Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

Siglo XXI: la era del hierro

Fragmentos del meteorito de hierro Nantan, China, caído probablemente en el siglo XVI.
Smartphones, ordenadores y la propia estación espacial internacional tienen, como parte fundamental de su construcción, el acero, material que, desde el descubrimiento del hierro, su elemento básico, ha dominado la cultura y tecnología humanas.

El hierro es un elemento que pocos de nosotros hemos visto en su forma pura: un metal blanco plateado, relativamente suave y fácil de mellar. No lo solemos ver pues por sus características químicas reacciona fácilmente con una serie de elementos, especialmente con el oxígeno, formando un óxido de color rojizo que es lo que generalmente podemos ver. Por ello, su uso dependió de la capacidad de crear con él un material más duro y flexible, combinándolo con pequeñas cantidades de carbono: el acero.

Una de las características del hierro que lo convirtió en base de la civilización y la cultura es que se trata del quinto elemento más abundante del universo y el cuarto de nuestro planeta, formando aproximadamente el 5% de la corteza terrestre como parte de diversos minerales en los que está mezclado con otros elementos. Los siete principales son pirita, magnetita, hematita, goethita, limonita, siderita y taconita.

El primer uso del hierro en las civilizaciones humanas lo encontramos en la forma de joyería y adornos, unos 4000 años antes de la era común. Ese hierro no procedía, sin embargo, de los minerales mencionados, sino de los restos de meteoritos con alto contenido de hierro que los egipcios llamaron “cobre negro”. Pese a ello, la “era del hierro”, que seguiría a las del cobre y el bronce, no comenzaría sino a partir del año 1200 a.E.C., conforme la tecnología metalúrgica fue avanzando lo suficiente en distintas culturas como para poder fundir los minerales de hierro y mezclarlos con carbón, que podía “robar” el oxígeno que formaba el óxido, dejando un material más útil, el hierro colado. Ese hierro o acero primitivo fue fundamental en la fabricación, primero, de armas, y luego de una serie de productos que mejoraron toda la tecnología, desde los recubrimientos de hierro alrededor de las ruedas de madera de los carruajes hasta instrumentos quirúrgicos e implementos de cocina, desde agujas para coser hasta arados.

Estos ejemplos dan testimonio de la enorme diversidad de usos del hierro, al que se le pueden dar las más variadas formas al ser moldeado, colado, inyectado o golpeado, y que ofrece flexibilidad, dureza, resistencia y capacidades como la de mantener un filo durante mucho tiempo o la de magnetizarse para distintos fines, el más importante de los cuales durante siglos fue el de ser la aguja de las brújulas que liberaron a las embarcaciones humanas para aventurarse en aguas antes impracticables.

El proceso del hierro hoy es mucho más eficiente gracias a los altos hornos, que pueden alcanzar temperaturas que no imaginaban los herreros antiguos, que apenas tenían algunos conocimientos empíricos del material y que, al no conocer las características químicas de cada mineral y cada elemento que lo componía, estaban muchas veces totalmente a merced de la calidad de la materia prima para obtener un resultado aceptable.

Hacia el siglo XIV, sin embargo, hornos más altos (como su nombre lo indica, hasta de 60 metros actualmente) empezaron alcanzar temperaturas lo bastante altas como para fundir el mineral de hierro junto con carbón, especialmente un tipo llamado “coque” que es carbón mineral con muy pocas impurezas, y carbonato de calcio. Los hornos utiliza chorros de aire caliente que se lanzan desde la parte inferior del alto horno para que el óxido pierda su oxígeno mientras el carbonato de calcio atrae otras impurezas y las acumula en la parte superior de la mezcla, formando la llamada “escoria”. Este primer hierro, el arrabio, con un contenido de hasta 4% de carbono, es la base de toda la industria del hierro y el acero.

El acero se obtiene mediante un proceso adicional que elimina la mayor parte del carbono (dejando un contenido de sólo entre 1,5 y 0,5%) e impurezas que debilitan la estructura del metal, como el fósforo y el azufre, y añade a la aleación otros elementos que le dan distintas características. A partir de allí, la industria metalúrgica actual es capaz de producir varios miles de tipos de acero distintos para usos variados, desde estructuras para edificios y varilla para hormigón armado hasta escalpelos o muelles para maquinaria de precisión. Fuerza, resistencia, flexibilidad en distintas dimensiones (como poder estirarse, torsionarse, doblarse o comprimirse sin perder sus características) se controlan cuidadosamente para que cada uso previsto tenga el acero correcto.

También se han empleado técnicas para impedir, retrasar o ralentizar la oxidación: pintura, galvanizado (la aplicación de una corriente eléctrica), el chapado (aplicación de un metal protector como el cromo mediante electrodepósito) o el recubrimiento con otro material “de sacrificio” que se oxide antes que el acero mismo. A principios del siglo XX, por fin, como resultado de una serie de investigaciones de metalúrgicos y químicos británicos, alemanes, estadounidenses y franceses desde fines del siglo anterior, se desarrolló una aleación de acero con cromo y níquel que tenía la muy deseable propiedad de no oxidarse: el acero inoxidable.

Pese a la creciente utilización de otros metales como el tungsteno, el manganeso y, muy especialmente, el aluminio, no parece que la humanidad esté cerca de abandonar el uso privilegiado del acero por sus características y bajo coste.

Además de esa utilidad por la cual el hierro nos ha acompañado durante toda la historia registrada, en 1840 descubrimos además que es parte fundamental de los procesos de nuestra vida. Aunque en nuestro cuerpo sólo tenemos unos 3-4 gramos de hierro, es un micronutriente insustituible, ya que, además de participar en algunas proteínas, enzimas y sistemas, compone hemoglobina, que permite a los glóbulos rojos de nuestra sangre llevar oxígeno de los pulmones a todas las células del cuerpo.

El hierro, así, no sólo ha representado una vida mejor sino que es, en sí mismo, parte de la vida.

El frágil acero del Titanic

El hallazgo de los restos del Titanic en 1985 permitió el rescate y análisis metalúrgico en 1996 de las placas de su casco, rasgado por la colisión con un iceberg, hundiéndose el 15 de abril de 1912. Los estudios indican que el daño tan grande sufrido por el transatlántico se debieron a que sus placas estaban hechas de un acero con alto contenido de azufre que se volvía extremadamente frágil a muy bajas temperaturas, como las del océano por el que navegaba la embarcación cuando ocurrió la tragedia. Los remaches, igualmente, cedieron con facilidad. Con una mejor tecnología del acero, el Titanic podría realmente haber sido insumergible.

La real expedición de la vacuna

Francisco Javier de Balmis y Berenguer
En Pozuelo de Alarcón tiene una calle. En su natal Alicante llevan su nombre una pequeña plaza con una fuente al medio y un instituto de secundaria, y en la Universidad Miguel Hernández hay un busto con su imagen. La calle más ancha y larga que se le ha dedicado se encuentra en la Ciudad de México, en el barrio dedicado a doctores relevantes, precisamente, en su mayoría mexicanos. Son pocos homenajes para uno de los más grandes héroes de la vacunación: Francisco Javier de Balmis y Berenguer.

Javier (o Xavier) nació el 2 de diciembre de 1753 en Alicante, segundo de los nueve hijos de Antonio Balmis, “cirujano y sangrador” de origen francés, y la alicantina Luisa Berenguer. Muy joven entró al Hospital Real Militar de Alicante y, como médico militar, participó en acciones como la fallida lucha contra los piratas en Argelia en 1775 o el sitio a Gibraltar en 1780. Un año después marchó con el ejército a la Nueva España, donde además de trabajar como médico en el hospital de San Andrés de México, se interesó por las herbolaria tradicional que sobrevivía de los tiempos precoloniales e hizo varios viajes por el país, hablando con curanderos y recogiendo plantas prometedoras por las capacidades terapéuticas que se les atribuían. En 1790 dejó el ejército y volvió a España a la práctica independiente. Pronto fue nombrado médico personal de Carlos IV.

Ya en España, en 1803, Balmis traduce al español un tratado del francés J.L. Moreau que relata las experiencias que Edward Jenner había publicado en 1798 sobre su creación de la vacuna contra la viruela. El tratado de Moreau analizaba los efectos de la vacuna, la reacción de los pacientes… un estudio a fondo, claramente influido por el método científico y el positivismo, que compendiaba lo que se sabía hasta el momento.

Por entonces, la viruela no sólo hacía estragos en Europa, sino que se cobraba números aterradores de víctimas en toda América y, en general, en las colonias españolas, cebándose sobre todo en los niños más pequeños y especialmente en los indígenas, que tenían menor resistencia natural al virus pues éste había llegado al continente americano de la mano de los españoles a principios del siglo XVI. Carlos IV mostró preocupación por el desastre sanitario de la terrible enfermedad, algunas de cuyas variantes podían matar al 90% de quienes sufrían la infección, y seguramente se vio también influido por la memoria de su hija María Teresa, quien falleció víctima de la viruela en 1794, sin llegar a cumplir los 4 años de edad. La vacuna había llegado a España en 1801, demasiado tarde para la infanta.

Carlos IV consultó con los médicos de la corte, y Balmis los encabezó para convencerlo de que debía hacerse una expedición para llevar la vacuna a los dominios de ultramar. El problema que se presentaba no era de orden económico, ya que el rey estaba en plena disposición de sufragar todos los gastos, sino técnico y médico: ¿cómo llevar la vacuna? No había vacunas en cómodos frascos, ni siquiera producidas industrialmente, cada médico generaba sus propios agentes inmunizantes a partir de la viruela de las vacas, como había hecho Jenner.

Balmis dio con la solución, una solución que hoy resultaría cuestionable, sobre todo habiendo opciones. Pero en ese momento no las había. Su idea fue crear una cadena humana donde la inoculación se pasara, literalmente, de brazo a brazo. Empezaría con un grupo de niños, huérfanos residentes en las inclusas de protección españolas, que deberían tener, según expresó Balmis, entre 8 y 10 años, no haber padecido viruela y no haber sido vacunados. Él los vacunaría y luego usaría su sangre para inocular a la población al otro lado del Atlántico. Las personas inoculadas podrían entonces ser llevadas a otro puerto y donar sangre para vacunar a otros, y así sucesivamente.

Era una solución brillante y, en ese momento, no había otra solución viable. Se pidió a las inclusas que designaran a los niños, con la promesa de un buen trato al cabo del viaje, y finalmente la llamada “Real Expedición Filantrópica de la Vacuna” se hizo a la mar en La Coruña el 30 de noviembre de 1803 en la corbeta María Pita, donde iban Balmis, el subdirector de la expedición José Salvany y Lleopart, 10 médicos seleccionados por Balmis y los 22 primeros niños que eran las correas transmisoras vivientes de la vacuna, mientras que Balmis era el transmisor del conocimiento, el que explicaría a los médicos de cada puerto lo que debían hacer para extender la vacuna y luchar contra la viruela.

La primera escala de la expedición fueron las Islas Canarias, para luego dirigirse a Puerto Rico y Venezuela. Allí, la expedición se dividió en dos grupos. Uno, dirigido por Salvany, marchó por tierra a Quito, Ecuador, para bajar a Lima, Perú. De allí, una parte de ese grupo se dirigiría finalmente a Santiago de Chile a donde llegó más de 4 años después de salir la expedición, mientras que Salvany fallecería en Cochabamba, Bolivia, en 1810. Balmis siguió a Cuba y México, país que cruzó por tierra para volver a embarcarse en Acapulco hacia Manila, donde llegó en abril de 1805 y siguió una circunnavegación hasta la isla de Santa Elena, tocando tierra finalmente de vuelta en la península ibérica en septiembre de 1806.

Javier Balmis había culminado así la primera gran expedición sanitaria de la historia, una tradición que hoy sigue, por ejemplo, en los brotes de ébola a los que asisten médicos de diversos países a llevar tecnología no disponible en los lugares que sufren la enfermedad.

Edward Jenner, el creador de la vacuna que ha salvado a cientos de millones de la terrible viruela, resumió la expedición de Balmis diciendo: "No imagino que los anales de la historia ofrezcan un ejemplo de filantropía tan noble y tan extenso como éste".

Todavía pudo Balmis volver a México en 1810, y siguió difundiendo y promoviendo la vacuna hasta su muerte en Madrid en 1819, uno de los pioneros de la vacunación mundial que 159 años después de su muerte proclamaría el triunfo de la humanidad sobre la viruela, erradicándola finalmente.

Quizás, quizás, el doctor Javier Balmis merece una calle en Madrid, quizás una en cada ciudad donde su decisión salvó vidas. ¿Cuántas? Nadie lo puede calcular.

Los niños y las penurias

Poco contó sobre sus peripecias Balmis, sobre los amagos de ataque de piratas chinos o la mala recepción que algunas autoridades, como las de Macao, le acordaron. Pero su máxima preocupación, de eso hay constancia, fueron siempre los niños. Los que salieron de España, propuso, debían ser devueltos “y podrán ser más felices si la piedad del Rey les señala cinco ó seis Reales diarios hasta que lleguen a ser aptos para ser empleados”. Cuando las autoridades locales se mostraron reticentes a atenderlos, Balmis se quejó al Ministro de Gracia y Justicia, José Antonio Caballero.
(Publicado el 20 de enero de 2018)