Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

Oppenheimer y la responsabilidad del científico

Las enormes fuerzas a las que el hombre obtuvo acceso gracias a la revolución de la física en el siglo XX le presentaron a los científicos desafíos éticos que antes no se habían planteado abiertamente.

Einstein con J. Robert Oppenheimer.
(Foto D.P. del Departamento de Defensa de los EE.UU.
vía Wikimedia Commons)
El 29 de junio de 1954, después de un accidentado proceso, Julius Robert Oppenheimer, “Oppy” para los medios de comunicación, el padre de la bomba atómica estadounidense, era despojado de su autorización de seguridad por la Comisión de la Energía Atómica (AEC). Era, en muchos sentidos, la caída de un héroe. Los motivos eran, principalmente, sus dudas éticas a la luz de los acontecimientos derivados de su trabajo en el Proyecto Manhattan.

El proceso a Oppenheimer fue una parte muy visible de la “cacería de brujas” del senador Joseph McCarthy, promotor de un pánico anticomunista que barrió los Estados Unidos y destrozó las vidas de numerosas personas, no sólo comunistas, sino hombres y mujeres de avanzada, incluso simples antifascistas.

Pero el delito de Oppenheimer era no sólo tener simpatías de izquierdas. Era haber asumido una posición moral ante el desarrollo de la bomba de hidrógeno, entendiendo que el científico no podía deslindarse ya más del uso que la política daba al conocimiento.

Una vida en el conocimiento

Julius Robert Oppenheimer nació en la ciudad de Nueva York en 1904, en una familia acomodada judía no practicante emigrada desde Alemania y estudió sus primeros años en la Escuela de la Sociedad de la Cultura Ética. Esta institución educativa, que aún existe, fue fundada por el racionalista Félix Adler como una escuela gratuita para hijos de obreros con la idea de que se desarrollaran como personas “competentes para cambiar su entorno para lograr una mayor conformidad con el ideal moral”.

En esta escuela de pedagogía revolucionaria, estudió matemáticas, ciencia e idiomas, desde griego y latín clásico hasta francés y alemán. A la temprana edad de 12 años, su pasión por coleccionar minerales le hizo presentar un artículo científico ante el Club Mineralógico de Nueva York, que lo recibió como miembro honorario. Se matriculó en Harvard en 1922 con la idea de estudiar química, pero terminó fascinado por la física y emprendiendo una carrera vertiginosa. Se graduó en 1925 y viajó a Inglaterra donde investigó bajo la dirección del famoso físico Sir Joseph John Thomson para después concluir su doctorado en la universidad de Göttingen con el no menos importante Max Born, con quien hizo trabajos de mecánica cuántica. En 1927 volvió a Harvard y en 1929, con sólo 25 años, fue nombrado profesor en la Universidad de California.

Esta carrera implicó que se desentendiera del “mundo real”, de la política y los conflictos sociales, hasta que la emergencia del fascismo en la década de 1930 lo sacudió. Comenzó a relacionarse con personas de la izquierda estadounidense y apoyó económicamente a las Brigadas Internacionales en la Guerra Civil Española mientras seguía con su trabajo en la física teórica, que incluyó algunos de los primeros artículos que sugerían la existencia de los agujeros negros.

Al comenzar la Segunda Guerra Mundial, Oppenheimer se implicó como entusiasta antifascista en el esfuerzo por desarrollar una bomba atómica: un dispositivo en que un material radiactivo iniciara una reacción en cadena que llevara a una explosión convirtiendo una mínima parte de su materia en energía. En 1942, el ejército estadounidense lo nombró director científico de lo que se conocería con el nombre clave de “Proyecto Manhattan”. Oppenheimer fue más allá de la física, organizando, administrando y conduciendo a un equipo de más de 3.000 personas, entre ellas las mejores mentes de la física de ese tiempo. El proyecto dio sus frutos el 16 de julio de 1945, cuando se detonó la primera bomba atómica en Alamogordo, Nuevo México. Es famosa la afirmación de Oppenheimer de que, al contemplar la explosión, pensó en una línea del Bhagavad-Gita: “Me he convertido en la Muerte, el destructor de universos”. Menos famosa es su observación de que “Sabíamos que el mundo ya no sería el mismo” desde ese momento.

Menos de un mes después, se lanzaron dos bombas atómicas contra Hiroshima y Nagasaki. El argumento era que una invasión convencional de Japón podría costar hasta 14 millones de vidas entre soldados aliados y civiles japoneses. Las bombas atómicas causaron unas 210.000 víctimas civiles y provocaron la rendición inmediata de Japón, pero también el terror mundial ante su violencia. De inmediato, además, comenzó una carrera armamentista entre las dos superpotencias de la época: los EE.UU. y la URSS para desarrollar nuevas armas nucleares y amenazarse mutuamente.

El siguiente paso se dio en la década de 1950 con el desarrollo de las bombas termonucleares, que utilizan una bomba atómica como detonante de una reacción de fusión de hidrógeno miles de veces más poderosa.

Pero Robert Oppenheimer, al frente de los esfuerzos estadounidenses, expresó su clara oposición al desarrollo de la bomba de hidrógeno, proponiendo en cambio negociaciones con la URSS que detuvieran la proliferación de armas nucleares y advirtiendo del peligro de un holocausto nuclear. Ya en 1945 había dicho “Si las bombas atómicas han de añadirse como nuevas armas a los arsenales de un mundo en guerra, o a los arsenales de las naciones que se preparan para la guerra, llegará el día en que la humanidad maldiga los nombres de Los Álamos e Hiroshima. La gente de este mundo debe unirse o perecerán.”

En 1953, el pánico anticomunista del senador Joseph McCarthy lo convirtió en su blanco por esta actitud conciliadora, interpretada como traición a los Estados Unidos, por sus simpatías de izquierdas y por su amistad con comunistas. Despojado de su autorización de seguridad, volvió a su trabajo como investigador y profesor en la Universidad de Berkeley donde siguió haciendo aportaciones a la teoría de la relatividad y la física cuántica.

En 1963, el gobierno estadounidense, a modo de disculpa, le concedió el premio Enrico Fermi.

Robert Oppenheimer murió el 18 de febrero de 1967 a causa de un cáncer en la garganta dejando la convicción de que los físicos debían hacerse responsables de lo que se hacía con el conocimiento que obtenían. “Los físicos han conocido el pecado”, dijo en 1947, “y éste es un conocimiento que ya no pueden perder”.

Oppenheimer en el teatro

El proceso a Oppenheimer, su interrogatorio y condena, fueron tomados por el dramaturgo Heiar Kipphardt, miembro del movimiento de teatro-documento, en la obra Sobre el asunto de J. Robert Oppenheimer, publicada en 1964, cuando el físico aún vivía. Basada en las 3.000 páginas de la transcripción del proceso, la obra explora los problemas éticos y la responsabilidad moral de los científicos, y la interferencia política en su trabajo.

El elemento número 1

Estamos cada vez más cerca del día en que gran parte de nuestras necesidades de energía sean satisfechas por el hidrógeno, el elemento más antiguo y más abundante de nuestro universo.

Esquema de una celdilla de combustible de
hidrógeno que produce una corriente eléctrica.
(Imagen D.P. de Albris modificada por Los
Expedientes Occam. vía Wikimedia Commons)
Cuando miramos por la noche a las estrellas, estamos asistiendo, muchas veces sin saberlo, a un espectáculo de hidrógeno incandescente.

Todas las estrellas de todo el universo no son sino enormes esferas de hidrógeno que debido a su enorme están experimentando una reacción atómica llamada fusión, donde los átomos de hidrógeno se fusionan o unen para formar otros elementos y, como resultado de este proceso, liberando enormes cantidades de energía en forma de diversos tipos de radiación, entre ellos la luz gracias a la cual las vemos.

El horno de fusión de hidrógeno más cercano a nosotros es precisamente la estrella que ocupa el centro de nuestro sistema planetario, el sol, gracias a cuya energía existe y se mantiene la vida en nuestro planeta.

El universo era muy joven cuando apareció el hidrógeno. Realmente joven. Habían pasado apenas unos tres minutos desde el Big Bang, esa súbita expansión de una singularidad en la cual surgieron al mismo tiempo el espacio, el tiempo y toda la materia, cuando los protones y neutrones que habían aparecido poco antes empezaron a formar núcleos rodeados de un electrón, convirtiéndose en hidrógeno pesado, una de las varias formas de este elemento. En el proceso se formó también helio. Los cálculos de los cosmólogos indican que en esos tres primeros minutos de nuestro universo había 10-11 átomos de hidrógeno por cada uno de helio. Y de inmediato hizo su aparición también el hidrógeno común, formado por un protón y un electrón, sin neutrones.

El hidrógeno es el más común de los elementos, tanto que toda la materia que podemos ver en el universo es aproximadamente 73% de hidrógeno y 25% de helio. Sólo un 2% aproximadamente del universo está formado por elementos más pesados que estos dos.

(Cabe señalar que la materia que podemos ver es sólo el 23% de toda la materia del universo, mientras que el 77% restante de la materia que debe existir para que el universo se comporte tal como lo hace es, hasta hoy, invisible para nosotros. Es la llamada “materia oscura” que hoy la ciencia busca invirtiendo grandes esfuerzos.)

Todos los elementos del universo proceden, pues, del hidrógeno, que es el más ligero de ellos y por tanto el que ocupa el primer lugar en la tabla periódica que ordena los elementos por sus características y su peso atómico. El peso atómico es el número de protones que contiene el núcleo de los átomos de cada elemento. El hidrógeno tiene el número 1.

En el corazón de las estrellas, el hidrógeno se fusiona en helio, el helio y el hidrógeno se fusionan para crear berilio... y así se van creando todos los elementos hasta el hierro, que tiene el número atómico 23. Todos los demás elementos, desde el cobre, con número atómico 27 hasta el uranio, el 92 de la tabla y el último que es natural (todos los elementos más pesados que el uranio son hechos por el ser humano) se crean no en el corazón de las estrellas, sino al estallar éstas en las explosiones que llamamos supernovas.

Por eso decía Carl Sagan que “estamos hecho de materia de estrellas”.

Sin embargo, pese a su temprana aparición, su abundancia y su importancia, el hidrógeno no fue identificado por el ser humano sino hasta 1766, cuando el británico Henry Cavendish se dio cuenta de que este inflamable gas, que había sido producido por primera vez por el sabio renacentista Paracelso, era una sustancia discreta. En 1781, el propio Cavendish descubrió que al quemarse esta sustancia producía agua, un experimento fundamental para desmentir la idea de que el universo estaba formado por cuatro elementos. Finalmente, en 1783, el francés Antoine Lavoisier, después de reproducir los experimentos de Cavendish, le dio nombre a la sustancia que solían llamar “aire inflamable”: hidrógeno, que en griego quiere decir “generador de agua”.

Una de las características del hidrógeno, además de su facilidad para quemarse, es ser mucho más ligero que el aire. Esto lo aprovechó ese mismo año un físico francés, Jacques Alexander Cesar Charles, para lanzar un globo lleno de hidrógeno que alcanzó una altitud de tres kilómetros. Poco después, Charles se convirtió en el primer hombre en volar en un globo de hidrógeno.

En 1800 se descubrió que al aplicarle una corriente eléctrica al agua, ésta se descomponía en hidrógeno y oxígeno, un proceso llamado electrólisis. Y en 1839 se descubrió el proceso inverso, el de la celdilla de combustible, en el que el hidrógeno se une al oxígeno y genera una corriente eléctrica, que se llevó a la práctica en 1845 con la creación de la primera “batería de gas”.

A lo largo de los años se fueron descubriendo numerosos usos industriales para el hidrógeno al tiempo que se abandonaban otros. La tragedia del dirigible Hindenburg, que se incendió al atracar en en 1937 en Nueva Jersey, marcó el fin del uso del hidrógeno para hacer volar máquinas más ligeras que el aire, y fue sustituido por el helio.

Pero la idea del hidrógeno como combustible siguió su camino. En los programas espaciales, de modo muy notable, los combustibles utilizados son el hidrógeno y el oxígeno líquidos, que al mezclarse generan un fuerte empuje. Pero, con menos atención del público, los astronautas que fueron a la luna en las misiones Apolo y sus antecesores de las misiones Gémini obtenían su electricidad en el espacio gracias a celdillas de combustible que, además, les proporcionaban agua para beber.

Hoy en día, el hidrógeno es una de las más prometedoras opciones para ofrecer a la humanidad una fuente de energía limpia, no contaminante y renovable. Algunos fabricantes de autos ya están trabajando para dejar atrás, en un futuro quizás cercano, el ruidoso automóvil con motor a explosión de gasolina, sustituido por vehículos eléctricos accionados por hidrógeno.

El desafío es hacer el sistema más eficiente y encontrar formas para obtener hidrógeno a un coste tal que resulte competitivo con los todavía baratos combustibles fósiles. Esto puede parecer extraño tratándose de un elemento tan abundante en el universo pero, después de todo, en nuestro planeta se encuentra principalmente en forma de compuesto, como en el agua de los océanos. Resolver este desafío podría significar toda una nueva era para la civilización humana.

El hidrógeno en nosotros

El hidrógeno es uno de los seis elementos básicos que hacen posible la vida, junto con el carbono, el oxígeno, el nitrógeno, el azufre y el fósforo, y está presente en todas las moléculas que nos conoforman. Aproximadamente el 10% de la masa de nuestro cuerpo es hidrógeno, la mayor parte en el agua que es nuestro principal componente. Es una parte de nosotros que nació junto con el universo mismo.

La estrella de la mañana

Muchas culturas lo identificaron con los atributos de sus deidades femeninas. Para otras era la guía del sol y el reloj del universo. Y al ser el planeta más cercano al nuestro, ha presentado un desafío genuinamente milenario.

Imagen de Venus con rayos X que permite ver
su superficie por debajo de la densa capa de
nubes que lo cubre.
(Foto D.P. de Magellan Team, JPL, NASA,
vía Wikimedia Commons)
Los escritores de ciencia ficción del siglo XIX y principios del XX se imaginaron el planeta Venus, nuestro vecino de camino al Sol así como Marte lo es en sentido contrario, como una especie de paraíso tropical, un planeta con junglas húmedas, como una versión más cálida y exuberante de la Tierra. Sus especulaciones se basaban en lo poco que se sabía entonces sobre el planeta. Sabíamos que disponía de atmósfera desde que el ruso Mijail Lomonosov lo observó en un tránsito por el Sol en 1761, y observaciones posteriores constataron que esa atmósfera contenía una espesa capa de nubes que no permitía ver su superficie pero le daba su peculiar brillo al reflejar intensamente la luz del Sol.

Especulaciones más descabelladas o desvergonzadas provenían de quienes, a raíz del estallido del mito ovni en 1947, escribieron libros asegurando que habían sido llevados a visitar Venus por los habitantes del planeta, tripulantes de naves maravillosas.

Estas especulaciones se alimentaban de otros datos sugerentes. Venus es casi gemelo de nuestro mundo: tiene un tamaño del 90% de la Tierra y una masa del 80%. De hecho se parece más a nuestro planeta que Marte, que mide sólo la mitad de la Tierra y tiene una masa es de poco más del 10%, y que también apasionó a escritores de ciencia ficción y charlatanes. A estos parecidos une características singulares como que su rotación es en dirección contraria a la de la Tierra y ocurre muy lentamente. Un día venusino, es decir, una rotación completa alrededor de su propio eje, dura 243 días terrestres, más tiempo que un año venusino, el tiempo que tarda en dar una órbita completa alrededor del Sol y que es de 224,65 días terrestres.

El 14 de diciembre de 1962, el Mariner 2, se convertía en el primer aparato hecho por el hombre que se acercaba a otro planeta de nuestro sistema solar y nos informaba de cómo eran las condiciones en ese lugar, hasta entonces sólo visto y analizado por medio de nuestros telescopios. La sonda pasó a una distancia de 34.773 kilómetros de la superficie de Venus y en breves observaciones destruyó la fantasía. Donde Edgar Rice Burroughs se había imaginado un planeta de agua en su serie de historias fantásticas sobre Venus, había un planeta con temperaturas altísimas y sin rastro de agua alguna.

Casi cinco años después, un artilugio humano tocaba la superficie de Venus. El 18 de octubre de 1967, la sonda Venera 4 de la entonces Unión Soviética, lanzó varios instrumentos a la atmósfera venusina antes de descender en paracaídas. Supimos entonces que la atmósfera de Venus estaba formada casi totalmente de dióxido de carbono y la presión atmosférica en su superficie era mucho mayor que la de la Tierra, hoy sabemos que es 92 veces mayor, más o menos la presión que existe a un kilómetro bajo el mar. Su capa de nubes, de varios kilómetros de espesor, genera además un poderoso efecto invernadero que da a la superficie de Venus las más altas temperaturas del sistema solar, mayores incluso que las de Mercurio, mucho más cerca del Sol, que llegan hasta 450 grados Celsius.

Era la realidad de uno de los cuerpos celestes por los que los pueblos antiguos mostraron un mayor interés debido a que es el objeto más luminoso del cielo después del Sol y de la Luna y tiene la característica de ser visible únicamente poco antes del amanecer en algunos meses o, en otros, poco después del atardecer, y en otros no es visible. Como ocurre con Mercurio, ambos planetas no son visibles de noche ya que debido a que sus órbitas son “inferiores” a la órbita de la Tierra, es decir, que están entre nosotros y el sol, desde nuestro punto de vista siempre aparecen cerca de nuestra estrella.

El primer registro escrito sobre el segundo planeta desde el sol data del 1581 antes de nuestra era: un texto babilónico llamado la tabla de Ammisaduqa, que registra 21 años de apariciones de Venus. Algunas otras culturas creían, sin embargo, que se trataba de dos objetos celestes distintos: una estrella de la mañana y una estrella del atardecer Para los egipcios, las dos estrellas eran Tioumoutiri y Ouaiti, mientras que los griegos las llamaron Phosphorus y Hesperus, al menos hasta que en el siglo VI antes de nuestra era Pitágoras determinó con certeza que se trataba de un solo objeto celeste.

La identificación de Venus con una imagen femenina data desde los propios babilonios, que lo llamaban Ishtar, el nombre de su diosa de la guerra, la fertilidad y el amor, parcialmente identificada con Venus, la diosa griega del amor. Para los persas era Anahita, diosa también de la fertilidad, la medicina y la sabiduría. Los antiguos chinos llamaban a Venus Tai-pe, la hermosa blanca, mientras que en la actualidad las culturas china, japonesa, coreana y vietnamita lo llaman “la estrella de metal”.

Pero probablemente ninguna cultura estableció una relación tan estrecha con Venus como los mayas, para los cuales el movimiento y ciclos de Venus. Para la cultura maya, Venus era considerado el objeto celeste que guiaba al sol, y por tanto tenía tanta o más importancia que nuestra estrella.

Los mayas relacionaban a Venus con una de sus principales deidades, Kukulcán, la serpiente emplumada. Le llamaban Chak Ek’, la gran estrella, que cuando salía en la mañana en el este era considerada indicio de renacimiento, al mismo tiempo que un anuncio de guerra y un peligro para la gente, pero cuando aparecía en la tarde se relacionaba con la muerte, y se creía que el período entre ambas apariciones en el que no se veía se debía a que hacía un recorrido por el submundo de los muertos. Los ciclos de Venus eran una de las bases de la compleja interacción de calendarios de la cultura maya, que se utilizaban incluso para decidir el mejor momento de emprender una guerra contra una ciudad-estado vecina.

25 misiones exitosas de acercamiento o descenso en Venus (rodeadas de muchos intentos fallidos, especialmente en los inicios de la exploración espacial), conocemos mejor a nuestro casi gemelo cósmico. Contamos con mapas detallados de su superficie, obtenidos por rayos X y tenemos respuestas a muchas preguntas... y cada día nuevas preguntas.

Venus y Galileo

Venus fue uno de los objetos celestes a los que Galileo dirigió su telescopio, descubriendo que exhibía fases igual que la Luna. La observación de este fenómeno fue una de las primeras demostraciones contundentes y concluyentes de la validez de la idea del sistema heliocéntrico propuesto por Copernico. Si, como proponía el modelo geocéntrico de Ptolomeo, Venus giraba en epiciclos alrededor de la Tierra junto con el Sol, debería estar siempre en fase creciente.

La lucha contra el frío

Bajan dos grados y lo resentimos. Pero hay seres a nuestro alrededor que han desarrollado diversas estrategias para soportar temperaturas de rigor estrictamente cósmico.

Pingüino emperador en la Antártida
(Foto CC de Hannes Grobe
vía Wikimedia Commons)
El frío es un excelente conservante de los alimentos, y de los tejidos vivientes en general, debido a que a bajas temperaturas, las bacterias que descomponen los tejidos muertos para realizar el peculiar reciclaje de la naturaleza ven su actividad enormemente reducida o incluso anulada.

Es por esto que tenemos neveras y congeladores, no sólo en nuestros hogares sino en muchos lugares y vehículos para mantenerlos frescos. Y es por esto también que en lugares especialmente fríos se pueden conservar asombrosamente personas como Ötzi, el hombre del hielo que tanto nos ha enseñado sobre la vida de nuestros antepasados

Las bacterias disminuyen enormemente su actividad por debajo de los 4 grados centígrados y, por debajo del punto de congelación, mueren debido a que el agua que las compone en un 80-90% se cristaliza, destruyendo al organismo. Esto es también la explicación de por qué no se pude congelar a un ser humano y revivirlo posteriormente: el congelamiento destruye las células físicamente.

Y sin embargo, hay muchos seres vivos que viven en temperaturas extremas en las que un ser de características tropicales como el ser humano no podría vivir sin la protección que ha diseñado culturalmente, como la ropa de abrigo o la calefacción. Estos seres vivos han desarrollado una enorme variedad de estrategias para enfrentar el frío, sobrevivirlo e incluso prosperar en él... incluso en extremos verdaderamente aterradores y que, a primera vista, nos parecerían incompatibles con la vida.

Los más conocidos son, por supuesto, un pelaje o plumaje densos y con una buena dosis de aceite, que cree una capa de aire inmóvil cerca de la piel que se mantiene más caliente que el aire más allá de la capa de pelo o plumas. Esta estrategia, junto con una buena capa de grasa subcutánea, aísla a animales como las focas, los pingüinos y los mamíferos de las zonas más frías, como liebres, zorros y, claro, los emblemáticos osos que bajo su pelaje tienen, por cierto, la piel negra.

Las especies de clima frío suelen ser además más grandes que especies similares en climas cálidos, con extremidades más cortas y cuerpos más gruesos. lo que reduce la superficie de contacto con el aire que provoca la pérdida de calor. Así, estos animales son capaces de mantener temperaturas corporales normales, en general similares a las del ser humano, entre 34 y 40 grados Celsius (aunque pueden bajar hasta los 31-32 grados durante la hibernación).

Hay otros sistemas menos conocidos, como el mecanismo llamado “intercambio calórico de contracorriente”, en el que las arterias que traen sangre caliente de los pulmones y el corazón se ven rodeadas de redes venosas que traen sangre fría de las extremidades. La sangre venosa captura parte de ese calor en su camino hacia el interior del cuerpo, evitando que se pierda mientras que la sangre arterial llega más fría a su destino. Esto pasa en las patas de los pingüinos, el lobo y el zorro árticos y otras especies, que pueden mantener sus patas por encima de la temperatura de congelación sin perder demasiado calor.

El anticongelante orgánico

Hay lugares donde, hasta hace poco tiempo, no creíamos que pudiera haber vida, lugares con condiciones extremas, por lo que a sus habitantes, que poco a poco se van descubriendo, se les llama extremófilos, o seres que gustan de los extremos. A los que gustan del frío extremo se les llama psicrófilos (“psicrós” en griego es “frío”), pues pueden vivir en temperaturas muy bajas, incluso de hasta -15 grados Celsius, como ocurre en algunas bolsas de agua muy salada rodeadas de hielo y que no se congelan precisamente por su alto contenido de sal.

La hazaña de sobrevivir a temperaturas tan bajas requiere una forma de impedir que el agua de los organismos se congele y se cristalice, y para ello se utilizan distintas estrategias.

Algunos peces que viven en aguas heladas acumulan sodio, potasio, iones de calcio o urea. Estas sustancias reducen el punto de congelación de sus tejidos, del mismo modo en que la sal permite que no se congelen las bolsas de agua más frías. Otras especies producen naturalmente las llamadas glicoproteínas, que inhiben el crecimiento de los cristales de hielo, lo mismo que hace el anticongelante que se tiene que poner en los autos en zonas gélidas cuando se acerca el invierno.

Las glicoproteínas son sólo algunas de las proteínas anticongelantes que producen algunos animales, plantas, hongos y bacterias. Estas proteínas se unen a los cristales de hielo cuando aún son pequeños, impidiéndoles crecer y recristalizarse. Hay muchas variedades de proteínas anticongelantes, utilizadas por plantas, bacterias, arqueobacterias, insectos y peces.

Lo más interesante de estas proteínas es que su eficacia como anticongelantes es muy superior a la de los anticongelantes usados por el ser humano, como el metanol, el propilenglicol o el etilenglicol, alcoholes que se añaden al agua utilizada para el enfriamiento de motores para reducir su punto de congelación y evitar que se hiele dentro de los conductos del motor cuando están inactivos, lo que podría provocar el estallido de los conductos y otros daños.

Una estrategia de supervivencia en estado de verdadera animación suspendida al estilo de las historias de ciencia ficción y fantasía es la que siguen los tardígrados, que pueden soportar hasta dos semanas a una temperatura casi de cero absoluto, -273 grados Celsius, más que ningún otro ser vivo, entrando en un estado llamado de “tun”, donde se deshace de gran parte del agua de su cuerpo además de producir proteínas anticongelantes para proteger la poca que le queda, redefiniendo en ese estado nuestro concepto mismo de la vida.

Los animales que soportan el frío nos dan además claves para soportarlo mejor, para crear cultivos que puedan tolerar las bajas temperaturas facilitando la agricultura en zonas extremas y, sobre todo, nos animan a pensar que si la vida es así de persistente en nuestro planeta, probablemente ello signifique que está ocupando otros espacios del universo, aunque no venga a visitarnos en naves caprichosas.

Temblar de frío

Cuando hace frío, el hipotálamo, que entre otras actividades es el centro regulador de la temperatura del cuerpo, envía un mensaje a los músculos para que se contraigan rítmicamente, lo que conocemos como temblar de frío. Este temblor tiene por objeto aumentar la producción de calor del cuerpo de una manera muy eficiente. Además el temblor de alta intensidad que conocemos comúnmente y que dura un tiempo relativamente corto, hay un temblor de baja intensidad que puede sostenerse durante mucho tiempo, incluso durante meses, y así lo hacen muchos animales que hibernan durante el invierno, temblando imperceptiblemente para mantener su temperatura.