Fonógrafo de Edison (Fotografía de Norman Bruderhofer) |
Sabemos lo que pensaron las culturas antiguas gracias a que dejaron escritas sus ideas, sus crónicas, sus creencias y sus reflexiones. De hecho, a la época anterior a la existencia de los registros escritos la consideramos “prehistoria”. Sabemos también lo que esculpieron, lo que pintaron, lo que construyeron, al menos parcialmente, las culturas ancestrales.
Pero no podemos escuchar los sonidos del pasado más allá de una grabación realizada en 1888 con el fonógrafo creado por Edison. De la música anterior a ese momento, no tenemos más que una idea más o menos imprecisa.
La única forma de preservar la memoria musical antes de grabar la música era utilizar un sistema de símbolos que representaran las distintas características de la música, sus notas, su ritmo, su sonido. Es lo que llamamos “notación musical” y su primer ejemplo es una tableta cuneiforme de hace unos cuatro mil años, procedente de la ciudad de Nippur, en lo que hoy es Irak. Muchas culturas lo intentaron en distintos momentos, pero la mayoría de las formas de notación eran insuficientes e imperfectas.
El desafío era tal que llegó a desesperar a teóricos como el arzobispo del siglo VI-VII Isidoro de Sevilla, dueño de una enorme pasión por la música y quien creía que las leyes de la armonía regían todo el universo, pero que concluyó con desánimo que era imposible hacer una notación musical precisa. Pasaron unos 400 años antes de que Guido d’Arezzo, monje benedictino italiano, desarrollara los principios de la notación que utilizamos hoy, con un pentagrama dónde escribir las notas, su duración, el ritmo, las armonías y todo lo necesario para reproducir la música.
Gracias a esta revolucionaria notación, conocemos las composiciones a partir del siglo XI. Tenemos, por ejemplo, las partituras de Nicolo Paganini. Pero ignoramos cómo las interpretaba, cuáles eran los sonidos de su virtuosismo, que le ganó la admiración de sus contemporáneos.
En 1857, el impresor francés Édouard-Léon Scott de Martinville trató de reproducir el oído humano con un aparato que registrara visualmente el sonido usando una membrana elástica y lo transmitiera para accionar una aguja que dibujaba el movimiento en una superficie cubierta de hollín. Poco después, el también francés Charles Cros propuso que la aguja grabara o estriara una superficie metálica, de modo que al hacer pasar la aguja sobre los surcos, la membrana vibrara reproduciendo el sonido. Sobre estas bases, en 1877, Thomas Alva Edison creó el fonógrafo, el primer grabador reproductor de sonido.
Y en 1888, el 29 de junio, un agente de Edison grabó “Israel en Egipto”, de Georg Friedrich Handel, interpretado en Londres, una grabación que aún existe.
Los cilindros de cera de Edison se vieron sustituidos por los discos fonográficos inventados en 1888 por Emile Berliner. El proceso mecánico de reproducción se perfeccionó y en 1920 pasó a ser eléctrico, utilizando el micrófono que el mismo Berliner había inventado para la transmisión telefónica y una serie de dispositivos electrónicos para captar el sonido con mayor fidelidad. Los músicos interpretaban sus melodías ante micrófonos y grababan un disco maestro del cual se obtenía un vaciado invertido en platino, que se usaba entonces para imprimir muchos discos iguales en vinilo.
La siguiente evolución fue la cinta magnética para capturar el sonido y a partir de él crear el disco maestro. Aunque se inventó en 1898, sólo se empezó a usar en 1932 y no se comercializó sino hasta fines de la década de 1940. Con la cinta magnética, la grabación de música se volvió más sencilla. Y en 1957, la experiencia del disfrute musical se incrementó con la aparición de los discos estereofónicos, capaces de reproducir distintos sonidos (instrumentos, voces) en dos canales y dos altavoces.
Para el ciudadano común hasta mediados de la década de 1980 la música vino en discos de 30,5 cm de diámetro hechos de vinilo negro (salvo algunas excepciones de color) que giraban a 33 1/3 revoluciones por minuto y podían reproducir unos 25 minutos de sonido en cada uno de sus dos lados. Eran los discos de larga duración. La opción eran discos de 18 cm que giraban a 45 revoluciones por minuto y ofrecían una canción por lado, que se vendían por el atractivo de una de las canciones, mientras que la otra, en el “lado B” era considerada de relleno.
La cinta magnética llegó al ciudadano común como forma de reproducción en forma de “cassette”, una cajita de plástico con dos carretes y cinta capaz de contener 30, 60 o 90 minutos de música. Fue eficaz competidora de los discos de vinilo desde fines de la década de 1970 hasta el principio de la de 1990, impulsada por el primer sistema de reproducción portátil individual, el Walkman, abuelo del moderno reproductor MP3.
Con el avance de los ordenadores, el siguiente paso lógico era capturar y reproducir la música digitalmente, un sistema que llegó al público mediante el disco compacto o CD, capaz de almacenar cualquier tipo de información y, en audio, hasta 90 minutos de música. A fines de la década de 1980, el CD de audio empezó a desplazar a los discos de vinilo y a los audiocassettes, ofreciendo además la posibilidad, por primera vez, de copiar la música sin perder calidad, algo que no se podía lograr con los sistemas analógicos.
El formato digital utilizado en el CD conserva toda la información de la grabación original y los archivos resultan muy grandes, de modo que se propuso comprimir esos archivos con una pérdida selectiva e indetectable de parte de la información. Lo logró el estándar de compresión de audio actual, el MP3, que reduce los archivos de música a una onceava parte del tamaño original, permitiendo el desarrollo de los reproductores portátiles omnipresentes.
Por primera vez, nuestra cultura tiene memoria musical precisa para perpetuar a grandes virtuosos, trátese de Yitzakh Perlman o Yngwie Malmstein, y cada uno de nosotros puede disfrutar de su música favorita como nunca lo hicieron nuestros ancestros… un trascendente hecho cultural y una hazaña tecnológica al servicio de nuestro placer auditivo.
El vinilo y el CDEntre los audiófilos no hay tema más candente que la comparación entre la calidad de los discos de vinilo y a de los CD. Aunque técnicamente los datos favorecen la calidad de la música reproducida digitalmente, esto no basta para convencer a los amantes del vinilo. Lo único seguro es que, inevitablemente, reproducir un disco de vinilo lo degrada un poco cada vez, mientras que la música reproducida digitalmente no pierde información sin importar cuántas veces se reproduzca, lo cual no deja de ser una consideración importante. |