Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

Los genes saltarines de Barbara McClintock

La dotación genética que nos hace lo que somos y es el vehículo de la evolución, se consideraba un esquema rígido. Barbara McClintock demostró que tenían una flexibilidad insospechada, base de la genética moderna.

Barbara McClintock en su laboratorio de la Carnegie
Institution, en 1947.
(Fotografia Smithsonian Institution via Wikimedia Commons)
“Dado que me impliqué activamente en el tema de la genética sólo veintiún años después del redescubrimiento, en 1900, de los principios de la herencia de Mendel, y en una etapa donde la aceptación de estos principios no era generalizada entre los biólogos, tuve el placer de atestiguar y experimentar la emoción creada por los cambios revolucionarios en los conceptos genéticos que han ocurrido en los últimos sesenta y tantos años.”

Es difícil imaginar este mundo que describía Barbara McClintock en su conferencia como Premio Nobel de Medicina o Fisiología de 1983, cuando había biólogos que no aceptaban la genética, no se había establecido el vínculo entre genética y evolución, y no sabíamos nada del ADN.

La propia bióloga galardonada había nacido sólo dos años después del redescubrimiento de los trabajos de Gregor Mendel, el 16 de junio de 1902, en Hartford, Connecticut, en los Estados Unidos. Ese mismo año, Walter Sutton demistraba que la genética mendeliana es aplicaba a los cromosomas de los seres vivos, es decir, que éstos transmitían las características heredadas. También en 1902 el británico Archibald Garrod observó que la alcaptonuria, enfermedad poco común, se heredaba según las reglas mendelianas.

Apenas en 1909, cuando la pequeña Barbara cumplía los 7 años de edad y vivía en Nueva York con su familia, el danés Wilhelm Hohanssen inventó una nueva palabra: “gen” para describir la unidad de herencia mendeliana. Dos años después, Thomas Hunt Morgan determinaba que los genes se encontraban en los cromosomas. Estaban listos los cimientos del trabajo de McClintock.
Barbara entró al Colegio de Agricultura de la Universidad de Cornell, NY, donde se licenció en 1923, obtuvo su maestría en 1925 y su doctorado en 1927, especializada en botánica y no en la genética, que ya era su pasión, pues las disposiciones de la universidad no permitían que una mujer obtuviera un título en la naciente disciplina.

Como doctora, McClintock empezó a trabajar en la propia universidad, trabajando con plantas de maíz, ya que esta especie tiene características que la hacen ideal para el estudio de la genética, pues cada grano de una mazorca es producto de una fertilización independiente, y es distinto de sus vecinos. Esto le permitió ser una de las descubridoras, en 1931, de un fenómeno inesperado: al reproducirse las células vivientes, los cromosomas de cada par intercambian partes entre sí.

Mc Clintock empezó entonces un peregrinaje por distintas instituciones educativas y de investigación en busca de un lugar dónde poder trabajar en condiciones adecuadas: Missouri, California, el Berlín y el Friburgo de la preguerra en 1933, de nuevo Cornell y Missouri, donde trabajó con el novedoso concepto de que la radiación provocaba mutaciones para estudiar la variación genética.

Finalmente, en 1941 la investigadora llegó a Cold Spring Harbor, en Washington, dependiente del Instituto Carnegie, donde encontró su lugar y donde permaneció como investigadora hasta el final de su vida.

Fue allí, en 1944, cuando descubrió que había elementos genéticos que podían cambiar de lugar en los cromosomas. Hasta entonces, la idea aceptada era que los genes se ubicaban en el cromosoma como las perlas en un collar, cada uno con una posición determinada e inmutable que se transmitía inalterado a su descendencia. Lo que demostró el trabajo de McClintock es que no había tal patrón inalterable, sino que por distintas causas, dentro y fuera de la célula, algunos genes pueden cambiar de lugar (transponerse) afectando así al organismo resultante. Los genes, pues, podían “saltar” de un lugar a otro en la cadena, con efectos discernibles. Estas transposiciones o cambios de lugar podían ocurrir de modo autónomo o como resultado de la interacción con otros genes. Así, McClintock descubrió también que había un tipo de genes cuya función era activar –o desactivar- a otros genes en su vecindad, y un segundo tipo de genes que eran responsables de que el activador cambiara de lugar o sufriera transposición.

Este proceso permitía así que ciertos genes del individuo resultante estuvieran o no activos en función de la transposición que hubieran sufrido durante la reproducción. El descubrimiento introducía un elemento adicional para explicar la variabilidad de la dotación genética de las especies, algo fundamental para la evolución.
El mismo año que hizo este fundamental descubrimiento, McClintock fue elegida como miembro de la Academia Nacional de Ciencias de los EE. UU. Era apenas la tercera mujer que ingresaba en la institución. Y en 1945 se validaba su trabajo al convertirse en la primera mujer que presidía la Sociedad Genética de los Estados Unidos, algo singular si recordamos que 20 años antes se le había negado la posibilidad de especializarse en genética.

Su trabajo en los genes saltarines (llamados técnicamente “transposones”) fue recibido con cierto escepticismo cuando finalmente lo publicó en 1950, según sus biógrafos en parte por su condición de mujer pero también por su poca eficiencia en la comunicación de sus resultados. Pero la idea era sólida y la confirmaron estudios diversos entre 1967, el año en que McClintock se jubiló formalmente, y 1970. Una vez validado el descubrimiento, así fuera tardíamente, la genetista fue galardonada con el Premio Nobel.

El escepticismo era explicable de varias formas. Cuando la estudiosa hizo sus descubrimientos ni siquiera se sabía que los genes estuvieran formados por ADN (ese descubrimiento sobrevendría hasta 1952) y lo incierto del camino hacía que la cautela se impusiera al valorar las afirmaciones más revolucionarias.

Pero ésa no sería la única aportación de Bárbara McClintock a la genética. Además de desarrollar numerosas técnicas que permitieron a otros investigadores realizar otros avances, fue una de las primeras biólogas que especuló sobre la epigenética, los cambios hereditarios en la expresión (activación) de los genes que no se deben a cambios en las secuencias de ADN.

Jubilada pero no retirada, Barbara McClintock siguió como investigadora distinguida en el Instituto Carnegie y se dedicó a explicar la transposición de los genes y su significado en la genética moderna. Murió el 2 de septiembre de 1992.

Los honores

A lo largo de su vida, Barbara McClintock recibió los más altos honores de la academia estadounidense. El Premio al Servicio Distinguido del Instituto Carnegie, el Premio Rosenstiel por investigación médica básica, un fellowship de la fundación MacArthur, el premio Mary Lasker y la Medalla Nacional de la Ciencia de los Estados Unidos.