Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

Y Norman le dio de comer al mundo

Dar de comer a una población creciente es un desafío complejo. Abordarlo siempre ha sido urgente, pero nunca como ahora tuvimos las armas para realmente resolverlo gracias a un científico singular.

Norman Borlaug, el rostro del héroe. (Foto D.P.
 Ben Zinner, USAID, vía Wikimedia Commons)
Un popular libro de la década de los 60, La bomba poblacional de Paul Ehrlich, advertía del apocalipsis que le esperaba a la humanidad a la vuelta de la esquina. “La batalla para alimentar a la humanidad ha terminado. En las décadas de 1970 y 1980, cientos de millones de personas morirán de inanición sin importar los programas de emergencia que emprendamos ahora”, advertía, y el público se horrorizó.

La profecía no se hizo realidad en buena medida gracias al trabajo de un científico cuyo nombre no le dice nada a la gran mayoría de la gente.

Norman Borlaug nació el 25 de marzo de 1914 en un pequeño rancho de Iowa, en el Medio Oeste estadounidense, en una zona poblada por inmigrantes noruegos, como su abuelo, quien había construido el rancho. Se educó en una primaria rural antes de pasar a una secundaria donde destacó en la lucha grecorromana llegando a ser admitido en el Salón de la Fama de la Lucha en Iowa.

Su futuro no estaba en el deporte. Salió del bachillerato en los momentos más negros de la Gran Depresión y empezó a trabajar como peón agrícola para pagarse la matrícula en la Universidad de Minnesota, y cuyas cuotas pagó trabajando de camarero y aparcacoches. Seguiría su doctorado, que obtuvo en 1942 trabajando con el patólogo botánico, Elvin Charles Stakman.

Lo que parecía esperarle era el American Dream con un trabajo en una gran empresa química, la E.I. duPont de Nemours, donde empezó a trabajar como una obligación bélica en tiempos de la Segunda Guerra Mundial. Pero en 1944 se interpuso una invitación de la Fundación Rockefeller para que el joven científico agrícola se fuera a México a resolver un problema grave: las cosechas de trigo del vecino y aliado de los EE.UU. se habían visto reducidas a la mitad debido a la infección del hongo conocido como roya del tallo y el país se acercaba a una hambruna generalizada.

Borlaug quedó aterrorizado por la situación del campo mexicano, pero aceptó el reto y pasó los siguientes 20 años dedicado a un colosal esfuerzo, hibridizando distintas variedades de trigo que recogió por todo el mundo para seleccionarlas y reproducirlas, polinizando a mano, en un duro trabajo manual en el campo, hasta conseguir una variedad resistente a la roya del tallo (algo que hoy es mucho más sencillo con técnicas de ingeniería genética). Trabajando cultivos de verano e invierno en dos zonas del país, encontró además variedades no sensibles a la duración del día, algo esencial para poderlas plantar en distintas latitudes.

En cinco años logró una variedad de trigo resistente a la roya y más productiva. Luego se dedicó a cruzar plantas para obtener una variedad con semillas más grandes, obteniendo espigas mucho más productivas. Pero apareció otro problema: el peso de las semillas doblaba los largos tallos del trigo mexicano, desarrollados para sobresalir de entre la maleza. Los hibridizó con una variedad japonesa de tallo muy corto y en 1954 consiguió una variedad de trigo enano, de alto rendimiento, tallo corto y resistente a la roya.

En 1956, México consiguió ser autosuficiente en trigo, un cambio notable cuando 16 años antes importaba el 60% de este grano. Por esos años, una epidemia de roya del tallo destruyó el 75% de la cosecha de trigo durum en los Estados Unidos, lo que favoreció la adopción de las nuevas variedades desarrolladas por el visionario. Las técnicas de Borlaug permitieron a los científicos además mejorar muy pronto el rendimiento de dos cultivos esenciales para alimentar al mundo, el maíz y el trigo.

En la década de 1960, el innovador fue a la India, país que en 1943 había sufrido la peor hambruna conocida en la historia con más de cuatro millones de víctimas mortales. El genetista Mankombu Sambasivan Swaminathan, arquitecto de la Revolución Verde en la India, recuerda que al momento de la independencia de la India, en 1947, el rendimiento de trigo y arroz en los campos indios era de menos de una tonelada métrica por hectárea. Y aunque en los siguientes 20 años se incrementó el área de cultivo para alimentar a la desbordante población india, los rendimientos no aumentaban. Se importaban 10 millones de toneladas de trigo al año. De hecho, el libro de Ehrlich afirmaba que “la India no tiene ninguna posibilidad de alimentar a doscientos millones de personas más para 1980”.

La revolución verde consiguió que la cosecha de la India en 1965 fuera 98% mayor que la del año anterior... duplicando prácticamente el rendimiento del trabajo agrícola. Pakistán consiguió la independencia alimentaria en 1968. Al paso de los años, el trabajo de Borlaug ha conseguido resultados asombrosos. En 1960, el mundo producía 692 millones de toneladas de grano para 2.200 millones de personas. En 1992 estaba produciendo 1.900 millones de toneladas, casi el triple, para 5.600 millones de personas, y todo ello utilizando sólo un 1% más de tierra dedicada al cultivo.

Los logros del especialista agrícola llamaron la atención del Comité Nobel, que en 1970 acordó entregarle a Norman Borlaug el Premio Nobel de la Paz porque, dijeron, “más que ningún otro individuo de su edad, ha ayudado a proveer de pan a un mundo hambriento”.

La Revolución Verde fue el primer gran resultado de la biotecnología, de la aplicación de nuestros conocimientos biológicos para conseguir mejores plantas. Pero no sólo dependía de las nuevas variedades, sino de la capacidad de irrigación, mejores fertilizantes y mecanización, causas que, junto con la incertidumbre política, impidieron que África siguiera el camino de otros países (entre ellos China, hoy exportadora de alimentos). En palabras del propio científico: “A menos que haya paz y seguridad, no puede haber un incremento de producción”.

Norman Borlaug siguió trabajando por combatir el hambre y por promover el uso racional de la tecnología para mejorar el rendimiento de los cultivos lo que ha impedido la conversión en tierra de cultivo de grandes espacios de bosques y ecosistemas protegidos. Murió el 12 de septiembre de 2009, pero su trabajo contra el hambre continúa en la Norman Borlaug Heritage Foundation, para cuyos programas educativos la casa de Iowa donde nació el Premio Nobel se ha convertido en una residencia estudiantil.

Triunfos pasajeros

“Es verdad que la marea de la batalla contra el hambre ha cambiado a mejor en los últimos tres años. Pero las mareas tienen su forma de subir y bajar. Bien podemos estar en marea alta hoy, pero la marea baja podría instalarse pronto si nos volvemos complacientes y relajamos nuestros esfuerzos.” Discurso de aceptación del Premio Nobel de Norman Borlaug el 10 de diciembre de 1970.

La literatura que vino del conocimiento

El primer puente eficaz entre la ciencia y las humanidades se tendió con base en el asombro y expectativa que se genera alrededor de quien sea que nos diga “voy a contar una historia”.

El primer número de la revista fundada por
Hugo Gernsback, con portada del artista
Frank R. Paul y errata en el nombre de
Edgar Allan Poe.
(Imagen D.P. vía Wikimedia Commons)
Isaac Asimov argumentaba, con muy buenas razones, que la ciencia ficción, ese género literario singular de cruce de caminos entre la ciencia y el arte, no tenía un padre fundador como otros. Por ejemplo, el género policiaco tuvo como padre a Edgar Allan Poe en sus dos cuentos con el inspector Dupin, mientras que la moderna fantasía heroica fue producto de la obra de J.R.R. Tolkien. La ciencia ficción, única en la literatura (y en otras artes, posteriormente) tenía madre fundadora: Mary Shelley.

La joven concibió su novela Frankenstein o el moderno Prometeo por las conversaciones que tenían ella, su amante Percy Bysse Shelley, el amigo de ambos Lord Byron y el médico de éste, John Polidori, a las orillas del lago Ginebra en 1816. La joven Mary estaba interesada por los trabajos del italiano Galvani sobre la electricidad animal y, cuando se propuso que los cuatro escribieran un cuento de fantasmas, ella esbozó lo que sería la novela que publicó dos años después. Más allá de precursores como las narraciones fantásticas de Luciano de Samosata, Johannes Kepler o Cyrano de Bergerac, es fácil argumentar que la especulación científica de Shelley es el primer trabajo de la ciencia ficción como la conocemos hoy en día.

Pero si la ciencia ficción nació en 1816-18, tuvo que esperar más de un siglo para obtener su nombre y su identidad definitiva. Un siglo y que un soñador y empresario luxemburgués llamado Hugo Gernsback se entusiasmara con la idea de que se podía divulgar ciencia mediante la literatura. Experimentador con la electricidad y editor, Gernsback echó una mirada a la popularidad de los “romances científicos”, como se llamaba en Gran Bretaña a la obra de Jules Verne o H. G. Wells y decidió dedicarse a escribir y publicar eso que también se ocupó de bautizar. Su primera propuesta se traduciría como "cientificción" pero para 1929 adoptó el término que se generalizó y se ha mantenido pese a muchos intentos de rebautizarlo: "ciencia ficción".

Fue en 1926 cuando Gernsback, que ya publicaba revistas dedicadas a la radio y la electricidad donde ocasionalmente incluía cuentos con temática científica, fundó la revista Amazing Stories, la primera publicación dedicada exclusivamente a cuentos de ciencia ficción y que sería la plataforma de lanzamiento del género y de numerosos autores hoy considerados clásicos del género como Isaac Asimov, Ursula K. Le Guin, Howard Fast o Roger Zelazny.

Muchos autores no estaban de acuerdo con la idea de que la ciencia ficción tuviera la misión de divulgar ciencia. De hecho, saber algo de ciencia ya era requisito para el disfrute total de algunos de los relatos lque se estaban escribiendo en la primera mitad del siglo XX. Más que divulgarlos hechos y datos de la ciencia, para muchos era la forma de divulgar algo que consideraban mucho más importante: el método científico y el pensamiento crítico y cuestionador en el que se basa para llegar al conocimiento. Y para advertir de la necesidad de impedir que la política y el poder usaran mal el conocimiento científico.

La gran explosión de la ciencia ficción ocurrió después de la Segunda Guerra Mundial, entre el horror de la bomba atómica y la guerra fría, de un lado, y la promesa científica y tecnológica de los antibióticos, la carrera espacial y los plásticos, del otro.

Al mismo tiempo, los medios visuales se unieron entusiastas, si bien con poca suerte, al boom de la ciencia ficción. Una serie de películas, más bien de clase B, empezaron a salir de los estudios cinematográficos, algunas de ellas de cierto valor, como el clásico de la paranoia de la guerra fría The Body Snatchers o la muy moralina The Day the Earth Stood Still. La televisión, constreñida por limitaciones presupuestarias, abordó a la ciencia ficción menos entusiasta, con destellos en series clásicas como The Twilight Zone, dirigida y producida por Rod Serling.

La ciencia ficción visual llegó a su madurez en la década de 1960. En televisión, Star Trek, ideada por Gene Roddenberry, planteó de modo apasionante los dilemas morales de la ciencia y la cultura, la lógica y la emoción, y otro tanto hacía en el cine, en 1968, 2001: Una odisea del espacio, escrita por Arthur C. Clarke y dirigida por Stanley Kubrick.

El salto en efectos especiales que se dio a partir de esta película fue tal que, de hecho, para muchas personas de las nuevas generaciones la ciencia ficción sería considerada principalmente como un género cinematográfico y televisual, donde muchos de los grandes autores literarios como Frank Herbert (Dune) y Philip K. Dick (Total Recall, Blade Runner, Minority Report) se verían llevados al cine con mayor o menor fortuna.

La ciencia ficción ha pasado por distintas encarnaciones, a veces tan diferentes que resulta peculiar que los lectores y aficionados las identifiquen como facetas de una misma expresión artística. Desde la ciencia ficción “dura”, escrita muchas veces por científicos y basada en datos científicos minuciosamente precisos hasta la fantasía futurista de Ray Bradbury en Crónicas marcianas, desde los fulgurantes efectos especiales de Matrix hasta la serena reflexión de Solaris, desde los viajes dentro de nuestro cuerpo y mente hasta el diseño de imperios galácticos colosales, desde acción y batallas hasta la lucha contra los problemas mentales.

Esta forma de creación artística, sin embargo, quizás se identifica no por usar la ciencia, por enseñarla, por difundirla o por criticarla, sino porque sus preocupaciones son las mismas que las de la ciencia: cómo obtenemos el conocimiento, cómo cuestionamos a la realidad, cómo manejamos el conocimiento, cuáles son los obstáculos que le ponemos al saber, qué tanto tememos al pensamiento libre o cuáles son los cauces que debemos darle a esos conocimientos, entre otras cosas.

Muchos científicos de hoy en día encuentran las raíces de su interés por la ciencia en algún relato, alguna novela, algún autor, alguna película o serie de televisión. Pero es su atractivo para el público en general, ese público que muchas veces está por lo demás alejado de la ciencia, el que sigue convirtiendo a la ciencia ficción en el género de los grandes desafíos y las grandes dudas.

El primer beso

En noviembre de 1968, en lo que entonces era una audacia, sólo meses después del asesinato de Martin Luther King, se emitió un episodio de Star Trek donde el capitán Kirk, interpretado por William Shatner, besaba a la teniente Uhura, interpretada por Nichelle Nichols. Fue el primer beso interracial de la conservadora televisión estadounidense, algo que quizá sólo podía haber ocurrido entonces en el espacio aparentemente inocuo de la ciencia ficción.

Pesticidas: los heroicos villanos

Queremos alimentos baratos, en buen estado, que no estén infectados, enfermos o mordidos por insectos u otros animales. Algo que sería muy difícil sin los productos que controlan las plagas.

La familia de Bridget O'Donell durante la
gran hambruna irlandesa de 1845-52.
(Ilustración D.P. del Illustrated London
News, 22 de diciembre de 1849,
via Wikimedia Commons)
Lo único que separa al ser humano de la muerte por hambre es el éxito de la siguiente cosecha. Y el entorno está lleno de organismos que quieren aprovechar nuestro esfuerzo agrícola, plagas y enfermedades de aterradora diversidad, desde virus diminutos hasta aves o mamíferos de tamaño considerable como los topos o las ratas, que atacan nuestros campos, nuestra semilla y nuestros graneros.

La gran hambruna de las patatas en Irlanda, que mató a un millón de personas entre 1845 y 1852, fue causada principalmente por la llegada a Europa de una nueva plaga, el “tizón tardío”, que arrasó los campos de patatas que alimentaban al pueblo irlandés. La producción cayó de casi 15 mil toneladas en 1844 a sólo 2 mil toneladas en 1847.

Los procedimientos pesticidas para intentar evitar estos desastres no son nada nuevo en la historia. Hace 6.500 años en la antigua Sumeria, encontramos el primer uso registrado de plaguicidas químicos: distintos compuestos de azufre empleados para combatir a los insectos y a los ácaros. Desde entonces, el ser humano ha usado los más distintos productos para proteger la fuente principal de su alimentación, desde el humo (de preferencia muy hediondo) producto de la quema de distintos materiales hasta derivados de las propias plantas, como los obtenidos de los altramuces amargos o sustancias inorgánicas como el cobre, el arsénico, el mercurio y muchos otros.

Otros seres vivos también han sido usados como pesticidas. Si el ejemplo más obvio es el gato que protege casas, graneros y cultivos contra ratas y ratones, también los ha habido más elaborados. Mil años antes de nuestra era, en China se utilizaban feroces hormigas depredadoras para proteger los huertos de cítricos contra orugas y escarabajos. Se cuenta cómo los agricultores ponían incluso cuerdas y varas de bambú para facilitar el movimiento de las hormigas entre las ramas de distintas plantas.

En el siglo I antes de nuestra era, Marco Terencio Varro, un sabio romano, recomendaba el uso del alpechín, ese líquido oscuro y amargo con base de agua que se obtiene de las aceitunas antes del aceite, contra las hormigas, los topos y las malas hierbas, lo que sería el primer pesticida “de amplio espectro” de la historia.

Junto a estos materiales, los seres humanos utilizaron también durante la mayor parte de nuestra historia prácticas mágicas, religiosas y supersticiosas destinadas a proteger los cultivos, desafortunadamente sin buenos resultados.

En la década de 1940, después del fin de la Segunda Guerra Mundial, empezó a desarrollarse un tipo totalmente nuevo de pesticidas basados en la química orgánica (recordemos que la química orgánica es aquélla relacionada con los compuestos de carbono, y aunque el carbono es la base de la vida, esto no significa que todas las sustancias “orgánicas” desde el punto de vista químico tengan relación con la vida).

Los pesticidas parecían una solución perfecta que conseguían los resultados deseados por los agricultores sin provocar daños a otros seres vivos, ni al ser humano. Pronto, sin embargo, los estudios científicos demostraron que, según era también previsible, nada es perfecto. Algunos pesticidas se acumulaban en el ambiente, algunos otros resultaban muy tóxicos para organismos que no eran su objetivo, algunos podían acumularse en el medio ambiente o en los seres vivos, otros estaban siendo usados en exceso por distintos consumidores y, finalmente, otros iban poco a poco funcionando como un elemento de presión selectiva favoreciendo la aparición de cepas de distintos organismos resistentes al pesticida, del mismo modo en que los antibióticos que usamos como medicinas han favorecido la aparición de infecciones humanas resistentes a ellos.

El público reaccionó con lógica preocupación que en algunos casos se convirtió en miedo irracional y se extendió, injustificadamente, a todos los pesticidas y sustancias que ayudan a la agricultura, y a un desconocimiento de los desarrollos de las últimas décadas. En la conciencia general quedó identificada la idea de “pesticida” con los productos anteriores. Incluso, entre algunos grupos se considera poco elegante señalar que, pese a los innegables problemas, nadie nunca ha enfermado gravemente ni ha muerto por consumir productos agrícolas protegidos por pesticidas.

A fines de la década de 1960 se introdujo el concepto de la gestión integrada de plagas, una estrategia que implica utilizar una combinación de elementos para proteger los cultivos. En parte ha implicado volver a utilizar formas de control de plagas que habían sido abandonadas ante la eficacia de los pesticidas, y asumir una aproximación equilibrada usando juiciosamente todas las opciones a nuestro alcance: pesticidas químicos, otras especies, medios mecánicos, etc.

Hoy, existen cada vez mejores legislaciones para los distintos productos (no las había en los 40-50) y se investiga creando mejores pesticidas, efectivos , específicos (que ataquen sólo a las plagas y no a otras especies) y que después de actuar se descompongan en residuos no tóxicos y reintegrándose al medio ambiente. Junto a ellos, ha aparecido la opción de integrar mediante ingeniería genética capacidades pesticidas a los propios cultivos o hacerlos resistentes a las plagas. Así, por ejemplo, hoy se tienen cultivos que producen ellos mismos las toxinas del Bacillus thuringiensis, una bacteria frecuentemente usada como insecticida viviente.

Aún con los avances, cada año se pierde un 30% de todos los cultivos en todo el mundo. Una tercera parte. Sin pesticidas, los expertos aseguran que las pérdidas se multiplicarían y por ello, en este momento y bajo las condiciones económicas y sociales reales de nuestro planeta, no es posible alimentar a la población humana actual, 7 mil millones de personas, sin la utilización de pesticidas. Lo importante es seguir fomentando el desarrollo de mejores sustancias, emplearlas de modo inteligente y no indiscriminado, respetando todas las precauciones y aplicando sistemas alternativos siempre que sea posible y viable.

Nada de lo cual impedirá que los pesticidas sigan siendo, a la vez, héroes y villanos de la alimentación humana.

Mejor ciencia, no menos ciencia

Norman Borlaug, el creador de la “revolución verde” con la que se calcula que ha salvado más de mil millones de vidas decía en 2003: “Producir alimentos para 6.200 millones de personas, a las que se añade una población de 80 millones más al año, no es sencillo. Es mejor que desarrollemos una ciencia y tecnología en constante mejora, incluida la nueva biotecnología, para producir el alimento que necesita el mundo hoy en día”.

Rehacer el cuerpo

La posibilidad de reconstruir partes del cuerpo, órganos o miembros, manipulando nuestras propias células y procesos, es la gran promesa de la biología y la medicina regenerativas.

Tráquea artificial hecha con las propias células madre
del paciente. (Foto University College London, Fair use)
En 1981, un paciente del Hospital General de massachusetts, en Boston, había sufrido quemaduras graves. Los médicos decidieron probar una aproximación diferente a los trasplantes e injertos de piel tradicionalmente empleados en estos casos. Tomaron una pequeña muestra de piel sana de la víctima, la sometieron a un proceso llamado de “cultivo de tejidos”, donde las células son alimentadas y estimuladas para que se reproduzcan. el tejido resultante se colocó en una matriz y se aplicó en las zonas donde las quemaduras habían destruido la piel. Por primera ocasión, las propias células de un paciente se habían utilizado exitosamente como terapia.

Para llegar a ese momento, fue necesario que la ciencia respondiera a una enorme pregunta: ¿De qué estamos hechos? Durante la mayor parte de nuestra historia, la conformación de nuestro propio cuerpo fue uno de los grandes misterios. ¿Cómo se reunían las sustancias del para crear algo tan cualitativa y cuantitativamente peculiar como el tejido de un ojo, un pulmón, un músculo o un corazón? Y, más impresionante, cómo lo que comíamos nos hacía crecer y cómo, a veces, el cuerpo tenía la capacidad de regenerarse: se cortaba y al paso de un tiempo la herida cerraba, aparecía nuevo material que la sanaba y dejaba, en todo caso, una cicatriz.

Más aún, las capacidades regenerativas del ser humano, pese a lo asombrosas que pueden resultar, son limitadas. No puede regenerar un miembro, un ojo o una oreja, pese a que hay miembros del mundo animal que sí están en capacidad de hazañas asombrosas. Las salamandras, como las llamadas axolotl o ajolotes, pueden hacer crecer un miembro completo que se les haya amputado, y un gusano plano como la planaria puede ser cortada en varios trozos y cada uno de ellos producirá un individuo nuevo completo.

La idea de que el cuerpo humano podría regenerarse como las salamandras o los gusanos ha estado presente, así, como uno de los grandes sueños de la medicina, aunque la mitología se las arregló para presentar la regeneración también como una desgracia. En el mito de Prometeo, cuyo castigo por darle el fuego a los hombres fue ser encadenado a una roca donde un águila le comía todas las noches el hígado, que se regeneraba durante el día. Probablemente los griegos ya sabían que el hígado es el órgano con mayores capacidades regenerativas del cuerpo humano.

La posibilidad de usar la regeneración como forma de tratamiento hubo de esperar a que el ser humano conociera cómo esta formado el cuerpo, sus tejidos y órganos, las células que los conforman, la reproducción, la genética y el desarrollo embriológico. A partir de allí ya era legítimo imaginar terapias en las cuales un brazo destrozado, un ojo, un páncreas o cualquier otra parte del cuerpo pudieran ser reemplazados por otros creados con las células del propio paciente, ya fuera cultivándolas en el laboratorio para trasplantarlas después o provocando que el propio cuerpo las desarrollara.

En el mismo año de 1981 en que se realizaba el autotrasplante de células cultivadas en Boston, en las universidades de Cambridge y de California se conseguía aislar ciertas células de embriones de ratones, las llamadas células madre o pluripotentes, es decir, células que se pueden convertir en células de cualquiera de los muchos tejidos diferenciados del cuerpo humano. Todas nuestras células, después de todo, proceden de una sola célula, un óvulo fecundado por un espermatozoide, y en nuestro desarrollo embrionario se van especializando para cumplir distintas funciones, desde las neuronas que transmiten impulsos nerviosos hasta los eritrocitos que transportan oxígeno a las células de todo el cuerpo, las fibras musculares capaces de contraerse o las células de distintas glándulas que secretan las más diversas sustancias en nuestro cuerpo.

Pero aún con las células ya especializadas de los tejidos de los pacientes, se pueden realizar hazañas considerables. En 2006, científicos de la Wake Forest University de Carolina del Norte por primera vez utilizaron células de la vejiga urinaria de un paciente para cultivarlas y hacerlas crecer sobre un molde o “andamio” en un proceso llamado “ingeniería de tejidos”. El resultado fue una vejiga que se implantó quirúrgicamente sobre la del propio paciente, sin ningún riesgo de rechazo al trasplante debido a que son sus propias células. Desde entonces, la técnica se ha estandarizado para resolver problemas de vejiga en numerosos pacientes.

Otro sistema de ingeniería de tejidos lo empleó el dr. Paolo Maccharini en 2008 en el Hospital Clinic de Barcelona para tomar una tráquea donada, eliminar de ella todas las células vivas del donante dejando sólo el armazón de cartílago y repoblando éste con células de la paciente a la que se le iba a trasplantar, evitando así el rechazo del trasplante y eliminando la necesidad de utilizar inmunosupresores como parte de la terapia.

El primer órgano desarrollado a partir de células madre que se implantó con éxito fue también una tráquea, y el trabajo lo hizo el mismo médico, esta vez en el Instituto Karolinska de Suecia, donde a fines de 2011 se hizo un molde de la tráquea del paciente sobre el cual crecieron células pluripotentes tomadas de su propia médula ósea.

Curiosamente, la idea de conservar el cordón umbilical de los recién nacidos está relacionado con la idea de la medicina regenerativa, ya que en dicho cordón se encuentra una reserva de células madre pluripotentes que, en un futuro, podrían facilitar la atención de esos niños para la sustitución de órganos y tejidos.

A través de las terapias celulares y de la ingeniería de tejidos, la medicina regenerativa algún día, no muy lejano, podrían producir tejido sano para sustituir a los tejidos dañados responsables de una gran variedad de afecciones, desde la artritis, el Parkinson, el Alzheimer, la diabetes tipo I y las enfermedades coronarias, además de hacer innecesaria la donación de órganos. Sería la medicina que nos podría hacer totalmente autosuficientes, capaces de repararnos y convertir en parte del pasado gran parte del sufrimiento humano, que no es una promesa menor.

El potencial de multiplicación

El Dr. Anthony Atala, creador del primer órgano desarrollado en laboratorio (una vejiga), explica: “Podemos tomar un trozo muy pequeño de tejido, como de la mitad de un sello postal, y en 60 días tener suficientes células para cubrir un campo de fútbol”. Sin embargo, recuerda, esto aún no es aplicable a todos los tipos de células, algunos de los cuales no pueden hacerse crecer fuera del cuerpo de los pacientes.