Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

El planeta flotante

Las muchas sorpresas que no sigue ofreciendo Saturno, el miembro de nuestro sistema solar al que algunos llaman “el señor de los anillos”, y sus numerosos satélites.

La Tierra (abajo, derecha) vista desde los anillos de
Saturno por la sonda Cassini en julio de 2013.
(Fotografía D.P. NASA)
En 1610, Galileo Galilei dirigía su sencillo telescopio a Saturno, uno de los cinco planetas “clásicos”, llamado así por ser visibles a simple vista y por tanto conocidos por todas las culturas desde la prehistoria, junto con Marte, Mercurio, Júpiter y Venus. El astrónomo italiano ya había sacudido las bases de la cosmología renacentista con su descubrimiento de las lunas de Júpiter, y ahora el segundo mayor planeta del sistema solar le ofrecía nuevas sorpresas.

En el mes de julio le escribió con entusiasmo a su protector, Cosme II de Médici para informarle de “una muy extraña maravilla”, que le pedía que mantuviera en secreto hasta que el astrónomo publicara su obra. “La estrella de Saturno”, le contaba Galileo al mecenas, “no es una sola estrella, sino que está compuesta de tres que casi se tocan entre sí, nunca cambian ni se mueven en relación con las otras y están organizadas en fila a lo largo del zodiaco”. Señalaba además que la estrella de en medio era tres veces mayor que las otras dos.

Galileo había sido víctima de la poca resolución de su telescopio, que hacía que los anillos de Saturno, vistos en ángulo, parecieran dos lunas a los lados del planeta, dos orejas o asas. Dos años después, para su perpleijdad, Galileo observó que tales lunas habían desaparecido, sólo para volver a ser visiblesdos años después. No fue sino hasta 1659 cuando el astrónomo holandés Christiaan Huygens descifró el enigma determinando que el gran planeta estaba rodeado de anillos.

Aunque hoy sabemos que también Júpiter, Urano y Neptuno son planetas rodeados de anillos, menos conspicuos que el de Saturno, esa característica distintiva es sólo una de las muchas que lo convierten en un cuerpo singular en el sistema solar.

Saturno es el más achatado de todos los planetas. Aunque los llamados gigantes gaseosos están todos achatados por los polos, Saturno es el que mayor diferencia tiene entre su diámetro ecuatorial y el de polo a polo, alrededor de un 10%. Esto se debe a las enoremes fuerzas que operan en su interior, formado principalmente por gases y un núcleo rocoso, y a la gran velocidad de su rotación, pues su “día”, el tiempo que tarda en girar una vez alrededor de su eje, dura apenas 10 horas y media. Por contraste, el año saturniano, el tiempo que tarda en dar una vuelta completa alrededor del sol, es de casi 30 años terrestres.

Es, además, el planeta más tenue de todos, el único cuya densidad es menor que la del agua, lo que quiere decir que si se pusiera a Saturno en un gran recipiente de agua, flotaría sobre ella.

Saturno tiene en órbita a su alrededor una gran cantidad de satélites. Se le han descubierto más de 60 lunas, y 53 de ellas ya tienen nombre, una cantidad apenas superada por las 66 lunas de Júpiter. Sin embargo, el problema para decidir quién tiene más lunas es determinar desde qué tamaño se puede considerar que un objeto en órbita es una luna, pues los anillos de Saturno, finalmente, están formados de innumerables trozos de hielo y roca cubierta de hielo, que van desde algunos centímetros de diámetro hasta varios metros, e incluso es posible que los haya de varios kilómetros de circunferencia. Si todos ellos son lunas, entonces Saturno es el campeón sin discusión posible.

Las lunas que pueden tener vida

Fue el propio Huygens, gran estudioso del planeta, quien descubrió, en 1655, la mayor luna de Saturno, Titán, que es a su vez la segunda más grande del sistema solar después de Ganímedes, luna de Júpiter. Titán tiene un tamaño de 1,48 veces la Luna de nuestro planeta, y exhibe la apasionante peculiaridad de ser la única luna del sistema solar que tiene una atmósfera real, no sólo una tenue capa de gas a su alrededor. Esa atmósfera es rica en nitrógeno, lo que la hace similar a la de nuestro planeta. De hecho, las primeras sondas humanas que visitaron Saturno, las Voyager 1 y 2 en 1980 y 1981, descubrieron que es mucho más densa que la de la Tierra; la presión en la superficie del satélite es de 1,45 atmósferas terrestres. La misma a la que está sometido un buceador a una profundidad de 5 metros en el mar.

La atmósfera de Titán tiene, además, una bruma anaranjada que impide la observación directa de su superficie, que no pudimos ver sino hasta que en 2005 la sonda apropiadamente llamada Huygens fue lanzada hacia Titán por la misión Cassini. En su superficie hay mares formados no por agua, sino por por metano y etano, hidrocarburos que forman parte del gas natural en la Tierra. Estas características, junto con la presencia de moléculas orgánicas formadas por carbono, hidrógeno y oxígeno, hacen pensar a los científicos que Titán tiene condiciones similares a las que presentaba la Tierra al principio de su historia, condiciones que pueden ser conducentes al surgimiento de la vida.

Pero Titán no es la única interesante de las muchas acompañantes de Saturno. La misión Cassini, que continúa hoy observando a Saturno y sus lunas, ha descubierto otras maravillas en los alrededores del planeta anillado, como los géiseres en la luna Enceladus, que arrojan agua líquida, parte de la cual vuelve al satélite en forma de lluvia y parte se une a los anillos del planeta. El agua está en estado líquido gracias al calor interno de Enceladus, que junto con su tenue atmósfera lo hace que se plantee la posibilidad de que albergue vida.
Enceladus y Titán son los mejores candidatos en nuestro sistema solar, junto con Marte, para encontrar en ellos la mítica primera forma de vida extraterrestre, así sea peculiar, extraña y simple. O al menos eso esperan algunos científicos. Recientes descubrimientos en la Tierra de organismos llamados “extremófilos” por su capacidad de sobrevivir en condiciones, precisamente, extremas, alimentan esta especulación.

Además de estas dos lunas, otras como Rhea resultan de interés por estar compuestas de hielo de agua, por sus cráteres e incluso por su origen e influencia sobre Saturno.

La misión Cassini, lanzada en 2005, continúa hoy estudiando a Saturno y a su entorno, e incluso realizando inéditas fotografías de la Tierra vista desde el espacio profundo. Los anteriores visitantes del planeta, las sondas Voyager, están viajando fuera del sistema solar.

Las tormentas desveladas

Saturno experimenta una gigantesca tormenta cada treinta años, produciendo el fenómeno llamado la “gran mancha blanca”, observada por primera vez en 1876. Los mecanismos de cómo se producen estas tormentas en la atmósfera de Saturno eran un misterio hasta 2013, cuando un grupo de investigadores de la Universidad del País Vasco encabezados por Enrique García Melendo desarrolló un modelo informático de la tormenta saturniana.

El comparador de huesos

Uno de los grandes opositores a la idea de la evolución en el siglo XIX fue también uno de los científicos que más sólidas pruebas encontró a favor de este proceso.

Georges Cuvier
(imagen CC vía Wikimedia Commons)
Una de las hazañas más impresionantes de paleontólogos y paleoantropólogos consiste en la reconstrucción de un animal a partir de restos muy escasos, tanto que muchas personas llegan a pensar que los científicos sólo están especulando ciegamente.

Pero este logro es posible, y ello gracias al estudio de la anatomía comparada y al conocimiento de que cada órgano o hueso está modelado por su función y por el lugar que ocupa, de modo que un observador informado puede saber con sólo verlo, por ejemplo, si un diente pertenece a un ser humano, a un primate, a un herbívoro o a un depredador. Y, si es de un herbívoro, por ejemplo, su tamaño y detalles, y su parecido con los de otras especies ya conocidas, le permiten saber el tamaño del animal, su aspecto aproximado e incluso qué tipo de dieta empleaba como alimentación.

El primer científico que pudo hacer esto gracias a sus desubrimientos, Georges Cuvier, decía: “Si los dientes de un animal son como deben ser para que se alimente de carne, podemos estar seguros, sin más exámenes, que el sistema completo de su órgano digestivo es adecuado para ese tipo de alimento”.

Este científico francés, considerado una de las mentes más capaces de su época, era también un personaje mezquino, racista y rencoroso, lo cual en todo caso confirma la idea de que el conocimiento científico es válido consígalo quien lo consiga. Y, según sus contemporáneos, Georges Cuvier lo era, pero sin perder el favor de los poderosos, siempre indispensable para que los científicos tengan los recursos necesarios para su estudios.

El defensor de los hechos

Jean Léopold Nicolas Frédéric Cuvier nació en 1769 en la familia de un oficial militar de bajo rango. Su ciudad natal, Montbéliard, está hoy en Francia, cerca de la frontera con Suiza, pero en aquél entonces era parte del ducado Württemberg, en la Suavia alemana, donde la educación era obligatoria, algo desusado para la época, pero que permitió al joven asistir a la escuela después de que su madre, tenaz creyente en las capacidades de su hijo y en el valor de la educación, ya le hubiera enseñado a leer para los 4 años de edad y lo apoyó continuamente con libros.

En la escuela, Cuvier se encontró con los trabajos de Georges-Louis Leclerc de Buffon, botánico, matemático, uno de los enciclopedistas y figura de la ilustración francesa, y ello lo dirigió hacia lo que entonces se llamaba “naturalismo” y que implicaba a numerosas disciplinas actuales como la biología, la geología, la antropología y la paleontología. A los 12 años había leído los 36 volúmenes de la monumental “Historia natural” de Buffon.

Al salir de la escuela empezó a trabajar como tutor de una familia en Normandía y empezó a forjarse una reputación como naturalista serio, que lo llevaría a la prestigiosa Academia de Ciencias francesa, a ser miembro de la Royal Society y a convertirse en una especie de árbitro de la ciencia.

Su principal aportación, que impulsaría el estudio de la evolución y daría bases sólidas para las conclusiones a las que llegaría Darwin algunos años después de la muerte de Cuvier. A diferencia de algunos pioneros de la evolución como su compatriota Jean-Baptiste Lamarck, Cuvier creía que los seres vivos no cambiaban gradualmente al paso del tiempo. Sin embargo, los hechos le demostraban algo indiscutible: los seres vivos sí se extinguían, idea que presentó en un artículo cuando tenía tan sólo 26 años de edad.

Muchos de sus contemporáneos creían que los fósiles eran restos de especies vivientes conocidas o, incluso, desconocidas que con el tiempo se descubrirían en lugares lejanos del mundo que se estaba apenas explorando. Así, llegaron a considerar los fósiles de mamut hallados en Italia como restos de los elefantes con los que Aníbal cruzó los Alpes en su invasión de la península itálica. Contrario a ellos, Cuvier determinó mediante la comparación de restos fósiles que algunas especies se habían extinguido para siempre de la faz de la tierra. Sus estudios de la anatomía de los elefantes demostraron que los elefantes africanos y asiáticos pertenecían a dos especies distintas, y que ambos eran distintos a los mamuts hallados en Europa y Siberia. Así consiguió demostrar la existencia de animales extintos como el perezoso gigante. En el proceso, fundó la moderna paleontología de vertebrados y la anatomía comparativa.

Además, sus investigaciones en geología, como las que realizó en los alrededores de París, le permitieron determinar que ciertos fósiles sólo aparecen en ciertos estratos geológicos, y que en los propios estratos geológicos había evidencias de glaciaciones y catástrofes diversas. Tratando de conciliar los hechos desarrolló la teoría de que la vida se había extinguido varias veces en la historia del planeta, y que había habido, por tanto, sucesivas creaciones de la vida a partir de cero. Sus evidencias, sin embargo, demuestran que la creciente diferenciación de los seres vivos conforme más antiguos son los estratos geológicos se debe al proceso de la evolución.

Si bien se equivocaba en la conclusión, los hechos eran incuestionables. Y los hechos eran los que consideraba fundamentales.

Su idea de que los animales eran unidades funcionales donde todos los órganos actúan enc concordancia, apoyándose entre sí, le permitió la hazaña de identificar ciertas especies sólo a partir de un hueso determinado, aunque también le hizo rechazar la idea de la evolución, pues argumentaba que un cambio en un solo órgano alteraría el equilibrio del todo, incluso de modo peligroso.

Entre sus otras, abundantes aportaciones, Cuvier amplió el sistema de clasificación de los seres vivos de Linneo reuniéndo a las clases en filos, y afirmando que los animales estaban divididos en cuatro ramificaciones: los vertebrados, los moluscos, los articulados (insectos y crustáceos) y los radiados (seres con simetría radial como la estrella o el erizo de mar).

Cuvier murió de cólera en 1832, habiendo sostenido su prestigio como científico durante la revolución francesa, el régimen napoleónico y la restauración de la monarquía, que le confirió el título de barón poco antes de su muerte.

El espectáculo de la ciencia

Además de promover la educación en Francia, Cuvier hacía demostraciones públicas de sus conocimientos como un moderno divulgador. En algunos casos, se le mostraba una roca que contenía un fósil y, viendo la composición de la roca, podía decir qué animal estaba encerrado en ella. Unos trabajadores rompían la roca cuidadosamente durante largas horas hasta que descubrían el fósil, demostrando que Cuvier estaba en lo correcto y provocando los aplausos de la concurrencia.

Los posibles ordenadores del mañana

Es habitual imaginar lo que podrían hacer los ordenadores del mañana, pero sus capacidades dependerán de la forma que asuman esos ordenadores. Y serán muy distintos de los de hoy.

El primer ordenador cuántico comercial
(Foto de D-Wave Systems, Inc.) 
Imagine un ordenador de sobremesa cuyo procesador estuviera formado por células vivientes, que antes que electricidad requiriera nutrientes, o por moléculas de ADN, el transmisor de la información genética de los seres vivos, o que funcionara a nivel cuántico, en el espacio subatómico donde ocurren cosas que desafían nuestro sentido común (y que, hay que recordarlo, no ocurren a nivel macroscópico).
Ésas son algunas de las posibilidades que se plantean quienes están trabajando para desarrollar los ordenadores del mañana. No de un futuro vagamente lejano, sino razonablemente cercano e inmediato.

Un ordenador es un dispositivo capaz de compartir y almacenar datos, y realizar con ellos operaciones lógicas, correlacionarlos, interpretarlos o procesarlos de alguna otra forma. A eso se reduce cuanto hacen nuestros ordenadores, sea enviar correos electrónicos o reproducir música, procesar fotos o crear textos. Cada acción de un ordenador está programada, paso a paso, para llegar al resultado que observamos sin exigirnos casi ningún esfuerzo a nosotros.

Aunque los ordenadores tienen su origen conceptual en las máquinas que diseñó Charles Babbage y los primeros programas para ellas que diseñó Ada Lovelace, el concepto actual del ordenador surgió en 1946 con ENIAC, una máquina electrónica diseñada para calcular trayectorias balísticas para el ejército estadounidense, lo que en la Segunda Guerra Mundial hacían a mano grupos de mujeres llamadas, precisamente, “computadoras”.

Lo que siguió fue, principalmente, un proceso de miniaturización de los ordenadores y sus componentes, en un momento dado impulsada por la carrera espacial entre EE.UU. y la URSS. De los tubos de vacío para manejar corrientes eléctricas se pasó a los transistores y luego a los microcircuitos integrados de semiconductores, cada vez más pequeños, cada vez más rápidos y cada vez más potentes.

Un smartphone o teléfono inteligente de hoy en día tiene una potencia increíblemente superior a ENIAC. El primer ordenador podía realizar 5.000 instrucciones por segundo, mientras que el aparato que probablemente tiene en el bolsillo puede realizar 5 mil millones de instrucciones por segundo. Y en cuanto a almacenamiento, el primer disco duro que hizo IBM, de 5 megas, pesaba más de una tonelada. Hoy es fácil tener 64 gigabytes (64 mil megabytes) en una tarjeta SD de apenas dos gramos de peso.

Sin embargo, hay un límite a la miniaturización física de los componentes de un ordenador. En 2008, Gilles Thomas, director de investigación de una de las más importantes firmas productoras de semiconductores, calculaba que alrededor de 2023 llegaríamos a un punto en el que ya no será económicamente rentable hacer más pequeños los componentes de un microcircuito.

La forma que adoptará el futuro

Un entretenimiento común es imaginar qué podrán hacer los ordenadores del futuro... y la imaginación es el único límite. Pero todas las especulaciones parten de que vamos a tener máquinas capaces de funcionar a mucha mayor capacidad, con mucho mayor almacenamiento de datos. El problema es cómo conseguirlo.

Quizá las moléculas vivientes, como el ADN, puedan ser las sucesoras del ordenador electrónico que ha dominado nuestra vida desde la década de 1970. Ya en 2003, el científico israelí Ehud Shapiro consiguió crear un “ordenador” biomolecular en el que moléculas de ADN y enzimas que hacen que el ADN produzca determinadas proteínas podrían resolver problemas como la identificación de ciertos tumores en sus etapas más tempranas. Un ordenador que utilizara cadenas de ADN para realizar las operaciones de proceso de datos podría ser, en teoría, miles de veces más poderoso y rápido que los mejores procesadores electrónicos de hoy en día, al menos en ciertos tipos de procesos.

En el terreno de los posibles ordenadores biológicos, también se trabaja en uno formado por neuronas, es decir, las células del sistema nervioso de los animales. En 1999 se desarrolló el primero, formado por una serie de neuronas procedentes de sanguijuelas, donde cada neurona representaba un número y las operaciones se realizaban conectando a las neuronas entre sí. Uno de los atractivos de los ordenadores de neuronas es, según Bill Ditto, creador de este sistema pionero, que hipotéticamente pueden alcanzar soluciones sin tener todos los datos, a diferencia de los ordenadores electrónicos. Al poder realizar sus propias conexiones, en cierto modo estas neuronas podrían “pensar” de modo análogo, a grandes rasgos, a como pensamos nosotros cuando tratamos de resolver un problema sin datos suficientes.

Pero el área de trabajo más intenso como alternativa al ordenador electrónico es la informática cuántica, que trabaja a niveles subatómicos.

En el mundo a nuestra escala, los ordenadores trabajan con un lenguaje binario, es decir, que cada elemento de su lógica o “bit” sólo puede tener uno de dos valores: 1 o 0. Las operaciones de proceso de datos van transformando cada bit hasta que llega a un valor final que es la solución del problema.

Pero en un ordenador cuántico no tenemos bits sino qbits (bits cuánticos), que debido a las propiedades de las partículas elementales que describe la mecánica cuántica, pueden tener un valor de 0, de 1 o de una“superposición” de esos dos valores, es decir, ambos a la vez. Pero si tomamos un par de qbits, pueden estar cualquier superposición de cuatro estados. Así, la cantidad de qbits para representar la información en un ordenador cuántico es mucho menor que la cantidad de bits en uno electrónico y la cantidad de procesos que puede realizar es mucho mayor y a mayor velocidad, explorando diversas opciones para cada problema.

Los primeros ordenadores cuánticos comerciales han sido ya adquiridos por una empresa aeroespacial y por el gigante de las búsquedas en Internet, Google. La decisión se tomó después de constatar que el ordenador cuántico resolvía en medio segundo un problema que le tomaba media hora a uno de los más poderosos ordenadores industriales existentes.

Por más que nos pueda asombrar cuánto ha avanzado la informática desde sus inicios en 1946, es posible que apenas estemos por salir de la infancia de los ordenadores. Y el futuro será todo, menos predecible.

La “ley” de Moore

En 1965, Gordon Moore, uno de los fundadores de Intel, observó que el número de transistores en un circuito integrado, y por tanto aproximadamente el poder de cómputo, se duplicaba más o menos cada dos años. Sin ser una ley, esta aguda observación se ha mantenido válida durante 48 años, pero los expertos de la industria calculan que esta velocidad empezará a disminuir en poco tiempo.