 1960 y los inmunosupresores abrieron el camino a intentos de trasplantes de diversos órganos, como pulmones, hígado o riñones.

Paro quedaba otro problema por resolver para que la cirugía se planteara la posibilidad de un trasplante cardiaco: sustituir la función de bombeo del corazón y de oxigenación de los pulmones mientras se realizaba la operación. Fue el Dr. Heysham Gibbon, cirujano estadounidense, quien logró desarrollar una máquina cardiopulmonar eficiente y fiable, que el propio Gibbon utilizó para realizar la primera cirugía a corazón abierto de la historia. El procedimiento implica detener el corazón, cortar los grandes vasos sanguíneos, conectarlos a la máquina cardiopulmonar y dejar que ésta mantenga vivo al paciente mientras operamos.

Todos estos avances confluyeron en el momento en que Christiaan Barnard estimuló el nuevo corazón de Louis Washkansky y éste empezó a latir.

El paciente sobrevivió sólo 18 días, pero la hazaña fue de tales proporciones que toda la prensa mundial se hizo eco de esa operación y se multiplicó el interés mundial por los trasplantes. En los dos años siguientes se realizaron unos 150 trasplantes, pero el problema del rechazo se volvió una verdadera muralla. El uso de cantidades masivas de inmunosupresores para evitar que el receptor rechazara el órgano trasplantado dejaba al paciente indefenso ante multitud de infecciones mortales. De hecho, el propio Washkansky murió de una neumonía que su deprimido sistema inmune no pudo combatir. Para 1970, el 80% de los trasplantados moría al cabo de un año y el entusiasmo se empezó a enfriar.

Entre los pocos médicos que siguieron buscando respuestas estaba Norman Shumway, de la Universidad de Stanford, que había hecho el primer trasplante cardiacon en los Estados Unidos, y que en la década de 1970 desarrolló técnicas para identificar los avisos de que el cuerpo de un receptor está preparándose para rechazar un tejido trasplantado y así adaptar la administración de inmunosupresores a cada momento y caso, en lugar de las dosis masivas previas.

Con este avance final, los trasplantes cardiacos se volvieron una de las herramientas normales de la lucha contra las enfermedades cardíacas, y lo siguen siendo hoy, aunque en menor medida de lo que lo podrían ser.

Actualmente, según el experto alemán Reiner Koerfer, se realizan hoy unos 3.500 trasplantes de corazón al año en todo el mundo. En España, se han realizado 6.084 transplantes cardiacos entre 1984 y 2009. En 2009 hubo 274 trasplantes, más de uno cada dos días, mientras que el año de más trasplantes fue el 2001 con 353.

En algunos países, como Estados Unidos, el principal obstáculo es el elevado coste del procedimiento, de más de 150 mil euros, que no es pagado por todos los aseguradores privados de salud y donde no hay la opción de una sanidad pública.

En otros países, donde los costes son más razonables (menos de 60 mil euros en España), el gran problema son los donantes. Porque, aunque España está a la cabeza del mundo en este tema, con 34,4 donantes por millón de habitantes, hacen falta mucho más donantes para salvar todas las vidas que los transplantes pueden salvar. Muchos años de vida si consideramos que el 85% de los pacientes de transplante viven más de un año y el 73% sobrevive más de 5 años de alegrías, tristezas y sentimiento humano al que todos podemos aportar.

El primer trasplante cardiaco en España

En la madrugada del 8 al 9 de mayo de 1984, los dcotore Josep María Caralps y Josep Oriol Boni llevaron a cabo el primer trasplante de corazón exitoso en España en el Hospital de Santa Creu i Sant Pau de Barcelona. El paciente, Juan Alarcón Torres, sobrevivió nueve meses. El segundo trasplantado español, operado el 8 de agosto de ese año, sobrevivió 20 años.

El meridiano de Greenwich

Observatorio de Greenwich
(Foto CC de Mcginnly, vía
Wikimedia Commons)
Durante la mayor parte de la historia humana, no había acuerdo sobre el meridiano cero, indispensable para la navegación y para el horario universal.

Todo punto sobre la superficie del planeta se puede indicar utilizando dos referencias o coordenadas. La latitud indica qué tan al norte o al sur estamos respecto del Ecuador, la línea imaginaria que está a la mitad del camino entre el polo norte y el polo sur. Los referentes de la latitud son así lugares reales de nuestro planeta a partir de los cuales se establecen los paralelos.

La otra coordenada, la longitud, es más problemática, ya que, siendo nuestro planeta un esferoide, no existe ningún punto natural del que pudiéramos decir que es donde comienza o termina el occidente o el oriente. Las líneas de los meridianos que van de polo a polo no tienen un punto de partida real como los 0 grados de latitud del Ecuador.

Para la navegación marítima, la latitud se puede calcular observando el sol y las constelaciones con un astrolabio. Pero calcular la longitud es mucho más complejo. Sin una medición precisa, el navegante va a ciegas. Americo Vespucio, que dio su nombre al continente que Colón le reveló a Europa, ofreció una primera solución viable, no muy precisa, utilizando las posiciones relativas de Marte y la Luna y comparándolas con las que figuraban en un almanaque. Vespucio observó en 1499 que a la hora en que debía ocurrir una conjunción de la Luna y Marte, este planeta estaba tres y medio grados desplazado hacia el este, lo que indicaba la posición del observador.

La determinación precisa de la longitud requería de un cronómetro sumamente preciso puesto a la hora de un punto de referencia. Dado que en una hora el sol se traslada 15 grados en su viaje aparente de 360 grados alrededor del planeta, si nuestro cronómetro dice que son las 9 de la mañana cuando para nosotros son las 12 del mediodía, sabremos que esa diferencia de 3 horas representa 45 grados de longitud, la distancia que nos separa del lugar de origen.

Un cronómetro así existía… pero en tierra. El reto era una maquinaria que se comportara de modo preciso y fiable en condiciones de navegación, con marejadas, tormentas y un continuo movimiento que en cualquier momento se podía hacer más brusco. Los péndulos y los pesos, mecanismos habituales en los relojes, eran impracticables en alta mar.

El asunto era tan relevante para la navegación que en 1714 se estableció en Inglaterra el Comisionado para el Descubrimiento de la Longitud en el Mar, dedicado a ofrecer jugosos premios en metálico para quienes consiguieran determinar la longitud con una precisión, de 60, 40 o 30 millas náuticas. Esta última hazaña de precisión se recompensaría con 20.000 libras esterlinas… algo más de tres millones de euros de 2011.

El primer cronómetro lo bastante preciso como para ser útil en la navegación a largas distancias fue creado por John Harrison y probado con éxito en 1736 para después ser perfeccionado hasta lograr una asombrosa exactitud. Sin embargo, con esta exactitud venía un elevado precio que lo ponía fuera del alcance de muchas embarcaciones, y durante mucho tiempo se siguió utilizando otro método, el de las distancias lunares. Harrison se merecía, sin duda, el premio del Comisionado, pero sólo se le otorgó un premio menor de 5.000 libras.

Pero no importaba cuál fuera el sistema utilizado, cronómetro o distancias lunares, más o menos preciso o fiable, todos ellos necesitaban un punto de referencia a partir del cual calcular la diferencia horaria y convertirla en distancia este-oete.

No habiendo un punto de referencia geográfico, intervino la política.

Cada país con cierta presencia marítima en el siglo XVIII tenía su propio meridiano inicial o más de uno, incluso. España, por ejemplo, fijó como referencia para sus embarcaciones el el Meridiano de Madrid, el que pasa por el Observatorio Astronómico de Madrid todavía situado hoy en la calle de Alfonso XII números 3 y 5, junto a El Retiro, y que está situado a 3 grados, 41 minutos y 16,5 segundos al oeste del Meridiano de Greenwich.

En 1634, los franceses establecieron un meridiano inicial en la isla de El Hierro, donde hoy se encuentra el faro de la isla canaria. En 1667, sin embargo, los cartógrafos de Luis XIV cambiaron su meridiano cero a París. Bruselas, Washington, Filadelfia, Antwerp, Berna, Pisa, Oslo, roma, Copenhague, Estocolmo, San Petersburgo, Kioto, Jerusalén o La Meca… decenas de puntos sobre la tierra fueron considerados en un momento u otro como meridianos de origen por parte de distintos países y culturas.

Desde 1833, para los ingleses el meridiano primo era el fijado en el Observatorio Astronómico de Greenwich que fundara John Flamsteed, primer astrónomo real británico, en el parque del mismo nombre, en el sureste de Londres y que es visible desde el Támesis. Allí, todos los días, a las 12:55 una brillante bola roja sube por el asta en la que está insertada y a las 13:00 en punto cae marcando la hora. Los londinenses y los marineros que estaban en el Támesis ponían sus relojes en hora atendiendo a la caída de la bola. El ritual, por cierto, sigue repitiéndose todos los días, salvo en condiciones de vientos fuertes.

En octubre de 1884, el presidente de Estados Unidos Chester Arthur convocó a una conferencia internacional para terminar con la confusión y acordar un meridiano de origen común para todos los países y todas las cartas náuticas. Las 25 naciones representadas acordaron por amplia mayoría (22 votos a favor, 1 en contra y 2 abstenciones) fijarlo en el meridiano del Observatorio de Greenwich. Después de todo, ya era usado como tal por más de dos tercios de todos los barcos del mundo. Francia, uno de los países que se abstuvieron siguió usando el Meridiano de París para sus embarcaciones hasta bien entrado el siglo XX.

El Meridiano de Greenwich sólo pasa por ocho países del mundo, cinco de ellos en África y tres de ellos europeos: el Reino Unido, Francia y España, donde transcurre por Zaragoza y Valencia.

Y, por cierto, el GPS que usted emplea para orientarse no utiliza exactamente el Meridiano de Greenwich para calcular su posición en el planeta. El Meridiano Internacional de Referencia está a 102,5 metros del meridiano fijado por George Airy. Esto es resultado de un desplazamiento del primer sistema de geoposicionamiento por satélite que se ha mantenido hasta hoy.

Los varios meridianos de Greenwich

En Greenwich ha habido cuatro meridianos. En 1675, John Flamsteed, estableció el primero. En 1725, Edmund Halley definió el segundo. James Bradley estableció un tercer meridiano en el siglo XVIII, que aún se usa en Inglaterra como referencia para sus mapas. El cuarto meridiano fue definido por George Airy, a 5,79 metros del de Bradley, y es el que se adoptó como Meridiano Primo en 1884.

Los aerogeles: maravillas del casi nada

Aerogelbrick
Un bloque de aerogel con aspecto de humo
sostiene un ladrillo.
(Foto D.P. cortesía de NASA/JPL-Caltech
vía Wikimedia Commons)
Una sustancia formada principalmente por espacio vacío promete asombrosos avances tecnológicos para los próximos años.

Les llaman “materiales del futuro”, y al contemplarlos es imposible no sentir asombro. Se trata de una amplia clase de materiales porosos Y sólidos que se caracterizan por tener una densidad extremadamente baja. ¿Qué tan baja? Un cubo de 1 metro por lado del menos denso de los aerogeles pesaría apenas 1,1 kg… más o menos lo que pesa 1 litro de leche.

Es casi nada.

De hecho, los distintos aerogeles que hay están formados por entre 95 y 99,8% de nada, ocupada en la Tierra por aire. La materia sólida restante del aerogel es una estructura sólida cruzada por poros de unas pocas milmillonésimas de metro (nanómetros) de diámetro. “Aerogel” es el nombre no de una sustancia, sino de la estructura, que puede estar hecha de numerosos materiales, desde el sílice, el más antiguo, hasta óxidos metálicos, materiales orgánicos, carbono y otros compuestos, hasta llegar a recientes formas de aerogel hecho con tubos de escala nanométrica.

Es una sustancia sólida pese a que su nombre se refiere al “gel”, estructura que conocemos húmeda, como una red tridimensional que atrapa a un líquido mediante enlaces físicos o químicos, creando un peculiar sólido que usamos en productos como jabones y shampoos de higiene personal. El aerogel es precisamente esa estructura, pero donde el líquido ha sido sustituido por aire dejando intacta la estructura, un entramado verdaderamente etéreo. Tanto que al ver un cubo de aerogel de sílice, apenas percibimos algo parecido a humo congelado, un tenue material que no parece totalmente sólido, un misterio lleno de promesas para el futuro que parece provenir del futuro mismo.

Pero, viene del pasado, de la primera mitad del siglo XX, de hecho.

En 1931, un joven químico nacido en California en 1900, Samuel Stephens Kistler, publicaba en la revista ‘Nature’ un artículo con el nombre de “Aerogeles y jaleas expandidos coherentes”. La sustancia que presentaba era resultado de un procedimiento que eliminaba el líquido de un gel de sílice (el elemento que forma el vidrio) sin que se encogiese. En palabras del artículo original, al eliminar el líquido (un alcohol) controlando la presión y la temperatura, “La jalea no tenía forma de ‘saber’ que el líquido en su entramado se ha convertido en gas. Lo que queda es permitir que el gas escape y queda atrás un aerogel coherente de volumen inalterado”.

Pensemos en una gran porción de gelatina preparada a partir del poco de polvo que tiene un paquete y que es el único material sólido que contiene. Todo el resto de la porción de gelatina es agua atrapada en la estructura del gel. Si quitamos toda el agua sin que la gelatina se colapse y tendremos una estructura sólida hecha con ese polvo pero que ocupa toda la gran porción de gelatina, y que pesa lo mismo que el polvo en ese gran espacio.

La industria se interesó por la novedad y Kistler fue contratado por una compañía química para utilizar su patente en la creación de aerogeles para ser utilizados como aislantes térmicos y espesantes de cosméticos y otros productos, nada muy glamouroso. Sin embargo, el proceso de producción del aerogel era lento, costoso y no muy fiable, lo que hacía poco viable su comercialización. El material fue marginado y Kistler volvió a la enseñanza universitaria de la química.

En la década de 1970, el interés por los aerogeles renació en Francia con la idea de usarlo para almacenar los combustibles líquidos que se utilizan en los cohetes espaciales. En los 20 años siguientes los procedimientos para producir aerogeles se perfeccionaron, se multiplicaron los tipos de aerogel y se empezaron a comercializar de nuevo como aislamiento térmico.

Pero servía para mucho más.

A principios de la década de 1980, los científicos del CERN, el centro de física de partículas de la Unión Europea empezaron a utilizar aerogeles en sus detectores de partículas subatómicas, y los siguen usando en uno de los detectores del mundialmente famoso colisionador LHC. El desarrollo de aerogeles de carbono a principios de la década de 1990, además, en los que se podía controlar la conductividad eléctrica, llevó a la creación de “supercapacitores” de aerogel capaces de alamcenar energía en forma de carga eléctrica de modo que sustituyen a las baterías eléctricas en algunas aplicaciones.

Además, los aerogeles de carbono dispersan y absorben la luz en su interior tan eficazmente que son extremadamente negros, y por ello son ideales para varias formas de colectores de energía solar.

Pero el mundo fuera de la industria y la academia relativamente especializados sigue sin hacerse consciente de esos materiales, salvo como una curiosidad de laboratorio.

Las aplicaciones de los aerogeles se van multiplicando con el tiempo, así como sus potenciales usos y sus promesas, al grado de que hoy se utilizan para hacer ventanas que ayudan a que los edificios hagan un uso eficiente de la energía; algunas formas pueden usarse para recuperar del agua contaminantes como el plomo y el mercurio del agua, mientras que otras resisten golpes y explosiones de gran potencia. Se le está utiizando en compuestos de bajo peso para cosas como raquetas de tenis o palos de golf, y para capturar gases de desecho antes de emitirlos a la atmósfera, en el aislamiento de sonido, en materiales ignífugos para empaquetado, para fabricar crisoles usados en investigaciones sobre microgravedad, como componentes de sensores ópticos e incluso para la liberación controlada de medicamentos y sustancias diversas.

Como aislamiento térmico, los aerogeles están cada vez más presentes. Desde misiones como la Mars Pathfinder de 1997 y los robots Spirit y Opportunity que actualmente recorren la superficie marciana con sus generadores atómicos aislados con aerogel hasta aislando equipo vital en el transbordador espacial… pero también en variedades flexibles como telas no tejidas que usan los escaladores en desafíos como los de los Himalayas y que pueden ser mañana materiales clave para la indumentaria de los hipotéticos viajeros humanos a Marte.

Y, en la búsqueda de energías más limpias, sostenibles y renovables, algunos aerogeles de platino parecen acelerar la producción de hidrógeno, que muchos esperan que sea uno de los combustibles que sustituyan las opciones más sucias y dañinas que hoy usamos.

Atrapar polvo de estrellas

En febrero de 1999 se lanzó al espacio la sonda cometaria Stardust para interceptar al cometa Wild 2 y capturar polvo de su cometa, así como recoger polvo del espacio interplanetario. El recolector de partículas, de aerogel en un soprte de aluminio se envió de vuelta a la Tierra en 2006 con una importante muestra del universo. Toda una hazaña para algo que es básicamente nada.