Para muchas personas, la moderna criminalística tiene su punto de inflexión en 1866, no con un acontecimiento policiaco, sino con un hecho literario trascendente: la publicación de Estudio en escarlata, de Arthur Conan Doyle, la primera novela que protagonizaría Sherlock Holmes. En el primer capítulo, cuando el doctor Watson es llevado a conocer al detective como posible compañero de piso, lo encuentra gritando "¡Lo he encontrado! ¡Lo he encontrado!", refiriéndose al descubrimiento de una sustancia química que reacciona solamente en contacto con la hemoglobina y con ninguna otra sustancia. En la ficción, Holmes había dado el primer paso para determinar con certeza si una mancha era producto del óxido, de pintura, de salsa de tomate o de sangre, que viene siendo el primer paso para llegar a la actual identificación por ADN.
La investigación criminal se ha apoyado cada vez más en la ciencia para poder reconstruir los hechos y resolver sus casos. Hoy parece inimaginable que se realizaran investigaciones sin estudios sobre el rayado de los cañones de rifles y pistolas, sin análisis químicos de sustancias, sin fotografías, sin identificación de huellas dactilares, sin nada más que las siempre poco confiables afirmaciones de testigos o las suposiciones más o menos vagas que llegaron a lanzar a la hoguera a miles de inocentes acusados de herejías y brujerías diversas. La sola idea del CSI, la investigación de la escena del crimen, ha casi sustituido al policía de gatillo ligero.
El médico escocés Henry Faulds señaló en 1880 que las huellas dactilares eran individuales y no cambiaban a lo largo de la vida, y sugirió que las huellas de grasa dejadas por los dedos podrían usarse para identificar científicamente a los delincuentes. Sin embargo, cuando propuso este método a la policía metropolitana de Londres, no encontró eco. Fue hasta 1892 cuando el policía argentino Juan Vucetich, basado en el trabajo del científico multidisciplinario Francis Galton, utilizó una huella digital para demostrar la culpabilidad de Francisca Rojas en el asesinato de sus dos pequeños hijos. Poco después, los departamentos de policía de todo el mundo ya recopilaban huellas dactilares de delincuentes y perfeccionaban sistemas para recoger, resaltar y conservar las huellas halladas por los investigadores. Hoy incluso es posible obtener impresiones útiles de los dedos de cadáveres en avanzado estado de descomposición o recuperar huellas de superficies como el papel, además de rescatar impresiones digitales de gran antigüedad.
Las pruebas de ADN para uso forense fueron desarrolladas apenas en 1984 por el genetista inglés Alec Jeffreys, de la Universidad de Leicester. Estas pruebas no sólo implicaban la identificación o perfilado de una persona por su ADN, sino la forma de obtener ADN de manchas antiguas y un proceso complejo para la separación del semen y las células vaginales, lo que permitía el uso del sistema en casos de violación. La identificación por ADN se empleó por primera vez en un tribunal para condenar al asesino y violador Colin Pitchfork en el propio Leicester en 1988, y también para exonerar al primer acusado del crimen, Richard Buckland. El impacto de esta nueva herramienta es difícil de valorar, no sólo por la enorme cantidad de delincuentes descubiertos debido a ella, sino principalmente por la gran cantidad de inocentes cuyas afirmaciones de no culpabilidad han sido finalmente reivindicadas, en ocasiones después de purgar largas penas de cárcel. Las pruebas de ADN son tanto o más confiables que las huellas dactilares.
La informática ha representado un importante apoyo al trabajo de la investigación policiaca. Simplemente las enormes bases de datos recopiladas y la facilidad que los ordenadores ofrecen para hacer búsquedas en ellas bastan para plantear una realidad totalmente nueva en el terreno de la investigación de los delitos, una diferencia quizá tan grande como la que marcó la llegada del microscopio a los terrenos policiacos. Igualmente, la informática es un excelente auxiliar en el análisis de sustancias diversas, tendencias estadísticas y, por supuesto, imágenes. Sin embargo, no existe, por desgracia, el ordenador, o el programa de ordenador, que pueda realizar las hazañas de los que nos ofrece la ficción. Una imagen digital tiene un número determinado de píxeles en su superficie, y esos píxeles o puntos de información visual representan la resolución de la imagen. Acercarse a una imagen más allá de su resolución natural la convierte en una colección de puntos que no ofrecen más información al observador. Sin embargo, los ordenadores casi mágicos del cine y la televisión consiguen hacer acercamientos imposibles, reconstruyendo de modo mágico la información que originalmente no estaba allí, para regocijo del público y molestia generalizada de informáticos, fotógrafos, artistas digitales y videógrafos por igual.
¿Y la sustancia ficticia de Sherlock Holmes, el agente químico que reaccionaba en presencia de la hemoglobina? Lo más parecido que tiene la criminalística actual es el luminol, frecuente actor en las series y películas policiacas. Descubierto en 1928 por el químico alemán H.O. Albrecht y cuyas propiedades como detector de sangre fueron señaladas en 1936, es una sustancia que emite una débil luz azul cuando está en contacto con manchas de sangre. Como el reactivo de Holmes, puede detectar una parte de sangre entre un millón de otra sustancia, pero no es tan infalible como el producto literario del siglo XIX, ya que también emite luz al estar en contacto con metales como el cobre, las aleaciones de cobre, algunas formas de lejía... y el rábano picante. Sigue siendo, pues, menos confiable que la sustancia que el detective británico había encontrado en las primeras páginas de su saga.
El renacer de un rostroSi bien algunos aspectos de la criminalística, como la entomología forense, han dado lugar a famosas películas (como El silencio de los corderos), pocas especialidades son tan inquietantes como la identificación forense. Con base en los conocimientos de la anatomía y fisiología de la cabeza humana, un experto en identificación forense puede tomar un cráneo totalmente descarnado y recrear sobre él el rostro que tuviera su dueño en vida. El grosor de las distintas capas de tejido que sabemos que tenemos permite una reconstrucción con una exactitud absolutamente asombrosa, que ha permitido la identificación de numerosas víctimas y que ha tenido el beneficio adicional de permitirnos ver el rostro que debieron tener personajes de la historia como el propio Tutankamón, sometido hace poco tiempo a una reconstrucción facial forense. |