Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

El bulldog de Darwin

Thomas H. Huxley defendió a Darwin pese a no estar de acuerdo con todos los elementos de su teoría. Era un paso hacia el conocimiento que no podía permitir que se rechazara sin más.

Thomas Henry Huxley
(Foto D.P. de la National Portrait
Gallery of London vía Wikimedia Commons)
La escena que más claramente ha colocado a Thomas Henry Huxley en la percepción popular es el debate del 30 de junio de 1860 en el Museo Universitario de Historia Natural de Oxford con el cirujano y fisiólogo Benjamin Brodie, el botánico Joseph Dalton Hooker y el vicealmirante Robert Fitzroy, excapitán del "Beagle", legendario barco en el que Darwin reunió los datos para sus descubrimientos.

Curiosamente, Fitzroy se oponía virulentamente a las ideas de Darwin, y algunas de sus intervenciones se hicieron blandiendo la Biblia con enfado. Pero en leyenda, el centro del debate fue entre Huxley, el biólogo de las largas patillas, y Samuel Wilberforce, obispo de Winchester. El momento memorable ocurrió cuando el obispo, en un desdeñoso gesto retórico, le preguntó a Huxley si creía ser un mono a través de su abuelo o de su abuela. Nadie registró las palabras exactas de Huxley, pero quedó el sentido general de sus palabras: no se avergonzaba de tener un mono como ancestro, pero sí se avergonzaría de estar emparentado con un hombre que usaba sus grandes dones para oscurecer la verdad científica.

Thomas Henry Huxley había nacido el 4 de mayo de 1825, el séptimo de ocho hijos en una familia de recursos limitados. Su padre, profesor de matemáticas, no pudo darle escuela al joven Thomas, quien procedió a obtener una impresionante educación autodidacta que le permitió a los 15 años comenzar a ser aprendiz de médico y pronto ganarse una beca para estudiar en el mítico hospital de Charing Cross. Seis años después, Huxley embarcaba como cirujano asistente en el "Rattlesnake", una fragata de la marina destinada a cartografiar los mares que rodeaban a Australia y Nueva Guinea.

Durante el viaje, que le resultó enormemente penoso por las condiciones de las embarcaciones de la época, se ocupó en recoger y estudiar diversos invertebrados marinos, enviando periódicamente los resultados de sus observaciones por correo a Inglaterra, de modo que cuando volvió a casa tras cuatro años de viaje, ya se había ganado un lugar entre la comunidad científica y empezó a dedicarse a la divulgación y a la educación.

Después de la aparición de "El origen de las especies", dedicó buena parte de su trabajo a dar conferencias sobre la evolución, además de trabajar en paleontología y zoología práctica, y fue presidente de la Asociación Británica para el Avance de las Ciencias y de la Real Sociedad londinense. Pero fue también un divulgador convencido de que la ciencia se podía explicar a cualquier persona y un escéptico que no admitía ninguna idea sin bases sólidas, demostraciones y pruebas, fuera una proposición metafísica o la teoría de su amigo Darwin.

Murió en 1895 como uno de los más reconocidos científicos británicos de su época.

Cambiar de forma de pensar de acuerdo a los datos

Huxley estaba originalmente convencido de que no había cambios evolutivos, pensando que en el registro fósil se hallarían los mismos grupos de seres de la actualidad. Pero los datos que aportaba la realidad, desde el registro fósil hasta los estudios de Darwin, lo llevaron incluso a decir "Qué estúpido fui de no haberlo pensado".

Para 1859, Huxley estaba convencido de que las especies evolucionaban, pero dudaba que esto ocurriera mediante una sucesión de pequeños cambios, el llamado "gradualismo" que estaba en la base de la teoría de Darwin, y así se lo hizo saber. Pensaba que una especie podía aparecer completamente identificable a partir de una anterior sin pasos intermedios. Aún así, se vio impactado por "El origen de las especies".

El 23 de noviembre de 1859, al día siguiente de terminar de leerlo, le escribió una entusiasta carta a Charles Darwin que decía, entre otras cosas que aunque habrá perros callejeros que ladrarán y chillarán, "debe recordar que algunos de sus amigos como sea están dotados con una cantidad de combatividad (aunque usted la ha reprendido con frecuencia y de modo justo) pueden defenderlo con eficacia", para terminar diciendo "Me estoy afilando las garras y el pico para prepararme".

Darwin no era hombre de deabtes y enfrentamientos, de controversias y duelos verbales. Huxley, sin embargo, era un polemista brillante, agudo (demasiado agudo, llegó a decir Darwin) y que disfrutaba del enfrentamiento, así que se lanzó sin más a confrontar a los muchos detractores de Darwin.

Curiosamente "El origen de las especies" Darwin no había mencionado al ser humano que había sido centro del debate de Oxford. Aunque la inferencia era obvia, la había omitido, quizá ingenuamente, para no causar demasiado revuelo.

Fue, sin embargo, Huxley quien publicó en 1863 el primer libro que aplicaba los principios de la evolución a los orígenes de la especie humana, "Evidencia del lugar del hombre en la naturaleza". Algunos grandes científicos como Richard Owen, fundador del Museo Británico de Historia Natural y antievolucionista, habían afirmado que el cerebro humano contenía partes que no estaban presentes en otros primates, pero Huxley y sus colaboradores demostraron que anatómicamente no había prácticamente diferencias entre los cerebros humanos y los de otros primates.

Quizá la pasión y dedicación de Huxley, hicieron que se le distinguiera por encima de otros brillantes defensores de los descubrimientos de Darwin, como Joseph Dalton Hooker, el primer científico reconocido que había apoyado a Darwin públicamente apenas un mes después de la publicación de "El origen de las especies", y que también participó en el debate de Oxford, además de ser amigo, confidente y primer lector crítico de los manuscritos de Darwin.

Así, pese a que la relación entre Huxley y Darwin no estuvo exenta de roces, sus nombres quedaron unidos en la defensa de una idea esencial, aunque los detalles quedaran aún por definirse conforme avanzaba el conocimiento. Quizá parte de su sano escepticismo se vio satisfecho cuando un año antes de su muerte se enteró de que había sido descubierto el fósil entonces llamado "hombre de Java", hoy clasificado como Homo erectus, ancestro de nuestra especie.

Una familia singular

El zoólogo autodidacta Thomas Huxley fue la raíz de una familia de gran relevancia en el mundo de las ciencias y las letras. Su hijo Leonard Huxley fue profesior y biógrafo, entre otros, de su propio padre. Entre sus nietos destacan Julian Huxley, biólogo, divulgador y primer director de la UNESCO; Andrew Huxley, biofísico ganador del Premio Nobel en 1963, y Aldous Huxley, poeta y escritor autor de "Un mundo feliz". El más conocido descendiente de Huxley en la actualidad es Crispin Tickell, diplomático, ecologista y académico británico que es tataranieto del genio.

La ciencia de lavar las cosas

Jabones, arcillas, detergentes, aceites, ceniza... el ser humano ha hecho un continuo esfuerzo por mantenerse limpio creando en el proceso tecnologías e industrias diversas.

Jabones artesanales a la venta en Francia. Los antiguos
métodos de fabricar jabón siguen siendo válidos.
(Foto CC/GFDL de David Monniaux,
vía Wikimedia Commons)
Lavar la ropa, y lavarnos a nosotros mismos, parece una tarea bastante trivial. Agua, un poco de jabón o detergente, frotar o remover y la grasa, la suciedad y los desechos se van por el desagüe.

De hecho, a veces basta un chorro de agua para quitarnos, por ejemplo, el barro de las manos, dejándolas razonablemente limpias.

Pero cuando lo que tratamos de eliminar son grasas, el agua resulta bastante poco útil. El idioma popular por ello se refiere a cosas o personas incompatibles como "el agua y el aceite". Y aunque tratemos de mezclarlos agitándolos, no conseguiremos disolver el aceite en agua porque es un compuesto de los llamados hidrofóbicos, que repelen el agua, a diferencia de los que se mezclan con ella, los hidrofílicos.

Para unirlos necesitamos ayuda. Lo que llamamos jabón, o alguno de sus parientes cercanos, que son sustancias llamadas surfactantes porque reducen la tensión superficial de los líquidos.

Las moléculas de los surfactantes tienen dos extremos: una cabeza hidrofílica y una cola hidrofóbica. Los surfactantes forman diminutas esferas con un exterior hidrofílico y un centro hidrofóbico en el que se atrapan las grasas y aceites para poder ser enjuagados. Es la magia química que ocurre todos los días cuando fregamos los platos o lavamos la ropa y vemos cómo el aceite se disuelve en el agua gracias al detergente.

De hecho, parece muy afortunado que en un universo pletórico de suciedad, grasas, aceites, pringue y polvo, exista una sustancia capaz de lograr esta hazaña, convertida en puente entre lo que nos molesta y el agua que puede librarnos de ello.

Es de imaginarse que desde el invento de los textiles, o quizá desde que el hombre confeccionó sus primeras prendas con pieles, se buscó la forma de eliminar la suciedad. No tenemos informes de cuál era el equivalente de la lavadora para los hombres de antes de la era del bronce, pero la evidencia más antigua que hemos encontrado hasta ahora referente al jabón se halló en unas vasijas de barro babilónicas que datan del 2.800 antes de nuestra era, que contenían una sustancia similar al jabón, e inscripciones que muestran una receta básica para hacerlo hirviendo grasas con cenizas.

Pero no sabemos si los babilónicos usaban el jabón para lavarse o para otros fines, por ejemplo como fijadores del cabello. Sí sabemos, gracias a un papiro del 1550 a.N.E. llamado Ebers, que los antiguos egipcios mezclaban aceites animales y vegetales con diversas sales alcalinas para producir un material similar al jabón que se usaban como medicamento para la piel, pero también para lavarse.

A cambio, los griegos se bañaban sin jabón, utilizando bloques de arcilla, arena, piedra pómez y cenizas, para luego untarse el cuerpo de aceite y quitárselo con una herramienta llamada estrígil, mientras que la ropa se lavaba con cenizas, que tienen cierta capacidad de eliminar las grasas.

Diversas arcillas tienen también propiedades surfactantes y se han utilizado para lavar textiles. En los batanes de tela antiguos se solían utilizar lodos de distintas arcillas para agitar en ellos las telas y enjuagarlas. Al eliminar la arcilla, ésta se llevaba la grasa, la suciedad, los olores y los restos indeseables.

Según el historiador Plinio el Viejo, los fenicios del siglo VI a.N.E. hacían jabón con sebo de cabra y cenizas. Los romanos por su parte utilizaban orina como sustituto de la ceniza para fabricar jabón, que se usaba ampliamente en todo el imperio, aunque algunos seguían usando el aceite de oliva por distintos motivos. Por ejemplo, el sudor con aceite de oliva que los gladiadores más famosos se quitaban con el estrígil se vendía al público como hoy se pueden vender souvenirs de atletas o estrellas musicales.

La palabra "jabón" en sí se origina, según Joan Corominas, en la palabra latina "sapo", que procede del germánico "saipón", nombre que distintos grupos supuestamente bárbaros daban al jabón, que producían a partir de grasas animales y cenizas vegetales.

Otra opción de limpieza eran unas veinte especies de plantas que hoy conocemos como "saponarias" y que contienen una sustancia, la saponina, que produce espuma cuando se agita en el agua. Se han utilizado como jabón o como ingredientes del jabón en distintos momentos de la historia.

Pero el jabón era caro y su producción compleja. Hasta fines del siglo XIX no estaba al alcance de las grandes mayorías. Nuevos métodos de producción descubiertos por los químicos franceses Nicholas LeBlanc, primero, y Michel Eugene Chevreul después, redujeron notablemente el precio de producción del jabón.

De hecho, Chevreul fue quien explicó la naturaleza química del jabón, que hoy podemos definir como sales de ácidos grasos, que se producen debido un proceso conocido precisamente como "saponificación" y que ocurre cuando un aceite o grasa se mezcla con una sustancia fuertemente alcalina (como la ceniza o la lejía). Al hervirse juntos, de las grasas se descomponen, se separan en ácidos grasos y se combinan con la sustancia alcalina en una reacción química que produce jabón y glicerina.

No hubo más novedades en el jabón salvo por refinamientos en su producción, añadiendo perfumes, haciéndolo más suave (para el cuidado personal) o más fuerte según las necesidades, quitando la glicerina en todo o en parte, usando distintos tipos de grasas y álcalis.

Después de la Primera Guerra Mundial, la escasez de grasas utilizadas para fabricar jabón en Alemania estimuló la creación, en 1916, de los detergentes artificiales comerciales, sobre los cuales se había estado experimentando desde mediados del siglo XIX en Francia.

El detergente, como todo nuevo desarrollo, tiene sus desventajas. Desde que se generalizó su uso en la década de 1940, se convirió en un problema ecológico relevante, principalmente porque sus componentes permanecían en el medio ambiente. A partir de la década de 1970 surgieron los detergentes biodegradables, que resolvían parte del problema pero causaban otros debido a la presencia de fosfatos. Actualmente empiezan a extenderse los detergentes sin fosfatos, más amables con el medio ambiente.

¿Funciona mejor con agua caliente?

Todo el que haya tratado de fregar platos o ducharse con agua fría sabe que los jabones y detergentes funcionan mejor con agua caliente. Esto se debe a que la alta temperatura funde las grasas y aceites, ayudando a despegarlos del sustrato. Sin embargo, en los últimos años se han desarrollado detergentes que funcionan perfectamente en agua fría y en lugares como Japón son los más comunes... pero su aceptación ha sido lenta porque estamos convencidos de que con agua caliente lava mejor.