Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

Planetas habitables

Kepler22b-artwork
Versión artística del planeta Kepler-22B,
ubicado en la zona "ricitos de oro" de
una estrella.
(imagen D.P. de NASA/Ames/JPL-Caltech,
vía Wikimedia Commons)
Pocos sueños más apasionados que el de encontrar otros planetas donde podamos vivir, extendiéndonos por el universo como en el pasado nos extendimos por toda la Tierra.

Desde que Giordano Bruno postuló la "pluralidad de los mundos habitables” (una de las ideas que le costaron ser quemado en la hoguera por la Inquisición en Roma en 1600), en occidente se empezó a popularizar una idea que ya rondaba por Oriente desde el siglo IX, en uno de los cuentos de “Las mil noches y una noche” y que también había sido planteada con seriedad por el filósofo judío aragonés Hasdai Crescas.

Tanto en la ficción como en la ciencia, a partir del Renacimiento y de la difusión de la visión copernicana del universo, se empezó a hablar de otros cuerpos del cosmos que pudieran albergar vida. En 1516, Ludovico Ariosto, en su “Orlando Furioso”, lleva a su personaje Asdolfo a visitar la Luna. En 1647, Savinien Cyrano de Bergerac escribe sus “Viajes a los imperios del sol y de la luna”, donde describe a los primeros extraterrestres, habitantes precisamente de esos dos cuerpos celestes.

A partir de entonces, y de modo desbordado durante el siglo XX, escritores con más o menos conocimientos de física, cosmología o biología postularon primero extraterrestres esencialmente humanos. A partir de mediados del siglo XIX, y estimulados por los conceptos darwinistas de evolución, variación aleatoria y selección de supervivencia, imaginaron las más diversas variedades extraterrestres: vida mineral, vida basada en silicio y no en carbono, vida tan diferente que no podríamos siquiera identificarla como tal, vida infinitamente más inteligente y vida en forma de campos de energía. E imaginaron su encuentro con seres humanos en la Tierra, sí, pero también con frecuencia en esos planetas que la lógica decía que tenían que existir.

Sin embargo, la existencia misma de esos planetas fuera de nuestro sistema solar, los “exoplanetas” o planetas extrasolares, no se confirmó sino hasta 1992, cuando dos radioastrónomos descubrieron planetas alrededor de un pulsar, lo que muy pronto fue confirmado por observadores independientes.

Curiosamente, el primer exoplaneta había sido descubierto en 1988, pero su confirmación mediante observaciones independientes no se consiguió sino hasta el siglo XXI.

A partir de ese momento, y hasta octubre de 2010, se ha anunciado la detección de casi 500 planetas extrasolares, pero la mayoría de ellos son gigantes de gas, similares a Júpiter, Saturno o Plutón, es decir, que no son habitables. Para que un planeta sea habitable para nosotros, debe ser rocoso, como la Tierra, Marte o Venus. Y debe tener una masa suficiente como para que su gravedad mantenga una atmósfera. Además debe estar en la llamada “zona habitable”, la distancia respecto de una estrella en la que un planeta puede tener agua líquida.

Esa zona es conocida como la “zona Ricitos de Oro”, por el cuento infantil en el que la niña que llega a la casa de los osos rechaza los extremos (lo muy grande y muy pequeño, lo muy frío y lo muy caliente) para ubicarse en una media confortable. Los planetas situados en esa zona son, por tanto “planetas Ricitos de Oro”.

A fines de septiembre de 2010, en el “Astrophysical Journal”, un grupo de astrónomos dirigidos por Steven S. Vogt anunció haber hallado el primer planeta “Ricitos de Oro” de la historia, orbitando alrededor de la estrella Gliese 581, llamada así por llevar ese número en el catálogo astronómico creado por el astrónomo alemán Wilhelm Gliese. Alrededor de esa estrella ya se habían descubierto otros planetas, pero ninguno de ellos en la zona habitable como, según las conclusiones de los astrónomos, sí estaba Gliese 581g, un planeta con algo más de tres veces la masa de la Tierra, situado muy cerca de su estrella y que la orbita dándole siempre la misma cara.

No obstante, no pasaron dos semanas antes de que otro grupo de astrónomos, éstos del Observatorio de Ginebra informara de que, según sus mediciones de otro conjunto de observaciones, no encontraban evidencias de la existencia de tal planeta. Se han emprendido nuevas mediciones y observaciones que, se espera, resolverán la disputa en uno o dos años.

La enorme mayoría de los exoplanetas no se descubren observándolos directamente. De hecho, hoy podemos ver (generalmente en la banda de la radiación infrarroja) a sólo diez de ellos, los más grandes. Los demás se descubren indirectamente, observando las variaciones de la estrella alrededor de la cual orbitan y calculando qué cuerpos podrían provocar esas variaciones. Son sistemas lentos, que exigen gran trabajo y extensos cálculos.

La esperanza de encontrar más exoplanetas habitables motivó el lanzamiento, en 2009, del telescopio espacial Kepler, un observatorio diseñado específicamente con el propósito de encontrar planetas similares a la Tierra orbitando alrededor de otros planetas. Con un medidor de luz extremadamente sensible, observa las variaciones de más de 145.000 estrellas para que los astrónomos puedan analizarlos en busca de planetas. Y ya se han descubierto muchos gracias a este telescopio.

Sin embargo, un planeta habitable por nosotros no es forzosamente igual a un planeta en el que pueda haber vida extraterrestre. Conocemos sólo un caso de surgimiento y evolución de la vida, el de nuestro planeta, y sabemos por tanto que en un planeta similar al nuestro puede surgir vida. Pero no podemos descartar la posibilidad de que en condiciones muy distintas no puedan surgir formas de vida totalmente distintas de las de este planeta.

Incluso, entre los autores de ciencia ficción y los cosmólogos se han lanzado especulaciones sobre la existencia de vida en planetas muy distintos al nuestro. Los propios hallazgos de formas de vida extrañas en nuestro planeta, como las bacterias capaces de metabolizar el azufre, abren enormemente el abanico de posibilidades de cómo podrían ser los seres extraterrestres.

Para muchos, la posibilidad de encontrar planetas habitables, aunque no estuvieran habitados, significa darle a la humanidad una meta qué alcanzar, un lugar a dónde ir, una misión nueva qué cumplir. Si estamos hechos del mismo material que todo el universo, es allí a donde debemos ir, dicen los más entusiastas.

La terraformación

Si no encontramos un planeta adaptado a nuestras necesidades, podemos quizá tomar un planeta ya existente y emprender una gigantesca obra de ingeniería para adaptarlo a condiciones similares a las de la Tierra... o “terraformarlo”, como lo llamó en 1942 el escritor de ciencia ficción Jack Williamson. Eso era ciencia ficción... hasta que en 1961 el astrónomo Carl Sagan propuso someter a Venus a ingeniería planetaria para que pudiéramos habitarlo. El tema sigue siendo estudiado y analizado por científicos en todo el mundo, y sigue siendo tema de la ciencia ficción.

Lo natural que no lo es tanto

Por todos lados nos bombardean las palabras “natural”, “ecológico” u “orgánico”, pero ¿tienen significado esas palabras en nuestra alimentación?

La zanahoria sólo es anaranjada desde el siglo XVI,
gracias a la selección artificial.
(foto D.P. USDA via Wikimedia Commons)
Imagínese un plato con unas cuantas tuberosas parecidas a zanahorias pequeñas pero de varios cuerpos y color morado casi negro, unos frutos globulares pequeños como uvas y de color naranja profundo, largos tallos de pasto con unas pocas semillas amarillentas y redondas y unas hojas de bordes rizados que parecen hiedra.

Parecería la pesadilla de un entusiasta opositor a la manipulación genética de los alimentos. Pero lo descrito son sólo zanahorias silvestres, tomate salvaje, maíz salvaje y una peculiar planta llamada Brassica olearacea, que da origen al brécol, las coles de bruselas, los repollos y la coliflor, entre otras variedades, todas descendientes de la misma humilde planta que aún se encuentra en lugares como los riscos de yeso de la costa inglesa.

La historia de nuestra alimentación, lo sabemos, es la historia de la domesticación de numerosas especies animales y vegetales. Pero en ocasiones no tenemos muy claro cuán distintos son los productos que encontramos en nuestros platos respecto de sus antecesores lejanos.

De hecho, los ancestros de algunos de nuestros alimentos actuales ya no existen. Hemos descrito una forma de maíz silvestre que existe en la actualidad, el teosinte, pero en la naturaleza ya no existen las mazorcas de granos de maíz como lentejas que se han encontrado en antiguos enterramientos mesoamericanos. El hombre, al llegar a América y encontrar esta planta, la modificó y la seleccionó artificialmente manipulando sus genes por ensayo y error, hasta obtener el maíz que conocemos hoy.

En casos como el de la Brassica olearacea, llamada también mostaza silvestre, pequeñas sutilezas en la selección artificial llevan a cambios verdaderamente notables en el organismo final. Sí, el brécol y las coles moradas son la misma planta, la misma especie, cuyas variaciones naturales fueron aprovechadas por los agricultores al paso de los siglos.

En ocasiones, no fueron sólo las necesidades de conveniencia del cultivo o el sabor las responsables de los cambios que sufrieron distintas especies. Al menos un caso de los que mencionamos en nuestra ensalada terrible del primer párrafo nace del deseo de complacer a los monarcas. Las zanahorias del plato bien podían haber sido negras, rojas o amarillas, además de varias tonalidades del morado.

Pero en el siglo XVII, los agricultores holandeses decidieron quedar bien con la reinante casa de Orange, palabra que significa “naranja” y “anaranjado” en varios idiomas, incluido el francés, el inglés y el holandés. Así, realizaron cruzas y selecciones hasta obtener una por entonces muy novedosa y nunca antes vista zanahoria anaranjada.

Podemos imaginar que antes del siglo XVII, la idea de una zanahoria anaranjada no sólo habría sido extraña, sino incluso rechazada por “antinatural”. Y quizá pasaría lo mismo con nuestros tomates de un furibundo rojo Ferrari, pues los primeros tomates ya domesticados que trajeron los conquistadores españoles a Europa eran más bien amarillentos, lo que explica el nombre en italiano que les dio el botánico Pietro Andrea Mattioli: “pomodoro”, manzana dorada.

En muchos casos no podemos siquiera saber cómo eran los ancestros de nuestro desayuno o cena, pero los cambios sufridos por ellos en miles y miles de años de domesticación los han convertido en formas de vida que poco tienen que ver con las que podríamos llamar “naturales”.

En cuanto a los animales, casi 7.000 años de domesticación separan a los cerdos actuales de los originarios, unos 8.000 separan a la gallina moderna de sus ancestros del sureste asiático... y hasta 10.000 años podrían mediar entre las vacas y los uros de largos cuernos domesticados, como tantas otras especies, en el creciente fértil del Medio Oriente.

¿Qué tantos cambios puede sufrir un ser vivo en un espacio de tiempo tan amplio? Quizá podemos tomar como ejemplo a nuestro compañero más cercano, el perro. Aunque lleva más de 10.000 años con nosotros, y según algunos investigadores bastante más, la gran mayoría de las “razas” o variedades de perro que conocemos hoy tienen apenas unos siglos de existencia, y las más antiguas apenas alcanzan los dos mil años, como los Rottweiler, usados por las legiones romanas para pastorear el ganado de pie con el que viajaban. Es decir, toda la asombrosa y a veces extrema variedad de los perros que conocemos fueron seleccionados artificialmente en unos pocos cientos de años.

Sería muy difícil tomar a un gran danés, un yorkshire terrier y un mastín canario y a partir de ellos extrapolar el aspecto de su ancestro salvaje, el lobo gris.

Nada de lo que un ser vivo toca se mantiene inmutable. El depredador y la presa se influyen mutuamente, se hacen cambiar, evolucionar. Las flores tienen formas y colores que atraen a las abejas, y las abejas tienen aparatos sensoriales capaces de detectar ciertas formas y colores de las flores, al grado de poder ver en la frecuencia ultravioleta, donde las flores mandan intensas señales visuales. Los animales vecinos, que compiten o cooperan o simplemente tratan de mantenerse apartados del camino del otro, también se influyen entre sí.

Eso, es bueno recordarlo, es totalmente natural. Y es lo que el ser humano ha hecho con las plantas y animales que ha utilizado para sobrevivir y tener una existencia más larga y de mejor calidad. Querámoslo o no, nos guste o no, no existen los productos “naturales” con los que algunos, muchas veces con la mejor voluntad del mundo, suelen soñar.

Pero si somos el animal que más ha afectado a su entorno y a las especies con las que interactuamos, también es cierto que somos la única especie viva que está consciente de su impacto sobre el entorno y que tiene tanto la voluntad como los medios tecnológicos para moderar ese impacto, impedir que sea demasiado dañino y reorientar diversas actividades en favor de la conservación de la biodiversidad, el equilibrio ecológico y el mantenimiento de espacios amables para la vida silvestre.

Lo cual, después de todo, sería lo más natural que podemos hacer.

La ingeniería genética por lo natural

Lo que el hombre ha hecho a ciegas, por ensayo y error, durante los últimos 10.000 años al domesticar diversas especies lo podemos hacer ahora con precisión, inteligencia y conocimiento de causa gracias a la ingeniería genética. La presión política, con pocos fundamentos científicos, contra el uso de la tecnología genética está interfiriendo con un análisis racional de las mejores soluciones. Como le dijo la bioquímica Pilar Carbonero a Luis Alfonso Gámez en 2006: “Todos los riesgos achacados a los transgénicos existen desde que la agricultura es agricultura, hace unos 10.000 años".

La toxicología y su padre menorquín

Mathieu Orfila
(Litografía D.P. de Alexandre Colette via
Wikimedia Commons)
El suicidio de Cleopatra en el año 30 antes de la era común es, en cierto modo, un resumen de la relación del ser humano con los venenos, un conocimiento peligroso de utilidad funesta. De hecho, el geógrafo e historiador griego Strabo nos ofrece dos versiones, una, la más conocida, según la cual la emperatriz de Egipto se hizo morder por una víbora venenosa; según la otra, se aplicó un ungüento venenoso, con lo que sólo cambia el modo de administración de la letal sustancia.

El veneno consumido accidentalmente o utilizado voluntariamente para el suicidio o el asesinato ha capturado tradicionalmente la imaginación popular. No sólo porque como arma homicida es difícil de identificar y más de relacionar con el asesino, sino porque, paradójicamente, los venenos pueden tener propiedades curativas, medicinales o deseables en dosis inferiores a las letales. Esto fue astutamente resumido por el peculiar Paracelso, mezcla renacentista de precientífico y charlatán, quien observó: “la dosis hace al veneno".

Un ejemplo de lo atinado de este comentario de Paracelso lo tenemos actualmente con la aplicación de una peligrosa toxina. La toxina botulínica es una potente proteína neurotóxica producida por la bacteria anaerobia Clostridium botulinum que puede causar la muerte con una dosis de 1 nanogramo (una milmillonésima de gramo) por kilogramo de peso de la víctima provocando debilidad muscular en la cabeza, brazos y piernas, hasta paralizar los músculos respiratorios y causar la muerte.

Dosis minúsculas cuidadosamente calculadas de toxina botulínica, o botox, se empezaron a usar en la década de 1980 para tratar casos de estrabismo, relajando el músculo paralizado que fija al globo ocular en su posición. Desde 1989 se usa además con fines estéticos, al impedir que se contraigan los músculos que provocan algunas arrugas, especialmente en la frente y el entrecejo.

En la historia del veneno, el gran unificador, el encargado de compendiar el conocimiento reunido a lo largo de la historia y de empezar el camino para comprender cómo es que actúan esas mortales sustancias fue Mateo Orfila, nacido en 1787 en Mahón, Menorca, y que luchó durante toda su juventud por estudiar medicina. Su familia quiso orientarlo hacia la marina, pero él insistió en estudiar medicina primero en Valencia y luego en Barcelona, donde fue becado para estudiar química en Madrid primero y después en París.

Llevado a la química por su capacidad y relaciones, se quedó en París trabajando como asistente del laboratorio del químico Antoine François Fourcroy, pero siguió estudiando medicina decididamente y finalmente se doctoró en 1811 con una tesis sobre la orina de los pacientes de ictericia. Se veía en esa tesis ya al médico químico que desde ese mismo año se dedicaría intensamente a estudiar los venenos y sus mecanismos.

Las investigaciones de Orfila eran difíciles y, parecería hoy, algo crueles, pues implicaron más de cinco mil experimentos de venenos con perros. El conocimiento derivado de estos experimentos se vio resumido en el libro Tratado de los venenos (o Toxicología general) de 1813, considerado el texto fundacional de la toxicología científica.

La gran novedad de este tratado científico nacía de la convicción de Orfila de que los venenos sólo podían identificarse en las evacuaciones de los pacientes, considerando que podían ser absorbidos por el organismo y por tanto no llegar a ser evacuados. Su principal misión fue identificarlos en los tejidos de sus sujetos experimentales por medio de exámenes anatomopatológicos en autopsias.

Esta labor le permitió a Orfila determinar que la difusión de los venenos por el organismo se daba mediante la sangre y no, como se había creído antes, por medio de las fibras nerviosas.

Igualmente, Mateo Orfila estableció el concepto de antitóxico, una sustancia que actúa directamente contra un tóxico, como el proverbial antídoto, y no contra la enfermedad. Una forma de antitóxico es cualquiera que provoque el vómito para expulsar el veneno del organismo antes de que se absorba más por vía sanguínea. Otra forma es la neutralización de la acción del veneno, como el ácido dimercaptosuccínico que se utiliza en casos de envenenamiento por metales pesados.

El éxito de su libro, traducido a varios idiomas, se vio seguido cuatro años después por otro volumen, Elementos de química médica, que también atrajo gran atención en toda Europa. Con un prestigio bien ganado en su edspecialidad, en 1819 obtuvo el puesto de profesor de medicina legal de la Facultad de Medicina de París, puesto que le exigió adoptar la nacionalidad francesa, que mantuvo hasta su muerte.

En los años siguientes pasaría a ser profesor de química médica reconocido por su gran capacidad didáctica, autor de numerosos libros más sobre química, tratamiento de envenenamientos, medicina legal y otros temas, y fundador de la Sociedad de Química Médica (1824) encargada de la publicación de la revista científica Anales de química médica, farmacéutica y toxicológica, además de crear el Museo de Anatomía Patológica (Museo Dupuytren) y el Museo de Anatomía Comparada (Museo Orfila) que aún existen hoy en día en París. En 1834 sería nombrado Caballero de la Legión de Honor Francesa.

Entre 1838 y 1841, Orfila se vería implicado igualmente en la creación de la toxicología forenese, primero determinando que en su estado normal el cuerpo humano no contiene arsénico, lo cual asegura que la presencia de arsénico es producto de un envenenamiento accidental o intencionado, y como experto en casos de envenenamiento.

En 1850 sería nombrado Presidente de la Academia de Medicina y, después de un enfrentamiento con Luis Napoleón, debido al acendrado conservadurismo del genio, moriría al fin en 1853 y sería inhumado en el famoso cementerio de Montparnasse.

En su testamento, el genio menorquín dejó instrucciones y fondos para la creación de diversas instituciones científicas y de beneficencia. Y en un gesto hacia los alumnos a los que dedicó sus esfuerzos durante gran parte de su vida, dispuso que se hiciera su autopsia en presencia de sus estudiantes, para que aprendieran de él ya en la muerte un poco más de lo que habían aprendido del Orfila vivo.

La envenenadora que no lo fue

El asesinato por envenenamiento está íntimamente ligado, en la percepción general, con Lucrecia Borgia, la femme fatale del Renacimiento, usada por su familia como peón en bodas de conveniencia. Sin embargo, podría ser que Lucrecia Borgia fuera una víctima simple del machismo, de una reacción encendida y airada a su libre sexualidad y a su percibida impudicia, pues, para sorpresa de muchos, no existe ni una sola prueba histórica de que esta hija ilegítima del Papa Alejandro VI hubiera cometido siquiera un asesinato, no digamos ya por medio del envenenamiento.

Las maravillosas máquinas de Herón de Alejandría

El legado de uno de los grandes inventores antiguos nos recuerda cuán fácil es olvidar el conocimiento que hemos reunido.

Réplica de la eolípila
creada por Katie Crisalli
(foto D.P. via Wikimedia
Commons)
Seguramente usted ha escuchado decir que “quizá los antiguos tenían conocimientos superiores a los que actualmente creemos”, lo cual con frecuencia sólo quiere decir que quien habla no está muy bien informado, pero cree que su ignorancia es compartida por toda la humanidad y que lo que él (o ella) no conoce, no lo conoce nadie más. Afortunadamente no es así.

Que los antiguos griegos habían desarrollado el odómetro o cuentakilómetros, y que fue probablemente usado para calcular las distancias recorridas en el desenfrenado viaje de conquistas de Alejandro Magno, que las romanas sabían teñirse de rubias o que el genio chino Zhang Heng inventó un sismógrafo primitivo, son datos que nos muestran, sobre todo, la profundidad de nuestra ignorancia sobre el pasado, que nos gusta imaginar mucho más oscuro y brutal de lo que ya era de por sí.

Quizá la diferencia entre los logros de las culturas precientíficas y los avances logrados por la humanidad desde que desarrolló el método científico alrededor del siglo XV-XVI es que, por una parte, nosotros contamos con explicaciones demostrables de los principios del funcionamiento de ciertas cosas, y, por otra, que el conocimiento y sus productos tecnológicos no son patrimonio de una élite, sino de toda la humanidad.

Esto último puede ser el secreto para que no se pierda.

En el pasado, los principios que hoy están al alcance de todos quienes asistan a la escuela, podían ser un bien guardado secreto, y es fácil imaginar cómo provocaban el asombro entre el pueblo llano, no sólo incapaz de entender, sino sin los medios (información, escuela, medios) para llegar a entender lo que parecía magia.

Tal fue el caso de Herón, inventor que en el siglo I de la era común asombró a su natal Alejandría con una caudalosa sucesión de máquinas, aparatos, ideas, propuestas que iban desde la matemática pura hasta la aplicación tecnológica de los conocimientos de entonces. Sus trabajos le ganaron el mote de Michanikos, el hombre mecánico.

Como tantos científicos de su época, Herón realizó su trabajo en el Musaeum, el museo anexo a la legendaria Biblioteca de Alejandría, donde era profesor. Este Musaeum, donde Hipatia enseñaría e investigaría tres siglos después, se había concebido como heredero del Liceo de Aristóteles, lugar religioso de culto a las musas y espacio de enseñanza y debate.

Quizá el aparato por el que es más conocido Herón es la eolípila, una primitiva máquina de vapor que, sin embargo, no hacía más que hacer girar una bola que recibía vapor de un caldero y lo expulsaba mediante dos tubos acodados en su ecuador.

Sin embargo, la falta de aplicación práctica de este invento contrasta con el resto de la enorme cantidad de invenciones prácticas, incluso económicamente rentables, que logró Herón, muchas de ellas para los templos, donde es muy posible que los fieles no conocieran los principios que hacían moverse a los aparatos de Herón, como la máquina dispensadora de agua bendita operada con monedas, o las puertas del templo que se abrían y cerraban al parecer milagrosamente.

Era la aportación de Herón a la promoción de sus creencias paganas en una Alejandría que era un punto de encuentro de todas las religiones, y donde todas buscaban fieles y limosnas para ser más poderosas e influyentes.

Herón dejó un legado de al menos una docena de libros, pero quizá varios más, que conocemos en griego, copias medievales y traducciones al árabe. En unos se ocupa de la geometría y las matemáticas aplicadas para calcular el área y el volumen de distintos cuerpos. En otros estudia la propagación de la luz y el uso de espejos para objetivos tan prácticos como medir longitudes desde la distancia, el dispositivo dióptrico antecesor del teodolito que siguen utilizando los agrimensores y topógrafos.

En sus libros nos da también con su descripción de diversos autómatas: objetivos que giran, ruidos producidos automáticamente, sus famosas puertas y una colección de unos 80 aparatos mecánicos que funcionan con aire, vapor o presión hidráulica, entre ellos la eolípila, una bomba de dos pistones utilizada para extinguir incendios y una famosa máquina expendedora.

Un libro más estaba dedicado a máquinas de guerra y tres más al arte de mover objetos pesados, recordándonos que la capacidad de mover grandes piedras que exhibieron los antiguos no era sino expresión de sus conocimientos, es decir, tecnología.

Para los modernos historiadores, las máquinas maravillosas de Herón lo son aún más por ser el creador de los dispositivos de control por realimentación, que es el principio de lo que hoy conocemos como cibernética y que no se refiere únicamente a la informática, sino a todas las máquinas o dispositivos autorregulados. Por ejemplo, Herón diseñó un cuenco de vino que se llenaba solo, o eso parecía. El ingenioso diseño contaba con un flotador que, al bajar a cierto nivel del líquido, como los de nuestras cisternas de baño, abría una válvula y suministraba vino hasta que el flotador la cerraba nuevamente.

Eran las primeras máquinas que, así fuera primitivamente, tomaban decisiones con base en su diseño sin necesidad de la supervisión de un ser humano: un órgano de agua que usaba una corriente para interpretar música, un dispensador de agua bendita en el que una moneda depositada por el fiel levantaba una palanca que surtía agua hasta que la moneda, por su propio peso, se deslizaba, caía y cerraba la válvula.

No fue sino hasta el siglo XVII cuando volvieron a crearse dispositivos de realimentación, los hornos e incubadoras controlados por termostatos.

La historia de cómo se olvidaron algunos de esos conocimientos puede enseñarnos mucho de frente a grupos fundamentalistas, anticientíficos y con motivaciones religiosas. Los conocimientos reunidos por varias culturas fueron olvidados con relativa facilidad ya dos veces (una en el occidente cristiano y otra en el oriente islámico). Es difícil subir una montaña, requiere habilidad, preparación y gran esfuerzo, pero caer de ella al abismo es rápido, sencillo y no requiere más que un tropezón

El teatro mágico

Uno de los grandes logros de Herón fue su “teatro mágico”, desarrollado a partir de las ideas de Filón de Bizancio, ilustre científico y mecánico que antecedió trescientos años a Herón. De modo totalmente automático, el dispositivo desplegaba su escenario y en él se desarrollaba una historia con diminutos muñecos humanos, delfines, dioses, barcos y hasta efectos de sonido y llamas producidos automáticamente. Muchas máquinas de Herón se han recreado gracias a sus descripciones, pero de ésta sólo tenemos el relato de lo que hacía y el asombro que causaba.

Realidad y ficción del espectro electromagnético

Espectro electromagnético
(imagen CC de Horst Frank via Wikimedia Commons)
La “radiación" no se refiere solamente a la radiación nuclear, sino a una gran variedad de ondas que son, en gran medida, responsables de nuestra tecnología.

La luz visible, los rayos ultravioleta, los rayos X, las ondas de radio, las microondas, los rayos gamma, las ondas usadas para transmitir televisión (VHF, “frecuencia muy alta” y UHF, “frecuencia ultra alta”, esta última usada hoy para la televisión digital, son todas ondas electromagnéticas, parte de un continuo que apenas conocimos en el último siglo y medio.

El físico escocés James Maxwell desarrolló a mediados del siglo XIX la teoría electromagnética básica, demostrando que un grupo de fenómenos independientemente observados en la electricidad, el magnetismo y la óptica eran en realidad manifestaciones de un mismo fenómeno, el campo electromagnético, formado por ondas que viajan a la velocidad de la luz. Estas ondas se def¡nen por su longitud de onda y su frecuencia, que son inversamente proporcionales.

El paardigma de las ondas que se provocan al lanzar una piedra en un estanque tranquilo se aplica perfectamente a las ondas electromagnéticas. Todas las ondas que conocemos, como las del sonido o acústico, las sísmicas, las que se dan en cuerdas y otras, tienen un comportamiento similar.

Las ondas electromagnéticas, ordenadas de la mayor a la menor longitud de onda (y, consecuentemente, de la menor a la mayor frecuencia), forman el espectro electromagnético. La frecuencia se mide en hertzios, que son ciclos por segundo. Así, por ejemplo, las ondas del extremo inferior del espectro, las de frecuencia extremadamente baja tienen una frecuencia de 3 hertzios, o sea que ocurren tres veces cada segundo, una longitud de onda de 100 megametros (millones de metros) y transmiten muy poca energía.

Al otro extremo del espectro o continuo están los rayos gamma, con una frecuencia de 300 exahertzios, lo que significa que ocurren 300.000.000.000.000.000.000 de veces por segundo, tienen una longitud de onda minúscula, de tan solo 0,000.000.000.001 de metro (menores que un átomo), y transmiten una enorme cantidad de energía.

Entre estos dos extremos el continuo va, de menor a mayor frecuencia, de las ondas utilizadas por la telefonía común, las de la radiofonía y la televisión y las microondas, que incluyen la radiación electromagnética empleada en el radar. A continuación viene la radiación infrarroja, de hasta y sigue la estrecha franja que conocemos como "luz visible" y que va del rojo (menor frecuencia) al violeta (mayor frecuencia).

La luz visible es la única parte de todo el espectro electromagnético que podemos percibir con nuestros sentidos, aunque otros animales como algunas serpientes y reptiles pueden percibir las frecuencias infrarrojas y algunos insectos como las abejas pueden “ver” también ondas de mayor frecuencia, las ultravioleta.

La radiación ultravioleta marca una frontera extremadamente importante en el espectro electromagnético, porque ya tiene suficiente energía como para alterar a la materia expuesta a ella. Es decir, puede arrancarle un electrón a un átomo, convirtiéndolo en un ión positivo (ionizándolo). A partir de allí hablamos de radiación ionizante.

En términos de la vida de la Tierra, esto significa que esta radiación puede causar cáncer y problemas genéticos impredecibles. Es por ello que al exponernos al sol debemos utilizar un protector solar: junto con la luz y el calor que emite el sol, emite también rayos ultravioleta. Una parte de ellos es absorbida por la capa de ozono que está en la parte superior de nuestra atmósfera, pero otra parte llega hasta nosotros, y una exposición demasiado prolongada o frecuente a ellos implica riesgos.

A continuación, con aún más energía, están los “rayos X”, que además de llegar naturalmente desde el espacio como parte de la llamada “radiación natural de fondo” a la que estamos expuestos estemos donde estemos sobre el planeta, son producidos en nuestras máquinas radiológicas para generar imágenes médicas, y llegamos así a los rayos gamma, que pueden causar daño incluso mortal con exposiciones relativamente cortas. Es por ello que los rayos gamma se utilizan entre otras aplicaciones para esterilizar equipo médico y eliminar bacterias de productos alimenticios.

Es importante señalar que los rayos gamma, como el resto de la radiación electromagnética, no “permanecen" en el equipo médico o los alimentos ni los vuelven “radiactivos” después de exponerse a ellos. Hacen su trabajo y se van como se va la luz cuando apagamos una bombilla.

De la luz visible hacia abajo, en el reino de las ondas de radio y las microondas, la radiación electromagnética es no ionizante, es decir, no tiene suficiente energía para afectar nuestro ADN. Sin embargo, ciertos grupos han afirmado, sin aportar pruebas sólidas, que existe una vinculación entre ciertas enfermedades y la radiacíón no ionizante proveniente de la radiodifusión, las líneas de alta tensión, las pantallas de televisión y ordenador, la telefonía móvil e incluso los hornos de microondas.

Los estudios llevados a cabo durante décadas, sin embargo, no han conseguido demostrar que exista tal correlación, sobre todo con las medidas de simple precaución que se utilizan para regular estos dispositivos y, muy especialmente, la telefonía móvil. Estos resultados reiterados en estudios de diversos grupos y países sugiere que, en el peor de los casos, si hay un riesgo es tan pequeño que resulta muy difícil detectarlo, a diferencia del riesgo de otros cancerígenos bien identificados.

De hecho, las más importantes agencias de lucha contra el cáncer de todo el mundo, entre ellas la Asociación Española contra el Cáncer coinciden en que "los niveles de emisión no son perjudiciales para la población” aún cuando recomiendan una precaución razonable y vigilante.

Los más recientes estudios, que incluyen seguimiento durante 12 años y la evaluación de más de 5.000 afectados por el cáncer y 7.000 controles sanos en numerosos países, confirman que no hay datos que sustenten la idea de que la radiación no ionizante implica riesgos para la salud, algo que por desgracia no tiene la difusión que muchos medios suelen dar a visiones sensacionalistas y alarmantes.

El negocio del miedo

Numerosos negocios sin base científica florecen promoviendo el miedo a la radiación electromagnética no ionizante, vendiéndonos protectores más o menos mágicos que supuestamente "absorben" las radiaciones u ofreciendo asesoría sobre la indemostrada “contaminación electromagnética”, con frecuencia echando mano al mismo tiempo de rituales mágicos como el feng shui o distintas formas de la adivinación para promover un miedo irracional que les rinda beneficios económicos. Una lamentable forma de explotación de la ignorancia.