Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

Los tipos duros del musgo

Han ido al espacio, los han congelado, los han bombardeado con radiación, desecado y hervido... después de lo cual siguen viviendo y reproduciéndose. Son los genuinos tipos duros de la evolución.

Un tardígrado adulto.
(Foto CC de Goldstein lab, vía Wikimedia Commons)
En la mitología popular, las cucarachas son los únicos animales que sobrevivirían a una guerra nuclear y son, por tanto, los campeones de la resistencia.

No es así.

El mito, nacido de la idea de que algunas cucarachas habían sobrevivido a las explosiones nucleares de Hiroshima y Nagasaki (como sobrevivieron otros seres vivos, incluidas muchas personas, los “hibakusha”, o “gente afectada por la explosión”), fue retomado y difundido por los activistas contra las armas nucleares en las décadas de 1960 y 1970.

El Comité Científico de Naciones Unidas sobre los Efectos de la Radiación Atómica ha determinado que las cucarachas pueden soportar dosis de radiación 10 veces superiores a la que mataría a un ser humano, 10.000 rads. Pero las humildes moscas de la fruta, las drosofilas, soportan casi 64.000 rads, y la avispa Habrobracon puede sobrevivir a 180.000 rads. A nivel unicelular, la bacteria Deinococcus radiodurans queda al frente soportando 1,5 millones de rads. (Por comparación la bomba de Hiroshima emitió rayos gamma a una potencia de unos 10.000 rads, y las bombas que hoy conforman los arsenales nucleares son miles de veces más potentes.)

Pero la supervivencia a la radiación es sólo uno de los elementos que forman a lo que podríamos llamar una especie de “tipos duros”. En general, los animales sólo podemos sobrevivir en una estrecha franja de temperaturas, presión, humedad, radiación y otros factores.

El caso excepcional, los campeones de resistencia en todos estos puntos, incluida la supervivencia a la radiación son unos diminuto seres llamados tardígrados, parientes tanto de los nematodos o gusanos redondos como de los artrópodos o seres con exoesqueleto.

Estos minúsculos invertebrados, llamados también osos de agua, pueden medir entre 0,05 y 1,5 milímetros y viven en entornos acuáticos o en zonas húmedas en tierra, como los lugares donde se cría el musgo.

Los tardígrados tienen un peculiar aspecto rechoncho, con cuatro pares de patas terminadas en largas garras. Su cuerpo está recubierto por una capa de cutícula que contiene quitina, proteínas y lípidos, y que debe mudar mientras crece, a través de la cual respiran.

Estos minúsculos seres tienen una anatomía muy compleja. Cuentan con manchas oculares cuya capacidad sensorial aún está siendo estudiada, un sistema nervioso con un pequeño cerebro, un aparato digestivo y un complejo aparato bucal que junto con las garras diferencia a las más de 1.000 especies de tardígrados que se han descrito hasta la fecha, y que varían según su alimentación: bacterias, líquenes, musgos, otros animales microscópicos e incluso, en algunas especies, otros tardígrados.

Algunas especies se reproducen mediante partenogénesis cuando escasean los machos, otras son hermafroditas que se autofertilizan y las hay donde machos y hembras se reproducen sexualmente. Y están donde quiera que uno los busque: en los bosques y los océanos, en el Ecuador y en los polos, en el suelo y en los árboles (siempre que haya humedad suficiente).

Todo esto, unido a la larga vida y el corto ciclo reproductivo de estos animales y al curioso hecho de que son seres que mantienen el mismo número de células a lo largo de toda su vida, ha sido responsable de que los científicos utilicen a los tardígrados como modelos para distintos estudios experimentales.

El secreto de la resistencia de los tardígrados es su capacidad de suspender el funcionamiento de su metabolismo ante condiciones adversas, un proceso llamado criptobiosis. En él, asumen un estado altamente duradero y reducido llamado “tun”. Si el animal enfrenta temperaturas demasiado bajas, por ejemplo, al formarse el tun se induce la producción de proteínas que impiden que se formen cristales de hielo, que son los que destruyen las células. Si enfrenta una situación de falta de agua, se encoge y deja salir el agua de su cuerpo. Y si encuentra situaciones de salinidad extrema que puedan sustraerle el agua por ósmosis, también pueden formar un tun.

Suspender el metabolismo significa, para la mayoría de los seres vivos, la muerte. Los tardígrados pueden permanecer en estado de tun hasta que las condiciones normales se restablecen y pueden volver a la vida normalmente. El récord, a la fecha, lo tienen unos tunes que se recuperaron después de 120 años desecados.

Cuando están en estado de tun, pueden sobrevivir hasta 200 horas a una temperatura de –273oC , muy cerca del cero absoluto (–273,15oC9, y hasta 20 meses a –200oC, mientras que en el otro extremo soportan temperaturas de 150oC (el agua hierve a 100oC). También pueden ser sometidos a 6.000 atmósferas de presión (el punto más bajo del océano, el fondo de la fosa de las Marianas, tiene una presión de 1.000 atmósferas, aproximadamente) y soportan altísimas concentraciones de sustancias como el monóxido y dióxido de carbono o el dióxido de azufre, y altas dosis de radiación: 570.000 rads.

Todo lo cual aniquilaría sin más a todos los insectos campeones de la radiación atómica.

Por esto, en 2007, la Agencia Espacial Europea envió al espacio ejempalres de dos especies de tardígrados, en estado de tun. Como parte de la misión BIOPAN 6/Fotón-M3 y a una altura de unos 260 kilómetros sobre el nivel del mar, algunos fueron expuestos al vacío y frío espacial, y otros a una dosis de radiación ultravioleta del sol 1.000 veces mayor que la que recibimos en la superficie de la Tierra.

Los pequeños sujetos experimentales no sólo sobrevivieron, sino que al volver y rehidratarse, comieron, crecieron y se reprodujeron dando como resultado una progenie totalmente normal. Esta hazaña sólo la habían logrado algunos líquenes y bacterias, nunca un animal multicelular.

En 2011, la Agencia Espacial Italiana envió a la ISS otro experimento en el último viaje del transbordador Endeavor, donde estos tipos duros volvieron a demostrar su resistencia a la radiación ionizante.

Dado lo mucho que pueden enseñarnos sobre la vida y la supervivencia, los tardígrados son sujetos, cada tres años de una reunión internacional dedicada a su estudio... un gran simposio para unos pequeños campeones de la resistencia.

Los lentos caminantes

“Tardígrado” quiere decir “de paso lento”. El nombre lo ideó el biólogo italiano Lazaro Spallanzani (descubridor de la ecolocalización en los murciélagos) en 1776 para estos animales, que habían sido descubiertos apenas tres años antes por el zoólogo alemán Johann August Ephraim Goeze. Fue Goeze el que les puso el nombre de “osos de agua” por su aspecto y movimiento. Su incapacidad de nadar y lentitud los distinguen de otros seres acuáticos microscópicos.

Pareto y la maldición de la revista

Dos curiosidades relacionadas con la estadística que, si no se tienen en cuenta, pueden llevarnos a conclusiones erróneas sobre nuestro mundo.

Sports Illustrated hizo referencia en 2001 a la
supuesta maldición de sus portadas.
Sabemos que la economía no es una ciencia, al menos no todavía, pues no puede predecir acontecimientos con un alto grado de certeza con base en leyes y observaciones diversas como lo hacen, por ejemplo, los astrónomos, cuando prevén el ciclo de 11 años de nuestro sol.

Pero la economía tiene algunos logros apasionantes por su peculiaridad, por ejemplo, el que se conoce popularmente como “Ley de Pareto”, aunque, curiosamente, no fue enunciada por Pareto.

Vilfredo Pareto fue un ingeniero, sociólogo, economista y matemático de fines del siglo XIX y principios del siglo XX, que buscó convertir la economía en ciencia mediante la observación, la medición y el análisis estadístico de los datos, pese a entender que la economía tiene una fuerte componente subjetiva debido a las emociones, creencias y demás peculiaridades de los seres humanos.

Pareto estableció el llamado “óptimo de Pareto” como medida de la eficiencia de una economía, por ejemplo la distribución de bienes en una sociedad, que ocurre cuando no se puede mejorar la situación de nadie sin dañar la de otros. Dicho de otro modo, cuando todos los participantes quedan al menos en la misma posición y al menos un participante queda en una situación claramente mejor.

En su intento por entender la riqueza, Pareto estudió la concentración de la riqueza en distintas sociedades y llegó a la conclusión de que en todos los países, los ingresos se concentraban más en las minorías y se iban distribuyendo a lo largo de la sociedad de forma decreciente. Esta ley se expresa coloquialmente como el llamado “principio de Pareto del 20-80”, es decir, más o menos el 20 por ciento de la población de cualquier país tiende a poseer el 80% de la riqueza.

Este principio fue ampliado por el economista Joseph Juran, que se dio cuenta de que el principio era aplicable a otros aspectos de la vida social y económica. Es decir, aunque la proporción puede ser distinta, una pequeña parte de todo esfuerzo para conseguir algo tiende a ser esencial y una gran parte es menos relevante. Juran fue quien lo llamó, “principio de Pareto”.

Aunque no se sabe cuál es la causa de este fenómeno, el principio de Pareto como aproximación general ha demostrado su validez empíricamente una y otra vez. Así, se ha descubierto que más o menos el 20% de los clientes de un negocio son responsables del 80% de sus ventas, o que el 80% de la contaminación está provocado por el 20% de los vehículos.

Una expresión del principio de Pareto fue la causante de la revolución del control de calidad (especialidad de Juran) que han vivido las empresas a partir de la década de los 70, permitiendo a las empresas concentrarse en los defectos o problemas que más ventas les costaban.

La regresión a la media

Entre los deportistas de Estados Unidos existe el mito de “la maldición de Sports Illustrated”, según la cual, cuando un deportista destaca tanto que llega a la portada de esta prestigiosa revista, automáticamente tiende a bajar su rendimiento.

Lo más curioso es que este mito se hace realidad en muchas ocasiones. Tantas que la propia revista hizo referencia a esta “maldición” en 2002, cuando puso un gato negro en la portada afirmando que ningún deportista quería posar para ella.

¿Es verdad que hay una maldición?

En realidad no. Lo que ocurre es que muchos deportistas llegan a la portada de esta revista debido a una serie de logros singulares y fuera de lo común en sus carreras, algo que los estadísticos conocen como un “valor atípico”. Ha superado, pues, su propia media, determinada en algún valor de su deporte: goles anotados, posición en la tabla de tenistas, asistencias en baloncesto o cualquiera otra variable. De pronto, durante una época determinada, el rendimiento sube alejándose de la media, el deportista llama la atención y su trabajo es más notorio, por lo cual la revista Sports Illustrated decide ponerlo en su portada.

Pero, por decirlo de algún modo, todo lo que sube tiene que bajar. O, puesto en lenguaje de los estadísticos, mientras más se aparte una variable aleatoria de su media, mayor será la probabilidad de que esa desviación disminuya en el futuro. O, en otras palabras, un acontecimiento extremo muy probablemente estará seguido de un acontecimiento menos extremo. Esto, para el jugador que durante unos cuantos partidos anotó más goles de los que solía anotar de media, significa que lo más probable es que regrese a su media en los siguientes partidos. O, como dirían los cronistas deportivos, tuvo una racha y se le terminó.

Los estadísticos le llaman a este fenómeno “regresión a la media”, un término bastante claro y que le debemos a Sir Francis Galton, quien lo descubrió estudiando la estatura media de hijos cuyos padres eran extremadamente altos o extremadamente bajos. Lo que descubrió este investigador fue que los hijos de padres muy altos tendían, claro, a ser altos... pero menos que sus padres, mientras que los hijos de padres muy bajitos tendían a ser de también de corta estatura, pero más altos que sus padres (todo esto en términos de poblaciones y grandes números, por supuesto que en casos individuales puede haber, y de hecho hay, excepciones).

La regresión a la media también nos explica fenómenos como el de la concesión de lotería que puede en un momento dar tres o cuatro premios gordos y luego no volver a dar ninguno durante muchos años, como suele ser normal. La regresión a la media también explica, asombrosamente, el alivio que nos pueden proporcionar algunos tratamientos pertenecientes a la pseudomedicina. Cuando hace crisis una enfermedad, afortunadamente, no tendemos a seguir cada vez peores hasta morir, sino que los síntomas (desde estornudos y moqueos hasta dolores de espalda) tienden, salvo excepciones, a volver a su situación anterior. Nuestro cuerpo regresa a su situación de salud media, el curandero se anota el éxito y pagamos la factura sin darnos cuenta de que ahí ha habido tanta relación causa-efecto entre los rituales del curandero y nuestra mejoría como la que hay entre aparecer en Sports Illustrated y caer hasta nuestro nivel habitual como golfistas. O como cualquier cosa que hagamos que nos haya salido bien por puro azar en un par de ocasiones.

No funciona cuando eres muy bueno

Hay deportistas excepcionales cuya media de rendimiento es muy alta. Son “los mejores”. A ellos, así, no les afecta la maldición de Sports Illustrated ni otras supersticiones, pues llegan a la portada por su media de rendimiento y no excepcionalmente. Así, el legendario Michael Jordan apareció 49 veces en la portada sin sufrir ninguna disminución de rendimiento. Lo mismo pasó con Rafael Nadal o Pau Gasol.

Insulina, la molécula de la discordia

Aunque la historia consagra a dos investigadores como los descubridores de la insulina y su uso en humanos, la historia real incluye puntos de vista contrarios, tensiones, desacuerdos e incluso algún puñetazo.

Moderno sistema de inyección de insulina, la única
forma de controlar la diabetes que hay a la fecha
(Foto D.P. de Mr Hyde, vía Wikimedia Commons)
El descubrimiento y uso de la insulina fue un episodio médico espectacular por los profundos y rápidos efectos que tuvo sobre una enorme cantidad de pacientes que sufrían de diabetes, con las atroces expectativas de enfrentar efectos devastadores, como la ceguera, daños graves a los riñones y al corazón, gangrena en las extremidades inferiores, mala cicatrización, úlceras e infecciones, sin contar crisis agudas como la cetoacidosis, una acumulación de sustancias llamadas "cuerpos cetónicos", que se producen cuando el cuerpo metaboliza grasas en lugar del azúcar, que no puede utilizar debido a la falta de insulina. Esta acumulación puede ser mortal en cuestión de horas.

A principios del siglo XX se sabía que los perros a los que se les extraía el páncreas presentaban síntomas similares a la diabetes, que las células del páncreas llamadas "islotes de Langerhans" jugaban un papel importante en la diabetes. Muchos investigadores intentaron preparar extractos de páncreas para tratar la diabetes, pero todos provocaban graves reacciones tóxicas, porque además de producir insulina, el páncreas produce enzimas digestivas y las lleva al tracto digestivo. Las células responsables de las enzimas eran las que causaban las reacciones de los pacientes.

En 1921, el médico canadiense Frederick Grant Banting tuvo la idea de ligar el ducto que va del páncreas al tracto digestivo para degenerar las células enzimáticas manteniendo vivas a las más resistentes de los islotes de Langerhans. Llevó la idea al profesor John James McLeod, de la Universidad de Toronto. Sin demasiado entusiasmo, McLeod le concedió a Banting un pequeño espacio experimental, algunos perros como sujetos experimentales y a un asistente, Charles Best, para que trabajaran durante las vacaciones de verano.

La idea era hacer un extracto del páncreas degenerado e inyectárselo a otro perro al que se le hubiera extraído el páncreas. Pronto aislaron una sustancia a la que llamaron "isletina", por los islotes de Langerhans (en 1922 cambiaron el nombre por "insulina", con la misma raíz etimológica).

La isletina reducía el azúcar en sangre de perros a los que se había extirpado el páncreas. McLeod se negó primero a creer en los resultados y se enfrentó con Banting, para finalmente decidir que debía reproducirse todo el estudio para tener certeza sobre los resultados. Les dio a Banting y Best mejores instalaciones y Banting pidió un salario, amenazando con llevar su investigación a otra institución. McLeod cedió, pero la tensión entre ambos ya nunca desaparecería, máxime porque Banting sentía injusto que McLeod se refiriera al proyecto hablando de "nuestros" experimentos y de "nosotros".

La insulina resultante era exitosa en perros. El éxito fue tal que en diciembre McLeod decidio dedicar todo su departamento de investigación al proyecto de la insulina y reclutó además la ayuda de un bioquímico, Bertram Collip, encargado de buscar formas de purificar la sustancia.

El 11 de enero de 1922 se realizó el primer ensayo en un ser humano. El niño de 14 años Leonard Thompson, que estaba al borde de la muerte por cetoacidosis, recibió la primera inyección de insulina. Además de sufrir una reacción alérgica, no experimentó ninguna mejoría. En una discusión, Collip amenazó con abandonar el equipo y dedicarse a producir insulina independientemente, asegurando que había encontrado un procedimiento y tenía la anuencia de McLeod para guardar el secreto. Banting estalló y, según algunos testimonios, golpeó a Collip derribándolo al suelo.

Los responsables de financiar los trabajos del laboratorio, Connaught Laboratories, intervinieron rápidamente e hicieron que los cuatro implicados firmaran un convenio comprometiéndose a no solicitar ninguna patente o colaboración comercial de modo independiente.

El 23 de enero, los investigadores volvieron a inyectar a Leonard Thompson con un extracto más puro. La reacción que tuvo el adolescente fue asombrosa. Empezó a recuperarse y en sólo un día se redujo la cantidad de azúcar en su sangre, desaparecieron los cuerpos cetónicos y empezó a mostrarse más activo. La espectacularidad de la reacción llevó a los médicos a tratar a otros seis niños el 23 de febrero, todos con resultados positivos, incluso alguno que se recuperó de un coma diabético.

En apenas ocho meses se había pasado de una hipótesis audaz de un médico poco experimentado en el laboratorio a un resultado dramático que pronto fue corroborado por estudios clínicos para determinar los efectos biológicos de la insulina, sus indicaciones y dosis. En menos de un año, la publicación de los resultados dio a conocer al mundo el nuevo tratamiento. La patente que obtuvieron los cuatro por la insulina y el método de obtenerla fue vendida a la Universidad de Toronto por el precio simbólico de un dólar canadiense para cada investigador.

Las disputas entre los investigadores seguirían cuando, en 1923, se concedió el Premio Nobel de Medicina o Fisiología a Frederick Banting y John James McLeod. El primero creía que el premio debería haber sido para su ayudante, Best, con quien de hecho compartió el dinero del premio, mientras que McLeod se enfureció por la exclusión de Collip, con quien él compartió su parte.

En medio de estos enfrentamientos, aparecieron además las reclamaciones de varios investigadores que habían trabajado en el tema de la diabetes. Nicolás Paulescu, de Rumania, había de hecho descubierto la insulina poco antes que Banting y Best. Georg Zuelzer, alemán, aseguraba que su trabajo había sido robado por los investigadores de Toronto. Ernest Lyman Scott exigió reconocimiento por haber realizado experimentos exitosos antes que los canadienses. E incluso fue notable que no se uniera al coro de indignación el bioquímico estadounidense Israel Kleiner, que había estado más cerca del éxito que todos los demás. El debate, que siguió durante todos los años posteriores y no está del todo resuelto aún ahora hace de la insulina uno de los descubrimientos más conflictivos de la ciencia, y muestra también sus peculiares debilidades humanas.

Transgénico para la vida

Primero, la diabetes se trató con insulina de páncreas de cerdos y de vacas, que es similar, pero no idéntica, a la humana, y puede provocar reacciones adversas. En 1978, Herbert Boyer modificó genéticamente bacterias E. coli para que produjeran insulina humana, la llamada "humulina", que además de ser más sostenible resultó más asequible. Hoy en día, la gran mayoría de la insulina que utilizan los diabéticos es producida por estas bacterias transgénicas.

¡Ellos fueron!

Se acaba de lanzar en Amazon, en formato Kindle, el libro electrónico ¡Ellos fueron!, formado por 50 biografías de científicos que se han publicado desde 2006 en la página de ciencia del suplemento "Territorios de la cultura" del diario El Correo, que escribo semanalmente desde 2006 y en este blog.

El libro está disponible en las tiendas de Amazon de España, Estados Unidos, Reino Unido, Francia e Italia,

El libro se dedica en parte a algunos de los más conocidos científicos y algunos detalles poco conocidos de sus vidas, pero también a gente como:

Un pirata cuya obra científica acompañó a Darwin en su viaje en el Beagle...

Una mujer sin cuyo trabajo habría sido imposible descubrir la forma del ADN...

Un mundialmente famoso guitarrista de rock que es doctor en astrofísica...

Un médico húngaro al que muy probablemente usted le debe la vida...

Un paleontólogo que quiso ser rey de Albania...

Un genio de la física que resolvía ecuaciones en clubes de striptease...

Un físico que regaló los derechos del invento que lo habría hecho multimillonario...

El matemático pobre que redescubrió toda la matemática moderna en su infancia...

Y otros 43 personajes peculiares que han participado en la investigación del universo y que han encontrado respuestas que dan forma a nuestra vida cotidiana, nuestro conocimiento, nuestro bienestar, nuestra salud y nuestro futuro.

William Dampier, Ignaz Semmelweis, Francis Bacon, Ambroise Paré, Richard Dawkins, Charles Darwin, María Sklodowska Curie, Leonardo Da Vinci, Isaac Newton, Alan Turing, Nicolás Copérnico, Srinivasa Ramanujan, Zahi Hawass, Konrad Lorenz, Giordano Bruno, Louis Pasteur, Stephen Hawking, Benjamin Franklin, Alexander Fleming, Vilayanur S. Ramachandran, Oliver Sacks, Gregor Mendel, Charles Babbage, Brian May, Bob Bakker, James Maxwell, Santiago Ramón y Cajal, Nicola Tesla, Rosalind Russell, Tim Berners-Lee, Philo T. Farnsworth, Miguel Servet, Ferenc Nopcsa, Harvey Cushing, Alberto Santos Dumont, Mateo Orfila, Niels Bohr, Bertrand Russell, Christiaan Barnard, Carl Sagan, Richard Feynman, Andreas Vesalio, Patrick Manson, Alfred Russell Wallace, John Snow, Wernher von Braun, Alexander Von Humboldt, Claude Bernard, Thomas Henry Huxley y Peter Higgs

El científico como conejillo de Indias

El científico no sólo es el frío y acucioso registrador de la realidad que investiga. En ocasiones, es el protagonista, el escenario, estudiándose a sí mismo.

La molécula del LSD creada por Hofmann
(Imagen D.P. de Benjah-bmm27,
vía Wikimedia Commons)
El 19 de abril de 1943, el químico suizo Albert Hofmann decidió tomar una dosis de 250 microgramos de una sustancia que había sintetizado en 1938, contratado por la empresa farmacéutica Sandoz... y tuvo la primera experiencia o "viaje" de LSD de la historia. Hofmann trabajaba con el ácido lisérgico, una sustancia producida naturalmente por el hongo conocido como cornezuelo, explorando sus posibilidades como estimulante de la circulación y la respiración. Su trabajo consistía en explorar distintos compuestos a partir de esa sustancia. El sintetizado en 1938 era el LSD-25 o dietilamida de ácido lisérgico.

Tres días antes, el 16 de abril, Hofmann había absorbido accidentalmente una pequeña cantidad de LSD-25 a través de la piel de los dedos, al parecer por un descuido de laboratorio. La experiencia que tuvo a continuación lo impulsó a experimentar en sí mismo consumiendo una cantidad de LSD-25 que luego se descubrió que era tremendamente alta. Pasó por una etapa de pánico y paranoia seguida de placidez y euforia. Había nacido la era de la psicodelia, y su descubrimiento sería uno de los signos distintivos de la contracultura hippie. Por desgracia, el uso recreativo del LSD llevó a que se prohibiera y se impidiera que se estudiara como droga psiquiátrica, que era el destino que Hofmann imaginaba para lo que llamó "mi hijo problemático", el LSD.

El de Hofmann era un caso más entre los muchos científicos que, en un momento dado, han optado por utilizarse a sí mismos como sujetos experimentales, antes que emplear a animales o a voluntarios.

Algunos casos resultan menos cinematográficos que el de Hofmann, pero mucho más dramáticos.

En 1922, el entomólogo estadounidense William J. Baerg intentaba determinar si las arañas conocidas como "viudas negras" y que están extendidas por todo el mundo eran venenosas para el ser humano. Después de ver el efecto del veneno en ratas, se hizo morder por una de sus arañas, pero sin sufrir más que un dolor agudo. Convencido de que la mordedura había sido demasiado superficial, al día siguiente se dejó morder durante cinco segundos. A lo largo de los siguientes tres días, Baerg sufrió los terribles dolores y reacciones del veneno, y los anotó para un artículo que publicó en 1923 en una revista de parasitología.

A partir de entonces, la práctica de dejarse morder por distintos arácnidos fue parte normal de las investigaciones de Baerg, pese a lo cual vivió hasta los 95 años.

Siguiendo sus pasos, el profesor Allan Walker Blair se hizo morder por una viuda negra doce años después, permitiendo que le inyectara veneno durante diez segundos, lo cual lo mantuvo varios días al borde de la muerte.

Pero quizá el campeón de los autoexperimentadores fue el biólogo, matemático y genetista británico J.B.S. Haldane, cuya principal aportación fue la conciliación de la genética mendeliana con la teoría de la evolución de Darwin, fundando la teoría sintética de la evolución y la genética de poblaciones por medio de las matemáticas. Fue también el autor de un ensayo que sería la inspiración de la novela "Un mundo feliz" de Aldous Huxley.

John Maynard Smith, alumno, colaborador y amigo de Haldane, cree que a éste le gustaban las emociones fuertes, la descarga de adrenalina que se produce cuando uno se enfada o cuando tiene miedo. De hecho, Haldane aseguraba haberlo pasado muy bien en las trincheras durante la Primera Guerra Mundial, donde fue considerado un soldado excepcional.

Pero también está el hecho de que el padre de Haldane, médico e investigador, también había realizado algunos experimentos empleándose a sí mismo como conejillo de indias. Y, al menos en una ocasión, a su hijo, a quien hizo respirar grisú en una mina hasta que el pequeño casi perdió el conocimiento.

Y seguramente sabía que uno de los grandes científicos ingleses, Humphry Davy, químico del siglo XVIII y XIX, había experimentado en sí mismo los efectos del óxido nitroso, el sedante también conocido como el "gas de la risa".

Haldane se implicó con las fuerzas armadas después del desastre del Thetis, un submarino británico que se hundió en maniobras en aguas poco profundas, causando la muerte de 99 de sus 103 ocupantes. Durante la recuperación del submarino, otro marino murió por los efectos de la descompresión.

El investigador se embarcó en una serie de experimentos sobre el buceo a gran profundidad, sometiéndose una y otra vez a experiencias dentro de una cámara de descompresión en la que sufría cambios de presión mientras respiraba distintas mezclas de gases y mientras se sometía a temperaturas de frío extremo. En un experimento en el que se envenenó con un exceso de oxígeno, además de sufrir violentas convulsiones se provocó un daño irreparable en algunas vértebras que lo dejó con un dolor crónico para el resto de su vida.

Los tímpanos de Haldane sufrieron varias rupturas a consecuencia de los cambios de presión a los que se sometió, dando pie a una de las más famosas citas del científico: "El tímpano generalmente cicatriza, y si le queda algún agujero, aunque uno queda un poco sordo, puede expulsar humo de tabajo por la oreja afectada, lo cual es todo un logro social".

La autoexperimentación de Haldane fue la base de mucho de lo que hoy sabemos acerca de los efectos de la compresión y la descompresión en los cuerpos de los buzos, especialmente la narcosis provocada por nitrógeno.

Ser su propio conejillo de indias permite a los científicos conocer de primera mano las experiencias subjetivas asociadas a algunas situaciones. Porque la subjetividad también juega un papel importante en la investigación científica, y no sólo por las inspiraciones, intuiciones y pasiones de los científicos. Mucho antes de que hubiera un instrumental adecuado para medir las características de las sustancias químicas, era práctica común entre los investigadores tomar un poco de la que estuvieran estudiando en ese momento y llevárselo a la boca para conocer su sabor.

Por supuesto, como en muchos otros casos, esta práctica fue letal para algunos audaces buscadores de la verdad científica.

Una bacteria y un Premio Nobel

Desde 1981, el doctor australiano Barry Marshall y el patólogo Robin Warren tenían indicios de que la úlcera gástrica estaba causada por una bacteria y no por el estrés, la dieta u otras causas que suponían los médicos. Al no poder infectar a unas ratas con la bacteria, Marshall optó por infectarse a sí mismo tragando un cultivo de bacterias. La gastritis que sufrió fue el primer paso para demostrar que la bacteria causaba úlceras y cánceres gástricos, lo que le valió el Premio Nobel de medicina a ambos asociados en 2005.

Medir y entender el tiempo

Dijo Baltasar Gracián: "Todo lo que realmente nos pertenece es el tiempo; incluso el que no tiene nada más, lo posee". Pero aún no sabemos qué es exactamente esa materia extraña que poseemos.

El reloj de la torre de Berna, Suiza, que inspiró
a Einstein sus ideas sobre la relatividad.
(Foto GFDL de Yann and Lupo, vía
Wikimedia Commons
"El tiempo es lo que impide que todo ocurra a la vez", dijo John Archibald Wheeler, uno de los más importantes físicos teóricos estadounidenses del siglo XX y recordado por su concepto del "agujero de gusano" como un túnel teórico a través del tiempo y el espacio.

Era un intento de explicar, con buen humor, uno de los más grandes misterios que el universo sigue ofreciéndonos como estímulo para la investigación. Porque aunque conocemos algunas de sus características esenciales, no sabemos exactamente qué es el tiempo.

El tiempo se desarrolla en un solo sentido, eso es lo más notable que podemos decir de él. Es decir, pese a afirmaciones y especulaciones en contrario, no podemos retroceder en el tiempo. Por ello los físicos hablan de la "flecha del tiempo" que sólo avanza en una dirección, del pasado al futuro.

También sabemos algo con lo que nos hemos reconciliado en las últimas décadas pero que en su momento fue todo un desafío a eso que llamamos, con cierta arrogancia inexplicable, "el sentido común": el tiempo es relativo.

Hasta 1905, se consideraba que el tiempo era constante, como lo proponía Newton. Pero según la teoría de la relatividad publicada ese año por Einstein, el tiempo es relativo, según el marco de referencia. El ejemplo clásico es el de un hombre que viaja al espacio cerca de la velocidad de la luz y su gemelo se queda en la Tierra. Para el viajero, el tiempo transcurrirá más lentamente o se "dilatará", y al volver será mucho más joven que su gemelo. Además, el tiempo también se dilata en presencia de la gravedad, a mayor atracción gravitacional, más lento transcurre.

La primera prueba de que lo predicho por las matemáticas de Einstein era real se realizó en 1971 utilizando dos relojes atómicos con precisión de milmillonésimas de segundo. Uno de ellos se quedó en tierra mientras que el otro se envió a dar la vuelta al mundo en un avión a 900 km por hora. Cuando el reloj del avión volvió a tierra, se demostró que había una diferencia entre ambos, una diferencia minúscula, de algunas milmillonésimas de segundo, pero coherente con la teoría.

Medir lo que no sabemos qué es

Mucho antes de siquiera plantearse definir el tiempo, o estudiarlo, el hombre enfrentó la necesidad de contarlo. Los períodos de tiempo más largos que un día tenían referentes claros: el propio ciclo del día y la noche, el de la luna, el del sol y los de distintos cuerpos celestes que le resultaron interesantes a distintas culturas, como Venus a los mayas y Probablemente Sirio a los egipcios.

Pero, sobre todo después de que los grupos humanos dejaron de ser nómadas, se hizo necesario dividir el día se dividiera en fragmentos medibles e iguales para todos, con objeto de coordinar las actividades del grupo.

Para ello se emplearon varios procesos repetitivos capaces de indicar incrementos de tiempo iguales: velas marcadas con líneas, relojes de arena, relojes de agua (clepsidras), tiras de incienso que se quemaban a un ritmo regular, y otros mecanismos. Los egipcios que trabajaban bajo tierra, como en las tumbas reales, recibían lámparas de aceite con una cantidad determinada. Al acabarse el aceite de sus lámparas, sabían que era hora de comer, o el fin de su jornada de trabajo.

Los egipcios fueron también los primeros en utilizar el sol, o, más precisamente, la sombra, para dividir el día en fragmentos. Los obeliscos eran relojes de sol que primero sólo marcaban la hora antes y después de mediodía, y luego se añadieron otras subdivisiones, las horas. Hace alrededor de 3.500 años, los egipcios crearon los primeros relojes de sol. Para ellos, los días tenían diez horas, más dos horas de crepúsculo y amanecer, y la noche tenía también 12 horas, determinadas mediante la aparición sucesiva en el horizonte de una serie de estrellas.

¿Por qué tiene 12 horas el día? Los sistemas decimales o vigesimales son los más comunes. pero el antiguo Egipto heredó su sistema numérico sexagesimal de los babilonios, que a su vez lo obtuvieron de la cultura sumeria.

Y los sumerios usaban un sistema duodecimal (de 12 unidades). Aunque no sabemos exactamente por qué lo eligieron, los matemáticos han notado que 12 tiene tres divisores (2, 3 y 4), lo cual simplifica bastante muchos cálculos realizados con esa base. Y al multiplicarlo también por 5 obtenemos 60. Otros creen que este sistema se origina en los 12 ciclos lunares de cada año, que han devenido en los doce meses del año. Los babilonios fraccionaron las horas en 60 minutos iguales y, al menos teóricamente, las horas en 60 segundos. La medición precisa del segundo, sin embargo, no fue viable sino hasta la invención del reloj en la edad media.

Por cierto, en esta práctica sumeria están divisiones como la venta de artículos por docenas o los doce signos del zodiaco (que omiten a dos porque no entran en el número "mágico", Cetus y Ofiuco).

Por supuesto, para medir lapsos de tiempo menores a un segundo no hemos seguido el sistema sexagesimal sumerio, sino que utilizamos décimas, centésimas, milésimas, etc. siguiendo el sistema decimal.

Pero, ¿existe el tiempo como existe la materia? Según algunos físicos y filósofos, el pasado y el futuro son creaciones de nuestra conciencia, pero no tienen una realidad física. Lo único que existe es un presente continuo, cuyos acontecimientos pueden dejar huella, como recuerdos, construcciones, ideas u obras de arte... pero sólo existen en el instante presente. Detectamos su paso sólo porque las cosas se mueven o cambian. E imaginamos el futuro especulando sobre los movimientos o cambios que pueden ocurrir.

En todo caso, el presente sigue siendo un acertijo, que se ha complicado con algunas teorías propuestas de gravedad cuántica según las cuales el tiempo no es un flujo continuo, sino que está formado por diminutas unidades discretas, paquetes de tiempo, llamados "cronones" que se suceden incesantemente, como los fotones se suceden para crear un rayo de luz que creímos continuo hasta que apareció la mecánica cuántica.

Quizá el problema que tenemos para entender el tiempo se ejemplifica con un pequeño ejercicio que todos podemos hacer: intente definir la palabra "tiempo" sin usar ni la palabra "tiempo" ni ningún concepto que implique el tiempo (como "duración" o "lapso").

Los límites de la medida

La menor unidad de tiempo que podríamos medir, teóricamente, es el "tiempo de Planck", propuesto por el físico Max Planck a fines del siglo XIX y que sería el tiempo necesario para que un fotón viajando a la velocidad de la luz recorra una distancia igual a una "longitud de Planck" (una medida 100 billones de veces menor que el diámetro de un protón).