Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

La civilización del fuego... en el siglo XXI

El ser humano ha obtenido su energía quemando combustibles durante 2 millones de años y ha sido totalmente dependiente de ellos. El desafío hoy es obtener energía de otro modo.

La revolución industrial y su quema de carbón vistos
por el pintor Gustave Courbet.
Siempre que se menciona el descubrimiento del fuego es útil recordar que en ese momento comenzó nuestra dependencia de los combustibles, fuentes de energía que hoy siguen siendo uno de los grandes temas sociales, políticos y económicos.

Hay algunas evidencias, en excavaciones arqueológicas en Kenya, de que el Homo erectus ya tenía dominio del fuego hace dos millones de años. Y las primeras pruebas incontrovertibles de uso del fuego se remontan a hace 250.000 años.

El fuego, además de alejar a los depredadores en la noche y dar calor en climas no amables para el ser humano, permitió además cocinar los alimentos, actividad que, según Richard Wrangham, autor de La captura del fuego: Cómo cocinar nos hizo humanos, nos permitió aprovecharlos mejor, en especial la carne, sin exigirnos evolucionar características de los depredadores, como aparatos digestivos más largos y dientes adaptados para desgarrar. Esto nos dio las calorías excedentes necesarias para que creciera y se desarrollara nuestro cerebro, que utiliza casi una cuarta parte de la energía que gastamos.

A partir de ese momento, en todas las culturas humanas una de las actividades fundamentales fue la obtención de combustible para el fuego.

Pero aunque la biomasa o materia orgánica (principalmente leña de madera o bambú) fue el combustible dominante hasta el siglo XVIII, no fue el único. La grasa animal, natural o derretida para convertirla en sebo ya se usaba hace alrededor de 70.000 años, de cuando proceden las primeras lámparas: objetos cóncavos naturales que se llenaban con musgo o paja empapados en sebo. Con estas lámparas se iluminaban en las cuevas los creadores de pinturas rupestres, como lo evidencian las 130 que se han encontrado en Lascaux. El sebo siguió usándose en antorchas, en lámparas y en un invento de los romanos: las velas dotadas con una mecha que servía para ir derritiendo el sebo al mismo tiempo que lo absorbía y lo iba quemando.

Al sebo animal se unió después el aceite vegetal. La primera referencia del aceite de oliva, el primero que se produjo, data del 2400 antes de la Era Común, en unas tablas de arcilla halladas en Siria que enumeran las enormes plantaciones de olivos y las reservas de aceite que tenía la ciudad-estado de Ebla: 4.000 grandes jarras de unos 60 kilogramos de aceite cada una para la familia real y 7.000 para el pueblo. Para llegar aquí, podemos suponer que la producción de aceite de oliva llevaba ya tiempo institucionalizada como actividad. Y los restos de hollín dentro de las tumbas, pirámides y otras edificaciones de Egipto nos dicen que su interior se iluminaba con lámparas de aceite que se colgaban de las paredes.

El carbón mineral tiene también una historia de más de 3.000 años, cuando hay referencias de que los chinos lo utilizaban. Para el siglo IV antes de la Era Común, el científico griego Teofrasto ya escribe sobre el uso del carbón como fuente de calor muy eficiente para el trabajo en metales. Además de su uso en la metalurgia, los romanos los utilizaron para calentar los baños públicos.

Aunque la recolección de miel ya aparece en pinturas rupestres que datan de hace 6.000 años, la cera se generalizó como combustible apenas en la Edad Media como sustituto del sebo en las velas. Pero era escasa y costosa, así que las grasas animales (incluida la de ballenas o focas), los aceites vegetales, el carbón y la biomasa fueron los principales combustibles con los que el ser humano se las arregló hasta el siglo XIX (salvo algunas excepciones, como los documentos que hablan de que en China se llegó a recolectar gas natural en odres para quemarlo).

A mediados del siglo XVIII empezó a desarrollarse en Inglaterra la serie de acontecimientos conocidos como la revolución industrial, alimentada principalmente por el carbón, que aportaba el abundante calor necesario para accionar las nuevas máquinas de vapor. El gas que acompañaba al carbón en sus yacimientos se empezó a utilizar para la iluminación hacia 1792, y muy pronto la mayoría de las ciudades importantes de Estados Unidos y Europa tenían iluminación de gas en sus calles.

El combustible que acciona esencialmente al siglo XXI, el petróleo, era conocido desde la prehistoria, cuando el betún o asfalto ya se utilizaba como adhesivo para fijar puntas de flecha en sus ástiles, y ha sido empleado como adhesivo, material impermeabilizante de barcos y tejados, para conservar momias e incluso como presunto medicamento. Pero ni el asfalto ni el petróleo crudo que ocasionalmente se encontraba a flor de tierra fueron utilizados como combustibles hasta el siglo XIX, cuando empezó a perforarse para buscarlo y aprovechar la popularidad de la lámpara de queroseno lanzada en 1853.

La aparición de la electricidad y los motores a explosión en autos, trenes, barcos, fábricas y aviones disparó la utilización de los combustibles de origen fósil, es decir, producto de la transformación de materia orgánica del pasado de la vida en el planeta. Su predominio es notable pese a que al quemarse emiten sustancias nocivas y además generan grandes cantidades de bióxido de carbono que, según el consenso de los expertos del clima, contribuye claramente al cambio climático.

De ahí que se haya vuelto la vista a otras fuentes de energía no combustibles, todos ellos ya conocidos desde la antigüedad. El agua, empleada en Mesopotamia y Egipto desde el año 4000 a.E.C. para irrigación, y después utilizada para accionar molinos y otras máquinas; el viento, usado desde el año 200 a.E.C. en Mesopotamia para accionar molinos y que se generalizó en Europa en el siglo VIII, y la energía solar, empezaron a utilizarse para generar electricidad todos a fines del siglo XIX: turbinas aerogeneradores y placas solares no son, pues, inventos tan recientes. El siglo XIX vio también los primeros usos de la biomasa para producir otros combustibles. La única fuente de energía nueva del siglo XX fue, en realidad, la nuclear, las reacciones de fisión controlada que producen calor para hacer vapor que mueva turbinas.

Lo que es novedoso, en todo caso, es el aumento en la eficiencia de las fuentes de energía alternativas, y que las convierte en la esperanza para independizar a la humanidad de los combustibles y que, al cabo de dos millones de años, o más, deje de ser la especie que quema cosas para vivir.

Los números del desafío de la energía

En 2009, el 40% de la energía mundial provenía del carbón, 21% del gas, 17% era hidráulica, 14% nuclear, 5% de petróleo y sólo 3% de las llamadas renovables. Y el consumo de energía en el mundo ha crecido casi 50% sólo desde 1990.

Ada Lovelace, de la poesía a las matemáticas

Con una de las más interesantes y ardientes inteligencias del siglo XIX, Ada Lovelace fue no sólo la primera programadora informática, sino una visionaria de las posibilidades de las máquinas que hoy llamamos ordenadores.

Augusta Ada Byron, condesa de Lovelace, a los 17 años
(Imagen D.P. de la Lovelace-Byron Collection, vía Wikimedia Commons)
Era la primera mitad del siglo XIX y los seres humanos se comunicaban escribiendo con plumas de ganso, el telégrafo era un sistema experimental y la electricidad era un misterio asombroso.

Por entonces, una inquieta joven llamada Augusta Ada, nacida en 1815, se negaba a disfrutar la poco estimulante vida social normal y esperada para las chicas inglesas de la época. A cambio, organizaba con sus amigas, las llamadas “bluestockings” o “medias azules”, reuniones de lectura y discusión de temas científicos, así como visitas a científicos y museos.

Éste era el resultado del empeño de su madre por llevarla al camino de las matemáticas, la música y la ciencia, y de reprimir sus posibles inquietudes literarias. La buena señora, Anna Isabella Milbanke, esperaba que una rigurosa educación en estos terrenos contrarrestara en su hija la posible malhadada herencia de su padre, George Gordon, mejor conocido como Lord Byron, notorio poeta y aventurero. Anna Isabella había estado casada apenas poco más de un año con el irascible poeta, que por entonces bebía en exceso, tenía ataques de ira y era notoriamente infiel, así que se separó legalmente a poco de nacer Ada.

Después de haber pasado tutorías de matemáticas y de haber incluso creado el diseño de una máquina voladora cuando sólo tenía 13 años, la joven asistió, el 15 de junio de 1833, a la demostración de un invento del matemático, catedrático, ingeniero e inventor inglés Charles Babbage, por entonces de 42 años de edad.

Lo que mostraba Babbage era una parte de la calculadora mecánica que había diseñado (aunque nunca construyó en su totalidad), la “máquina diferencial”, heredera de las calculadoras mecánicas de Pascal y Leibniz, que podía hacer operaciones matemáticas tales como elevar al cubo o a la cuarta potencia, y trabajar con polinomios. Todo mundo estaba fascinado, pero, según contó después el matemático Augustus De Morgan, “La señorita Byron, pese a su juventud, entendía su funcionamiento y vio la gran belleza del invento”.

Babbage le habló a la joven de 18 años de un proyecto aún más ambicioso, la “máquina analítica”, un portento imaginario capaz de hacer todo tipo de cálculos utilizando un programa externo codificado en tarjetas perforadas del mismo modo en que los telares de Jacquard usaban tarjetas para cambiar los diseños de las telas que tejían.

Ada Byron quedó prendada de la idea, a la que dedicó cuanto pudo en los años siguientes. La máquina que imaginó Babbage y ayudó a desarrollar la joven matemática podía almacenar datos, y programas, y hacer operaciones repetitivas... todo lo que hoy nos parece lo más normal en nuestros equipos informáticos, accionada por un programa.

Ese mismo año, Babbage dejó de interesarse en fabricar la máquina diferencial y empezó a concentrar todos sus esfuerzos en la analítica, con el apoyo de su “encantadora de los números” a la que ayudó a entrar a estudiar matemáticas avanzadas en la Universidad de Londres, precisamente con De Morgan.

En 1835, Ada se casó con William King, poco después Conde de Lovelace, con lo cual ella se hizo también con el título con el que pasaría a la historia además de tener tres hijos. King apoyaba la labor académica de su esposa y ambos mantuvieron estrecha relación con algunas de las personalidades más estimulantes de la Inglaterra del siglo XIX, como el pionero de la electricidad Michael Faraday y al influyente escritor Charles Dickens.

La culminación del trabajo de Ada con Charles Babbage ocurrió en 1842. Babbage había hecho una gira para presentar la idea de su máquina analítica y a su paso por Italia, Federico Luigi Menabrea, un matemático, ingeniero militar y estadista que eventualmente llegaría a ser primer ministro italiano, escribió un boceto sobre la máquina del inventor británico. Se le pidió a Ada que hiciera la traducción del trabajo de Menabrea, pero añadiéndole sus propias notas sobre la máquina que ella tan bien conocía.

Al final, las notas de Ada, que sólo aparecía como traductora con las siglas AAL, acabaron ocupando un espacio tres veces mayor que el escrito original de Menabrea. Son esas notas las que se convertirían en su gran legado intelectual, pues en ellas la matemática especula, imagina, aclara y desarrolla las ideas de la máquina analítica y va matemáticamente mucho más allá que el artículo original.

Asi, por ejemplo, explica detalladamente la diferencia entre la máquina analítica y las calculadoras conocidas hasta entonces y tiene la intuición extraordinaria de que ese tipo de máquinas, que hoy llamamos computadoras, ordenadores o computadores, no tienen que trabajar sólo con números, sino que pueden hacerlo con cualquier cosa que pueda ser representada matemáticamente, como colores, sonidos, texturas, movimientos, luces, etc. Que es precisamente lo que hacen las máquinas de hoy en día. Explica cómo se podría escribir una secuencia de instrucciones utilizando tarjetas, aprovechando el almacén de datos y las tarjetas de control que permitirían a la máquina hacer diversas operaciones, es decir, cómo se escribe lo que hoy llamamos un programa informático.

Porque para Ada Lovelace, que por este trabajo es considerada la primera persona que hizo programas informáticos, lo esencial es la idea de que el programa era tan importante como la máquina, es decir, que la máquina era una forma de hacer efectivas las ideas incorporadas en el programa, pero que sin éste, era totalmente inerte. Y al mismo tiempo, observó que la máquina no podría hacer nada original, sólo aquello para lo cual sabemos programarla. Y lo demostró en la última nota al artículo de Menabrea, donde escribió un programa con el cual la máquina de Babbage podría calcular tablas de números de Bernoulli, una secuencia de números racionales.

De salud frágil y con problemas económicos que la llevaron a intentar conseguir el mítico “sistema” para ganar dinero apostando, Augusta Ada Byron, condesa de Lovelace, murió el 27 de noviembre de 1852, días antes de cumplir los 37 años.

En su memoria, el Departamento de Defensa de los Estados Unidos creó el lenguaje de programación “Ada”.

Sobrevaluar y despreciar

Ada Lovelace dijo en sus notas hablando de la máquina de Babbage: “Al considerar cualquier nuevo tema, hay habitualmente una tendencia, primero, a sobrevaluar lo que hallamos interesante o destacable y, en segundo lugar, por una especie de reacción natural, a infravalorar el verdadero estado del caso, cuando descubrimos efectivamente que nuestras nociones han sobrepasado a aquéllas que eran realmente sostenibles”.

Virus en tu ADN

Los virus que han infectado a nuestra especie durante millones de años han dejado una huella sorprendente en nuestro ADN, un legado ajeno cuya importancia apenas estamos desvelando.

ADN purificado que fluoresce de color naranja bajo una
luz ultravioleta
(Foto D.P. de Mike Mitchell via Wikimedia Commons)
Una buena parte de nuestro ADN no es de origen humano. Ni siquiera vertebrado o mamífero. Ha llegado subrepticiamente como un accidente evolutivo.

El ADN, esa molécula que forma nuestros cromosomas y es responsable de la transmisión de la información genética reunida a lo largo de toda nuestra historia evolutiva y del control de toda la producción de proteínas denuestro cuerpo, ha sufrido a lo largo de su historia numerosos cambios, algunos de ellos causados por la infección de virus que se han integrado en él. Entre el 8 y 10 por ciento de nuestro ADN está formado por numerosas copias de restos de estas infecciones virales, los retrovirus endógenos humanos (HERV por sus siglas en inglés). Y si tenemos en cuenta los productos y derivados de estos fragmentos de ADN, hasta la mitad de todas nuestras cadenas genéticas podrían proceder de virus.

Fue entre principios de la década de 1970 y 1980, cuando los científicos descubrieron que en las cadenas de ADN de algunos animales tenían segmentos que se parecían a algunos retrovirus ya conocidos.

Los virus son estructuras biológicas muy simples formadas por material genético (ADN o ARN) y una capa de proteína que infectan las células y secuestran sus sistemas para crear copias de sí mismos, provocando enfermedades como la rabia, la gripe, el papiloma, el sarampión, la poliomielitis, la hepatitis A y el herpes.

Una clase especial de virus de ARN son los llamados retrovirus, que en vez de crear copias de sí mismos directamente, utilizan un sistema llamado “transcripción inversa” para sintetizar un segmento de ADN e insertarlo en el material genético de la célula infectada. Una vez allí, el ADN produce las proteínas del retrovirus.

Una característica de los retrovirus es que ese proceso de transcripción inversa es tremendamente susceptible a errores. Esto significa que las copias del virus son con gran frecuencia distintas, incluso muy distintas, del original, logrando así una evolución mucho más rápida en su capacidad destructiva que otros agentes infecciosos. Ésta es una de las causas por las que resulta tan difícil combatir las enfermedades provocadas por retrovirus como sería el caso del VIH-SIDA, a diferencia de afecciones virales como la rabia o la gripe, que podemos enseñar a nuestros cuerpos a combatir por medio de vacunas desde hace muchos años.

Sin embargo, en algunos casos, el retrovirus invasor no destruye la célula y acaba integrándose como parte de ella. De hecho, desde su descubrimiento, se ha podido demostrar que los retrovirus endógenos están presentes en las líneas de células reproductoras de todas las especies de vertebrados y se replican como parte integral de la reproducción del organismo, convirtiéndose en parte de la herencia genética para todas las generaciones futuras. En el caso de los seres humanos, hemos acumulado en nuestro material genético retrovirus endógenos debido a invasiones ocurridas a lo largo al menos de los últimos 60 millones de años.

Los científicos pueden reconocer estos fragmentos ajenos gracias a que todos los retrovirus infecciosos contienen al menos tres genes llamados gag, pol y env, encerrados entre secuencias conocidas como repeticiones terminales largas o LTR por sus siglas en inglés, de modo tal que la presencia de estos genes y secuencias en cualquier zona del ADN de nuestros cromosomas nos indica de modo claro que se trata de un fragmento de un retrovirus que infectó a nuestra especie en el pasado.

Para nuestra fortuna, los retrovirus endógenos humanos están fundamentalmente desactivados en cuanto a su capacidad para producir proteínas.

Pero quizás no del todo.

Procesos de control y enfermedad

Diversos estudios indican la posibilidad de que los HERV no sean fragmentos totalmente inactivos, sino que pueden jugar un papel en distintos procesos. Así, por ejemplo, 2 de los 16 genes identificados del retrovirus llamado HERV-W parecen jugar un papel esencial en el proceso de placentación, especialmente en la supresión de la reacción inmune de la madre a los tejidos del feto y la placenta. Es decir, la evolución ha utilizado estos genes “extranjeros” para realizar funciones útiles para nuestro organismo. Después de todo, los procesos evolutivos siempre utilizan los elementos ya existentes, no pueden crearlos desde la nada.

Pero también se han descrito algunos mecanismos mediante los cuales estos segmentos podrían estar relacionados con enfermedades crónicas, incluidas ciertas formas de cáncer, enfermedades del sistema nervioso y afecciones autoinmunes y de los tejidos conjuntivos, e incluso con la esquizofrenia.

Hay varias formas en que los HERV pueden provocar enfermedades. Primero, simplemente produciendo las proteínas de las que tienen el código de ADN y que nuestro sistema inmune reconocería como ajenas o invasoras y contra las que actuaría, generando reacciones complejas con otras proteínas de nuestro cuerpo. Ése podría ser el origen de algunas afecciones autoinmunes (en las cuales reaccionamos contra elementos de nuestro propio cuerpo) como el lupus eritematoso o la artritis reumatoide. Pero también pueden influir en que se activen o desactiven genes adyacentes. Finalmente, hay estudios que indican que pueden activarse (o expresarse, en términos técnicos) debido a algunos elementos del medio ambiente, como ciertas sustancias químicas o incluso la luz ultravioleta.

Esto, sin embargo, no significa que esté demostrado que los HERV produzcan o influyan en algunas enfermedades. El descubrimiento de estas singulares secuencias dentro de nuestro material genético es tan reciente que aún queda mucho por saber sobre su actividad real, y muchos estudios son sólo indicios que sirven como base para especulaciones que a su vez se utilizarán para diseñar nuevas investigaciones que nos permitan comprender cómo estos fragmentos ajenos actúan o dejan de actuar en nuestra fisiología y hasta dónde tienen relevancia en ciertas enfermedades o ciertos subtipos de algunas enfermedades.

Además de estos mecanismos, los HERV han sido exitosamente utilizados por algunos investigadores como una forma de hacer el seguimiento de la evolución de algunas especies e incluso como un indicador o reloj molecular, que nos puede decir cuándo se integraron a nuestro material genético.

Los muchos HERV que nos conforman

El proyecto del genoma humano ha permitido ir identificando a los distintos retrovirus endógenos que tenemos. Los investigadores han identificado al menos a 22 familias de retrovirus que llegaron independientemente a nuestro acervo genético, y se clasifican según su similaridad con uno u otro retrovirus

Izar, levantar, elevar

La capacidad de mover eficazmente objetos de un peso enorme ha sido fundamental en la civilización humana.

Representación de una grúa del siglo XIII en el proceso
de construcción de una fortaleza.
(Via Wikimedia Commons)
La marca mundial de peso levantado por un ser humano podrían ser los 2.840 kilogramos que se dijo que había conseguido el estadounidense Paul Anderson, levantándolos sobre sus hombros (no desde el suelo). Pero hubo dudas y el libro Guinness de récords mundiales decidió borrarlo de sus páginas hace algunos años.

Compárese con los más de 2 millones de kilogramos que puede levantar “Taisun”, que es como se llama a la mayor grúa puente del mundo, utilizada en los astilleros de Yantai, en China para la fabricación de plataformas petroleras semisumergibles y barcos FPSO.

Para la evolución de la civilización humana un requisito fundamental ha sido la capacidad de levantar grandes pesos, mucho mayores que los que puede levantar un grupo grande de seres humanos. A fin de conseguirlo, desde la antigüedad se desarrollaron las llamadas “máquinas simples” o básicas: la palanca, la polea, la rueda con eje, el plano inclinado, la cuña y el tornillo. Lo que consiguen estas máquinas es darnos una ventaja mecánica, multiplicando la fuerza que les aplicamos para hacer un trabajo más fácilmente. No es que “cree” energía, sino que la utiliza de manera más eficiente. Si la fuerza viaja una distancia más larga (por ejemplo, de la palanca de un gato que accionamos), será mayor a una distancia más corta, el pequeño ascenso que tiene el auto a cambio de nuestro amplio movimiento.

El plano inclinado nos permite, por ejemplo, subir un peso más fácilmente que izándolo de modo vertical. Mientras mayor es la inclinación, mayor esfuerzo nos representará negociarlo, algo que ejemplifican muy bien algunas etapas de montaña de las vueltas ciclistas. Es la máquina simple que, según los indicios que tenemos, usaron los egipcios junto con la planca para mover los bloques de piedra utilizados en la construcción no sólo de sus pirámides, sino de sus obeliscos y templos impresionantes como el de Abu Simbel.

La grúa hizo su aparición alrededor del siglo VI antes de la Era Común, en Grecia, basada en las poleas que desde unos 300 años antes se empleaban para sacar agua de los pozos. Las poleas compuestas ofrecen una gran ventaja mecánica y, junto con la palanca, permitieron el desarrollo de las grúas y con él la construcción de edificios de modo más eficiente y rápido.

Si la cuerda utilizada para izar se une a un cabrestante o cilindro al que se de vuelta mediante palancas, se va creando un mecanismo más complejo y capaz de elevar mayores pesos más alto y con menos esfuerzo.

Una consecuencia directa de esta idea fue la creación de cabrestantes accionados por animales o por la fuerza humana. Quizá resulte curioso pensar que ya los antiguos romanos utilizaban grandes ruedas caminadoras, como ruedas para hámsters, con objeto de accionar las grúas con las que construyeron las grandes maravillas de la ingeniería del imperio. Y esas mismas grúas accionadas por seres humanos caminando en su interior fueron las que permitieron construir todas las maravillas de la arquitectura gótica y renacentista, además de cargar y descargar barcos conforme el comercio internacional se iba desarrollando, entre otras muchas aplicaciones. Mezclas de máquinas simples formando mecanismos más complejos pero que, en el fondo, se basan en los mismos principios conocidos desde el inicio de la civilización.

El gran cambio en estas máquinas se dio al aparecer la máquina de vapor. Según los expertos, en teoría no hay límite a la cantidad de peso que puede moverse con una grúa accionada por una rueda movida por la fuerza humana, pero accionarla con una energía como la del vapor o la electricidad permite hacerlo más rápido y usando maquinaria más pequeña.

Con estos elementos se han creado varios tipos de grúas, desde las móviles en diversos tipos de vehículos, las carretillas elevadores, las grúas puente en forma de pórtico que se usan en la construcción naval y naves industriales, las grúas Derrick y las más conocidas en el panorama urbano, las grúas torre utilizadas para la construcción de edificios.

Elevar personas

Construir edificios más altos implica, por supuesto, llevar a seres humanos a los pisos superiores. Se dice que Arquímedes ya construyó el primer ascensor o elevador en el 236 a.E.C. pero estos aparatos empiezan realmente a ser parte de la vida cotidiana de los mineros en el siglo XIX, cuando se usan para llevarlos y traerlos de las plantas, cada vez más profundas, de las minas, especialmente de carbón.

Es en 1852 cuando Elisha Otis desarrolla el diseño de ascensor que, esencialmente, seguimos utilizando hoy en día, con características de seguridad que permitieran la máxima tranquilidad al usuario, y que permite la aparición de lo que se llamaría el “rascacielos”.

Y los rascacielos fueron cada vez más arriba. El ascensor común de un edificio de 10 pisos se mueve a una velocidad de más o menos 100 metros por minuto, una velocidad poco práctica para subir a edificios como la torre Taipei 101, con sus 509 metros de altura, pues tardaríamos 5 minutos en llegar del piso más bajo al más alto, cuando los fabricantes tienen como norma que el recorrido sin paradas entre el piso más bajo y el más alto de un edificio debe ser de unos 30 segundos. En un edificio de más de medio kilómetro de altura esto exige ascensores capaces de una velocidad media de 1 kilómetro por minuto o 60 kilómetros por hora.

Pero no es una velocidad continua. Debe acelerarse y desacelerarse de modo tolerable para los pasajeros. Si uno va del piso 1 de la torre al 101, acelerará de 0 a 60 kilómetros por hora en 14 segundos, viajará a la velocidad máxima durante tan sólo 9 segundos y después desacelerará de regreso hasta detenerse en otros 14 segundos. Y todo ello con una tecnología que reduce al mínimo las vibraciones y el malestar de los viajeros.

Finalmente, la tecnología ha tenido que tener en cuenta el diferencial de presión atmosférica entre el piso inferior y el superior, y usar un original sistema de control de presión como el de los aviones para equilibrarla y darle las menos incomodidades posibles a los pasajeros.

Un largo camino que empezó con un plano inclinado, una polea y la decisión de ir más alto.

En la ciencia ficción

En 1979, el legendario autor de ciencia ficción Arthur C. Clarke publicó Las fuentes del paraíso, una novela en la cual un ingeniero propone crear un ascensor capaz de llevar carga y gente al espacio, situado entre la cima de una montaña y un satélite en órbita (Clarke fue el proponente original del satélite geoestacionario). La trama de la novela gira alrededor del rechazo al ascensor por parte de un monasterio budista que ocupa la montaña. Un clásico que merece relectura.