Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

Alexander Fleming: el reino de los antibióticos

El descubrimiento de la penicilina fue producto de un accidente. Pero sólo fue notado gracias a que Alexander Fleming estaba ya buscando un antibiótico eficaz.

Alexander Fleming (foto D.P. de Calibuon,
via Wikimedia Commons)
Una gran cantidad de la gente viva hoy en día no recuerda un tiempo en el que no había Internet, o televisión en color, o telefonía móvil. El tiempo tiende a diluir la memoria no sólo entre los individuos, sino también en las sociedades.

Imaginemos un tiempo en que la escarlatina, la difteria, la sífilis o la tuberculosis fueran mortales en la gran mayoría de los casos. Un tiempo en que cualquier infección, desde la causante de la pulmonía hasta la provocada por un pequeño corte en la piel, podía llevar a la muerte a sus víctimas. Y un tiempo en el que ni siquiera se sabía que esas terribles enfermedades mortales estaban causadas por pequeños seres unicelulares llamados bacterias.

Tuvo que llegar Louis Pasteur para reunir el trabajo de muchos y consolidar en la década de 1860 la revolucionaria teoría de que muchas enfermedades eran producidas por esos pequeños seres, los gérmenes patógenos, que fue probada por Robert Koch en 1875. Una vez conociendo al enemigo, comenzaba su cacería, la búsqueda de algo que acabara con ellos y curara así las enfermedades que provocan.

Sólo seis años después de que Koch estableciera sus postulados, en 1881, nacía Alexander Fleming en una granja cercana a Ayrshire, Escocia. Después de conseguir superar problemas económicos y estudiar medicina, se dedicó accidentalmente a la naciente disciplina de la bacteriología dejando de lado la posibilidad de convertirse en cirujano. Durante la Primera Guerra Mundial, prestó sus servicios en el cuerpo médico británico.

En la guerra, Fleming fue testigo de la muerte de muchos soldados por septicemia en el campo de batalla a causa de heridas infectadas. También pudo ver que algunas sustancias antisépticas utilizadas para evitar infecciones resultaban a la larga más dañinas. Los antisépticos funcionaban bien en las bacterias aerobias de las heridas superficiales, pero en las heridas más profundas parecían eliminar a agentes naturales del cuerpo que protegían a los pacientes de las bacterias aneróbicas, las que florecían en la parte profunda de las heridas.

Después de la guerra, Fleming comenzó activamente la búsqueda de agentes antibacterianos que no fueran dañinos para los tejidos animales. En 1922 descubrió en “tejidos y secreciones” una importante sustancia bacteriolítica, es decir, que mataba a las bacterias disolviéndolas. Se trataba de la lisozima, también llamada muramidasa, una enzima natural presente en las lágrimas, la saliva o el moco y que forma una primera línea de defensa contra diversos microorganismos.

En 1928, mientras trabajaba en el virus de la gripe, Alexander Fleming observó que, debido a una contaminación accidental, se había desarrollado un moho en una caja de Petri en la que había un cultivo de estafilococos, un tipo de bacteria responsable de una amplia variedad de enfermedades en los animales, incluido el ser humano. El curioso fenómeno que llamó su atención fue que, alrededor del moho, se había creado un círculo completamente libre de bacterias, y empezó a investigar en esa dirección, identificando la sustancia activa del cultivo de moho que evitaba el crecimiento de los estafilococos. Llamó a la sustancia “penicilina” debido a que el moho en cuestión era del genus Penicillium, que con frecuencia podemos encontrar en forma de moho del pan.

Ciertamente, durante literalmente miles de años se habían usado alimentos enmohecidos como cataplasmas para curar algunas infecciones de la piel, pero sin que quienes los utilizaban conocieran ni el mecanismo de acción ni el principio activo que identificó el científico escocés. Las investigaciones posteriores de Fleming demostraron que este efecto antibacteriano era eficaz para combatir muy diversas bacterias, entre ellas las patógenas responsables de la escarlatina, la neumonía, la meningitis, la gonorrea y la difteria, pero no las combatía todas. El descubrimiento fue anunciado en la Revista Británica de Patología Experimental en 1929 pero asombrosamente no atrajo gran atención y Fleming continuó sus investigaciones en el anonimato.

Problemas prácticos, como la refinación de la penicilina a partir de cultivos en cantidades adecuadas para utilizarla en infecciones humanas, mantuvieron a Fleming trabajando hasta 1940. Cuando decidió abandonar el tema de la penicilina, sin embargo, surgió el interés por parte de otros investigadores, Ernst Chain, Howard Florey y Norman Heatley, que consiguieron purificar y estabilizar la penicilina, y producirla en cantidad suficiente para realizar pruebas clínicas, con el entusiasta apoyo de Fleming.

Ante el éxito de las pruebas, se desarrolló la producción en masa y, para 1945, cuando los Aliados realizaron la colosal operación de invasión a las playas de Normandía, contaban con reservas suficientes para tratar a todos sus heridos, salvando miles, o cientos de miles, de vidas. La penicilina llegó pronto a la población civil y, literalmente, cambió la historia convirtiendo en curables muchísimas enfermedades y abriendo la puerta de toda una nueva generación de medicamentos eficaces, de clara utilidad y mecanismos conocidos: los antibióticos.

Por sus logros, Fleming recibió numerosas distinciones, que incluyeron su nombramiento como “sir” del reino, la Gran Cruz de Alfonso X El Sabio en 1848 en España y el Premio Nobel de Fisiología o Medicina de 1945.

Desde el descubrimiento de la penicilina se ha desarrollado una gran variedad de antibióticos, orientados a luchar contra gérmenes resistentes a otros antibióticos o que no generan sensibilidad en personas alérgicas a algunas de estas sustancias.

La resistencia a los antibióticos desarrollada por muchos microorganismos ya preocupaba a Fleming. Esta adaptación evolutiva, aunada al mal uso de los antibióticos, ha provocado que surjan continuamente cepas más resistentes de diversos organismos patógenos, que deben ser atacados con nuevos antibióticos. De allí surgen las campañas recientes para que no se receten antibióticos cuando no son útiles (como en el caso de infecciones virales, que no son afectadas en lo más mínimo por los antibióticos) y que cuando se nos receten sigamos el tratamiento hasta el final para garantizar la eliminación de todas las bacterias patógenas y reducir la supervivencia de las que podrían desarrollar resistencia.

Los nuevos antibióticos

Nuevas generaciones de antibióticos, efectivos tomados oralmente en lugar de ser inyectados, que actúan mediante tratamientos más cortos (de siete días en general, pero hasta de una sola dosis en el caso de algunos de los más modernos), y con sustancias novedosas como los aminoglucósidos o las estreptograminas, van ocupando su lugar mientras otros van perdiendo eficiencia, en una lucha que, irónicamente, es una prueba más de la teoría de la evolución de Darwin.

El ADN: la identidad de todo lo vivo

Una potente arma en la lucha contra el crimen y en la medicina, nuestro conocimiento del ADN, abre posibilidades sorprendentes para investigar incluso los libros manuscritos del medievo europeo.

La doble hélice del ADN, el código de la vida.
(Imagen D.P. de Apers0n, vía Wikimedia Commons)
El ADN, la sustancia que descubrió Friedrich Miescher en 1869, se convirtió en uno de los descubrimientos más trascendentales de la historia humana. No sólo explicando la transmisión hereditaria de los caracteres.

La identificación de personas por medio de su ADN es quizá la aplicación más conocida, difundida por los medios de comunicación como clave para la solución de casos de identidad reales y en la ficción, sobre todo en la de carácter policíaco.

Para realizar la “huella de ADN” de una persona, sin embargo, no se identifica toda la secuencia del ADN de sus cromosomas, sino únicamente unos 13 puntos o loci de grupos de bases con repeticiones que son distintas en cada individuo. La repetición de bases en cada locus individual está presente en un porcentaje de entre 5 y 20% de las personas, pero la combinación de las repeticiones en los 13 loci es la que identifica a un individuo con una certeza casi absoluta.

Una muestra de ADN, sin embargo, no sirve si no se tiene otra muestra con la que compararla para saber si pertenece o no al mismo individuo. En la ciencia forense, las pruebas de ADN pueden identificar a una víctima, establecer relaciones de parentesco, entre ellas de paternidad, o condenar o exonerar a un acusado al comparar su ADN con el de muestras de fluidos corporales que el delincuente dejara en el lugar del crimen.

La importancia de esta capacidad de identificación del individuo que pudiera haber depositado sangre, saliva o semen en un lugar se puede valorar pensando en que a fines del siglo XIX no existían ni siquiera las herramientas necesarias para saber si una mancha marrón era o no de sangre, mucho menos para identificar el tipo sanguíneo, el sexo del individuo o su identidad con total precisión.

Hoy, estudiando los restos de hombres de Neandertal recuperados en distintas excavaciones, algunas de ellas en España, como las de Atapuerca en Burgos o las de la Cueva del Sidrón en Asturias, se está reconstruyendo la secuencia de ADN de esta especie humana desaparecida hace alrededor de 30.000 años. En el 200 aniversario del nacimiento de Darwin, el Dr. Svante Pääbo, del Departamento de Genética del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva presentó el primer borrador de la secuencia genética del Neandertal, con el 60% de su ADN secuenciado.

El descubrimiento más relevante realizado por el grupo de Pääbo hasta ahora es que, además de las esperadas raíces comunes de los Neandertales y los Homo sapiens, ambas especies tienen el gen llamado FOXP2, que se relaciona con la capacidad de hablar, lo que apoya la hipótesis ya avanzada por los especialistas en anatomía fósil de que estos primos nuestros, alguna vez representados como salvajes simiescos y torpes eran, en realidad, más humanos de lo que a algunos les gustaría aceptar.

No se puede pasar por alto la secuenciación del ADN humano, lograda en un 92% apenas en 2003, como base para identificar algunas alteraciones genéticas que pueden afectar la salud, el desarrollo o el bienestar. Es importante recordar que tener la secuencia del ADN del genoma humano, neandertal o de cualquier ser vivo es sólo el primer paso, necesario pero insuficiente, para leer el libro de la genética. La decodificación de esta secuencia requerirá los esfuerzos de numerosos científicos en los años por venir.

Entre las aplicaciones más recientemente propuestas para las pruebas de ADN destaca de modo especial la que ha presentado no un biólogo, antropólogo o médico, sino un profesor de inglés de la universidad estatal de Carolina del Norte, en los Estados Unidos, Timothy Stinson, quien pretende utilizar los avances de la genética para poder saber con más certeza cuándo y dónde se escribieron los miles de volúmenes manuscritos por copistas en Europa durante la Edad Media.

Muchos de los manuscritos medievales realizados en los proverbiales monasterios se escribieron en pergamino fabricado con piel de cabra, cordero o ternera, especialmente los más antiguos, si tenemos en consideración que la primera fábrica de papel no apareció sino hasta el año 1120 en Xátiva, en Valencia.

El pergamino no se curte, sino que se estira, se raspa y se seca sometiéndolo a tensión, creando así una piel rígida, blanca, amarillenta o traslúcida. Hasta ahora, la datación de los pergaminos se hace utilizando el procedimiento del carbono 14, mientras que la datación del manuscrito en sí se hace indirectamente estudiando la letra manuscrita o cursiva de los escribas y el dialecto que empleaban, dos técnicas que, según los estudiosos, son poco fiables.

El proyecto del profesor Stinson contempla la creación de una “línea de base” o marco de referencia utilizando el ADN de los relativamente pocos manuscritos cuya fecha y lugar de creación pueden determinarse de un modo fiable. Cada uno de estos manuscritos puede ofrecer una gran cantidad de información, ya que en un libro medieval de pergamino se utilizaban las pieles de más de 100 animales. Con esta línea de base de marcadores de ADN con fechas y ubicaciones geográficas conocidas, se podrá determinar el grado de relación que mantenían con ellos los animales cuyas pieles se usaron para la confección de manuscritos de fecha y lugar desconocidos.

La esperanza de Stinson es que las similitudes genéticas sirvan para dar una indicación general del tiempo y lugar de origen de los libros, además de “trazar las rutas comerciales del pergamino” en la Edad Media, revelando así datos importantes sobre la evolución de la industria del libro en esta época histórica.

Para lograrlo, Stinson ha dado el salto de letras al de ciencias, colaborando para perfeccionar las técnicas ideales para extraer y analizar el ADN contenido en los pergaminos. Técnicas que en un futuro podrían usarse en algunos otros artefactos históricos realizados con productos animales, utilizando el ADN para conocer no sólo nuestra historia biológica, sino también la social, política y comercial.

El ADN y Darwin

Una aplicación del estudio de la genética y del ADN en particular fue una demostración de la teoría de la evolución darwinista. Todos los primates que consideramos parientes cercanos nuestros tienen 24 pares de cromosomas, pero nosotros sólo tenemos 23. De ser cierto que provenimos de un ancestro común, nuestra especie debió perder un cromosoma en el proceso. El estudio del ADN demuestra que el cromosoma humano identificado con el número 2 es resultado de la unión de dos cromosomas de primates extremo con extremo. Esto debe haber ocurrido después de que en el transcurso de la evolución nos separamos de chimpancés, gorilas y orangutanes.

¿El cerebro homosexual?

Los prejuicios sobre la homosexualidad, no todos de origen religioso, se están viendo obligados a rendirse ante la evidencia científica de que no describen con precisión la realidad de un importante sector de la humanidad.

Oscar Wilde en 1882, víctima de los
prejuicios contra la homosexualidad.
(Foto D.P. de Napoleón Sarony, via
Wikimedia Commons)
Algunas ideas sobre la homosexualidad están siendo víctimas de avances del conocimiento que quizá ayuden a quitar parte de la presión social sobre un colectivo que, pese a sus logros, sigue estando sometido a rechazo y escarnio por parte de algunos sectores de la población incluso en los países occidentales más avanzados.

La idea de que la homosexualidad era “antinatural” por tratarse de un comportamiento y una identidad sexual poco frecuentes (entre el 4 y el 10% de la población según diversos cálculos, ninguno de ellos demasiado fiables, es importante señalarlo) ha quedado obsoleta ante la abrumadora evidencia de que la homosexualidad también está presente en los animales en estado salvaje. Un estudio de 1999 del biólogo canadiense Bruce Bagermihl indica que se ha observado un comportamiento homosexual en casi 1.500 especies animales distintas, y está plenamente documentado y estudiado en unas 500 de ellas, como las jirafas, los bonobos o chimpancés enanos, cisnes negros, gaviotas, ánades reales, pingüinos, delfines del Amazonas, bisontes americanos, delfines mulares, elefantes (africanos y asiáticos), leones, corderos o macacos japoneses.

Es de notarse que todos estos animales viven en sociedades, es decir, son gregarios, y de ello algunos investigadores deducen que probablemente el sexo no sólo tiene un objetivo reproductivo, sino también puede cumplir otras funciones sociales.

La homosexualidad humana, en todo caso, es mucho menos frecuente que la de algunas de estas especies, pero no por ello es un fenómeno menos complejo que la heterosexualidad misma. En todo caso, establecido que es un hecho infrecuente pero perfectamente natural, los científicos han abordado el problema de si la homosexualidad está determinada por la genética, la fisiología, el medio ambiente o, como pretenden algunas organizaciones religiosas, es una decisión personal evitable o una “desviación” que puede revertirse o una enfermedad que puede “curarse”, como afirman distintas denominaciones religiosas.

Un estudio sueco de 2005 demostró que los hombres heterosexuales y los homosexuales responden de manera distinta al verse expuestos a ciertos aromas hormonales o feromonas que se considera que están implicados en la excitación sexual. Más aún, tanto en las mujeres heterosexuales y los hombres homosexuales se activa una zona del hipotálamo relacionada con la sexualidad al verse expuestos a una testosterona que se encuentra en el sudor masculino, mientras que esto no ocurre con los hombres heterosexuales. Éstos, por su parte, tienen esa misma reacción al exponerse a un compuesto similar al estrógeno que se encuentra en la orina de las mujeres.

Ésta ha sido una de las primeras demostraciones de que el cerebro homosexual y el heterosexual tienen diferencias funcionales y estructurales que se pueden medir más allá de los informes de los sujetos experimentales. En general, depender de lo que dicen los sujetos de la experimentación tiene muchos riesgos por la posibilidad de que tales sujetos alteren sus respuestas por motivos sociales, profesionales, personales o de otra índole. La utilización de escáneres cerebrales de distintos tipos, por su parte, estudia reacciones del cerebro que el sujeto no puede controlar ni alterar, y que demuestran que existen diferencias reales entre las personas homosexuales y las heterosexuales.

Poco después, una investigación del Dr. Simon LeVay estudio sobre el tamaño del grupo de neuronas de la parte anterior del hipotálamo llamadas INAH3, demostró que éste es significativamente menor en los hombres homosexuales y las mujeres heterosexuales. El experimentador, Simon LeVay, advertía en 1991 que no se sabía aún si esa diferencia era causa o consecuencia de la orientación y comportamiento homosexual, y que lo conducente era realizar más investigaciones en ese sentido.

La existencia de hechos biológicos relacionados estrechamente con la homosexualidad sustenta la hipótesis de que la homosexualidad no es una elección personal. Lo mismo se desprende de un estudio realizado en 2005 por Ivanka Savic y Per Lindström del Instituto del Cerebro de Estocolmo, que encontró similitudes en la respuesta emocional de hombres homosexuales y mujeres heterosexuales en la zona del cerebro conocida como amígdala cerebral. Más interesante resultaba que se encontraran similitudes de las mujeres homosexuales con los hombres heterosexuales en las mismas respuestas de la amígdala cerebral. En pocas palabras, al parecer el cerebro homosexual de un género funciona como el cerebro heterosexual del otro género, algo que no se explica fácilmente si no se tiene en cuenta que al menos una parte de la preferencia y comportamiento homosexuales tienen una base bioquímica y, probablemente, genética. El estudio de Savic y Lindström indicó además que la utilización de todo el cerebro también mostraba marcadas diferencias. Los hombres heterosexuales y las mujeres lesbianas hacen una utilización mayor de del hemisferio derecho del cerebro, la llamada lateralización, mientras que entre los hombres homosexuales y las mujeres heterosexuales ambos hemisferios son utilizados de modo más o menos equilibrado.

Se han encontrado correlaciones similares en otros aspectos de la conducta. Por ejemplo, los hombres homosexuales y las mujeres heterosexuales se desempeñan mejor que los hombres heterosexuales en pruebas verbales. Y tanto los hombres heterosexuales como las mujeres lesbianas tienen mejores habilidades de navegación que los hombres homosexuales y las mujeres heterosexuales.

Aún no sabemos si la homosexualidad es genética, o está totalmente determinada por la biología, pero sí es un aviso de que las valoraciones sociales, religiosas o morales no son la mejor forma de enfrentar un hecho como la homosexualidad. La homofobia, en cambio, es claramente un fenómeno social, muchas veces motivado por las creencias religiosas o el miedo a lo desconocido, cuando no a confusiones producto de la ignorancia que no tienen ningún sustento científico.

Ratas bisexuales


Una de las primeras diferencias encontradas en 1990 fue la de la estructura llamada núcleo supraquiasmático, el “reloj” de nuestro cerebro, que en los hombres homosexuales es del doble del tamaño que tiene en los hombres heterosexuales. Los experimentadores, más adelante, provocaron hormonalmente el mismo fenómeno en ratas en desarrollo y el resultado fueron ratas bisexuales, demostrando que al menos esta diferencia no dependía de la actividad sexual, sino de la acción de las hormonas sexuales en el cerebro en desarrollo.

Las historias que cuentan los huesos

Un antropólogo forense es, en realidad, una persona que ha aprendido a leer, en el alfabeto de los esqueletos humanos, las historias que cuentan de cuando estaban vivos.

Nuestra anatomía no es una característica inamovible. Nuestro cuerpo, incluidos nuestros huesos, está en constante transformación, según nuestra herencia genética, el paso del tiempo, la alimentación, las enfermedades, nuestro entorno e incluso las estructuras asociadas a ellos, como los músculos. Los esqueletos pueden mostrar peculiaridades inapreciables a ojos de un lego, pero que para un osteólogo son clarísimas.

La osteología es el estudio científico de los huesos, una subdisciplina de la antropología y la arqueología que ha atraído especialmente el interés público en los últimos años por su aplicación en la antropología forense para el esclarecimiento de delitos, principalmente asesinatos.

Como consecuencia, los antropólogos forenses que antes eran científicos anónimos que manejaban cosas tan desagradables como cuerpos humanos descompuestos, consultaban libros enormes y hablaban en un lenguaje altamente técnico se han convertido en algunos de los nuevos héroes de los medios. De ello dan fe series como Bones, basada en la vida de Kathy Reichs como antropóloga forense.

Y sin embargo, la gran mayoría de los conocimientos de la osteología son producto de estudios relativamente recientes, donde confluyen la genética, la embriología, la paleoantropología, la anatomía comparativa. En primer lugar, un esqueleto puede informarnos de la edad, sexo, estatura y probables influencias étnicas de la persona.

La edad se refleja en los extremos de los huesos largos, que en la niñez y juventud tienen placas de crecimiento, en la estructura interna de los huesos, en las articulaciones y, de modo muy especial, en las suturas que unen a los huesos que forman la bóveda craneal, muy abiertas en la niñez (incluso con los puntos sin cerrar que llamamos “fontanelas” o “mollera” en los recién nacidos) y que se alisan hasta casi desaparecer con la edad. Los dientes son otro indicador relevante.

Es sabido que la pelvis femenina es distinta de la masculina debido a que ha evolucionado junto con el tamaño del bebé humano y la forma de parir de nuestra especie, siendo por tanto más ancha y redondeada. Ésas y otras diferencias pélvicas, así como una serie de diferencias en las proporciones y tamaño de partes del cráneo permiten una determinación del sexo con casi un 100% de certeza, con la excepción de ciertos casos límite de la variabilidad humana.

Un experto puede determinar también la edad y el sexo a partir de un fémur. El fémur del hombre adulto es más recto que el de la mujer adulta que se arquea como reacción precisamente al ensanchamiento de la cadera que ocurre en la pubertad. Como un Sherlock Holmes del nuevo milenio, un antropólogo forense puede aventurar con mucha certeza que un fémur desarrollado y curvado pertenece “a una mujer adulta”, aunque los datos de la edad se afinen después con otras mediciones.

En realidad, para que los huesos relaten las historias que nos interesan (antropológicas o criminales) no basta mirarlos con actitud interesante como los actores de las series de televisión. Muchas mediciones y estudios poco espectaculares permiten obtener importantes datos. Por ejemplo, la densidad ósea de las personas predominantemente negroides es mayor que la de las personas predominantemente caucásicas o mongólicas; hay indicaciones de antecedentes étnicos también en los dientes, la estructura maxilar y otros puntos, e incluso los puntos de inserción de los músculos pueden decirnos si la persona era o no afecta a hacer ejercicio.

Hoy es sencillo determinar la estatura que un esqueleto tuvo en vida, pues tenemos ecuaciones matemáticas para calcular la estatura con bastante precisión a partir del fémur, la tibia y otros huesos largos de un esqueleto.

Pero lo más fascinante es la capacidad de los antropólogos forenses de determinar el origen de ciertas lesiones en los huesos y las posibles causas de muerte de víctimas de delitos, accidentes o, incluso, enfrentamientos armados. Dado que los huesos perduran mucho más que cualquier otra estructura corporal, son muchas veces el último testimonio de una vida y de su final, y lo siguen siendo cuando el resto del organismo se ha descompuesto.

Un antropólogo forense puede diferenciar los efectos de un golpe con un objeto contundente, un cuchillo, una flecha o una bala, y pueden evaluar si la lesión se produjo alrededor del momento de la muerte o aconteció antes y hay señales de cicatrización ósea. Numerosas enfermedades y afecciones, además, dejan su huella en nuestro esqueleto, como el raquitismo, la tuberculosis, igual que ciertas deficiencias alimenticias. Con todos estos datos, haciendo estudios químicos y físicos de los huesos, mediciones y observaciones, un antropólogo forense puede trazar un retrato muy detallado de la vida y, quizá, la muerte de una persona, sin importar la antigüedad de los huesos, como se ha demostrado en estudios de restos antiguos como la momia congelada de los Alpes Ötzi y las momias de faraones como Ramsés II y Tutankamón.

Pero quizá lo más impresionante para el público en general ha sido el descubrimiento de que, en gran medida, la forma única de nuestro rostro, que vemos como el equivalente de nuestra identidad, está escrita fundamentalmente en nuestro cráneo. Gracias a mediciones de gran cantidad de rostros de personas de distintas edades, sexos, orígenes étnicos, etc., se tiene hoy un conocimiento preciso de la densidad media de los tejidos en los distintos puntos de nuestro rostro. Utilizando estas densidades medias, es posible reconstruir, con un asombroso, a veces escalofriante grado de exactitud, el rostro que una persona tuvo en vida, como lo muestran algunas series de televisión de modo tal que parece ficción.

La antropología forense nos permite saber cómo era el rostro de Tutankamón y cómo murieron las víctimas de algunos asesinatos, pero también nos permite identificar y conocer a los muertos del pasado, desde Pizarro hasta los miembros del pueblo que construyó Stonehenge, lo cual sin duda trasciende la ficción.

El falso Pizarro


En los años 70 se hallaron en Perú unos restos presuntamente de Francisco Pizarro, pero durante mucho tiempo se habían considerado genuinos otros. El famoso antropólogo William Maples analizó los huesos del esqueleto recién hallado y catalogó las terribles heridas que mostraba, curadas o no y los comparó con la biografía de Pizarro, incluido su asesinato por un grupo de conspiradores. Los restos hasta entonces considerados genuinos resultaron ser de alguien que nunca había visto batalla y menos muerto en una, confirmando así la verdadera identidad del conquistador del Perú.