Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

El difícil oficio de seguir vivo: las defensas en la naturaleza

Un lenguado confundiéndose con el fondo marino
(CC Wikimedia Commons)
La vida es un asunto peligroso. En la naturaleza, ese peligro se conjura con los más originales y sorprendentes sistemas de defensa.

Todo ser vivo tiene un enorme valor... como alimento. Visto exclusivamente desde el punto de vista gastronómico, es una colección de proteínas que se pueden descomponer en aminoácidos en el sistema digestivo de otro ser vivo que usará éstos para hacer sus propias proteínas, y contiene además carbohidratos, grasas para obtener energía, azúcares, vitaminas, minerales... una enorme riqueza que debe protegerse o algún otro ser vivo la robará, nos comerá.

Pero ser fuente de nutrientes para otro ser vivo (cosa que finalmente somos todos al morir, reciclados por roedores, gusanos, insectos varios y diversas plantas) es sólo uno de los riesgos que comporta ser parte del concierto vital.

En este enfrentamiento destacan las armas más diversas, y un arsenal defensivo de primer orden que es en gran medida responsable de la diversidad en la naturaleza.

Si a uno no lo puede ver el enemigo, no necesita defensas mucho más complejas. El camuflaje (palabra procedente del francés “camouflet”, bocanada de humo) es la primera línea de defensa para muchos seres. Además de confundir al enemigo, permite acechar a las presas con tranquilidad hasta el momento del golpe final.

Famosos por su camuflaje fundiéndose con el entorno son los distintos tipos de insectos que semejan ramas, palitos u hojas. Muchos animales nos informan con su aspecto de cómo son su entorno o su sociedad, aunque no se camuflen para defenderse. El color del león refleja la sabana donde caza, mientras que el tigre se confunde en la espesura de la jungla. Las polillas se ocultan a la vista en la corteza de los árboles y las cebras utilizan el mismo sistema de defensa que las grandes manchas de peces: su número y el dibujo de su piel han evolucionado para confundir al depredador y dificultarle la tarea base de toda cacería exitosa: elegir a una sola presa de entre todas, concentrarse en ella y hacer caso omiso del resto de la manada.

Un camuflaje sencillo lo muestran los peces que han evolucionado para ser más oscuros en su mitad superior y más claros por debajo, pues así se confunden con el fondo contra el que se les ve: la oscura profundidad abajo o el claro cielo arriba.

El problema de este tipo de camuflaje es que el animal, fuera de su entorno habitual, es totalmente vulnerable. El mejor camuflaje es el que cambia, y ese lo exhiben varias especies de pulpo que pueden cambiar la coloración, opacidad y reflectividad de su epidermis, e incluso su textura, a gran velocidad. Entre sus defensas secundarias, el pulpo utiliza la velocidad, arma defensiva esencial para numerosas presas, desde la liebre hasta la gacela, desde el atún hasta la mosca.

Los seres vivos, en general, son de constitución más bien suave, gelatinosa, pues el agua es el principal componente de todos los seres vivos. El desarrollo de partes duras, como cuernos y corazas, es una excelente estrategia que vemos en acción en la corteza de los árboles o los gruesos cuernos quitinosos de los escarabajos rinoceronte, en el caparazón de las tortugas (tan eficaz que lleva más de 200 millones de años de éxito) o los cuernos de cabras, rebecos o bisontes. A algunos animales les ha bastado que su piel evolucione para ser gruesa y fuerte, aunque no rígida, como al rinoceronte o el propio elefante.

Para encontrar las más impresionantes armaduras, sin embargo, debemos trasladarnos hacia atrás en el tiempo, a la época (o, más precisamente, las épocas) en que vivieron los dinosaurios, con enormes placas óseas en el cuerpo, amenazantes espinas a lo largo del lomo y cuernos de aspecto aterrador. En esta armería prehistórica destacan los anquilosaurios, dinosaurios blindados que vivieron en los períodos jurásico y cretácico y que, creemos, convivieron con depredadores tan terribles como el Tirannosaurus Rex.

El más asombroso miembro de este género fue el euplocephalus, que además de desarrollar una especie de maza al final de la cola, tenía blindados incluso los párpados. Seguramente un animal difícil de cazar.

En el mundo vegetal, la dureza también es una eficaz defensa. Muchas semillas han evolucionado para ser duras de modo que sobrevivan al paso por el tracto digestivo de diversos animales. La estrategia que ha evolucionado es asombrosa: la planta envuelve la semilla en una fruta atractiva para ciertos animales, que la comen junto con las semillas y se alejan, esparciendo las semillas en distintos lugares. La dureza de la semilla es una forma de aprovechar la movilidad de los animales para extender la presencia de la especie.

Distintas sustancias químicas son el arma defensiva de elección de muchas especies animales y vegetales, en ocasiones con resultados inesperados. La savia aceitosa de la hiedra venenosa evolucionó con el componente llamado urushiol, que le ayuda a combatir las enfermedades, pero por azar esta sustancia resultó causar alergia al 90% de los seres humanos (y no a ningún otro animal).

El veneno resulta un eficaz disuasor que sirve como defensa y como ataque. Curiosamente, el animal más venenoso de la tierra es una diminuta rana de apenas unos 4 centímetros de largo, cuyo nombre científico ya es revelador: Phyllobates terribilis. Cada pequeña rana dardo, de vivo color dorado, tiene veneno suficiente para matar entre 10 y 20 seres humanos, lo que hace palidecer a envenenadores más conocidos como la víbora de cascabel, la cobra real, el escorpión o la viuda negra.

En este incompleto listado de los sistemas defensivos que nos ofrece la naturaleza no pueden quedar fuera las diez especies de pacíficas mofetas y su arma de pestilencia masiva. Una combinación de sustancias químicas que contienen azufre, y cuyo olor se ha descrito como una mezcla de huevos podridos, ajo y caucho quemado, bastan para mantener a buen recaudo a posibles depredadores, sin causarles más daño que un terrible mal rato. Pacifismo eficaz, dirían algunos.

Las defensas del ser humano

El ser humano carece de una dentadura aterradora, garras potentes, partes acorazadas, cuernos, la capacidad de camuflarse o alguna sustancia química tan aterradora como la de la mofeta o la rana dardo. Sus defensas se limitan a las que rechazan o atacan invasores microscópicos: la piel, las mucosas y el sistema inmune. Pero el ser humano inventó un sistema de defensa totalmente original en la naturaleza: un cerebro flexible, capaz de la abstracción y el pensamiento original, que puede crear defensas tan eficaces como las de muchos animales. La eficacia de estas defensas se demuestra en el hecho de que hace muchos miles de años que Homo sapiens sapiens ya no está en el menú habitual de las especies que consumieron como alimento a sus antepasados.

La modificación genética

ADN replicándose
(D.P. vía Wikimedia
Commons)
Todos los seres vivos modifican genéticamente a todos los seres con los que interactúan. Ése es uno de los hechos principales de la evolución y de toda la biología.

La relación entre el guepardo y los tipos de gacela que caza es un buen ejemplo. Durante los millones de años de su interacción, esta pareja de depredador y presa han establecido una verdadera carrera armamentística. Las gacelas más rápidas tienen más posibilidad de sobrevivir, y así la presión de selección hace que las gacelas sean cada vez más rápidas. Pero los guepardos más rápidos serán los que tengan más probabilidades de alimentarse y por tanto la especie en general es cada vez más rápida.

El resultado es que el guepardo es hoy el animal terrestre más rápido, con capacidad de alcanzar los 120 Km/H durante breves períodos. Pero también ocurre que el guepardo fracasa con frecuencia, o en ocasiones queda tan exhausto después de una cacería exitosa que su presa es robada por otros oportunistas, en particular los leones. En su modificación genética del otro, ambas especies se han puesto en peligro sin saberlo.

De hecho, fue la observación de las variaciones genéticas de los pinzones de las Galápagos lo que le dio a Charles Darwin la pista sobre la forma en que se daba la evolución. El pico de los pinzones en las distintas islas estaba adaptado a distintas formas de alimentarse: fruta, insectos, cactus, semillas.

En este concierto biológico, el ser humano ha sido una poderosa influencia en la modificación genética de gran cantidad de plantas y animales. De hecho, el proceso de domesticación, sea del trigo o de las reses, es modificación genética, tanta que la gran mayoría de las plantas y animales domesticados por el ser humano no se encuentran en la naturaleza y sus versiones originales desaparecieron hace mucho.

Sin embargo, no es esto en lo que pensamos cuando se habla de modificación genética, sino en procedimientos de ingeniería genética que alteran directamente a los organismos.

La ingeniería genética nació en 1973, cuando Herbert Boyer y Stanley Cohen utilizaron enzimas para cortar el ADN extranuclear de una bacteria e insertar un segmento de ADN entre los dos extremos cortados. La cadena de ADN resultante, no existente hasta entonces, se llama ADN recombinante. Este logro abría posibilidades que iban desde la creación de complejos híbridos hasta la clonación.

La primera aplicación práctica de las nuevas herramientas de modificación genética llegó a la vida de la gente tan sólo nueve años después. En se autorizó la insulina producida por bacterias a las que se les había añadido el gen humano que produce esta hormona.

Hasta 1982, la insulina que necesitaban los diabéticos se obtenía de cerdos y reses. Hoy, la ingeniería genética le ofrece a los diabéticos distintas variedades de insulina producida por distintas bacterias, plantas y levaduras, y que permite un mejor control de la afección.

La introducción en un ser de una especie de un gen de otra especie, como en el caso de la insulina, es lo que se conoce como “ingeniería transgénica”. Esto, que el ser humano está empezando a hacer es, sin embargo, un fenómeno relativamente común en la naturaleza, especialmente en seres unicelulares, llamado “transferencia genética horizontal”, que se descubrió en 1959 y que hoy se considera que ocurre también en plantas y animales superiores.

La ingeniería genética aplicada a los alimentos, que es motivo de fuertes campañas por parte de diversos grupos, se ha utilizado para introducir cambios en los alimentos con distintos objetivos, como hacerlos resistentes a ciertos insectos, virus o herbicidas, o hacer que maduren más lentamente para que lleguen al mercado en mejores condiciones sin necesidad de conservantes.

Sin embargo, los organismos genéticamente modificados, sean o no transgénicos, presentan varias interrogantes que la ciencia está tratando de responder. Existen temores razonables de que los genes modificados de un organismo puedan transferirse a otro. No al que los consume, pues los procesos digestivos lo impiden y así lo han demostrado diversos estudios, pero sí, por ejemplo, a bacterias de su flora intestinal. Igualmente, se pueden introducir en una especie genes de otra a la que existan alergias. Existe también la preocupación de que se afecte la biodiversidad y el equilibrio ecológico.

Sin embargo, los mayores escándalos son de orden económico. Los organismos con ADN recombinante pueden ser patentados, lo que crea un nuevo universo de problemas legales. Además, las prácticas de algunas multinacionales que producen semillas son, cuando menos, cuestionables, por ejemplo al diseñar sus semillas de modo que su descendencia sea estéril, de modo que los agricultores se vean obligados a comprarle semillas a la empresa año tras año.

Estas prácticas, que pertenecen al reino de la economía y los riesgos del mercado sin controles, han contaminado sin embargo la visión del público respecto de los alimentos sometidos a ingeniería genética, sin que por otra parte haya información suficiente sobre estas modificaciones y si realmente pueden o no afectar al ser humano. El debate, por desgracia, se está moviendo en terrenos de la propaganda y lo emocional antes que en los niveles de la razón y los datos.

La promesa de la ingeniería genética es, sin embargo, demasiado grande. La posibilidad de curar o prevenir multitud de enfermedades, de alargar nuestra vida o de contar con alimentos más baratos, más nutritivos o más fáciles de transportar para luchar contra el hambre, entre otros muchos posibles beneficios, son también parte del debate, y la solución a ese debate está en los estudios que se realizan sobre el verdadero impacto de los organismos genéticamente modificados.

Hoy, afortunadamente, podemos debatir y orientar la modificación de organismos por medio de la ingeniería genética, cuidando del medio ambiente y la biodiversidad. Durante los anteriores 20.000 años, el hombre modificó irreversiblemente miles de organismos sin tener ni esa conciencia ni las herramientas para minimizar los efectos negativos de su, por otro lado, natural incidencia en la genética de otros organismos.

El arroz dorado

En el año 2000, el científico suizo Ingo Potrykus creó una variedad de arroz capaz de sintetizar beta-caroteno, un precursor de la vitamina A, para ayudar a los niños, principalmente en el sureste asiático donde el arroz es el alimento básico, que sufren deficiencia de la vitamina A. Esta afección provoca ceguera o la muerte a cientos de miles de niños cada año. Siendo gratuito para los agricultores de subsistencia del Tercer Mundo, el arroz dorado no se ha extendido porque grupos como Greenpeace se oponen a su cultivo, manteniendo una política estricta contra todos los organismos genéticamente modificados.

La ciencia que estudia nuestras decisiones

John Von Neumann, fundador de la
teoría de juegos.
(foto CC via Wikimedia Commons)
Suponga que usted es uno de dos detenidos como sospechosos de un delito. No teniendo pruebas, la policía los separa y le dice a cada uno que si uno testifica traicionando al otro, y el otro se mantiene callado, el traidor saldrá libre y el otro irá 10 años a la cárcel. Sin embargo, si ambos callan (son leales entre sí), ambos serán encarcelados durante sólo seis meses por una acusación menor. Y si ambos hablan (cada uno traicionando al otro) ambos recibirán una condena de cinco años. Se les dice que no se informará al otro si hay una traición. La pregunta es, “¿cómo debe actuar el prisionero, o sea usted?”

Esta situación, conocida como el “dilema del prisionero”, se puede estudiar matemáticamente, con objeto de determinar qué estrategia es la más conveniente para cada uno de los jugadores. De hecho, resulta que independientemente de lo que haga el otro, matemáticamente el mayor beneficio para un jugador se encuentra siempre en traicionar y hablar.

Si el otro calla, al traicionarlo saldremos libres en vez de pasar seis meses en la cárcel. Si el otro habla, al traicionarlo reducimos a la mitad la posible pena, de diez a cinco años. Quizá no sea lo más moral o cooperativo, pero es la estrategia más conveniente.

Sin embargo, si el juego se repite varias veces, el llamado “dilema del prisionero iterativo” y sabemos qué hizo el otro prisionero la vez anterior, como se hizo en un torneo organizado por Robert Axelrod, profesor de ciencias políticas de la Universidad de Michigan, la mejor estrategia parte de no traicionar, pero en caso de que el otro traicione, responder traicionando en la siguiente partida, saber perdonar cuando el otro vuelva a la actitud cooperativa y finalmente nunca tratar de ganar más que el oponente.

Interacciones estratégicas como la que se presenta en el dilema del prisionero, con participantes o jugadores racionales y sus resultados de acuerdo con las preferencias o beneficios de los jugadores son, precisamente, el campo de estudio de la “teoría de juegos”. En estas situaciones, el éxito de las decisiones que tomamos depende de las decisiones que tomen otros, de la forma en que tales decisiones se interrelacionan entre sí, y de los distintos resultados posibles, pueden ser analizados matemáticamente y darnos una visión más amplia y clara de las distintas avenidas que pueden recorrer los acontecimientos.

La teoría de juegos como tal, más allá de los antecedentes y trabajos previos tanto en filosofía como en matemáticas, fue la creación del matemático estadounidense John Von Neumann, considerado como uno de los más destacados científicos de su ramo del siglo XX por sus aportaciones a disciplinas tan diversas como la teoría de conjuntos, el análisis funcional, la mecánica cuántica, la economía, la informática, el análisis numérico, la hidrodinámica de las explosiones y la estadística.

Von Neumann se interesaba principalmente por el área de las matemáticas aplicadas, como lo demuestran las aportaciones arriba enumeradas, y en 1928 enunció el teorema “minimax”, según el cual en juegos de suma cero (donde las ganancias de uno dependen de las pérdidas del otro) y de información perfecta (ambos jugadores saben qué movimientos se han hecho hasta el momento), hay una estrategia concreta para cada jugador de modo que ambos reduzcan al mínimo sus pérdidas máximas.

Este teorema fue el punto de partida para que el matemático estudiara otros tipos de juegos con información imperfecta o con resultados distintos de la suma cero. El resultado de su trabajo fue el libro La teoría de juegos y el comportamiento económico, escrito en colaboración con Oskar Morgenstern y publicado de 1944.

A partir de entonces, la teoría de juegos se desarrolló a gran velocidad y se determinó su utilidad en el estudio de numerosas disciplinas más allá de la economía, desde la biología, concretamente en la evolución de individuos y especies en un medio determinado, hasta la ingeniería, las ciencias políticas, las relaciones internacionales y la informática.

En la teoría de juegos participan agentes que buscan obtener utilidades o beneficios mediante sus acciones, utilidades que pueden ser económicas, alimenticias, estéticas, sexuales o simplemente de supervivencia, entre otras posibilidades.

El juego al que se refiere la teoría no tiene nada que ver con una diversión, por supuesto. Se trata de una situación en la que un agente sólo puede actuar para conseguir la máxima utilidad adelantándose a las respuestas que otros agentes puedan tener ante sus acciones. Y los agentes son racionales sólo en tanto que tienen capacidad de evaluar los posibles resultados y determinar las rutas que llevan a tales resultados. Pero esto no forzosamente significa un análisis abstracto, un organismo que busca alimentarse tiene una actitud racional en términos de la teoría de juegos, aunque no realice operaciones mentales de alto nivel.

La teoría de juegos tiene al menos dos aplicaciones de gran valor. En algunos casos, puede utilizarse para ayudar a encontrar la mejor estrategia en una situación compleja, o al menos eliminar las estrategias más débiles. La situación puede ser política, militar, diplomática o de relaciones humanas. Si puede cuantificarse, se puede analizar.

En otros casos, la teoría de juegos ayuda a comprender la forma en que se dan ciertos procesos, como la evolución de las especies o el desarrollo vital de una persona, puede analizar cómo las consideraciones de tipo ético, por ejemplo, pueden alterar profundamente las estrategias de personas y grupos, o encontrar los beneficios ocultos en estrategias aparentemente incorrectas o débiles.

Desde determinar si nos conviene más comprar una entrada para el cine el día antes por Internet con un sobreprecio o llegar temprano al cine a hacer cola hasta decidir la compra de una casa o la renuncia a un empleo, todos los días tomamos decisiones, sin imaginar que estamos resolviendo problemas de teoría de juegos y definiendo las rutas que calculamos nos llevarán a obtener el resultado que deseamos. Y eso ciertamente no es ningún juego.

El altruismo en la teoría de juegos

Cuando un organismo actúa de modo tal que beneficia a otros en perjuicio de sí mismo, actúa de modo altruista. Generalmente la acción altruista no es racional y calculada, sino instintiva, un impulso irrefrenable. La teoría de juegos demuestra, sin embargo, que este hecho biológico aparentemente incongruente tiene explicaciones en las otras "utilidades" que puede obtener el altruista, desde el sentimiento de actuar como es debido hasta el ayudar indirectamente a aumentar la probabilidad de supervivencia del grupo a futuro. Lo que parece irracional resulta así la mejor forma de actuar, y la biológicamente natural, aunque a algunos cínicos la idea no les agrade.

Ramón y Cajal, padre de las neurociencias

El cerebro, ese órgano que ha sido capaz de cuestionar al universo, empezó a entenderse sólo cuando supimos que lo formaban las asombrosas neuronas.

Santiago Ramón y Cajal
(D.P. via Wikimedia Commons)
Si el científico se caracteriza por su visión creativa, por su rebeldía, por su cuestionamiento continuo de todo cuanto lo rodea, por su tenacidad y su amplitud de miras, Santiago Ramón y Cajal jugó a la perfección su papel, desde una niñez conflictiva hasta la obtención de los máximos galardones de la ciencia durante su vida, incluido el Premio Nobel de Medicina en 1906 y, quizás de modo más importante, por ser considerado hoy en día como el gran pionero de las neurociencias.

Es difícil sobreestimar la aportación de Ramón y Cajal al conocimiento. Simplemente en número, sus más de 100 publicaciones científicas y artículos escritos en español, francés o alemán, superan con mucho a las de la gran mayoría de los científicos, de su tiempo y posteriores.

Pero el número de sus publicaciones no es lo fundamental, sino su calidad, pues su observación y descripción de los tejidos nerviosos llevó a una de las grandes revoluciones en la comprensión de nuestro cuerpo.

En 1839, el fisiólogo alemán Theodor Schwann había propuesto la hipótesis de que los tejidos de todos los organismos estaban compuestos de células, una idea que hoy parece evidente, pero que era inimaginable antes del siglo XIX. Desde el antiguo Egipto, se creía que los seres vivos eran resultado de una fuerza misteriosa, diferente de la materia común y distinta de los procesos y reacciones bioquímicos.

La supuesta energía vital recibió distintos nombres y explicaciones en distintas culturas. Para los latinos era la vis vitalis, para los chinos el chi, para el hinduísmo el prana, y eran los desequilibrios de esta energía los que se consideraban las causas de las enfermedades, y las prácticas curativas precientíficas estaban todas orientadas a restablecer el equilibrio de la energía vital: por ejemplo mediante sangrías, aplicación de agujas o las prácticas ayurvédicas.

Incluso los proponentes de la “teoría celular” que cambió nuestra forma de vernos a nosotros mismos mantenían, sin embargo, que el sistema nervioso, supuestamente residencia del alma, era una excepción y no estaba formado por células, sino que era una materia singular, distinta.

El tenaz trabajo de Ramón y Cajal al microscopio, observando atentamente los tejidos del cerebro, y dibujando cuanto veía con una mano de artista que aún hoy asombra, junto con el de coetáneos como Camillo Golgi, permitió que, en 1891, el anatomista alemán Heinrich Wilhelm Gottfried von Waldeyer-Hartz propusiera que el tejido nervioso también estaba formado por células. Las células estudiadas por Ramón y Cajal, y a las que llamó neuronas. De hecho, Waldeyer aprendió español con el único propósito de poderse comunicar con el genio español, con el que formó una estrecha amistad.

Santiago Ramón y Cajal nació en Petilla de Aragón, Navarra, el 1º de mayo de 1852, y desde niño reaccionó con rebeldía ante el autoritarismo de la educación de su tiempo, lo que influyó para que recorriera diversas escuelas. Sus inquietudes lo llevaron, por ejemplo, a la construcción de un cañón empleando un tronco de árbol. Al probar su funcionamiento, el joven Santiago destrozó el portón de un vecino.

Su inquietud también se tradujo al aspecto profesional. Además de ser desde pequeño un hábil dibujante, fue aprendiz de barbero y de zapatero remendón, y un enamorado del físicoculturismo. Fue su padre, que era profesor de anatomía aplicada en la universidad de Zaragoza, quien lo convenció de orientarse a la medicina, carrera en la que se licenció en 1873.

Un año después, Ramón y Cajal se embarcaba en la expedición a Cuba como médico militar. Allí contrajo malaria y tuberculosis, llegando a sufrir un debilitamiento y adelgazamiento crónico extremos, lo que llevó al ejército español a licenciarlo como “inutilizado en campaña”.

A su vuelta, adquirió su primer microscopio, de su propio bolsillo, y entró a trabajar como asistente en la escuela de anatomía de la facultad de medicina en Zaragoza, además de realizar su doctorado, que completó en 1877.

A partir de entonces, se dedicó no sólo a los puestos como catedrático que fue alcanzando, sino a la investigación, gran parte de ella realizada en su cocina, reconvertida como laboratorio. Se ocupó primero de la patología de la inflamación, la microbiología del cólera y la estructura de las células y tejidos epiteliales.

Por entonces, otro pionero del estudio científico de los tejidos humanos, el italiano Camillo Golgi, que también trabajaba en su cocina, desarrolló un método que permitía teñir sólo ciertas partes de un preparado histológico, lo que permitía ver las células nerviosas individuales. Ramón y Cajal, que acudía continuamente a textos de otros países para mantenerse al día en investigación, se interesó por el sistema de tinturas de Golgi y orientó su atención hacia el sistema nervioso central.

Golgi y una parte de los científicos de la época consideraban que el cerebro era una red, una especie de malla homogénea en la que la información fluía en todas direcciones, hipótesis llamada “reticular”. Por su parte, Ramón y Cajal se orientaba a la teoría celular, y su trabajo fue poco a poco sustentando la idea de que existían células independientes, individuales, en las que la información fluía en un solo sentido.

Las evidencias observadas por el científico zaragozano, ilustradas con sus brillantes y precisos dibujos, empezaron a desentrañar la composición del tejido nervioso, los distintos tipos de células que lo conformaban en las distintas regiones del cerebro y los puntos de contacto entre ellas, las sinapsis, donde la información pasa de una a otra neurona, todo lo cual se iba revelando en sucesivas publicaciones.

El trabajo Ramón y Cajal consiguió, conjuntamente con el de su amigo Camillo Golgi, el Premio Nobel de Medicina en 1906. Ramón y Cajal obtuvo además doctorados honorarios en las universidades de Cambridge, Würzburg y Clark, y fue miembro de las más destacadas academias científicas de la época. Pero su máximo logro fue, sin duda, la creación del instituto de biología experimental que hoy lleva su nombre, el Instituto Cajal, que dirigió hasta su merte en 1934.

Ramón y Cajal, autor de ciencia ficción

En 1905, Santiago Ramón y Cajal publicó Cuentos de vacaciones, un volumen con cinco relatos satíricos y pedagógicos que él llamó “seudocientíficos” y que son muy cercanos a lo que hoy llamamos ciencia ficción. Acaso preocupado por no comprometer su prestigio profesional, o bien temeroso de la censura imperante en la época, firmó el libro como “Doctor Bacteria”. La primera edición la hizo de modo privado para sus amigos y conocidos, y quizás no esperaba que tuviera mayor difusión, aunque en la actualidad es de fácil acceso en varias ediciones firmadas no por “Doctor Bacteria”, sino por el ganador del Premio Nobel de Medicina en 1906.

Medir la inteligencia

Kim Peek, el famoso savant.
(Copyright Dr. Darold A. Treffert
y la Wisconson Medical Society,
usada con permiso)
La inteligencia: intentamos medirla sin tener, todavía, una definición debidamente consensuada de ella. En el proceso, hemos aprendido mucho de nuestros errores metodológicos.

Para llamar a un perro “inteligente”, basta que responda a un adiestramiento para realizar tareas de rescate, actuar en cine, descubrir drogas o ser el lazarillo de un ciego. Sin embargo, los científicos hablan de la inteligencia de animales mucho más sencillos, y por otra parte, socialmente solemos imponer estrictos –y variables– niveles de exigencia para señalar que alguien es “inteligente”.

Llamamos inteligencia a muchísimos atributos distintos sin tener la certeza de que están relacionados entre sí: una memoria prodigiosa, una acumulación desusada de datos, la capacidad de resolver problemas complejos, la capacidad de inducción o predicción, la creatividad, al pensamiento original, el uso del idioma y a el pensamiento abstracto, entre otros muchos. El propio diccionario de la RAE ofrece cuatro acepciones distintas de “inteligencia”,

Quizá estos elementos no están interrelacionados, o quizá tienen relaciones diversas y en grados variables. De hecho, la ciencia se ha visto enfrentada a casos que dejan muy claro que estos elementos pueden existir con independencia, obligándonos a replantearnos algunas ideas.

Kim Peek, el recientemente fallecido modelo del protagonista de la película Rain Man, leía los libros dos páginas a la vez, una con cada ojo, podía realizar cómputos matemáticas a una enorme velocidad y exhibía una impresionante memoria fotográfica o eidética que reunía datos por igual deportivos que sobre la monarquía británica, compositores, películas, literatura, etc., y se sabía de memoria en un 98% los más de 76.000 libros que había leído en toda su vida.

Sin embargo, por su macrocefalia congénita no podía arreglárselas solo en la vida cotidiana, tardó hasta los 4 años en aprender a caminar, nunca supo abotonarse la ropa, y le resultaba casi imposible entender los giros idiomáticos, los chistes y las metáforas.

Como Peek, muchos otros savants exhiben simultáneamente rasgos que consideraríamos de gran inteligencia y otros de graves retrasos mentales, desarrollo social insuficiente o problemas de autismo.

Por otra parte, en las primeras “pruebas de inteligencia" realizadas en Estados Unidos, los negros alcanzaron notas muy inferiores a las de los blancos, y pasó tiempo antes de determinar que tales pruebas de inteligencia en realidad tenían un fuerte sesgo al medir en realidad conocimientos escolares a los que los blancos tenían un mayor acceso, y habilidades culturales concretas de la clase media blanca.

Así como las pruebas parecieron validar algunas concepciones racistas, negaban el sexismo, pues desde el principio no mostraron diferencia entre hombres y mujeres. Ello no obstó, sin embargo, para que socialmente siguiera vigente la falacia de una inteligencia deficiente de la mujer como pretexto para justificar los obstáculos a su acceso a la educación, a puestos de responsabilidad, a los procesos electorales y a espacios en numerosas disciplinas.

En 1983, el Doctor Howard Gardner, de la Universidad de Harvard, propuso que en realidad existen múltiples inteligencias: lingüística, lógico-matemática, espacial, corporal-cinestésica, musical, interpersonal, intrapersonal y naturalista. Aunque tiene numerosos críticos por motivos metodológicos y falta de constatación experimental, la visión de Gardner sirve al menos para ilustrar el problema de la definición de inteligencia y sus aspectos, tanto en el terreno de la ciencia como en el de la sociedad, y el debate (más político que biológico) sobre las raíces biológicas y medioambientales de la inteligencia.

El primer intento por medir la inteligencia lo hizo el británico Francis Galton en el siglo XIX, al fundar la psicometría. Poco después, Alfred Binet creó una prueba para medir el desarrollo intelectual (o edad mental) de los niños. En 1912, el psicólogo alemán Wiliam Stern desarrolló el concepto de cociente intelectual o IQ (Intelligenz-Quotient), resultado de dividir la edad mental por la edad cronológica, para cuantificar los resultados de las pruebas de Binet, sin que éste aceptara dicha escala.

Aunque el concepto de IQ o CI ya no es el de Stern, su uso sigue extendido en las diversas pruebas que se han desarrollado para esdudiar a la elusiva inteligencia. Tales pruebas se afinan continuamente para eliminar los sesgos raciales, culturales o de otro tipo, y ponderar las diferencias conocidas, por ejemplo, en las habilidades espaciales de hombres y mujeres. Pero aún así, la abrumadora cantidad de factores que influyen en el desarrollo de la inteligencia (o las inteligencias) sigue haciendo que estas pruebas sean sólo indicadores generales y en modo alguno predictores precisos como lo serían algunos análisis médicos.

Esto no significa, sin embargo, que las pruebas de inteligencia no tengan utilidad, aunque sean perfectibles. Los estudios estadísticos demuestran una correlación importante entre las altas puntuaciones de las pruebas y resultados como el desempeño en el trabajo o el rendimiento escolar que les dan una cierta utilidad si se interpretan como indicadores más que como diagnósticos.

De otra parte, numerosos estudios demuestran que la inteligencia no es un valor estático, sino que puede cambiarse, moldearse, incrementarse o, ciertamente, disminuirse, es decir, que nuestro cerebro es neuroplástico. Por ello, aunque desde un punto de vista estadístico, un cociente intelectual de 100 idealmente debería ser la media de la población, una cifra inferior no es forzosamente medida de tontería, ni una puntuación alta indica directamente genialidad.

El conocimiento de nosotros mismos, nuestra conducta y procesos mentales, es una de las más recientes disciplinas, compartido por la psicología, la sociología y las neurociencias. Sus rápidos avances nos permiten esperar que en pocas décadas tendremos mejores herramientas para conocer la inteligencia, su definición, sus procesos químicos y fisiológicos, su medición y, sobre todo, cómo ampliarla en todos los seres humanos. Que sería lo verdaderamente importante.

La inteligencia en el cerebro

El estudio de la inteligencia requiere conocer al órgano del que es función, el cerebro. En 2004, científicos de la Universidad de California utilizaron la resonancia magnética (MRI) para determinar que la inteligencia en general se relacionada con el volumen de la materia gris (neuronas y sus conexiones) en el cerebro, y su ubicación en diversos puntos del cerebro, sugiriendo que las fortalezas y debilidades intelectuales de una persona pueden depender de su materia gris en cada zona. Sin embargo, de toda la materia gris del cerebro, sólo el 6% parece relacionado con el cociente intelectual.