Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

Siglo XXI: la era del hierro

Fragmentos del meteorito de hierro Nantan, China, caído probablemente en el siglo XVI.
Smartphones, ordenadores y la propia estación espacial internacional tienen, como parte fundamental de su construcción, el acero, material que, desde el descubrimiento del hierro, su elemento básico, ha dominado la cultura y tecnología humanas.

El hierro es un elemento que pocos de nosotros hemos visto en su forma pura: un metal blanco plateado, relativamente suave y fácil de mellar. No lo solemos ver pues por sus características químicas reacciona fácilmente con una serie de elementos, especialmente con el oxígeno, formando un óxido de color rojizo que es lo que generalmente podemos ver. Por ello, su uso dependió de la capacidad de crear con él un material más duro y flexible, combinándolo con pequeñas cantidades de carbono: el acero.

Una de las características del hierro que lo convirtió en base de la civilización y la cultura es que se trata del quinto elemento más abundante del universo y el cuarto de nuestro planeta, formando aproximadamente el 5% de la corteza terrestre como parte de diversos minerales en los que está mezclado con otros elementos. Los siete principales son pirita, magnetita, hematita, goethita, limonita, siderita y taconita.

El primer uso del hierro en las civilizaciones humanas lo encontramos en la forma de joyería y adornos, unos 4000 años antes de la era común. Ese hierro no procedía, sin embargo, de los minerales mencionados, sino de los restos de meteoritos con alto contenido de hierro que los egipcios llamaron “cobre negro”. Pese a ello, la “era del hierro”, que seguiría a las del cobre y el bronce, no comenzaría sino a partir del año 1200 a.E.C., conforme la tecnología metalúrgica fue avanzando lo suficiente en distintas culturas como para poder fundir los minerales de hierro y mezclarlos con carbón, que podía “robar” el oxígeno que formaba el óxido, dejando un material más útil, el hierro colado. Ese hierro o acero primitivo fue fundamental en la fabricación, primero, de armas, y luego de una serie de productos que mejoraron toda la tecnología, desde los recubrimientos de hierro alrededor de las ruedas de madera de los carruajes hasta instrumentos quirúrgicos e implementos de cocina, desde agujas para coser hasta arados.

Estos ejemplos dan testimonio de la enorme diversidad de usos del hierro, al que se le pueden dar las más variadas formas al ser moldeado, colado, inyectado o golpeado, y que ofrece flexibilidad, dureza, resistencia y capacidades como la de mantener un filo durante mucho tiempo o la de magnetizarse para distintos fines, el más importante de los cuales durante siglos fue el de ser la aguja de las brújulas que liberaron a las embarcaciones humanas para aventurarse en aguas antes impracticables.

El proceso del hierro hoy es mucho más eficiente gracias a los altos hornos, que pueden alcanzar temperaturas que no imaginaban los herreros antiguos, que apenas tenían algunos conocimientos empíricos del material y que, al no conocer las características químicas de cada mineral y cada elemento que lo componía, estaban muchas veces totalmente a merced de la calidad de la materia prima para obtener un resultado aceptable.

Hacia el siglo XIV, sin embargo, hornos más altos (como su nombre lo indica, hasta de 60 metros actualmente) empezaron alcanzar temperaturas lo bastante altas como para fundir el mineral de hierro junto con carbón, especialmente un tipo llamado “coque” que es carbón mineral con muy pocas impurezas, y carbonato de calcio. Los hornos utiliza chorros de aire caliente que se lanzan desde la parte inferior del alto horno para que el óxido pierda su oxígeno mientras el carbonato de calcio atrae otras impurezas y las acumula en la parte superior de la mezcla, formando la llamada “escoria”. Este primer hierro, el arrabio, con un contenido de hasta 4% de carbono, es la base de toda la industria del hierro y el acero.

El acero se obtiene mediante un proceso adicional que elimina la mayor parte del carbono (dejando un contenido de sólo entre 1,5 y 0,5%) e impurezas que debilitan la estructura del metal, como el fósforo y el azufre, y añade a la aleación otros elementos que le dan distintas características. A partir de allí, la industria metalúrgica actual es capaz de producir varios miles de tipos de acero distintos para usos variados, desde estructuras para edificios y varilla para hormigón armado hasta escalpelos o muelles para maquinaria de precisión. Fuerza, resistencia, flexibilidad en distintas dimensiones (como poder estirarse, torsionarse, doblarse o comprimirse sin perder sus características) se controlan cuidadosamente para que cada uso previsto tenga el acero correcto.

También se han empleado técnicas para impedir, retrasar o ralentizar la oxidación: pintura, galvanizado (la aplicación de una corriente eléctrica), el chapado (aplicación de un metal protector como el cromo mediante electrodepósito) o el recubrimiento con otro material “de sacrificio” que se oxide antes que el acero mismo. A principios del siglo XX, por fin, como resultado de una serie de investigaciones de metalúrgicos y químicos británicos, alemanes, estadounidenses y franceses desde fines del siglo anterior, se desarrolló una aleación de acero con cromo y níquel que tenía la muy deseable propiedad de no oxidarse: el acero inoxidable.

Pese a la creciente utilización de otros metales como el tungsteno, el manganeso y, muy especialmente, el aluminio, no parece que la humanidad esté cerca de abandonar el uso privilegiado del acero por sus características y bajo coste.

Además de esa utilidad por la cual el hierro nos ha acompañado durante toda la historia registrada, en 1840 descubrimos además que es parte fundamental de los procesos de nuestra vida. Aunque en nuestro cuerpo sólo tenemos unos 3-4 gramos de hierro, es un micronutriente insustituible, ya que, además de participar en algunas proteínas, enzimas y sistemas, compone hemoglobina, que permite a los glóbulos rojos de nuestra sangre llevar oxígeno de los pulmones a todas las células del cuerpo.

El hierro, así, no sólo ha representado una vida mejor sino que es, en sí mismo, parte de la vida.

El frágil acero del Titanic

El hallazgo de los restos del Titanic en 1985 permitió el rescate y análisis metalúrgico en 1996 de las placas de su casco, rasgado por la colisión con un iceberg, hundiéndose el 15 de abril de 1912. Los estudios indican que el daño tan grande sufrido por el transatlántico se debieron a que sus placas estaban hechas de un acero con alto contenido de azufre que se volvía extremadamente frágil a muy bajas temperaturas, como las del océano por el que navegaba la embarcación cuando ocurrió la tragedia. Los remaches, igualmente, cedieron con facilidad. Con una mejor tecnología del acero, el Titanic podría realmente haber sido insumergible.

La real expedición de la vacuna

Francisco Javier de Balmis y Berenguer
En Pozuelo de Alarcón tiene una calle. En su natal Alicante llevan su nombre una pequeña plaza con una fuente al medio y un instituto de secundaria, y en la Universidad Miguel Hernández hay un busto con su imagen. La calle más ancha y larga que se le ha dedicado se encuentra en la Ciudad de México, en el barrio dedicado a doctores relevantes, precisamente, en su mayoría mexicanos. Son pocos homenajes para uno de los más grandes héroes de la vacunación: Francisco Javier de Balmis y Berenguer.

Javier (o Xavier) nació el 2 de diciembre de 1753 en Alicante, segundo de los nueve hijos de Antonio Balmis, “cirujano y sangrador” de origen francés, y la alicantina Luisa Berenguer. Muy joven entró al Hospital Real Militar de Alicante y, como médico militar, participó en acciones como la fallida lucha contra los piratas en Argelia en 1775 o el sitio a Gibraltar en 1780. Un año después marchó con el ejército a la Nueva España, donde además de trabajar como médico en el hospital de San Andrés de México, se interesó por las herbolaria tradicional que sobrevivía de los tiempos precoloniales e hizo varios viajes por el país, hablando con curanderos y recogiendo plantas prometedoras por las capacidades terapéuticas que se les atribuían. En 1790 dejó el ejército y volvió a España a la práctica independiente. Pronto fue nombrado médico personal de Carlos IV.

Ya en España, en 1803, Balmis traduce al español un tratado del francés J.L. Moreau que relata las experiencias que Edward Jenner había publicado en 1798 sobre su creación de la vacuna contra la viruela. El tratado de Moreau analizaba los efectos de la vacuna, la reacción de los pacientes… un estudio a fondo, claramente influido por el método científico y el positivismo, que compendiaba lo que se sabía hasta el momento.

Por entonces, la viruela no sólo hacía estragos en Europa, sino que se cobraba números aterradores de víctimas en toda América y, en general, en las colonias españolas, cebándose sobre todo en los niños más pequeños y especialmente en los indígenas, que tenían menor resistencia natural al virus pues éste había llegado al continente americano de la mano de los españoles a principios del siglo XVI. Carlos IV mostró preocupación por el desastre sanitario de la terrible enfermedad, algunas de cuyas variantes podían matar al 90% de quienes sufrían la infección, y seguramente se vio también influido por la memoria de su hija María Teresa, quien falleció víctima de la viruela en 1794, sin llegar a cumplir los 4 años de edad. La vacuna había llegado a España en 1801, demasiado tarde para la infanta.

Carlos IV consultó con los médicos de la corte, y Balmis los encabezó para convencerlo de que debía hacerse una expedición para llevar la vacuna a los dominios de ultramar. El problema que se presentaba no era de orden económico, ya que el rey estaba en plena disposición de sufragar todos los gastos, sino técnico y médico: ¿cómo llevar la vacuna? No había vacunas en cómodos frascos, ni siquiera producidas industrialmente, cada médico generaba sus propios agentes inmunizantes a partir de la viruela de las vacas, como había hecho Jenner.

Balmis dio con la solución, una solución que hoy resultaría cuestionable, sobre todo habiendo opciones. Pero en ese momento no las había. Su idea fue crear una cadena humana donde la inoculación se pasara, literalmente, de brazo a brazo. Empezaría con un grupo de niños, huérfanos residentes en las inclusas de protección españolas, que deberían tener, según expresó Balmis, entre 8 y 10 años, no haber padecido viruela y no haber sido vacunados. Él los vacunaría y luego usaría su sangre para inocular a la población al otro lado del Atlántico. Las personas inoculadas podrían entonces ser llevadas a otro puerto y donar sangre para vacunar a otros, y así sucesivamente.

Era una solución brillante y, en ese momento, no había otra solución viable. Se pidió a las inclusas que designaran a los niños, con la promesa de un buen trato al cabo del viaje, y finalmente la llamada “Real Expedición Filantrópica de la Vacuna” se hizo a la mar en La Coruña el 30 de noviembre de 1803 en la corbeta María Pita, donde iban Balmis, el subdirector de la expedición José Salvany y Lleopart, 10 médicos seleccionados por Balmis y los 22 primeros niños que eran las correas transmisoras vivientes de la vacuna, mientras que Balmis era el transmisor del conocimiento, el que explicaría a los médicos de cada puerto lo que debían hacer para extender la vacuna y luchar contra la viruela.

La primera escala de la expedición fueron las Islas Canarias, para luego dirigirse a Puerto Rico y Venezuela. Allí, la expedición se dividió en dos grupos. Uno, dirigido por Salvany, marchó por tierra a Quito, Ecuador, para bajar a Lima, Perú. De allí, una parte de ese grupo se dirigiría finalmente a Santiago de Chile a donde llegó más de 4 años después de salir la expedición, mientras que Salvany fallecería en Cochabamba, Bolivia, en 1810. Balmis siguió a Cuba y México, país que cruzó por tierra para volver a embarcarse en Acapulco hacia Manila, donde llegó en abril de 1805 y siguió una circunnavegación hasta la isla de Santa Elena, tocando tierra finalmente de vuelta en la península ibérica en septiembre de 1806.

Javier Balmis había culminado así la primera gran expedición sanitaria de la historia, una tradición que hoy sigue, por ejemplo, en los brotes de ébola a los que asisten médicos de diversos países a llevar tecnología no disponible en los lugares que sufren la enfermedad.

Edward Jenner, el creador de la vacuna que ha salvado a cientos de millones de la terrible viruela, resumió la expedición de Balmis diciendo: "No imagino que los anales de la historia ofrezcan un ejemplo de filantropía tan noble y tan extenso como éste".

Todavía pudo Balmis volver a México en 1810, y siguió difundiendo y promoviendo la vacuna hasta su muerte en Madrid en 1819, uno de los pioneros de la vacunación mundial que 159 años después de su muerte proclamaría el triunfo de la humanidad sobre la viruela, erradicándola finalmente.

Quizás, quizás, el doctor Javier Balmis merece una calle en Madrid, quizás una en cada ciudad donde su decisión salvó vidas. ¿Cuántas? Nadie lo puede calcular.

Los niños y las penurias

Poco contó sobre sus peripecias Balmis, sobre los amagos de ataque de piratas chinos o la mala recepción que algunas autoridades, como las de Macao, le acordaron. Pero su máxima preocupación, de eso hay constancia, fueron siempre los niños. Los que salieron de España, propuso, debían ser devueltos “y podrán ser más felices si la piedad del Rey les señala cinco ó seis Reales diarios hasta que lleguen a ser aptos para ser empleados”. Cuando las autoridades locales se mostraron reticentes a atenderlos, Balmis se quejó al Ministro de Gracia y Justicia, José Antonio Caballero.
(Publicado el 20 de enero de 2018)

¿Cómo suena una guitarra eléctrica?

Ana Popovic y Buddy Guy, dos generaciones y dos continentes de blues eléctrico.
(Foto CC Angrylambie vía Wikimedia Commons)
Pocos instrumentos musicales han marcado a una época y a una forma musical como la guitarra eléctrica a la del rock, que se inicia en algún momento de la década de 1950 y sigue hasta hoy. Pero cuando escuchamos una guitarra eléctrica, estamos realmente escuchando un sonido que no existiría de otro modo. No proviene de un micrófono adosado a una guitarra tradicional, sino que depende totalmente de fenómenos electromagnéticos.

Quizá el único instrumento con una influencia cultural tan profunda fue el piano (en realidad “pianoforte”, porque podía tocar a un volumen bajo o alto, algo de lo cual no eran capaces los teclados que le antecedieron, como el clavecín), inventado en 1711 por el italiano Bartolomeo Cristofori. Durante los siguientes 200 años, aparecieron pocos instrumentos realmente nuevos, entre ellos la armónica, que desarrollaron varios artesanos en la década de 1830 y el saxofón, inventado por el belga Adolphe Sax en 1842.

Pero la enorme influencia de la guitarra eléctrica no ha dado a conocer los nombres de sus creadores, el músico George Beauchamp y el ingeniero eléctrico Adolph Rickenbacker. Y quizás sea igual de asombroso que la mayoría del público de un concierto de rock con alguno de los virtuosos de la guitarra eléctrica (digamos Eric Clapton, Stevie Ray Vaughan, Carolyn Wonderland o Danielle Haim) no sepan cómo ocurre que el movimiento de las cuerdas de la guitarra se convierta en el sonido que les fascina.

La idea de amplificar el sonido de la guitarra se volvió imporante para los guitarristas desde fines del siglo XIX, cuando el sonido de las bandas estaba dominado por los metales y las percusiones, que podían literalmente borrar de la escena a la guitarra y poner en riesgo el arte –y el empleo– de sus intérpretes. Varios intentos por poner micrófonos dentro de las guitarras (como los micrófonos de de carbón que usaban los teléfonos antiguos) resultaron fallidos hasta que entró en escena Rickenbacker, que soñaba con electrificar y amplificar todo tipo de instrumentos (un concierto moderno habría sido su fascinación) y que junto con Beauchamp desarrolló la idea de la “pastilla” electromagnética, que instalaron en una guitarra en 1931 obteniendo un sonido aceptable. Las guitarras eléctricas empezaron a venderse en 1932 y el rest, como suele decirse, es historia.

La pastilla

El primer secreto para entender la guitarra eléctrica es que no es posible tener uno de estos instrumentos con cuerdas de nylon como las que se utilizan en la guitarra española. Las guitarras acústicas producen su sonido al vibrar en el aire. La energía de su vibración se ve amplificada y modificada por el cuerpo hueco de la guitarra, que al resonar con ella aumenta el volumen del sonido. El diseño del cuerpo de la guitarra, el espesor de sus partes, especialmente la tapa, y los elementos de madera o “varillas” de su interior (que pueden variar enormemente según cada artesano o fábrica) son los responsables del sonido del instrumento, su volumen y su calidad.

En el caso de la guitarra eléctrica, el sonido que producen las cuerdas es irrelevante. De hecho, si alguna vez escuchamos las cuerdas de una guitarra eléctrica desconectada, percibiremos un sonido metálico, un tanto “nasal” y deslucido, totalmente distinto del sonido que sale de un amplificador.

Lo notable es que las cuerdas de la guitarra eléctrica son precisamente metálicas, hechas de acero y las tres más graves están además entorchadas o envueltas de una espiral de acero niquelado o níquel. Pero en todos los casos, lo importante es el acero.

Uno de los grandes descubrimientos del siglo XIX fue que la electricidad y el magnetismo son en realidad dos expresiones de una misma fuerza. En 1831, el inglés Michael Faraday descubrió el fenómeno llamado “inducción electromagnética”, que básicamente significa que un campo magnético en movimiento produce una corriente eléctrica y, a la inversa, una corriente eléctrica en movimiento produce variaciones en un campo magnético. Es este principio el que permite que funcione un motor eléctrico.

La guitarra eléctrica depende de la inducción electromagnética para funcionar. La “pastilla” de la guitarra eléctrica está formada por uno o seis imanes alrededor de cada uno de las cuales se enrolla un alambre finísimo dándole varios miles de vueltas. Los imanes atraen, mediante magnetismo simple, a las cuerdas de acero de la guitarra. Cuando una cuerda vibra, actúa como un conductor que se mueve en el campo magnético del imán y por inducción, ese movimiento se convierte en una señal eléctrica que sale del alambre enrollado alrededor del imán. Estas débiles señales eléctricas sólo se producen mientras esté vibrando la cuerda, y pueden ser modificadas en la propia guitarra mediante selectores de tono y volumen antes de transmitirse por el cable (o un sistema inalámbrico, en las versiones más modernas) a un amplificador. El amplificador a su vez aumenta (amplifica) y puede modificar la señal (distorsionándola, dándole reverberación o eco, y de muchas formas posibles) antes de convertirla, en el movimiento de uno o más altavoces, que son los que finalmente producen el sonido que escuchamos. Hasta ese momento, todo el proceso es electromagnético.

Las guitarras eléctricas pueden llevar varias pastillas situadas en distintos puntos bajo las cuerdas, de modo que puedan recoger la vibración de distintas formas, que se traducen en sonidos de diversa calidad. Como el cuerpo de la guitarra no tiene ninguna importancia en la forma en que se produce el sonido, una guitarra eléctrica puede hacerse con casi cualquier diseño y materiales. Lo único que importa son los circuitos internos. De hecho, la primera guitarra de Beauchamp y Rickenbacker estaba hecha de aluminio. Si se sigue usando madera y cuatro o cinco diseños básicos, es solamente por cuestiones de estética visual y de comodidad para el guitarrista.

El acompañante indispensable de una guitarra eléctrica es, por supuesto, el bajo eléctrico, que convirtió al estorboso contrabajo en un instrumento elegante y manejable. Su inventor fue Paul Turmac, que presentó el primer bajo eléctrico en 1935.

(Publicado en El Correo el 23 de enero de 2016.)

Hacer sonar las cuerdas

Hay muchas formas de hacer que vibren las cuerdas. Muchos guitarristas favorecen el uso de una púa o plectro de diversos materiales (nylon, metal, madera, piedra o goma, entre otras) y distintos grados de flexibilidad para obtener el sonido que desean. Algunos utilizan monedas y otros prefieren usar los dedos, para pulsar las cuerdas ya sea con las uñas o con las yemas, o ayudándose de uñas postizas. Cada una de estas técnicas (y las mezclas de las mismas) produce sonidos de calidad diferente y puede determinar la “personalidad” del guitarrista, todo mediante minúsculas variaciones de una corriente eléctrica.

Reparar rostros

McIndoe y su "Club de los conejillos de Indias" en un bar.
Somos, inevitablemente, nuestro rostro, por ello sus deformidades provocan reacciones intensas que ya preocupaban a los egipcios 1.600 años antes de la Era Común, cuando para evitar que las narices rotas quedaran deformes, las taponaban con torundas de lino empapado en grasa. 800 años después nacía la cirugía reconstructiva, cuando el indostano Sushruta desarrolló un procedimiento para recortar de la frente de los pacientes que habían perdido la nariz un colgajo que giraba y usaba para formar una nueva.

Reconstruir narices se volvió urgente en Europa a partir del siglo XVI, con la diseminación de la sífilis, que entre otras consecuencias puede provocar la pérdida de la nariz. Las narices podían hacerse de diversos metales (como la del astrónomo Tycho Brahe, que perdió la propia en un duelo), o con el sistema del cirujano italiano Gaspare Tagliacozzi. Implicaba crear un colgajo de piel del antebrazo del paciente en la forma aproximada de la nariz y coserlo a la piel del rostro, dejándolo conectado en un extremo para que se alimentara e inmovilizando el brazo un par de semanas con la mano sostenida sobre la cabeza hasta que el injerto se fijaba. Entonces lo cortaba del brazo y le daba forma. En sus propias palabras: “Restauramos, reconstruimos y reintegramos aquellas partes que la naturaleza ha dado, pero que la fortuna ha arrebatado. No tanto que pueda deleitar al ojo, pero que sí pueda levantar el ánimo y ayudar a la mente del afligido”.

Que es lo que hace la cirugía reconstructiva hasta hoy, aunque cada día con más capacidad de deleitar a la vista y recuperar la función.

Como la cirugía sin anestesia era tremendamente brutal, no fue sino hasta que hubo anestésicos eficaces que se pudieron plantear intervenciones más complejas. La oportunidad, por desgracia, la dio la Primera Guerra Mundial, un conflicto bélico de brutalidad sin precedentes. La guerra de trincheras dejó como secuela a miles de soldados desfigurados, con heridas de lo más diversas en rostros, cuello y brazos. Del lado británico, la cirugía reconstructiva de estas bajas de guerra estuvo a cargo de un médico originario de Nueva Zelanda egresado de la facultad de Medicina de Cambridge.

Harold Gillies
Harold Gillies, nacido en 1882, se enroló en el Cuerpo Médico del ejército británico al declararse la guerra. Después de ver las heridas de los soldados en el frente y los primeros injertos de piel, pudo ver en acción, de permiso en París, al cirujano Hippolyte Morestin, considerado uno de los fundadores de la cirugía cosmética y llamado el “Padre de las bocas” por su trabajo en cirugía maxilofacial. A su regreso, Gillies convenció al ejército de abrir una rama especializada en lesiones faciales y comenzó a luchar por reparar los daños causados por bombas, esquirlas y disparos en la cara. Trató en total a más de 2.000 víctimas, realizando injertos sin precedentes de hueso, músculos, cartílagos y piel. Su objetivo, como el de otros cirujano se la naciente especialidad en distintos países implicados en el conflicto, era restaurar lo más posible el aspecto de los jóvenes combatientes para que pudieran volver a su sociedad, algo que muchos consiguieron, pero no, por desgracia, todos.

El teniente William Spreckley, herido en 1917, dado de alta por Gillies en 1920.
Al estallar la Segunda Guerra Mundial, sin embargo, sólo había tres cirujanos plásticos en la Gran Bretaña, Gillies con sus alumnos neozelandese Rainsford Mowlem y su primo Archibald McIndoe. Gillies formó con ellos tres equipos multidisciplinarios. El de McIndoe se dedicó a lesiones por quemaduras, empezando con los pilotos británicos quemados durante la Batalla de Inglaterra de 1940, cuando los tanques de combustible de sus aviones estallaban por los proyectiles alemanes.

Como pionero de muchas técnicas para reparar los destrozos del fuego, McIndoe estableció el llamado “Club de los conejillos de indias”, formado por sus pacientes de quemaduras, que además de ser sujetos experimentales de las innovaciones del cirujano se daban sostén moral entre ellos, formando el que fue probablemente el primer grupo de apoyo de la historia, pues los procesos de reconstrucción de entonces podían durar incluso varios años, con sucesivas cirugías.

Aunque la cirugía plástica sigue cargando con el estigma de ser ante todo un procedimiento electivo para satisfacer la vanidad de personas que desean un mejor aspecto, con algunos resultados aterradores y desafortunados, es en la reconstrucción del aspecto y la función de distintas partes del cuerpo donde realmente muestra su capacidad. Desde la corrección del paladar hendido, un defecto congénito que afecta a entre 1 y 2 niños de cada mil que nacen en el mundo desarrollado, y que hoy en día suelen ser operados tempranamente, evitando problemas tanto funcionales como sociales por su aspecto, hasta el tratamiento de lesiones, quemaduras y otros problemas, las funciones de esta especialidad tienen un valor incalculable para sus beneficiarios.

Por lo mismo, los cirujanos plásticos esperan mucho de las opciones que se abren hoy a toda la medicina. El cultivo de tejidos, que ha permitido tener piel cultivada para tratar casos de quemaduras graves, podría dar un salto con el uso de células madre para “cultivar” en el laboratorio orejas, labios, narices, rostros enteros que se trasplantarían posteriormente. Los materiales biocompatibles como el titanio, empleado en prótesis diversas, también son sus herramientas en la reconstrucción de cráneos y mandíbulas.

En esta rama de la medicina, hay que señalar, la prevención es también el elemento fundamental. Los vidrios laminados para los autos, por ejemplo, fueron una iniciativa de los colegios de cirujanos plásticos de Estados Unidos y redujeron notablemente las lesiones faciales por cortaduras en accidentes. Las reglamentaciones sobre materiales ignífugos, cada vez más estrictas, los cinturones de seguridad, los airbags y los autos sin conductor que podrían estar presentes pronto en las carreteras son todos prevención no sólo de la salud, sino de la integridad del rostro con el que salimos al mundo.

De la reconstrucción a la reasignación de sexo

Entre 1946 y 1949, Harold Gillies utilizó los conocimientos que había adquirido reconstruyendo los penes de soldados heridos para realizar la primera cirugía de reasignación que se conoce. Su paciente, nacida Laura Maud Dillon, se había sometido a una mastectomía y al primer tratamiento hormonal con testosterona. Entre 1946 y 1949, mientras la paciente, que había cambiado su hombre a Laurence Michael Dillon, estudiaba medicina en el Trinity College, Gillies le practicó 13 intervenciones quirúrgicas para darle un pene, lo que hoy se conoce como faloplastia. Dillon escribió uno de los primeros libros dedicados a la transexualidad. En 1951, Gillies realizó una segunda reasignación, de hombre a mujer.
(Publicado el 10 de diciembre de 2016.)

El hombre que erradicó la viruela

Donald A. Henderson, a la izquierda, con parte del equipo de erradicación de la viruela: el Dr. J. Donald Millar,
el Dr. John J. Witte y el Dr. Leo Morris, en 1966. (Foto DP del CDC/ Dr. John J. Witte)

La erradicación de la viruela, proclamada en 1980, es uno de los más grandes logros de la medicina, de las políticas y técnicas de vacunación y prevención, salvando cientos de millones de vidas, si consideramos que antes de que se emprendiera el esfuerzo por acabar con ella, infectaba a más de 50 millones de personas al año, más que toda la población de España. Sólo entre 1901 y 1980, la viruela ocasionó 300 millones de muertes... mientras que en todos los conflictos armados del siglo pasado murió una tercera parte de esa cifra: 100 millones de seres humanos.

La viruela había sido parte de la experiencia humana al menos desde hace tres mil años, y su combate había sido totalmente ineficaz hasta que, en el siglo XVIII, el británico Edward Jenner creó la primera vacunación contra el virus. Pero el hombre que hizo de la viruela sólo un recuerdo fue Donald Ainslie “D.A.” Henderson, un epidemiólogo nacido en Cleveland en 1928, de orígenes escoceses.

En 1947, un joven Henderson fue testigo de un brote de poliomielitis en Nueva York que obligó a la vacunación de millones de personas. La epidemiología se convirtió en un interés del joven estudiante que, después de graduarse primero en química y luego en medicina, entró a trabajar en los Centros para el Control y la Prevención de las Enfermedades (CDC) del Departamento de Salud de los EE.UU.

Por esos años, la Organización Mundial de la Salud, creada en 1948, empezaba a plantearse erradicar la viruela, tarea que muchos consideraban imposible. Por contra, el epidemiólologo Viktor Zhdanov, viceministro de salud de la antigua Unión Soviética, afirmó una y otra vez que el objetivo era alcanzable mediante una campaña intensiva de vacunación durante 4 años en los países más afectados.

Finalmente, en 1966, la Asamblea Mundial de la Salud votó por emprender un programa de erradicación promovido por los Estados Unidos. Sin embargo, el propio director de la OMS estaba en contra de la idea, y por tanto exigió que el proyecto fuera encabezado por un estadounidense, de modo que su país pagara las consecuencias cuando fracasara. El designado fue Henderson, que por entonces ya trabajaba en África occidental y central en proyectos contra la viruela, a la que consideraba “la enfermedad más odiosa”. Su labor: acabar con ella en África, América del Sur y Asia.

Aunque la vacunación era parte fundamental del programa, contaba Henderson 20 años después, su proyecto planteaba que lo importante era reportar los casos y brotes de viruela para atacar el contagio selectivamente y evitar que la enfermedad se extendiera de modo epidémico. Con ese objetivo en mente, su primer trabajo fue desarrollar un manual sobre vigilancia y contención de los casos de viruela para todos los países del mundo.

Con sólo nueve empleados en su cuartel general de Ginebra, Suiza, y 150 operativos de campo a nivel mundial, Henderson abordó la parte administrativa, menos relumbrante y atractiva: convencer a los gobiernos de docenas de países para que apoyaran el programa, promover la creación o mejora de laboratorios de producción de vacunas, desarrollar programas y materiales de formación... y todo sin teléfonos, sin correo electrónico, dependiendo del servicio postal y el telégrafo y de los viajes continuos de Henderson para reunirse con gobiernos o para visitar a sus equipos de campo.

Hasta ese momento, los países no se interesaban en reportar los casos que ocurrían, una información que permitiría determinar la forma en que se transmitía la viruela y valorar los esfuerzos de vacunación. La vacuna de la viruela tiene la capacidad de proteger a una persona si se aplica hasta cuatro días después de que dicha persona haya estado expuesta al virus, de la misma manera en que la vacuna contra la rabia es efectiva aún después de que se ha dado la infección. Así, al determinar la presencia de un caso en una comunidad determinada, los médicos podían aislar al paciente y vacunar a quienes podrían haber sido contagiada, creando un verdadero dique de contención a la diseminación de la enfermedad.

Henderson recordaba que el doctor William Foage llegó a Nigeria oriental en diciembre de 1966 y empezó a trabajar en los brotes reportados. Para junio de 1967, prácticamente habían dejado de presentarse casos. Para ello, Foage y su equipo sólo habían tenido que vacunar a 750.000 de las 12 millones de personas que vivían en la zona. Y en Tamil Nadu, en la India, con una población de 50 millones de personas, la estrategia de vigilancia y contención permitió detener la transmisión de la viruela en sólo cinco meses.

La enfermedad fue erradicada de Suramérica en 1971, en Asia en 1975 y, por último, en África en 1977. Los casos que se siguieron dando, como un brote en la antigua Yugoslavia en 1972 que afectó a 170 personas, fueron cada vez más aislados y, por tanto, también era más sencillo hacer un esfuerzo amplio por controlarlos. En el caso yugoslavo, el gobierno vacunó a 18 de los 20 millones de habitantes de la nación.

El último caso de contagio natural de viruela con el más agresivo de los virus que la provocan, variola major, se reportó el 16 de octubre de 1975, en una niña de dos años en Bangladesh. El último caso de variola minor, el más benigno, lo sufrió en 1977 el trabajador de la salud de 23 años Ali Maow Maalin, quien dedicaría el resto de su vida a la vacunación en su natal Somalia. Ambos sobrevivieron.

En 1977, D.A. Henderson dejó el programa, terminada su labor, aunque la vigilancia siguió hasta 1979, después de lo cual la Asamblea Mundial de la Salud declaró la viruela erradicada el 8 de mayo de 1980. El médico siguió su carrera en la Escuela de Salud Pública Johns Hopkins, en diversos puestos como asesor médico y científico de varios presidentes de los Estados Unidos y fundando un centro para el estudio de estrategias de defensa contra el bioterrorismo, que sería su última preocupación. Murió el 19 de agosto de 2016.

Su trabajo, la primera erradicación total de una enfermedad aterradora, tiene eco hoy en el programa mundial de erradicación de la poliomielitis, que hoy se limita a unas pocas zonas disputadas al norte de la India, en Sudán del Sur y en el Sáhara occidental. Su desaparición total será un homenaje justo a un hombre que supo convertir la mejor ciencia médica, la estadística y la política en vidas salvadas.

Homenajes y premios

Pese a su casi anonimato público, D.A. Henderson recibió 14 importantes reconocimientos internacionales, entre ellos la Medalla del Bienestar Público de la Academia Nacional de Ciencias y la Medalla Presidencial de la Libertad de los EE.UU., el Premio Internacional de Medicina Albert Schweitzer, la Medalla Edward Jenner de la Real Sociedad de Medicina del R.U., además de haber recibido 17 doctorados honorarios de universidades de todo el mundo.

(Publicado el 5 de noviembre de 2016)

Pierre Charles Alexandre Louis, la evidencia en medicina

Pierre Charles Alexandre Louis. Foto DP de Eugène Joseph Woillez

En 1828, un médico parisino puso en jaque una idea que se apoyaba en la más antigua y sólida práctica de la medicina y ayudó así a fundar la medicina basada en evidencias y la epidemiología moderna.

El médico era Pierre Charles Alexandre Louis, de 41 años de edad, del hospital La Charité. La idea era del respetado François Joseph Victor Broussais, que decía que todas las fiebres tenían la misma causa, la inflamación de los órganos, y disponía que se trataran con una sangría en la piel más cercana al órgano afectado, utilizando lancetas para perforar vasos sanguíneos , ventosas o, sobre todo, sanguijuelas.

Por entonces se pensaba que las “fiebres” no eran un síntoma, sino la enfermedad en sí. De allí que se hablara –y aún se hable- de fiebre amarilla, puerperal, etc. Era una época anterior a que Louis Pasteur y Robert Koch desarrollaran la teoría de los gérmenes patógenos que por primera vez daría una explicación científica de muchas enfermedades. Los médicos literalmente sabían muy poco, e intentaban usar la tradición, la experiencia y la especulación para darle respuestas a sus pacientes.

La antigua práctica de la medicina era la teoría hipocrática de que el cuerpo humano constaba de cuatro “humores” o líquidos (bilis amarilla, bilis negra, flema y sangre) y que la enfermedad se producía cuando había un desequilibrio entre ellos por exceso de sangre. La práctica había sido un estándar del tratamiento médico desde la antigua Grecia y nunca había sido desafiada ni siquiera ante el evidente hecho de que no era eficaz. Todas las autoridades médicas lo aceptaban, y no se discutía.

Las sangrías podían ser brutales, exigiendo a veces que se extrajeran volúmenes tales de sangre que literalmente podían matar al paciente y que hicieron enorme daño.

¿Cómo someter a prueba la propuesta de Broussais? La práctica de las sangrías era tan común que, según cuenta el médico e historiador Alfredo Morabia, sólo en 1833 Francia importó más de 42 millones de sanguijuelas para ellas. Pierre Charles Alexandre Louis dudaba de Broussais y creía tener la respuesta: había que contar... contar a los pacientes, sus circunstancias, los tratamientos que recibían, y aplicar la estadística para desentrañar la eficacia de los tratamientos.

Lo llamó el “método numérico”, que le permitía estudiar con una profundidad sin precedentes la distribución de la enfermedad en una población y los determinantes y hechos que la afectaban, lo que hoy se conoce como “epidemiología” y que va más allá de las epidemias en sí. Toda enfermedad se valora epidemiológicamente cuando se analiza en términos de la población a la que afecta.

Lo que publicó en 1828 fue un artículo llamado “Investigación sobre los efectos de la sangría en algunas enfermedades inflamatorias”, donde daba los resultados de su aproximación. A lo largo de su labor en el hospital parisino de La Charité, había reunido numerosos casos clínicos. De entre ellos, seleccionó a 77 que no sólo tenían pneumonía, sino que tenían la misma forma de pneumonía, todos habían tenido una salud perfecta al momento de que se presentara la enfermedad y eran similares en otros aspectos. Los dividió en dos grupos, los que habían sido sangrados los primeros días de la enfermedad y los que habían sido sangrados tardíamente y descubrió que el primer grupo había sufrido un 44% de muertes mientras que el segundo sólo había sufrido un 25%, lo cual era sorprendente. Concluyó así que, teniendo en cuenta la mortalidad y la duración de la enfermedad, las sangrías de Broussais tenían poca utilidad.

Hoy diríamos que la muestra con la que trabajó Pierre Charles en este primer estudio era demasiado reducida y que no había hecho un esfuerzo por evitar que el azar jugara un papel relevante en sus resultados. Pero todo esto la medicina aprendió a hacerlo después de que Pierre Charles marcara el camino. Él mismo pensaba que necesitaba muestras mayores. “Supongamos”, escribió dando una idea de las poblaciones con las que debería trabajar, “que 500 de los enfermos, tomados de la misma manera, son sometidos a un tipo de tratamiento y otros 500, tomados de la misma manera, son tratados de un modo diferente. Si la mortalidad es mayor entre el primer grupo que entre el segundo, ¿no debemos concluir que el tratamiento era menos apropiado o menos efectivo en la primera categoría que en la segunda?”

Del mismo modo, Pierre Charles subrayó, en sus escritos, la necesidad de que se diera cuenta de factores tales como la edad, dieta, gravedad de la enfermedad y otros tratamientos, de modo que la comparación realmente consiguiera aislar la influencia de la variable que estudiaba.

Su trabajo, que enfatizaba la importancia de la observación y del tratamiento matemático de los casos que estudiaba, sería parte de la revolución que la medicina experimentó a mediados del siglo XIX, adoptando los métodos científicos también de otras formas, como los estudios fisiológicos experimentales y el trabajo de laboratorio.

No era extraño que Pierre Charles Alexandre Louis, nacido en 1787 participara en una revolución cuando él mismo era un verdadero producto de la Revolución Francesa que estalló cuando él tenía dos años. Hijo de un comerciante en vinos de clase baja, sólo pudo acceder a la universidad y a la posibilidad de estudiar medicina nada menos que en París debido a las nuevas ideas que planteaban que el conocimiento no era sólo para la aristocracia. Después de recibir su título en 1813, practicó la medicina en Rusia antes de volver a París y desarrollar sus estudios e ideas.

La revolución dependió, sobre todo, de los alumnos de Pierre Charles, que fundaron la Sociedad para la Observación Médica en París y desarrollaron sus ideas. Fueron esos alumnos los que introdujeron conceptos clave como la “inmunidad de manada” que explica el funcionamiento de las vacunas, la tasa de mortalidad y otros que hoy son parte esencial de los estudios clínicos con los que se evalúan medicamentos, técnicas y procedimientos para desarrollar la medicina basada en evidencias... la medicina que no depende de la especulación sino de los datos de la ciencia, y que ya no necesita millones de sanguijuelas como parte de la terapia.

Gaspar Casal, el pionero español

La aproximación científica a la medicina comienza en España con Gaspar Casal, nacido en Gerona en 1680 y que trabajó en Asturias durante 34 años, período en el cual describió la pelagra o “mal de la rosa”, provocada por la deficiencia de vitamina B6. Casal se adscribió a la revolución científica, usando la observación y la teorización racional en lugar de la medicina de autoridad. Con esas bases, correlacionó la pelagra con la dieta de quienes la padecían, aproximación que, con el tiempo, demostraría ser la correcta.

(Publicado el 3/9/16)

Anatomía de los terremotos

Determinación preliminar de epicentros de 358.214 terremotos, 1963 - 1998.
(Imagen DP de la NASA vía Wikimedia Commons) 
Los desastres naturales son capaces de desplegar fuerzas que empequeñecen la capacidad humana de generar potencia. Un terremoto de magnitud 7 en la antigua escala de Richter libera energía equivalente a 617.000 bombas como la que estalló en Hiroshima el 6 de agosto de 1945. El arma nuclear más poderosa que se ha creado, la Tsar Bomba de la Unión Soviética, era como 3.300 bombas de Hiroshima. El terremoto mencionado es 200 veces más poderoso.

Un terremoto es cualquier movimiento súbito de la corteza terrestre, generalmente causado por un deslizamiento en una falla geológica. Puede haber sacudidas debido a otros factores, como un deslizamiento de tierra o el hundimiento de una galería de una mina, pero no se suelen llamar terremotos.

La corteza de nuestro planeta no es de una pieza. Está formada por 12 placas, como un puzzle, que flotan sobre el manto terrestre de roca suave fundida y que se subdividen en docenas de placas menores. Al moverse, ejercen presión una contra otra en las fallas geológicas, y cuando esta presión cede y una de ellas se mueve súbitamente, se produce esta liberación de energía.

Así, los terremotos que ocasionalmente se producen en Italia, Grecia y el sur de España se deben a que la placa africana y la placa euroasiática están en contacto precisamente en esa zona, desde la mitad del Atlántico, cruzando el estrecho de Gibraltar, a lo largo del Mediterráneo hasta la península Arábiga, donde ambas placas se ven separadas por la árabe.

La energía se puede liberar muy cerca de la superficie terrestre o a una profundidad de cientos de kilómetros. El punto donde esto ocurre se llama el “foco” del terremoto, mientras que el “epicentro”, que quiere decir “sobre el centro” es el punto de la superficie terrestre que está encima de ese foco. Es decir, cuando las noticias nos dicen que el epicentro está en tal punto geográfico no sabemos a qué profundidad ha ocurrido la liberación de energía, lo que es importante porque los terremotos más destructivos suelen ocurrir a poca profundidad.

La superficie terrestre no es tan firme como parece, es elástica, como lo vemos en los pliegues que forman las grandes cordilleras, dobleces en la roca provocados por la presión de una placa contra otra. Así se han creado, por ejemplo, los Himalayas, a lo largo de 50 millones de años de choque entre la placa índica y la euroasiática. Esa elasticidad de la roca es la que transmite las ondas producidas en el foco de un terremoto y que se mueven como lo hace cualquier sonido o cualquier vibración que se transmite a lo largo de un sólido. Los terremotos producen tres tipos de ondas que los sismólogos pueden diferenciar claramente.

Primero, se producen las llamadas “ondas primarias”, de compresión o longitudinales, que se abrevian como “ondas P”. Estas son ondas de compresión y expansión, similares a las del sonido y son las primeras que registran las estaciones sismológicas. Estas ondas se pueden propagar por medios sólidos, líquidos o gaseosos. A continuación se producen las “ondas S”, secundarias, transversales o de cizalla, y que se transmiten de modo perpendicular. Estas ondas son como las que se producen cuando los niños extienden una cuerda de salto en el suelo y sacuden súbitamente un extremo, de modo que podemos ver la onda recorriendo la cuerda hasta el otro extremo. No se transmiten por medios líquidos.

Estos dos tipos de ondas se extienden en todas direcciones desde el foco del terremoto, es decir, por todo el cuerpo de la tierra. No ocurre así con las ondas superficiales que, precisamente, se transmiten sólo en las capas superiores de la tierra. Se trata de las ondas Rayleigh y Love, que son como las ondas que vemos cuando lanzamos un objeto en un cuerpo de agua tranquilo o las olas del mar. Son las que provocan los daños de los terremotos en construcciones y bienes... y en última instancia en vidas.

Solemos identificar los daños causados por los terremotos principalmente en cuanto a edificaciones que se vienen abajo al no estar construidas con especificaciones adecuadas para resistir un movimiento sísmico. En palabras de un ingeniero que analizó los efectos del terremoto de 1985 de la Ciudad de México “Los terremotos no matan gente... los edificios mal construidos matan gente”.

Esto es cierto sólo hasta un punto determinado. Los terremotos pueden ocasionar mortales deslizamientos de tierra y barro, o avalanchas, dañar tuberías eléctricas, de gas y drenajes que pueden ocasionar incendios y un fenómeno llamado “licuefacción de la tierra”, donde el movimiento hace que el suelo pierda estabilidad y se convierta en un fluido similar a las míticas arenas movedizas que puede tragarse edificaciones enteras.

Si el epicentro ocurre en el océano o cerca de la costa, puede además provocar una serie de olas de intensidad y altura desusadas, los tsunamis, cuyos efectos conocimos claramente en 2004 cuando una serie de tsunamis producto de un terremoto en el Océano Índico (uno de los más potentes terremotos jamás registrados) ocasionaron más de 230.000 muertes en 14 países alrededor del epicentro, con olas de hasta 10 metros de altura.

Los terremotos, siendo fenómenos indeseables y destructivos, permiten sin embargo a los geólogos aprender sobre el interior de nuestro planeta, del que sabemos tan poco. Analizando las distintas ondas sísmicas y midiendo su velocidad de propagación al registrarlas con sismógrafos situados en diferentes puntos del planeta, han podido saber más acerca de la composición de nuestro mundo, de las capas que lo componen, de su espesor y de otros factores. Las ondas sísmicas, como las del sonido, pueden además reflejarse contra obstáculos menos elásticos, interferirse, refractarse o difractarse, generando ondas más complejas que pueden incluso incrementar o disminuir la capacidad destructiva de un sismo y darle a los geólogos valiosa información.

Cada año ocurren en todo el mundo alrededor de 1.500 terremotos de magnitud de 5 grados o mayor. Entenderlos, prevenir sus daños y conocerlos no sólo es una labor científica importante... es la base que nos permite tener reglamentos de construcción y otras normativas basadas en el conocimiento que pueden salvar vidas.

Predecir los terremotos

Es imposible saber con certeza cuándo una falla o un volcán van a liberar energía provocando un terremoto. Sin embargo, hay sistemas de advertencia previa, alarmas que registran la aparición de un terremoto en su epicentro y que pueden advertir a la gente. Las ondas superficiales de un terremoto viajan a enre 1 y 6 kilómetros por segundo, dependiendo de la composición del terreno, temperatura y otras condiciones. Así, una ciudad ubicada a 300 kilómetros del epicentro puede ser advertida varios minutos antes de que “viene” un terremoto o un tsunami para que la población se ponga a salvo.

Vavílov, pionero y mártir de la biotecnología

Nikolai Vavílov

El científico mártir por excelencia es Galileo Galilei, con sus pesados nueve años de prisión domiciliaria hasta su muerte en 1642. Su suerte, sin embargo, se puede considerar benévola si se le compara con la de uno de los pioneros de la genética vegetal, el ruso Nikolai Vavílov.

Vavílov fue el originador del concepto del “centro de origen” de los cultivos. Su hipótesis, posteriormente comprobada, era que se podía identificar la zona donde había comenzado la domesticación de cada uno de los cultivos que utilizan los seres humanos, que no se trataba de un fenómeno que había ocurrido al azar o en distintos puntos. Saber dónde comenzó la domesticación de una planta nos dice dónde encontrar a sus parientes silvestres, fuentes de hibridación que permitan mejorar las características de los cultivos.

Los científicos agrícolas llaman a estos centros, precisamente, “Centros de Vavílov” en memoria del científico. Actualmente se considera que en el mundo hay 12 de ellos.

Genetista y revolucionario

Nikolai Ivánovich Vavílov nació el 25 de noviembre de 1887, el mayor de cuatro de una familia de comerciantes. Ni él ni su otro hermano varón seguirían el negocio del padre. Sergei, el menor, se convertiría en un importante físico, mientras que Nikolai se vio atraído por la botánica y la agricultura, y se inscribió en el Instituto Agrícola de Moscú, del que se graduó en 1910.

Vavílov se propuso su “misión por la humanidad”: usar la genética para mejorar los cultivos y alimentar a todo el mundo con “superplantas” resistentes a heladas, sequías y plagas. Su tesis fue sobre la protección de las plantas contra las plagas y luego definió su programa para hacer realidad su sueño alimentario, presentado en su artículo “Genética y agronomía” de 1912.

En los años siguientes, Vavílov recorrió laboratorios de Gran Bretaña, Francia y Alemania para después establecerse como profesor e investigador en el Instituto Agrícola Saratov. Cuando muchos de sus colegas huían de la guerra y la revolución comunista, Vavílov se quedó y los conminó a quedarse para cumplir su tarea científica en un país con graves carencias alimenticias.

En 1920 alcanzó uno de sus máximos logros científicos, al enunciar la Ley de las Series Homólogas de Variación, que en resumen dice que si ordenamos en una tabla las variaciones que sabemos que existen en una especie, tales variaciones también aparecerán en cualquier otra especie genéticamente próxima. El potencial de mutación en genes similares entre dos especies es, entonces, el mismo.

Además de pertencer a los principales institutos de investigación agronómica y dirigir un importante instituto en Leningrado, además de presidir la Academia de Ciencias Agrícolas Lenin, Vavílov llegó a ser miembro extranjero de la Royal Society de Londres.

Durante toda su carrera dedicó tiempo a recorrer el mundo reuniendo muestras de los diversos cultivos: Persia, Asia Central, Estados Unidos, Oriente Medio, Afganistán, Norte de África, Etiopía, China, Centro y Suramérica y Europa, incluida España, que recorrió durante meses en 1927. Formó así el que sería en su momento el mayor banco de semillas o germoplasma (recurso genético viviente), ubicado en Leningrado (San Petersburgo) y alcanzó reconocimiento como uno de los genetistas más importantes de su tiempo.

Sin imaginar que de alguna forma estaba sellando su suerte, Vavílov apoyó a un joven agrónomo llamado Trofim Lysenko, que buscaba también mejorar los cultivos soviéticos, pero con otros métodos y, desgraciadamente, con otras bases teóricas. Lysenko defendía una evolución lamarckiana y llegó a teorizar que las ideas de Mendel y Darwin eran “burguesas” y contrarrevolucionarias, y por tanto no eran “ciencia verdadera”. A cambio, elaboró una hipótesis fantasiosa según la cual podía alimentar a toda la URSS fácilmente e incluso lograr milagros como convertir semillas de trigo en semillas de cebada. Entre sus afirmaciones estaba que no era necesario mejorar los cultivos soviéticos con semillas traídas de otros países como hacía Vavílov, ya que la semilla soviética era naturalmente superior. Demagogia agradable a oídos de los poderosos.

Lysenko era de origen campesino, de modo que ideológicamente resultaba más atractivo para el poder que el burgués Vavílov. A la amistad original seguiría la confrontación ideológica, donde Lysenko alcanzó el favor incondicional de Stalin, el férreo gobernante de la URSS. Poco a poco, con acusaciones delirantes y sin bases, pero con la anuencia de los tribunales, Lysenko fue echando de sus puestos académicos a todos los genetistas darwinianos, y consiguiendo que algunos fueran encarcelados o fusilados.

En 1940, tocó el turno a Nikolai Vavílov, detenido durante una de sus expediciones a Ucrania y sometido a juicio como instigador de una presunta contrarrevolución, saboteador de los trabajadores e incluso espía para Inglaterra. En julio de 1941, apenas un mes después de que la Alemania Nazi atacara a la URSS comenzando un enfrentamiento que duraría cuatro largos y penosos años, el científico fue condenado a muerte y a la confiscación de todos sus bienes. Un año después, la pena se conmutó por 20 años de trabajos forzados y Vavílov fue enviado al campo de trabajo de Saratov, donde, tratando de seguir su trabajo, daba conferencias de ciencia a otros presos y redactó una Historia de la agricultura mundial que permanece inédita. No resistió. La escasez provocada por la guerra y la brutalidad de su castigo lo llevaron rápidamente a morir de hambre, paradoja especialmente dolorosa para quien había soñado en alimentar a todos los hambrientos. Era el 26 de enero de 1943.

La figura de Vavílov, junto a la de otros genetistas, no fue rehabilitada sino hasta 1960, como parte del proceso de “desestalinización” que buscaba reparar el daño de la dictadura del brutal georgiano.

Hoy, reconocido como uno de los grandes de la ciencia agronómica, su banco de semillas, enriquecido hasta las 375.000 especies, se encuentra y estudia en el Instituto Vavílov de San Petersburgo. El cráter Vavílov en el lado oculto de la Luna lleva ese nombre por él y por su hermano Sergey. Su trabajo y sacrificio son reconocidos por todos los genetistas del mundo.

Los héroes del banco de semillas

Los científicos del Instituto Vavílov protegieron con sus vidas, literalmente, la colección del genetista en Leningrado. Se encerraron con las miles y miles de muestras de semillas, frutas, raíces y plantas que había reunidas allí y las guardaron, negándose a alimentarse de ellas durante los 28 meses que la ciudad estuvo sitiada por los nazis. Al terminar el sitio, nueve de ellos habían muerto de hambre sin tocar el tesoro genético. Su historia está contada en la novela Hambre, de la escritora Elise Blackwell.

Margaret Hamilton y las mujeres del Apolo

Margaret Hamilton (Imagen DP vía Wikimedia Commons)
La fotografía muestra a una joven con un aspecto inconfundible de fines de los años 60 sonriendo de pie junto a una torre de hojas de papel que mide lo mismo que ella.

Sin el pie de foto, se podría interpretar de muchas maneras sin dar con la explicación: la imagen del 1º de enero de 1969 nos muestra a la Directora de la División de Ingeniería de Software del Laboratorio de Instrumentación del MIT, Margaret Hamilton, por entonces de 32 años de edad, y la torre de papel es la impresión del código fuente del Ordenador Guía del Apolo, el software que unos meses después sería utilizado para navegar y aterrizar en la Luna y cuyo desarrollo había dirigido por encargo de la NASA.

En aquellos años no existía, sin embargo, el puesto o carrera profesional de “programador de software”, de “ingeniero de software”, ni de “informático”. De hecho, el término mismo de “ingeniería de software” fue popularizado por la propia Hamilton. El software no se había probado nunca en condiciones reales: era tan pionero como los astronautas que pisarían la Luna, y hecho por pioneros que no sólo pisaban territorio desconocido, iban creando el territorio conforme avanzaban y respondían a preguntas sobre cómo conseguir que un programa tomara decisiones difíciles.

Nacida el 17 de agosto de 1936, Margaret Heafield (“Hamilton” es su nombre de casada) descubrió muy tempranamente su pasión por las matemáticas, que la llevó a obtener su licenciatura en la disciplina en 1958, antes de mudarse a Boston con el plan de estudiar matemáticas abstractas en la Universidad de Brandeis. Entretanto, en 1960 aceptó un empleo interino en el legendario Instituto de Tecnología de Massachusets, MIT, desarrollando software destinado a la predicción meteorológica para Edward Norton Lorenz, meteorólogo, matemático y pionero de la teoría del caos, conocido por haber acuñado el muy malinterpretado concepto del “efecto mariposa”.

¿Cómo se aprendía a programar si no lo enseñaban en la escuela? Haciéndolo, equivocándose y trabajando como aprendiz con quienes ya habían avanzado en la disciplina. Y la programación resultó ser un espacio ideal para llevar a la práctica el talento y conocimientos matemáticos de Hamilton, que se dedicó de lleno a la nueva disciplina. En 1961 pasó al proyecto de vigilancia de misiles o aviones enemigos que entraran en el espacio aéreo estadounidense y dos años después volvió al MIT, al Laboratorio Charles Stark Draper, donde se empezaba a crear el software para ir a la Luna. Entonces el proyecto sólo existía en el papel y no despegaría (literalmente) sino hasta 1967.

En 1965, Hamilton se hizo cargo del departamento y el proyecto. Su objetivo, algo que al principio ni siquiera se había contemplado en los presupuestos de la NASA, era el programa con el cual el ordenador a bordo de las Apolo calcularía trayectorias, posiciones, velocidades y, en última instancia, tomaría decisiones en colaboración con los astronautas.

La prueba de fuego de su trabajo, inesperadamente, vendría minutos antes del aterrizaje del módulo de descenso de la Apolo 11 en la Luna. Debido a un error, un radar empezó a mandar señales equivocadas, sobrecargando al ordenador y quitándole 15% de su tiempo, que debía centrarse en realizar sus funciones de aterrizaje. El diseño del software del equipo de Hamilton incluía programas de recuperación que le permitían desechar tareas de baja prioridad y reestablecer las más importantes. El programa reconoció y resolvió el problema, evitando el riesgo de un descenso manual.

Hamilton procedería, después de unos años más en el programa espacial, a fundar su propia empresa de software, que encabeza actualmente, desarrollando el Lenguaje Universal de Sistemas que creó para el programa Apolo, una forma de programación basada en la teoría de sistemas y en la idea de prevenir los problemas más que en resolverlos cuando se presenten.

Pese a ser la más relevante por su posición y el evidente éxito de su trabajo al conseguir un descenso lunar con seguridad, Margaret Hamilton es sólo una de las muchas científicas del programa Apolo. Si ella consiguió que el módulo Águila se posara en el Mar de la Tranquilidad, por ejemplo, fue Dorothy Lee quien garantizó que el módulo de comando de la misión regresara con seguridad a tierra. Lee fue una de las primeras especialistas en aerotermodinámica, la disciplina que estudia cómo la fricción del aire genera o disipa calor, y por tanto la responsable de los escudos de calor que resistieron el reingreso a la atmósfera terrestre a una velocidad de 11.000 metros por segundo. Después, sería la responsable del diseño de las piezas cerámicas que protegieron todas las misiones del transbordador espacial.

Está también Barbara “Bobbie” Johnson, la primera mujer graduada de ingeniería general en la Universidad de Illinois. Su primer trabajo fue como parte del equipo que hizo la propuesta para obtener el contrato para el proyecto Apolo. Después se hizo cargo del diseño y evaluación de los sistemas de monitorización del reingreso a la atmósfera de las Apolo y, en 1968, se le hizo responsable de la división de Requisitos y Evaluaciones de las Misiones Apolo, al frente de un equipo de más de 100 ingenieros. O Judith Love Cohen, la ingeniera eléctrica de Space Technology Laboratories que trabajó en el sistema alternativo de guía, el respaldo en caso de que los ordenadores principales fallaran. O Ann Dickson, la joven lectora de ciencia ficción que soñaba con ser astronauta, que trabajó en diversos equipos de control en la empresa que administró la misión y no fue admitida como candidata a astronauta por no tener 600 horas de vuelo acumuladas como piloto.

Frances "Poppy" Northcutt, matemática de apenas 25 años al momento de la llegada a la Luna, se hizo conocida por ser la única mujer en la sala de control de la misión del Apolo 11. Larue W. Burbank se ocupó del diseño de los sistemas de visualización en tiempo real que utilizaron los astronautas y Catherine T. Osgood, que analizó y preparó el reencuentro entre el módulo lunar y el módulo de comando que quedaba en órbita alrededor de la Luna... La lista es, sin duda alguna, más larga de lo que se podría imaginar.

Las computadoras

Las antecesoras de Margaret Hamilton fueron las matemáticas que mayoritariamente se ocuparon en la Segunda Guerra Mundial de cálculos balísticos y de las matemáticas de las reacciones nucleares en el Proyecto Manhattan. Después de la guerra, seis de ellas fueron las responsables de crear los programas para ENIAC, el primer ordenador multipropósito. Como a ellas se les llamaba “computadoras” por dedicarse al cómputo de números, el aparato fue llamado “computer” en inglés. Esas primeras programadoras profesionales fueron Kay McNulty, Betty Snyder, Marlyn Wescoff, Ruth Lichterman, Betty Jean Jennings y Fran Bilas.

Mujeres en la ciencia

Como parte de la celebración del Día de la Mujer en la Ciencia hoy 11 de febrero, el blog colectivo Naukas ha preguntado a científicos y divulgadores sobre sus científicas favoritas.

A lo largo de los años, he escrito para "Territorios de la cultura" de El Correo y publicado en este blog varias biografías de científicas destacadas, desde la farmacóloga y Premio Nobel Gertrude B. Elion hasta la paleontóloga autodidacta Mary Anning; desde la astrónoma y descubridora de cometas Caroline Herschel, hasta la cosmóloga Cecilia Payne-Gaposchkin, que determinó que el hidrógeno es el elemento principal del universo. Hemos contado los logros de Barbara McClintock, revolucionaria de la genética, los de la muy reconocida física Marie Curie y los de la menos mencionada figura de la Ilustración Emilie du Châtelet, de la física Lise Meitner, descubridora de la fisión nuclear, y de la malograda Rosalind Franklin, cuya muerte impidió que recibiera el Nobel como codescubridora del ADN.

Nota en portada de The Washington Post del 15 de julio de 1962, informando
de que el heroísmo de Frances Oldham Kelsey había impedido, pese a muchas
presione, que llegara al mercado la talidomida. El escepticismo gana...
Pero mi favorita, si tuviera que elegir una, sería Frances Oldham Kelsey, farmacóloga cuyo rigor y determinación impidieron que se comercializara la talidomida en los Estados Unidos, pues consideraba que no se podía autorizar el medicamento sin estudios en mujeres embarazadas. Su firmeza ante las presiones que le exigían ceder no sólo salvó a miles de sufrir los defectos congénitos causados por el uso de la talidomida durante el embarazo, sino que cambió para siempre las normas, exigencias y regulaciones sobre la autorización de medicamentos.

El hashtag, por cierto, que se está utilizando es #WomenInSTEM, mujeres en ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas.

Fuegos artificiales

"Nocturno en negro y oro: cohete cayendo" de James McNeill Whistler.
(Imagen D.P. vía Wikimedia Commons)

Resulta asombroso ver una noche a miles, quizá millones de personas, observando asombradas la danza de colores, brillo y explosiones de los fuegos artificiales con los que las más distintas culturas humanas suelen celebrar hoy todo tipo de acontecimientos. Los rostros adquieren expresiones infantiles, sorprendidos por un dibujo en el cielo, por una explosión especialmente fuerte o por una lluvia de chispas de colores. Lo hemos sentido... los fuegos artificiales nos emocionan profundamente.

Sabemos que a pirotecnia nació en China entre el siglo VII y X de la Era Común gracias a la invención (probablemente por accidente) de la pólvora negra, una mezcla de carbón, azufre y nitrato de potasio y que al calentarse se quema muy rápidamente, produciendo una gran cantidad de gases. El carbón (que puede sustituirse por azúcar) es el combustible básico de la reacción, mientras que el nitrato de potasio sirve como oxidante (aporta oxígeno) que acelera la velocidad de quemado y el azufre favorece que la reacción de ambos sea estable, además de ser también combustible. Si tendemos una línea de pólvora en el suelo y la encendemos, vemos que se quema a gran velocidad. Si en lugar de ello la atrapamos en un espacio confinado, como un tubo de bambú, la súbita producción de gases provoca una explosión. En la recámara de un arma, claro, puede impulsar una bala.

En el siglo X ya se vendían fuegos artificiales de tubos de papel llenos de pólvora para celebraciones familiares. Apenas servían para producir explosiones o, con un extremo abierto, podían correr sin rumbo impulsados por los gases de la combustión. En el siglo XIII, esta forma de entretenimiento llegó hasta Italia, quizás por la ruta de la seda (hay quien le atribuye a Marco Polo el haberlos llevado a occidente) o quizas traída por la invasión mongola de Europa bajo el mando de Ogodei, el hijo de Gengis Khan.

En Italia, en especial en el renacimiento, los fuegos artificiales empezaron a parecerse a los que vemos hoy gracias a la invención del proyectil aéreo, un recipiente lleno de explosivos que se disparaba al aire con el impulso de la pólvora, como un cohete o un avión a reacción, y vuyo contenido detonaba al alcanzar cierta altura, dando un espectáculo mucho más atractivo. Modificando los compuestos explosivos, los “maestros del fuego” consiguieron efectos cada vez más variados: fuentes, ruedas, conos, velas romanas, bombas, candelas españolas, palmeras, crisantemos y muchos más.

Pero seguían trabajando con pólvora negra, primitiva y sencilla que, cuando mucho, se producía en distintos tamaños de grano para que su combustión fuera más lenta (granos grandes) o más rápida (granos finos) y cuyos colores eran el anaranjado, producto de las chispas de la pólvora negra, y el blanco de alguna raspadura de metal.

En la década de 1830, los maestros pirotécnicos empezaron a aplicar los conocimientos de la química y añadieron a sus trabajos artesanales nuevas sustancias. El clorato de potasio fue una innovación como oxidante mejor que el nitrato de potasio, que ardía más rápido y a una temperatura más alta. A esa temperatura, se podían añadir a la pólvora sales metálicas para producir chispas de distintos colores.

Cuando vemos las explosiones de fuegos artificiales estamos viendo la energía que emiten distintos metales al ser calentados por la pólvora en un fenómeno llamado “luminiscencia”. Estos metales se utilizan en forma de sales. Así como la sal de mesa es cloruro de sodio, que es un metal explosivo en su estado elemental, la pirotecnia utiliza carbonatos, cloruros, sulfatos, nitratos y otros compuestos para sus despliegues.

El color rojo se obtiene con sales de litio, mientras que si se añaden sales de estroncio tenemos un rojo más brillante. El anaranjado es resultado del añadido de sales de calcio, mientras que el amarillo se obtiene con sales de sodio, el verde con las de bario y el azul con las de cobre. Mezclando compuestos, además, se puede crear una paleta de colores mucho más amplia. Por ejemplo, al quemar al mismo tiempo sales de estroncio y de cobre obtenemos un color morado, igual que si mezcláramos pintura roja y azul.

Otros colores se obtienen mediante incandescencia, es decir, el brillo que emiten algunas sustancias al calentarse, como el color rojo del hierro a altas temperaturas. El dorado revela la presencia de hierro, mientras que al añadir copos de magnesio, titanio o aluminio se producen chispas de color blanco azulado o plateado. El magnesio y el aluminio se pueden añadir también a otros colores para hacerlos más brillantes.

Los maestros pirotécnicos pueden controlar a voluntad la altura a la que se producirán distintas explosiones, y el tiempo entre unas y otras que puede producir atractivos efectos. El misil o proyectil que lanza los fuegos al cielo (a diferencia de los que son proyectados como surtidores desde el suelo) tiene una sección de impulso y lleva, en la parte superior, una bomba con las “estrellas” o efectos que van a exhibirse en cada caso, y que suelen ser bolas comprimidas hechas de pólvora y las distintas sustancias que determinarán cómo estallará y con qué colores. Están hechos de un material explosivo más suelto y fino y cada uno de ellos puede estallar en distintos momentos, gracias a una o más mechas retardadas, calculadas para que hagan estallar los efectos a gran altura. Un proyectil puede incluso tener varios efectos distintos, empaquetados en compartimientos independientes y que se van disparando en secuencia.

El disparo de los fuegos artificiales puede hacerse a mano, pero hoy se suele utilizar un sistema de encendido eléctrico con un tablero desde el cual se van lanzando los distintos proyectiles para que los distintos efectos se sucedan con el ritmo dramático ideal según el diseñador del espectáculo. Un acontecimiento así, con cientos y miles de kilos de explosivos, apoyado en la química y en los más cuidadosos cálculos, mantiene de todas formas su esencia artística: si la estructura es correcta, si la ciencia se ha hecho bien, incluso si se acompaña con alguna música relevante, nos irá llevando de una emoción a otra aún más intensa a lo largo de su desarrollo... hasta entusiasmarnos al máximo en la traca final... Un fin de fiesta a años luz de los primeros petardos chinos hace más de mil años.

Pirotecnia en el arte

Son innumerables los cuadros que representan espectáculos pirotécnicos, el más famoso de los cuales es quizá el “Nocturno en negro y oro” del pintor estadounidense del siglo XIX James McNeill Whistler. En la música, destaca la “Música para los reales fuegos de artificio” compuesta por George Frideric Handel en 1749 para acompañar los solemnes fuegos artificiales que ordenó preparar y quemar el rey Jorge II para celebrar el final de la guerra de la sucesión austríaca.

¿Por qué es la gripe un adversario tan difícil?

Cubierta de proteína del virus de la gripe HRV14.
(Imagen DP Departamento de Energía de los EE.UU., vía Wikimedia Commons)
Es nuevamente esa época del año que identificamos con el frío, las fiestas, los excesos en las comidas... y también con los moqueos, toses, fiebres y malestares de la gripe, esa enfermedad causada por virus que la ciencia biomédica sigue sin poder vencer.

El hecho de que se trate de una afección vírica es ya en sí una primera indicación de cuál es el problema que enfrenta la ciencia. Hasta hoy no tenemos ninguna forma eficaz de curar las enfermedades producidas por virus, salvo por alguna excepción como es el caso de la hepatitis C. Podemos prevenir algunas mediante vacunas, motivo por el cual ante el ébola y otras enfermedades hay más esfuerzos buscando la vacuna que la curación. Podemos controlar algunos virus, como el VIH, responsable del SIDA. Y no nos servirán de nada los antibióticos, que pueden matar bacterias que nos atacan, pero no virus.

Pero en la vasta mayoría de los casos, si nos curamos de una afección causada por un virus es la labor del sistema inmune de nuestro cuerpo. De hecho, muchos de los síntomas más molestos de las gripes o resfriados, como la fiebre y el cansancio, son resultado de la acción de los mecanismos de defensa del cuerpo.

Cuando un virus entra en el cuerpo, lo más probable es que sea destruido por el sistema inmune. Si no fuera así, sufriríamos continuamente una multitud de enfermedades virales, ya que hay virus todo a nuestro alrededor. De hecho, hay más virus que ningún otro ser vivo... si aceptamos que los virus son seres vivos. Si lo son, son bastante peculiares. No tienen funciones respiratorias, digestivas o de movimiento, son solamente una capa de proteínas que cobija a una cadena de ARN o ADN y cuya única función es, al encontrar ciertas células vivientes, fijarse en su superficie e “inyectar” en ellas su material genético, el ARN o ADN. Este material genético funciona como un pirata que secuestra a la célula obligándola a invertir sus procesos metabólicos en la producción de miles y miles de copias del virus (de nuevo, la capa de proteínas y la cadena de material genético). Cuando se han agotado las capacidades de la célula, ésta estalla liberando a esos miles de virus, cada uno de los cuales está listo para encontrarse con otra célula y repetir el proceso.

No es difícil ver cómo, con unos cuantos ciclos de infección y liberación de copias del virus, el cuerpo puede sentir los efectos de la muerte de las células. Si las células son, como en el caso de la gripe, las de nuestro tracto respiratorio, tenemos todos los efectos comunes: moqueo, garganta irritada, tos. Lo que está ocurriendo en nuestro interior es una verdadera batalla colosal entre los virus y nuestro sistema inmune. Generalmente gana éste pero, en algunos casos, una gripe puede provocar la muerte.

Esta respuesta inmune permite que nuestro cuerpo adquiera inmunidad a esa cepa de ese virus. Las células encargadas de aniquilar a los intrusos en nuestro cuerpo “aprenden” cómo es ese virus y cómo destruirlo, lo que nos hace esencialmente resistentes a él en lo sucesivo. Este mecanismo es precisamente el que se aprovecha para generar vacunas, inoculando virus muertos o atenuados, o proteínas concretas, pero evocar esa inmunidad adquirida sin que tengamos que sufrir las enfermedades.

Gripe y resfriado, dos virus, dos enfermedades

¿Por qué hablamos de “gripe o resfriado”? Pues porque realmente no estamos hablando de una sola enfermedad, sino de al menos dos afecciones con síntomas parecidos, una más grave y ambas causadas por virus distintos. Y no solemos estar conscientes de ello.

El resfriado común es una molesta enfermedad que nos puede afectar en cualquier momento a lo largo del año con nariz moqueante o tapada, garganta dolorida, estornudos, fiebre no muy alta, tos, dolores de cabeza y cansancio leve, y suele desaparecer en una semana. Su causa es la gran familia de rinovirus (que significa virus de la nariz) humanos, que atacan todo el año, pero más frecuentemente al principio del otoño y al final de la primavera. Se conocen 3 especies de rinovirus y más de 99 tipos distintos dentro de ellas. Los rinovirus son responsables de aproximadamente la mitad de las enfermedades tipo gripe que se padecen en todo el mundo, y la infección con ellos es la más común de todas las enfermedades humanas. Son generalmente leves, aunque excepcionalmente pueden ser graves.

La gripe estacional, la que suele presentarse con el clima frío, es más grave, ya que además de los síntomas del resfriado la fiebre que provocan puede llegar a ser alta, y provocan escalofríos, dolores musuclares graves y fatiga intensa que puede durar hasta más de dos semanas. Los causantes son tres géneros de virus de la influenza o gripe, que pueden afectar a otras especies además de la humana. Pero los causantes de las pandemias de gripe son los virus del género A y B, que se clasifican de acuerdo con la presencia en su superficie de las proteínas hemaglutinina (H) y neuramidasa (N), con 18 subtipos de la primera y 11 subtipos de la segunda. Así, por ejemplo, los virus H1N1 fueron responsables tanto de la gripe española de 1918 y de la gripe porcina en 2009.

La prevención de la gripe se realiza por medio de vacunas que pueden proteger contra tres o cuatro de los más comunes subtipos A y B del virus. Estas vacunas ofrecen una protección que sin embargo no es tan amplia como la de otras vacunas. Además, debe renovarse anualmente, porque la de un año no nos protege contra la del siguiente. El arma del virus de la gripe para evadir nuestro sistema inmune es su capacidad de mutar, cambiar año con año las proteínas que lo recubren de modo que resulte otra vez una infección nueva para nuestras defensas naturales y para las obtenidas por medio de las vacunas.

Algunos antivirales tienen un efecto limitado sobre algunos tipos del virus de la gripe, pero en general tanto para el resfriado común como para la gripe, el único alivio son los antigripales que reducen los síntomas más molestos, el reposo y la paciencia. Salvo cuando se presentan complicaciones graves, que llevan a la muerte a más de 100.000 personas cada año.

Fríos y resfríos

Aunque tendemos a relacionar la gripe con el frío, esta correlación no es tal o, al menos, no se trata de que nuestras defensas, como se suele pensar, sean menos eficaces debido al frío. Los científicos manejan varias hipótesis: que el descenso en la humedad del ambiente favorece la transmisión del virus, el hecho de que en temporada de frío estamos más tiempo bajo techo y con otras personas, lo que favorece el contagio, y el que a bajas temperaturas el virus cree un mecanismo de protección que le permite sobrevivir más y mejorar sus probabilidades de infectar a otra persona. Abrigarnos, como recomienda mamá, no nos salvará de la gripe.