Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

Exoesqueleto: un cuerpo mecánicamente optimizado

Un segundo cuerpo que nos permita ser más fuertes, más ágiles, más resistentes está dejando de ser una simple especulación: los robots vestibles o exoesqueletos ya están en la calle.

Miembros de apoyo cibernéticos
de Cyberdyne Studio
(Foto CC Yuichiro C. Katsumoto
via Wikimedia Commons)
Una de las imágenes perdurables del cine de ciencia ficción es sin duda parte de la película Alien, cuando, al final, la teniente Ripley, interpretada por Sigourney Weaver, lucha contra el monstruo extraterrestre tripulando, o llevando puesta, una máquina utilizada para la carga y descarga de equipo, cuyos movimientos se ajustan a los del tripulante y que se conoce como “exoesqueleto” por ser duro y externo, sin contar con que está accionado por una potencia externa al usuario.

La idea de la máquina es sencilla: un aparato que reproduzca las articulaciones humanas, movido ya sea por medios hidráulicos, neumáticos o mecánicos para aumentar tremendamente la fuerza de quien lo lleva o tripula. El aparato tiene la ventaja adicional de que se controla directamente, el movimiento o los impulsos nerviosos son detectados por la máquina y reproducido de modo ampliado, como si fuera un pantógrafo para el cuerpo.

La idea de un exoesqueleto accionado mecánicamente, también llamado “traje robot”, nace, como tantos otros conceptos del siglo XX y XXI, en la ciencia ficción. El escritor estadounidense de aventuras espaciales (género también conocido como “ópera espacial”) Edward Elmer Smith introdujo el primero de estos dispositivos en una novela de su larga serie Lensman en 1937, en la forma de una armadura de combate motorizada.

El control fino de un exoesqueleto y sus posibilidades técnicas fueron examinados con todo detalle por el galardonado autor de ciencia ficción Robert Heinlein en dos novelas. En su clásico militarista Starship Troopers analiza las tácticas que implicaría el combate utilizando exoesqueletos. Esta novela fue, además, la que popularizó ampliamente la idea del exoesqueleto. Por otro lado, en su novela corta Waldo, Heinlein lleva al extremo la idea del pantógrafo del movimiento humano mediante los aparatos llamados, precisamente, “waldos”, que podían amplificar los movimientos de brazos y manos para manipular grandes cargas, como brazos robóticos controlados a distancia o, como se diría más adelante, por telepresencia, pero también podían reducirlos para permitir la manipulación de objetos extremadamente pequeños, por ejemplo, simplificando enormemente la realización de complejas microcirugías que implicaran la sutura de vasos sanguíneos, nervios y tendones.

La ciencia ficción, así, en sucesivas novelas y cuentos, dio a los exoesqueletos imaginarios sus características básicas: control directo mediante los movimientos del usuario, capacidad pantográfica para ampliar o reducir el tamaño o fuerza de dichos movimientos y la posibilidad de funcionar mediante telepresencia.
En el mundo del cómic, la armadura motorizada y los exoesqueletos han tenido también una larga carrera desde Iron Man, el hombre de hierro, personaje de Marvel que a falta de superpoderes cuenta con una potente armadura dotada de numerosas maravillas técnicas y que fue creado por el mítico Stan Lee en 1963. Y en el cine, además del exoesqueleto con el que Ripley vence a la madre extraterrestre, esta tecnología ha estado presente en numerosas películas, la más reciente Distrito 9, donde los extraterrestres llevan exoesqueletos que sólo pueden tripular ellos.

Un atractivo adicional de estos dispositivos sería su capacidad de permitir una vida más plena y de calidad a personas con movilidad disminuida, por ejemplo, pacientes de distrofia muscular o esclerosis múltiple.
Los intentos por hacer realidad el concepto del exoesqueleto mecanizado datan de 1960, cuando la compañía General Electric y el ejército estadounidense emprendieron para crear la máquina llamada Hardiman, cuyo objetivo era permitir que el usuario pudiera levantar grandes cargas. Era un aparato industrial que se esperaba que sirviera para diversas actividades civiles y militares. Pero diez años después, sólo se contaba con un brazo viable, capaz de levantar unos 400 kilos, pero que su vez pesaba un cuarto de tonelada. El diseño completo, sin embargo, entraba en violentas convulsiones al tratar de responder a su tripulante.

En 1986, el soldado estadounidense Monty Reed, que se había roto la espalda en un accidente de paracaídas, se inspiró en la novela Tropas del espacio de Robert Heinlein y diseñó el Lifesuit traje para caminar de nuevo. Lo propuso al ejército y desde 2001 se han creado catorce prototipos. El más reciente permite a Monty caminar kilómetro y medio con una carga de batería y levantar 92 kilos.

De entre los muchos proyectos que están en marcha, el gran salto parece haberlo dado la empresa japonesa Cyberdyne del profesor Yoshiyuki Sankai de la universidad de Tsukuba, con  su exoesqueleto llamado HAL, siglas en inglés de Miembro Asistente Híbrido. Los sensores de HAL detectan no sólo el movimiento, sino las señales de la superficie de la piel para ordenar a la unidad que mueva la articulación al mismo tiempo que la del usuario. El sistema de sensores y el sistema de control autónomo robótico que ofrece un movimiento similar al humano forman el híbrido que hace de este exoesqueleto algo revolucionario.

Desde septiembre de 2009, es posible alquilar en Tokio un prototipo de HAL o, para ser más precisos, de la parte inferior de HAL: una o dos piernas que pesan alrededor de 5 kilogramos cada una, con su sistema de abterías y control informatizado en la cintura, y que se atan al cuerpo del usuario. El alquiler de una pierna por un mes es de 1.120 euros, mientras que un sistema de dos piernas tiene un coste de casi 1.650 euros.

Otros proyectos son el XOS de Sarcos Raytheon que está siendo supuestamente probado en la actualidad por el ejército estadounidense, y las piernas de exoesqueleto que independientemente desarrollan Honda y el Massachusets Institute of Technology-

Quizá, en el futuro, llevar un exoesqueleto para caminar, levantar peso o manejar objetos delicados sea tan común como hoy es llevar gafas. Y probablemente a los primeros que llevaron gafas se les vio con la curiosidad que hoy despiertan los primeros usuarios de los HAL que recorren las calles de Tokio.

¿Para qué un robot vestible?

Un exoesqueleto viable tiene un amplio abanico de posibilidades de aplicación. Permite que los trabajadores manejen grandes cargas, puede ayudar a la rehabilitación de pacientes de diversas afecciones o cirugías, dar movilidad independiente a gente de avanzada edad o con distintos grados de discapacidad (y permitir a las enfermeras cargar y mover a los pacientes sin ayuda). Movilidad, fuerza, independencia... son promesas que, para muchos, representan la máxima promesa de la robótica.

El iconoclasta de los dinosaurios

Bob Bakker, paleontólogo
(foto CC Ed Schipul via
Wikimedia Commons)
Bob Bakker, el curioso paleontólogo que nos enseñó que las aves son dinosaurios, también se ha empeñado en compartir con todos su pasión por los dinosaurios y su suerte.

Ciertos errores sobre los dinosaurios permanecen en nuestro lenguaje habitual cuando consideramos que algo demasiado grande, lento, torpe o anticuado, o destinado a extinguirse por estar mal adaptado es “como los dinosaurios”.

Estos conceptos son remanentes de la visión que se popularizó sobre los dinosaurios a fines del siglo XIX y principios del XX, según la cual los dinosaurios eran criaturas poco inteligentes, lentas, torpes y, sobre todo, de sangre fría, aunque dentro de la comunidad científica estas ideas siempre estuvieron sometidas a debate.

Esta idea condicionó las primeras reconstrucciones de dinosaurios que se exhibieron en 1854 en el Palacio de Cristal de Londres, y que iniciaron lo que llamaríamos la manía por los dinosaurios, siguieron las primeras concepciones y mostraron únicamente esculturas de gigantescos reptiles cuadrúpedos. Los seres así imaginados, se pensó, se habían extinguido por haberse hecho, en lenguaje común, demasiado grandes para poder enfrentar los cambios de su entorno.

Nada de esto refleja fielmente lo que hoy sabemos de los seres dominantes en nuestro planeta durante casi 200 millones de años. Y lo que sabemos es resultado de los descubrimientos que se han dio acumulando: dinosaurios que evidentemente eran bípedos, el archaeopterix que sugería una relación entre las aves y los dinosaurios, y rasgos de depredadores feroces que no podían ser torpes seres de sangre fría.

Los dinosaurios, siempre apasionantes, fueron el tema de un artículo de la edición del 7 de septiembre de 1953 de la revista Life, que un par de años después caería en manos de un inquieto niño de 10 años, nacido en New Jersey, Robert T. Bakker, encendiendo en él una pasión por los dinosaurios que ocuparía toda su vida y lo llevaría a ser el motor del “Renacimiento de los Dinosaurios” a fines de la década de 1960 y principios de la de 1970.

Robert T. Bakker, o simplemente Bob Bakker, estudió paleontología en la Universidad de Yale bajo la tutela de John Ostrom, uno de los grandes revolucionarios del estudio de los dinosaurios, y se doctoró en Harvard. Para Ostrom, como ya había propuesto Thomas Henry Huxley a mediados del siglo XIX, los dinosaurios se parecían más a las grandes aves no voladoras, como los emús o los avestruces, que a torpes reptiles. En 1964, Ostrom descubrió el fósil de un dinosaurio bautizado como Deinonychus, uno de los más importantes hallazgos de la historia de la paleontología. Se trataba de un dinosaurio depredador activo, que claramente mataba a sus presas saltando sobre ellas para golpearlas con sus potentes espolones, y las inserciones musculares de la cola mostraban que la llevaba erguida tras él, como un contrapeso al cuerpo y la cabeza, pintando el retrato de un animal que no podía ser de sangre fría. Su alumno Robert T. Bakker, que además era un hábil dibujante, hizo la reconstrucción gráfica del animal.

Bob Bakker retomó las teorías y trabajos de Ostrom con una combatividad singular que lo puso al frente de un grupo de paleontólogos dispuestos a replantearse cuanto se sabía en el momento acerca de los dinosaurios. El resultado saltó a la luz pública en 1975, cuando Bakker publicó un artículo en la revista Scientific American hablando del “renacimiento de los dinosaurios”, concepto que se popularizó pronto, y dando una idea de los cambios que estaba experimentando la visión de la ciencia respecto de estos apasionantes animales.

Diez años después, convertido ya en un personaje de la paleontología, Bakker publicaría el libro The Dinosaur Heresies (Las herejías de los dinosaurios), donde presentaba los argumentos y evidencias que indicaban que los dinosaurios habían sido animales de sangre caliente; por ejemplo, la activa vida de algunos depredadores, el hecho de que algunos dinosaurios vivieron en latitudes demasiado al norte como para poder sobrevivir sin sangre caliente. Propuso además que las aves, todas las aves que conocemos hoy en día, habían evolucionado, en sus propias palabras “de un raptor pequeño”. Siguiendo a Ostrom, Bakker también sugirió que las plumas existieron mucho antes que existiera el vuelo, idea que se ha visto confirmada por posteriores descubrimientos que nos hablan de dinosaurios no voladores que usaban las plumas como aislamiento térmico.

El triunfo de Bakker se encuentra en el hecho de que, según la taxonomía actual, las aves, todas las aves son, sin más, una rama de los dinosaurios, con lo cual, es evidente, no todos los dinosaurios se extinguieron, convivimos con muchos y los apreciamos.

Pero Robert Bakker es un personaje ampliamente conocido no sólo por su extraordinaria capacidad como paleontólogo, su claridad expositiva como divulgador y su capacidad para pensar las cosas desde puntos de vista novedosos, sino también por ser un ejemplo de profundo anticonvencionalismo. Identificado por su ruinoso sombrero de cowboy, su cola de caballo siempre descuidada y su enmarañada barba, el aspecto es sólo una expresión más de una forma personal y singular de ver la realidad.

En parte su independencia se debe a que no está limitado por los nombramientos académicos y la poítica de claustro. Tiene trabajos y apoyos diversos que le permiten ser esa extraña especie llamada “científico independiente”, y trabajar con menos trabas que sus colegas. Durante más de 30 años ha estado excavando una cantera de fósiles de dinosaurio en Wyoming, donde ha hecho importantes descubrimientos como el único cráneo completo de brontosaurio que se ha encontrado hasta hoy. Y en el proceso se ha dado tiempo para escribir una novela narrada desde el punto de vista de un dinosaurio experto en artes marciales, o una dinosauria, para ser exactos, una hembra de utahraptor.

Documentalista, divulgador, dibujante y novelista, su presencia es tan imponente que Steven Spielberg, que lo tuvo como consultor en Parque Jurásico, lo utilizó como base del personaje ·Dr. Robert Burke” en la segunda parte de la serie, El mundo perdido, donde, por cierto, es devorado por un Tyrannosaurus Rex.

Lo cual, por otra parte, quizás fuera un fin adecuado para el hombre que, con su herejía paleontológica, nos devolvió la fascinación por esos animales que nos legaron el planeta.

Decirlo en lenguaje común

El Doctor Bob Bakker es opositor también del lenguaje académico que, considera, es alienante para las personas que aman a los dinosaurios sin ser científicos. “Hay algunas personas”, dice Bakker, “que piensan que no debemos hablar en lenguaje llano. Yo estoy contra el lenguaje técnico, totalmente contra él. Con frecuencia es una cortina de humo para ocultar un pensamiento descuidado”.

La revolución del cuidado parental

Reconstrucción de nido de maiasaurus
(CC Wikimedia Commons)
A lo largo de la evolución de la vida han aparecido varias formas de cuidado de las crías que mejoran las probabilidades de supervivencia de la especie y que nos permiten aproximarnos al complejo concepto de “el otro como yo”.

En 1924, Henry Fairfield Osborn describió un fósil de dinosaurio descubierto por el paleontólogo Roy Chapman en Mongolia, que había dado a su descubrimiento el nombre de oviraptor, que significa “ladrón de huevos” por encontrarse el cráneo del animal muy cerca de un nido de huevos que se pensó eran de otro dinosaurio llamado protoceratops. La disposición de los huesos fosilizados sugería que la muerte había encontrado al oviraptor en el proceso de rapiña de las crías no eclosionadas de otra especie, pero el propio Osborn advirtió que el nombre podía ser engañoso.

Y lo era.

La idea de que los dinosaurios no cuidaban de sus crías, influyó en la reconstrucción que hizo Chapman de la escena. Investigaciones posteriores demostraron que los huevos que yacían junto al cráneo de ese dinosaurio con aspecto que recordaba a un pavo eran de su propia especie. Con este dato, la interpretación se transformó radicalmente: lo que había encontrado Chapman no era un momento de ataque rapaz, sino la escena de un desastre en el que la muerte sorprendió a una madre cuidando de sus huevos hace 75 millones de años.

Una gran diferencia de concepto del ser humano sobre los dinosaurios media así entre el supuestamente malvado oviraptor y el “maiasaurio” o “dinosaurio buena madre” descubierto y bautizado en los años 60-70 por Jack Horner, el paleontólogo que asesoró Parque Jurásico.

El comportamiento de cuidado de las crías es una apuesta razonable desde el punto de vista de la evolución como alternativa a lanzar miles o millones de crías al mundo sin protección alguna, como es el caso de las tortugas marinas. El nacimiento masivo y sincronizado de miles y miles de tortuguitas marinas tiene por objeto que unas pocas lleguen al mar mientras la mayoría se convierte en alimento los depredadores. Pero el mar tampoco está exento de peligros, y por ello se calcula que por cada mil huevos depositados por las tortugas marinas, sólo llega una tortuga a la edad adulta.

El cuidado de las crías adquiere formas singulares entre los insectos sociales, que tienen numerosos individuos para cuidar, defender y alimentar a las crías. Una colmena de abejas, así, puede ser vista como una maternidad gigante, donde todos los individuos trabajan para garantizar que las crías sobrevivan: cada celdilla del panal es una incubadora con una cría, que es cuidada, defendida y alimentada por toda la colmena hasta que finaliza su estado larvario y puede asumir su propio puesto como coadyuvante de la siguiente generación.

La diferencia entre el comportamiento paternal de las abejas y el de animales con los que sentimos una mayor cercanía como otros mamíferos o las aves, es notable, pero hace lo mismo: emplear el cuerpo y comportamiento de los adultos en favor de la supervivencia de las crías.

Los sistemas de cuidado de las crías conforman comportamientos extremadamente complejos que aún no se comprenden del todo pese a los enormes avances que se han realizado en los últimos años. Cuidar a las crías exige una enorme serie de habilidades, entre ellas la capacidad de identificar y reconocer a las propias crías. Esto no es un problema entre los animales solitarios o en pareja, pero en colonias como las de los pingüinos en la Antártida, cada pareja debe ser capaz de distinguir a su cría de todas las demás, y lo hacen con una asombrosa precisión.

Las aves que cuidan a sus crías solas o en parejas pueden estar razonablemente seguras de que lo que hay en su nido son sus crías, certeza que por otro lado deja el hogar abierto a los ataques de parásitos como el cuclillo, que deposita sus huevos en los nidos de sus víctimas para que éstas sean las que hagan la inversión en cuidado, alimentación y defensa. Al cuclillo le basta camuflar sus huevos como los de sus víctimas, pues una vez eclosionado el huevo, los engañados padres actuarán sin reconocer la diferencia entre el cuclillo y sus crías, lo que puede llevar a que aves relativamente pequeñas se agoten alimentando a crías de cuclillo comparativamente gigantescas.

Así, el animal debe reconocer que una cría es, primero, miembro de su especie, segundo, que es una cría, uno “de los suyos” pero en forma juvenil, es decir, que no es un rival, un depredador, un atacante.

Entre los vertebrados que cuidan a sus crías existe un aspecto “de cría” al que todos somos sensibles: cabeza grande y redondeada, ojos grandes, nariz y boca pequeñas, cuerpo con formas redondas y, con frecuencia, piel, pelo o plumaje en extremo suaves. Este aspecto lo podemos ver no sólo en patos, perros, leones o niños, sino también en los juguetes y dibujos que, al acentuar los elementos “infantiles”, nos provocan sentimientos de ternura y una proclividad a la protección. Un oso de peluche con proporciones de bebé y grandes ojos tristes nos provoca una reacción mucho más positiva que un oso de peluche con las proporciones de un verdadero oso adulto.

Lo que llamamos “instinto materno” es en realidad “instinto parental” pues está presente tanto en el macho como en la hembra de nuestra especie, cosa que no ocurre en especies donde el cuidado de las crías ha quedado en manos sólo de las hembras o, en casos desusados como el del caballito de mar, en los machos.

Lo más relevante, quizá, es que el comportamiento parental, como salto notable en la evolución de distintos tipos de animales, no es sino el inicio de lo que conocemos como altruismo. La capacidad de reconocer a otro ser como similar o igual a nosotros, primero a nuestras crías, luego a otros adultos, es para muchos el inicio de la verdadera ética e, incluso, de la posibilidad de una mejor política humana.

La gran revolución que implica el cuidado de las crías, su reconocimiento y su defensa es, también, que nos da a los humanos la capacidad de ver y comprender conscientemente, que hay valores por encima de nuestro más elemental egoísmo. Y no es poco.

Química, entre otras cosas

De entre los muchos factores de los que depende el desarrollo del instinto maternal, uno al menos es tan aparentemente frío como la presencia de la sustancia llamada oxitocina cuya presencia en el cuerpo de la madre aumenta cuando el bebé estimula el pezón durante la lactancia. La oxitocina está implicada en el proceso de liberación de leche por parte de la glándula mamaria, pero también tiene efectos sedanets y de disminución de la ansiedad en la madre. Estudios resumidos en 2003 sugieren que la oxitocina y el contacto de piel con piel entre la madre y el bebé estimulan su lazo de unión y la compleja y singular relación que establecen.

Diabetes

Modelo tridimensional de la insulina
(CC Wikimedia Commons)

La diabetes y sus complicaciones son un desafío no sólo para los investigadores en busca de una cura, sino para los pacientes afectados física y emocionalmente por esta devastadora enfermedad.

El nombre “diabetes” fue acuñado hacia el año 150 de nuestra era por el médico Areteo de Capadocia. La palabra significa sifón, y Areteo la halló adecuada para describir la necesidad continua de orinar de los pacientes. En su descripción de la enfermedad dijo que era “el derretimiento de la carne y los miembros convirtiéndose en orina”. Señaló además que una vez que aparecía la enfermedad, la vida del paciente era “corta, desagradable y dolorosa”, descripción cruel pero precisa.

La enfermedad fue descrita por primera vez en el 1552 antes de la Era Común por el médico egipcio Hesy-Ra de la tercera dinastía, que observó la necesidad de orinar frecuentemente, lo que hoy llamamos poliuria y confirmó lo que los antiguos curanderos habían observado: que las hormigas se veían atraídas a la orina de las personas con diabetes. La tradicional medicina mágica ayurvédica, en un texto atribuido al médico Sushruta que vivió en el siglo 6 a.E.C., atribuye la enfermedad a la obesidad y una vida sedentaria y la llamó “enfermedad de la orina dulce”, concepto que existe también en las descripciones coreana, china y japonesa de la afección.

Fue el médico persa Avicena quien describió por primera vez algunas de las consecuencias atroces de la diabetes, como la gangrena y el colapso de las funciones sexuales.

Los autores históricos apenas rozaron algunos de los aspectos más desesperantes y angustiosos de la diabetes, que la convierten en una de las afecciones más terribles para sus pacientes. La falta de una curación (al menos en el caso de la diabetes de tipo 1) y el precio emocional que la enfermedad cobra a sus pacientes son motivos de que la diabetes aparezca con frecuencia en la oferta de todo tipo de curanderos. Prácticamente todas las terapias de dudosa utilidad ofrecen, no siempre abiertamente, curación para el cáncer, el sida y la diabetes, con resultados en ocasiones atroces.

La diabetes, o diabetes mellitus se caracteriza porque el cuerpo produce una cantidad insuficiente de insulina (la diabetes de tipo 1), o bien no responde adecuadamente a la insulina, volviéndose resistente a esta hormona, lo que impide que las células la utilicen correctamente (diabetes de tipo 2). En ambos casos, el resultado es la acumulación de azúcar en la sangre.

Hasta 1920, prácticamente todos los tratamientos para la diabetes asumían la forma de dietas especiales, algunas altamente caprichosas. Su origen fue la aguda observación del farmacéutico Apollinaire Bouchardat, que vio que que el azúcar en la orina (glucosuria) desapareció durante el racionamiento de alimentos en París a causa de la guerra francoprusiana de 1870-71. Bouchardat fue también el primero en proponer que la diabetes tenía su causa en el páncreas.

Esto fue confirmado en 1889 por Oscar Minkowski y Joseph von Mering, que extirparon el páncreas de un perro sano y observaron que esto le producía glucosuria. En 1901, Eugene Opie demostró que las células del páncreas llamadas “islotes de Langerhans” estaban implicadas en la diabetes mediante la sustancia que sería identificada por Nicolae Paulescu, la “insulina”. Finalmente, Frederick Grant Banting y Charles Best demostraron que la falta de insulina era precisamente la causante de la diabetes, hicieron el primer experimento en humanos en 1922 y desarrollaron los métodos y dosificaciones para ofrecer, por primera vez, una esperanza sólida de tratamiento eficaz para los diabéticos.

Este logro le valió a Banting y al director del laboratorio, John James Richard Macleod, el Premio Nobel de Medicina o Fisiología de 1923.

La insulina, sin embargo, es sólo eficaz en el tratamiento de la diabetes de tipo 1, y ciertamente no es una cura. Algunas de las complicaciones a largo plazo de la diabetes se pueden presentar en los pacientes aún cuando se traten cuidadosamente.

Las complicaciones crónicas son las responsables del fuerte desgaste emocional que produce esta enfermedad. Entre ellas tenemos posibilidades tales como daños a los vasos sanguíneos de la retina, que pueden ocasionar la pérdida parcial o total de la vista, hipersensibildad en pies y manos; daño a los riñones que puede llegar a provocar graves insuficiencias, daños al corazón, apoplejías, daños a los vasos sanguíneos periféricos que pueden llegar a provocar gangrena , sobre todo en los pies y piernas, dificultades para cicatrizar y sanar las heridas, úlceras diabéticas en los miembros inferiores y las infecciones correspondientes.

Este panorama es sin duda exasperante para todos quienes sufren diabetes. El diagnóstico de esta afección representa un cambio radical de vida, empezando por dietas adecuadas, la necesidad de estar informado y con frecuencia el requisito de administrar la enfermedad, lo que exige que el propio paciente aplique los procedimientos para medir los niveles de azúcar que tiene en sangre y actuar en consecuencia, porque además de las complicaciones crónicas, el diabético corre el riesgo de sufrir problemas agudos como la hipoglicemia o el coma diabético.

La diabetes de tipo 2, donde la cantidad de insulina es la adecuada pero se utiliza incorrectamente por el metabolismo, se trata actualmente con una serie de enfoques que incluyen el aumento en el ejercicio, omitir el consumo de grasas saturadas, reducir el de azúcar y carbohidratos y perder peso, pues este tipo se relaciona muy frecuentemente con la obesidad. También se utiliza la cirugía de bypass gástrico para equilibrar los niveles de glucosa en sangre en el caso de pacientes obesos.

Pese a todo esto, la diabetes sigue siendo una enfermedad que se puede controlar, pero no curar, y que una vez diagnosticada será siempre parte de la vida del paciente. Y es por ello que, además de luchar por una mayor investigación en pos de una cura, los diabéticos deben luchar contra las vanas esperanzas que les ofrecen todo tipo de supuestos terapeutas. Porque quizá el máximo desafío para el diabético es aprender a vivir en paz con su enfermedad mientras sea necesario.


Ingeniería genética e insulina

Desde 1922 los diabéticos tuvieron a su disposición únicamente insulina procedente de vacas y, posteriormente, de cerdos, debidamente purificada, pero que en un pequeño número de pacientes ocasionaba reacciones alérgicas. En 1977 se produjo por primera vez insulina humana sintética, al insertar el gen de la insulina en la secuencia genética de la bacteria E.coli, que se convirtió en una fábrica de esta hormona. La insulina así obtenida no provoca la reacción alérgica pues el cuerpo humano no la considera ajena. Hoy, la insulina humana se produce por toneladas en grandes recipientes de bacterias.