Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

La invasión de los cuadricópteros

Juguetes, armas, herramientas de investigación, las máquinas volantes de cuatro o más rotores son también vanguardia en la investigación robótica.

Cuadricóptero Aeyron Scout en vuelo
(Foto D.P. de Dkroetsch, vía Wikimedia Commons)
Felipe tiene una empresa dedicada a realizar panorámicas fotográficas y recorridos virtuales como los que seguramente todos hemos visto en Internet con los cuales podemos visitar museos, sitios históricos e incluso casas en venta a través de nuestra pantalla. A fines del año pasado empezó a hacer panorámicas aéreas de 360 grados con una inversión realmente mínima. Lo que antes se podía hacer únicamente con un helicóptero y una multitud de permisos para volar a baja altura, lo ha hecho con tres cámaras digitales fijadas a un juguete volador de control remoto con cuatro hélices, un cuadricóptero o cuadrirrotor.

El cuadricóptero es una aeronave de varios rotores que, a diferencia de un helicóptero, que utiliza una hélice vertical (o a veces dos en el mismo eje, que giran en direcciones opuestas), utiliza dos o más rotores para conseguir volar, suspenderse en el aire y realizar complejas maniobras aéreas ya sea mediante mando a distancia o como robots.

Y pueden ser pequeños. Extremadamente pequeños. Los llamados “nanocópteros”, que hoy se pueden adquirir comercialmente como juguetes por menos de cien euros, caben en la palma de la mano. Y los más grandes, que pueden ser más potentes, están controlados por exactamente los mismos elementos de hardware y software.

Son los descendientes más desarrollados de uno de los sueños de Leonardo Da Vinci.

Suspendidos en el aire

Una máquina capaz de despegar verticalemente y quedar suspendida en el aire es un desafío mucho mayor que una que simplemente vuele. El primero en imaginarla fue Leonardo Da Vinci en 1480, su “tornillo de aire”, que, decía, si girara a suficiente velocidad desplazaría el aire como un tornillo de Arquímedes lo hace con el agua.

La palabra “helicóptero” (del griego “helikos”, espiral y “pteron”, ala) antecedió a la primera aeronave capaz de hacer lo que preveía Leonardo. Fue acuñada en 1861 por Gustave de Ponton d'Amécourt, entusiasta del vuelo y amigo de Julio Verne, cuya idea de una aeronave movida por dos hélices verticales fue utilizada por el pionero de la ciencia ciencia ficción en su novela Robur el conquistador.

El primer aparato capaz de lograr la hazaña fue probado en 1870 en Milán por Enrico Forlanini. Sus rotores estaban movidos por una máquina de vapor y consiguió mantenerse inmóvil en el aire unos 20 segundos aunque sólo avanzaba si soplaba el aire. Sin embargo, antes de que Igor Sikorsky consiguiera el primer helicóptero viable tal como los conocemos hoy en día, el experto en aerodinámica George de Bothezat, creó y voló con éxito para el ejército estadounidense una nave dotada de cuatro hélices verticales. Durante 1922 y 1923, el aparato de Bothezat realizó más de 100 vuelos, alcanzando alturas de hasta 9 metros y consiguiendo mantenerse en el aire hasta 2 minutos y 45 segundos. Pero el ejército norteamericano prefirió orientar sus esfuerzos primero al autogiro y después al helicóptero de Sikorsky, que empezó a utilizarse en la Segunda Guerra Mundial.

El cuadricóptero resuelve el principal problema del helicóptero: el giro de la hélice vertical en un sentido hace que el cuerpo de la aeronave tienda a girar en sentido contrario. Para evitarlo, se utiliza un rotor trasero horizontal que impulsa al aparato en sentido contrario al de la hélice. A cambio, presenta otro problema: las cuatro hélices deben estar sincronizadas con enorme precisión o el aparato se desestabilizará rápidamente.

Los cuadricópteros radiocontrolados de juguete llegaron al mercado a principios de los 90 en Japón, aunque su auge comenzó a fines de esa década, dado que sus más apasionantes capacidades dependen de elementos de la más moderna tecnología.

Estas aeronaves están controladas por una pequeña placa madre que contiene una unidad central de procesamiento o CPU, giroscopios, un acelerómetro, controladores de los motores e incluso un GPS.

La estabilidad se la dan sus sensores. Tiene giroscopios que corresponden a los tres ejes que describen un espacio tridimensional y que en aeronáutica se conocen como cabeceo, alabeo y guiñada. Estando de pie, el cabeceo sería el ángulo que tenemos al inclinarnos hacia adelante o hacia atrás, el alabeo sería la inclinación a izquierda o derecha y la guiñada sería el ángulo creado al girar el cuerpo mirando hacia un lado u otro. Con estos tres ejes se puede describir cualquier posición. Mientras, el acelerómetro permite conocer el movimiento en cualquiera de esos tres ejes. Juntos, estos elementos permiten que la CPU sepa cuánto se ha movido, a qué velocidad y en qué dirección, y hacer ajustes delicadísimos a la velocidad de los cuatro rotores para mantener la estabilidad y la dirección de vuelo.

El mismo conjunto de giroscopios y acelerómetros está en los smartphones actuales, permitiéndoles girar la pantalla según la posición del teléfono, usarse como niveles para ajustar ángulos rectos o jugar juegos donde la posición sirve como control. Estos giroscopios y acelerómetros son diminutos aparatos microelectromecánicos (MEMS) en los cuales delicados sensores registran el movimiento de minúsculos trozos móviles de silicio.

Si a estos sensores se añade un GPS, la CPU puede saber su posición exacta en la superficie del planeta. Con sensores de proximidad puede evitar chocar contra objetos que estén en su camino. Y puede tener otros muchos sensores que, junto con la velocidad de procesamiento de la CPU y una programación adecuada permiten que los cuadricópteros se muevan con una exactitud literalmente milimétrica.

Dotados con cámaras, los cuadricópteros pueden permitir una experiencia de vuelo “en primera persona” para quien ve la pantalla, pero también pueden reunir información en lugares inaccesibles para personas, animales u otros aparatos. Esto los ha ido convirtiendo en herramientas útiles para cuerpos de policía y de rescate, para la supervisión industrial en áreas de acceso difícil o riesgoso, como plataformas de fotografía y videografía y, también como herramientas de vigilancia y, algo que inquieta a muchas personas pese a ser inevitable dadas las características de estos dispositivos, el espionaje y vigilancia militares.

Los robots volantes

En la Arena de Máquinas Voladoras del Instituto Federal Suizo de Tecnología se trabaja con enjambres de cuadricópteros controlados de modo inalámbrico por un ordenador central que decide sus movimientos basado en la realimentación de los sensores de las máquinas. Los drones suizos pueden volar en formación, recorrer laberintos y, en una exhibición que se volvió rápidamente viral, construyeron una torre de 6 metros de altura colocando con exquisita precisión 1.500 cubos de espuma.

Cecilia, ¿de qué está hecho el universo?

El “techo de cristal” que sufrían las mujeres en el siglo XX fue roto por figuras monumentales de la investigación como Marie Curie y Cecilia Payne.

Cecilia Payne-Gaposchkin en el observatorio
de la Universidad de Harvard.
(Foto D.P. Acc. 90-105 - Science Service, Records, 1920s-1970s,
Smithsonian Institution Archives, vía Wikimedia Commons)
En 1924 Cecilia Payne estaba trabajando en el observatorio de la Universidad de Harvard, en Massachustes, EE.UU., cuando su profesor, el astrónomo Harlow Shapley, le sugirió que escribiera una tesis doctoral.

La idea no le entusiasmaba a Cecilia. Le dijo a Shapley que ya tenía un título de Cambrige. “Es el título más alto del mundo. No quiero ningún otro”, afirmó. Pero Shapley, famoso por haber conseguido calcular el tamaño de la Vía Láctea y el lugar de nuestro sistema solar en ella, insistió. Él se había arriesgado invitando a la brillante astrónoma británica a cruzar el océano para convertirse en su alumna, en una época en la que pocas mujeres estaban activas en la ciencia, y quería que el resultado de sus esfuerzos se plasmara en un título de doctorado.

Cecilia finalmente cedió e investigó y escribió una disertación doctoral con el sobrio título de “Atmósferas estelares, una contribución al estudio observacional de altas temperaturas en las capas de inversión de las estrellas” que presentó en 1925. En ella, utilizaba la aún novedosa mecánica cuántica para demostrar que el espectro luminoso de las estrellas estaba determinado únicamente por sus temperaturas y no por los elementos que las componían, porque los elementos estaban presentes en proporciones esencialmente iguales en toda la galaxia: el sol tiene tanto silicio y carbono proporcionalmente como la tierra.

Pero había una excepción: el helio y, especialmente el hidrógeno, eran mucho, muchísimo más abundantes en las estrellas. El hidrógeno, de hecho, era del orden de un millón de veces más abundante en las estrellas. En todas las estrellas de toda la galaxia. La conclusión era tan revolucionaria que el asesor de tesis de Cecilia la convenció de suavizar la presentación de los datos indicando que eran una anomalía que probablemente era un error.

De corroborarse esta conclusión que se desprendía inevitablemente de los cálculos de la astrónoma, significaría que el universo estaría formado por hidrógeno en un 99%, algo que iba contra todas las suposiciones de la astrofísica de la época. Y un descubrimiento cuando menos asombroso para una joven de apenas 25 años de edad.

Sucesivas observaciones y cálculos confirmaron en los tres años siguientes las conclusiones de Cecilia Payne y el propio Russell retiró sus objeciones y le dio todo el crédito correspondiente. El universo estaba hecho de hidrógeno, uno de los más trascendentes descubrimientos de la historia de la astronomía.

De la botánica a las estrellas

Conocida por su apellido compuesto de casada, Cecilia Payne-Gaposchkin nació el 10 de mayo de 1900 en Wendover, Inglaterra e hizo sus primeros estudios en la escuela para niñas de St. Paul’s, en Londres, y lo habitual habría sido que allí terminara su escolarización, pues su madre viuda prefería invertir en la educación de su hermano. Sin embargo, Cecilia consiguió una beca para el Colegio de Newnham, en Cambridge, donde se matriculó con objeto de estudiar botánica.

Sus proyectos se vieron alterados cuando pasó por Cambridge Sir Arthur Eddington, el célebre astrónomo. Eddington había registrado en África el eclipse solar del 29 de mayo de 1919, y sus fotografías, publicadas un año después, eran la primera demostración firme de que la teoría de la relatividad de Einstein era correcta: mostraban cómo el campo gravitacional del sol había curvado la luz de estrellas cuando pasaba cerca de él desde nuestro punto de vista, haciendo parecer que estaban en una posición distinta. Con este antecedente, Eddington se embarcó en una serie de conferencias de divulgación sobre esta investigación y sobre la relatividad. Cecilia asistió a la que dictó en Cambridge y, como comentó en una entrevista: “Fue el día después de la conferencia cuando fui con mi director de estudios y dije que iba a cambiar mis estudios de la botánica a la física”.

Como única mujer que estudiaba física en Cambridge, sin embargo, provocó algunas suspicacias. Un caso que también cambiaría el rumbo de su vida fue el del legendario físico Ernest Rutherford, padre de la física nuclear y por entonces ya Premio Nobel de química que sentía que su alumna era demasiado ambiciosa en la ciencia. Cecilia se hizo amiga de la hija del Rutherford, Eillen Mary, él le dijo a su heredera “No le interesas, querida, ella sólo está interesada en mí”.

Cuando Eileen Mary se lo comentó a Cecilia, ésta se enfureció y, relata, “decidí que no seguiría en la física, sino que me orientaría a la astronomía en cuanto pudiera”. Y así lo hizo, obteniendo su licenciatura, maestría y doctorado en astronomía en 1923.

Fue entonces cuando, viendo que en Inglaterra no tenía futuro como investigadora, aceptó la invitación de Harlow Shapley, director del Observatorio Universitario de Harvard para entrar al recientemente inaugurado programa de postgrado de astronomía. Dos años después producía la disertación doctoral que fue descrita como “la tesis de doctorado más brillante jamás escrita en la astronomía” por Otto Struve, uno de los más prolíficos astrónomos de la historia y que descubrió, entre otras cosas, el hidrógeno interestelar.

Después de presentar su tesis, Cecilia Payne adoptó la ciudadanía estadounidense y en 1933, durante un viaje por Europa ya como una de las astrónomas más distinguidas del momento, conoció al astrofísico Sergei I. Gaposchkin, a quien ayudó a salir de la Alemania nazi a Estados Unidos, donde se casaron y tuvieron tres hijos: Edward, astrofísico; Katherine, astrónoma e historiadora de la ciencia, y Peter Arthur, programador analista y físico.

Durante los años siguientes, Cecila y Sergei se dedicaron a diversos trabajos astronómicos, como la observación de las estrellas de gran magnitud y las estrellas variables, que les permitieron establecer los caminos de la evolución de las estrellas. En 1956, mientras continuaba su trabajo de investigación, se convirtió en la primera mujer en obtener una cátedra en la Universidad de Harvard y la primera en encabezar un departamento académico en esa universidad, el de astronomía.

Cuando murió, en 1979, había acumulado una de las más impresionantes carreras de la astronomía del siglo XX.

Si quieres estudiar ciencia

Además de su legado científico, Cecilia Payne-Gaposchkin dejó estas palabras para quienes quieren estudiar ciencia: “No emprendas una carrera científica en busca de la fama o el dinero. Hay formas más sencillas y mejores de alcanzarlos. Empréndela sólo si nada más te puede satisfacer, porque lo que probablemente recibirás es nada. Tu recompensa será la ampliación del horizonte conforme escalas. Y si logras esa recompensa, no pedirás ninguna otra".

Los corsarios de las células

Los virus, organismos en el límite entre lo vivo y lo inanimado, son importantes enemigos de nuestra salud contra los que seguimos siendo incómodamente vulnerables.

Virus de la gripe de 1918 recreado para su estudio.
(Foto D.P. Cynthia Goldsmith, CDC/ Dr. Terrence
Tumpey, TimVickers, via Wikimedia Commons)
En la última década del siglo XIX se descubrió que el agente infeccioso responsable de la enfermedad del mosaico del tabaco era más pequeño de lo que podía ser una bacteria, pues atravesaba exitosamente filtros de porcelana con poros tan pequeños que no dejarían pasar ninguna bacteria. O bien era parte del propio líquido o tenía un tamaño tan diminuto que no se podía ver en los microscopios de la época.

Fue Edward Jenner, el creador de la vacuna contra la viruela, quien llamó a estos agentes “virus”, palabra latina que significaba veneno o sustancia dañina y que aplicó a la “sustancia venenosa” causante de la viruela.

En 1898, el microbiólogo holandés Martinus Beijerinck publicó que este virus no se podía cultivar como otros organismos y sólo se reproducía infectado a las plantas, es decir, que era necesariamente un parásito. Tuvieron que pasar años y descubrimientos hasta que en 1939 se confirmara que los virus eran partículas y no un veneno líquido.

Hoy sabemos que un virus es un agente infeccioso formado por una molécula de un ácido nucleico (ARN o ADN), rodeada por un recubrimiento proteínico y una capa grasa o de lípidos, con un tamaño de entre 20 y 300 nanómetros, es decir, milésimas de millonésimas de metro) que sólo se puede reproducir dentro de las células de sus anfitriones vivos.

El surgimiento de los antibióticos a principios del siglo XX, arma eficaz para combatir las infecciones bacterianas, fue inútil contra las virales. Esto demostraba que quedaba un largo camino en la lucha contra la infección, pues las causadas por virus son el 90% de todas las infecciones que podemos sufrir, entre ellas, por ejemplo, la gastroenteritis infantil, la mononucleosis, la hepatitis A y B, los herpes, la meningitis, el SIDA, la poliomielitis, la rabia, la neumonía, la rubéola, el sarampión, la varicela y, claro, la gripe, entre otras muchas.

Estas partículas orgánicas se encuentran además en el límite entre el mundo vivo y el inanimado. O, por decirlo de otro modo, sólo podemos decir si están o no vivas según la definición que elijamos de “vida”. Su mecanismo de reproducción implica secuestrar la maquinaria de las células que sirven como sus anfitrionas. Y cuando las células son nuestras, nos provocan enfermedades.

En algunos casos, el malestar dura un breve tiempo y nuestro cuerpo “aprende” a combatir a los virus por medio de los antígenos del virus. Es lo que ocurre con la gripe, que al cabo de más o menos una semana es vencida por nuestro sistema inmune. En otros casos, la enfermedad se puede volver crónica, o seguir avanzando hasta provocarnos graves problemas o la muerte.

El ataque se realiza cuando un virus se fija a la membrana de una célula sana e inyecta su material genético en ella e invadiendo su ADN para obligarla a producir copias del virus. La propia célula enferma, controlada por el material genético del virus, crea nuevos virus y los libera para que puedan infectar a otras células. Otra forma de ataque es la de los retrovirus, que insertan su mensaje genético en la célula atacada pero éste se mantiene inactivo. Cuando la célula se reproduce, lo hace con el segmento de ADN ajeno. Al darse ciertas condiciones medioambientales, el ADN viral se activa en todas las células para hacer también copias de sí mismo.

Hasta hoy, las formas que tenemos de combatir las infecciones virales son muy limitadas. Sustancias químicas que estimulan al sistema inmunitario como las interleukinas o los interferones, o antivirales y antirretrovirales que interfieren con el funcionamiento, infección y reproducción de los virus; e incluso medicamentos que destruyen las células infectadas para impedir que reproduzcan copias del virus. Ninguno de estos medicamentos, desafortunadamente, tiene la efectividad que tienen los antibióticos contra las infecciones bacterianas.

Por ello, la primera línea de batalla contra las infecciones virales es la prevención, lo que implica cuarentenas para alejar a quienes ya tienen enfermedades contagiosas, prácticas que impidan la entrada de los virus (como lavarse las manos con frecuencia en temporada de gripe) y, sobre todo, el procedimiento descubierto por Edward Jenner, las vacunas.

Ninguna otra intervención médica ha sido tan eficaz, en toda la historia humana, que las vacunas. Han conseguido erradicar por completo enfermedades tan terribles como la viruela y liberar a muchas regiones de azotes históricos como la polio, la terrible tos ferina o la varicela (cuyo virus permanece en el cuerpo ocasionando daños y molestias a lo largo de toda la vida). Una vacuna es una forma inocua de “mostrarle” a nuestro sistema inmune los antígenos de un virus para que esté preparado y pueda combatirlos exitosamente en caso de una infección del virus real. Es por ello que la gran esperanza contra afecciones virales como el dengue o el SIDA es el desarrollo de sus respectivas vacunas.

La capacidad que tienen los virus de evolucionar rápidamente implica que algunas vacunas, como la de la gripe, deban adaptarse continuamente para mantener un nivel razonable de eficacia. Entender el funcionamiento, la adaptación y, por supuesto, las debilidades de los virus, se trabaja continuamente en el conocimiento de la composición genética de los virus y la secuenciación de sus cadenas de ARN o ADN. La tarea es colosal, porque existen más especies de virus que de todos los demás seres vivos juntos.

Los virus, sin embargo, no son sólo una amenaza. Pueden utilizarse como coadyuvantes de los antibióticos, infectando bacterias y debilitándolas para que sean más susceptibles a la acción de los antibióticos. Los mecanismos de invasión de los virus se pueden también modificar mediante ingeniería genética para transportar medicamentos a células enfermas o cancerosas, para atacar plagas reduciendo el uso de pesticidas o para llevar genes nuevos a otras células como herramientas de la propia ingeniería genética para mejorar todo tipo de especies. Una promesa envuelta en la aterradora capa de una de las peores amenazas a nuestra salud.

Los riesgos de epidemia

Una de las peores epidemias de la historia humana fue la de la gripe de 1918-1920, que infectó a 500 millones de personas y mató a 100 millones. El virus era, hasta donde sabemos, un parásito de las aves que se trasladó a los cerdos que se mantenían en el frente de la Primera Guerra Mundial y sufrió una letal mutación. Debido a este antecedente, existe una alerta intensa ante cualquier brote viral que pudiera convertirse en otro azote similar, como ha ocurrido con la gripe aviar y la gripe A, que afortunadamente no han evolucionado según las menos optimistas predicciones. Hasta hoy.

Nuestro cerebro y el alcohol

Es una de las drogas más consumidas en el mundo junto con la cafeína, y objeto de los elogios y furias de grupos contrapuestos por sus efectos, contradictorios y cada vez mejor comprendidos.

"Restaurant La Mie", óleo de Henri de Toulouse-Lautrec
(vía Wikimedia Commons)
Hace al menos diez mil años el hombre ha producido bebidas con contenido alcohólico, lo que sabemos por el descubrimiento de jarras de cerveza de la era neolítica. Prácticamente todas las culturas han producido bebidas alcohólicas, admitiendo y hasta recomendando su consumo moderado al tiempo que condenaban y desaconsejaban la ebriedad.

Estas bebidas contienen alcohol etílico o etanol, una molécula pequeña cuya fórmula es CH3-CH2-OH y que se disuelve fácilmente en el agua. Se obtiene dejando fermentar productos como frutas, bayas, cereales, miel y otros, que atraen naturalmente a bacterias y levaduras (hongos unicelulares) que al alimentarse de ellos convierten sus carbohidratos y azúcares en etanol. Éste es el proceso que se conoce como fermentación. La gran revolución alcohólica se dio en el siglo XIII, cuando los alquimistas descubrieron la destilación, convirtiendo las bebidas fermentadas en aguardientes o bebidas espirituosas.

La solubilidad del etanol en agua es la responsable de que sus efectos sean tan rápidos y generalizados. Al consumir una bebida alcohólica, las moléculas de etanol se absorben rápidamente, un 20% del alcohol en el estómago, y el resto en el intestino delgado, pasando directamente al torrente sanguíneo, que las lleva a todos los tejidos del cuerpo, afectando especialmente a los tejidos que requieren un abundante riego sanguíneo, como el cerebro. El etanol se mueve por el cuerpo hasta que tiene la misma concentración en todos los tejidos, y parte de él se evapora mediante la respiración. Por ello, la medición del porcentaje de alcohol en el aliento es un indicador razonablemente preciso de la concentración de alcohol en el tejido pulmonar y, por tanto, en el torrente sanguíneo.

El alcohol afecta directamente nuestro sistema nervioso, y lo hace de distintas formas según la cantidad de esta sustancia que tengamos en sangre. Pequeñas cantidades de alcohol son estimulantes para muchos órganos, y con un nivel en sangre entre 0,03% y 0,12% nos sentimos relajados, libera tensión, aumenta nuestra confianza en nosotros mismos y reduce nuestra ansiedad y algunas inhibiciones comunes, facilitando la interacción social. Esto explica por qué las reuniones sociales se “lubrican” o facilitan con el consumo de alcohol. Esto ocurre porque se deprimen los centros inhibitorios de la corteza cerebral, donde ocurren los procesos del pensamiento y la conciencia. El tímido habla con más confianza, el temeroso puede sentirse más valiente, se cuentan confidencias que en otras condiciones se reservarían y se hacen comentarios impulsivos.

Pero al aumentar la concentración de alcohol en nuestra sangre, obstaculiza más ampliamente la neurotransmisión interrumpiendo la comunicación nerviosa, por ejemplo, con los músculos, provocando descoordinación en los movimientos, problemas de equilibrio y hablar arrastrando las palabras. Este efecto se debe a la acción del alcohol en el cerebelo, que es el centro del movimiento y el equilibrio.

Entre 0,09 y 0,25% de contenido de alcohol en sangre la estimulación se vuelve depresión, sentimos sueño, se dificulta la comprensión de las palabras y la memoria, los reflejos se ralentizan o desaparecen. También se obstaculizan los impulsos nerviosos de entrada desde el exterior y hay visión borrosa y disminución de la percepción de sabor, tacto y dolor (por lo cual antes de la invención de los anestésicos se solía emborrachar a los pacientes para realizar intervenciones, desde extracciones de piezas dentales hasta amputaciones). El sueño se debe a la acción del alcohol en el tallo cerebral, que además disminuye el ritmo respiratorio y reduce la temperatura corporal.

Cuando la concentración de alcohol está entre el 0,18 y el 0,30% aparece la confusión y siguen desactivándose mecanismos de nuestro cerebro. Podemos no saber dónde estamos y perder fácilmente el equilibrio; las emociones se desbordan y nos podemos comportar con agresividad o con afectuosidad excesiva. Y cuando los niveles llegan a entre 0,25% y 0,40%, el bebedor ya no puede moverse, apenas responde a los estímulos, no puede caminar y puede perder el sentido por momentos. Un 0,50% de alcohol en sangre implica un coma etílico, con pérdida de conciencia, depresión de los reflejos y ralentización de la respiración. Por encima de 0,50% la respiración se deprime tanto que la persona deja de respirar y muere.

Todo esto se debe a que el alcohol tiene efectos contradictorios en el sistema nervioso. Por un lado, obstaculiza la liberación del glutamato, un neurotransmisor excitador que aumenta la actividad del cerebro y aumenta los efectos del ácido gamma amino butírico o GABA, transmisor que tranquiliza la actividad cerebral (medicamentos contra la ansiedad como el diazepam precisamente aumentan la presencia de GABA en el sistema nervioso).

El alcohol también aumenta la liberación de la dopamina, responsable de controlar los centros de recompensa y placer del cerebro. A mayor presencia de dopamina, mejor nos sentimos. El centro de recompensa del cerebro es una serie de áreas que se estimulan con todas las actividades que hallamos placenteras, sea ver una película, estar con gente que queremos, consumir drogas o escuchar música. Beber alcohol altera el equilibrio químico de nuestro cerebro haciéndonos sentir bien, y es el factor esencial para que un 10% de los hombres y un 5% de las mujeres que beben desarrollen dependencia respecto del alcohol.

Esta acción contradictoria es responsable de un efecto común: al disminuir las inhibiciones aumentan los pensamientos sexuales, pero se deprimen los centros nerviosos del hipotálamo responsables de la excitación y la capacidad de tener relaciones sexuales. Se quiere más y se puede menos.

El alcohol es metabolizado convirtiéndolo primero en acetaldehído, un potente veneno responsable de muchos de los síntomas de la resaca, y después en radicales de ácido acético o vinagre. El resto de la temida resaca se debe al metabolismo de los ésteres y aldehídos que dan a algunas bebidas alcohólicas su aroma, sabor y color peculiares.

Animales bebedores

Apenas en 2008 se descubrió el primer caso de animales que buscan una bebida alcohólica natural. Algunos primates de Malasia como la tupaya y el loris lento, suelen beber el néctar de una palmera local que fermenta hasta tener un contenido alcohólico similar al de la cerveza. La planta aprovecha esta afición para utilizarlos como sus polinizadores. Sin embargo, pese a beber el equivalente a 9 chupitos, los lémures no muestran un comportamiento de ebriedad, convirtiéndolos en la envidia de muchos bebedores.

Volar sin GPS

Las largas y complejas migraciones de las aves han presentado al hombre varios de los grandes misterios de la naturaleza, preguntas aún sin respuesta clara.

Ánade real negro, ave migratoria común
por toda Europa.
(Foto © Mauricio-José Schwarz)
La aparición y desaparición estacional de algunas aves fue observada por el ser humano desde sus orígenes y llegó a ser símbolo de fertilidad y riqueza, además de una fuente de alimentación, como ocurrió en el antiguo Egipto, con la llegada anual de las aves a las riberas del río Nilo, coincidente con la inundación de este río.

En la Grecia clásica, varios autores registraron las migraciones de varias especies de aves, como las grullas, que se observó que migraban anualmente desde las estepas ucranias que entonces eran parte de Escitia, hasta la cabecera precisamente del río Nilo. Sin embargo, Aristóteles también consagró fantasías que, como tantas observaciones del filósofo, en dogmas de fe sin bases. Afirmó que algunas aves, como las golondrinas, no migraban en el invierno, sino que hibernaban, incluso se llegó a creer que bajo el agua y congeladas, y también concluyó que algunas especies se “transmutaban” en otras debido a los cambios de estación. Es decir, que las aves que partían al sur y las que llegaban del norte eran las mismas, pero habían cambiado de especie.

La más delirante fantasía sobre el misterio de las migraciones nos la dejó un anónimo que en 1703 publicó en Inglaterra un tratado proponiendo que las aves, efectivamente, migraban estacionalmente, pero no a otras latitudes, sino directamente a la Luna. Otro mito generalizado era que, si bien las aves más grandes podían migrar, las pequeñas carecían de la fuerza necesaria para hacerlo por sí mismas y se trasladaban viajando como pasajeros a bordo de las más grandes.

Fue a partir de los estudios de aves realizados en el siglo XIX y el desarrollo de nuevas técnicas que se pudo determinar que estas ideas eran mitos y que estos animales realizaban efectivamente migraciones asombrosas, como la más larga, que hace el gaviotín ártico, Sterna paradisaea, y que llega a recorrer 40.000 kilómetros desde el Polo Norte hasta el Sur y de vuelta, o la hazaña del vuelo ininterrumpido más largo, que logra anualmente la aguja colipinta, Limosa lapponica, volando 13.690 kilómetros en nueve días sin pausa para ir desde Alaska hasta Nueva Zelanda.

Se demostró también que las aves pueden desplazarse a alturas de hasta 10.000 metros, con muy bajas temperaturas y poco oxígeno, lo que exige además importantes adaptaciones metabólicas. Éste es uno de los factores que han llevado a especular que el comportamiento migratorio, al menos en algunos casos, se origina por los cambios climáticos y geográficos que ha experimentado el planeta y que van alejando progresivamente las fuentes de alimentación en invierno y en verano.

Pero un caso observado en el siglo XX indica que no se necesita forzosamente mucho tiempo para generar una conducta migratoria. En la década de 1940 se liberaron en Nueva York algunos ejemplares del ave llamada carpodaco doméstico llevadas desde California. No acostumbradas a los duros inviernos neoyorquinos, desarrollaron rápidamente una ruta migratoria. Para la década de 1960, al aproximarse el invierno muchos carpodacos ya emigraban al sur, a los climas amables de las cosas del Golfo de México, para volver a Nueva York con la primavera.

La migración tiene para más beneficios que peligros para las especies que las realizan, por su acceso a alimentos y las buenas condiciones para la reproducción. Para realizarla, distintas aves emplean al parecer no sólo una forma de navegación, sino varias, de manera bastante flexible. Pueden utilizar puntos geográficos de referencia, como picos, bosques y ríos. O bien usar la posición del sol, con mecanismos bien desarrollados para compensar el movimiento del sol en distintas épocas. Si migran de noche, en cambio, parecen utilizar la posición de las estrellas con la habilidad de un avezado navegante. Y los olores cambiantes conforme avanzan en su migración son también usados como pistas.

Así, la hazaña de encontrar su camino desde el punto de partida al de llegada, siguiendo rutas bien establecidas que apenas varían de un año al otro, no depende de una sola variable. Como cualquiera de nosotros que intenta navegar, las aves echan mano de múltiples pistas para fijar su hoja de ruta y no dependen de una sola habilidad o fuente de información, lo que haría demasiado frágil su supervivencia a la hora de realizar sus migraciones.

Otro misterio es el mapa o referencia interna que se necesita para utilizar una brújula. Ese mapa puede estar formado por rutas aprendidas, siguiendo a la bandada, o puede tener una base genética, como lo sugieren los cucos o cuclillos, que después de desarrollarse toda su vida, desde la eclosión, en un nido de otra especie, sin ver a otro individuo de la suya propia, al madurar migran perfectamente a sus territorios de invierno en los trópicos y vuelven en verano para reproducirse.

El más detallado experimento para tratar de determinar la capacidad de migración lo realizó el científico alemán Hans Wallraff con palomas mensajeras, transportándolas totalmente aisladas de un punto a otro para determinar si podían volver a su lugar de origen. Con objeto de que las aves no obtuvieran datos sensoriales del entorno durante el viaje de ida, tomó todo género de precauciones. Cada paloma viajó en un recipiente herméticamente cerrado y recibía su aire de un tanque, para que no tuviera pistas de olores o la humedad del aire a lo largo del trayecto. Los recipientes estaban rodeados de bobinas que generaban campos magnéticos que cambiaban al azar. Viajaron sometidas a un fuerte ruido blanco para eliminar igualmente las pistas sonoras, y los recipientes cambiaban aleatoriamente de posición e inclinación controlados por un ordenador, todo con objeto de que no pudieran percibir la dirección del viaje y “aprender” el camino.

Pese a todas estas precauciones, cuando las palomas mensajeras fueron liberadas, volvieron sin mayor problema a su punto de origen.

Este experimento confirmó que las aves tienen también alguna forma de brújula interna que utilizan para navegar, una forma de percibir el campo magnético de la Tierra. Sin embargo, el mecanismo concreto que usan para ello no ha sido identificado aún, de modo que el paso de bandadas de aves sobre nuestras cabezas es, todavía, un profundo misterio de la adaptabilidad de la vida a los más complejos desafíos.

Las mariposas migratorias

La única competidora de las aves en cuanto a migraciones es la mariposa monarca, que cada año recorre 4.500 kilómetros desde el este de Canadá hasta el centro de México, donde pasa el invierno. Una de las formas que se ha descubierto que utilizan las mariposas para orientarse es utilizar sus dos antenas como una brújula solar.