Fue René Descartes quien en el siglo XVII por primera vez propuso que el cerebro era una máquina que se encargaba de controlar las funciones del cuerpo y el comportamiento en los animales. Como hombre religioso, consideró que esa máquina era operada, en el hombre, por la mente, un ente inmaterial que no respondía a las leyes naturales.
Pese al problema filosófico que planteaba esta dicotomía mente-cuerpo, la visión de Descartes abrió el camino a la investigación sobre el cerebro y sus funciones.
El problema del estudio del cerebro era muy distinto al de otras partes del cuerpo humano, porque su observación directa, su anatomía o su fisiología no ofrecían prácticamente ninguna información sobre su funcionamiento, como sí lo hacen la observación y disección de otros órganos.
Por ello, las lesiones cerebrales fueron durante largo tiempo la única forma de estudiar la relación entre forma y funcionamiento de esa masa rosada de kilo y medio o dos kilos de peso y formada por 100.000 millones de neuronas que es el cerebro o encéfalo. Así, a mediados del siglo XIX el francés Paul Broca pudo determinar al trabajar con pacientes que padecían lesiones cerebrales que la capacidad de hablar se localiza en el lóbulo frontal del cerebro, en la hoy conocida como área de Broca. Para 1890, el trabajo con otros pacientes con lesiones en el lóbulo occipital (la parte más trasera de nuestro cerebro) permitió al neurólogo sueco Salomon Henschenn identificar allí el centro de la visión.
En el siglo XX, la investigación y las nuevas técnicas de observación fueron dibujando un mapa tremendamente complejo del cerebro, donde su actividad dependía de que ciertas sustancias, verdaderos mensajeros químicos llamados neurotransmisores, recorrieran el camino entre dos neuronas, en el punto donde se comunican pero no se tocan, llamado sinapsis, separadas por el espacio sináptico identificado por Santiago Ramón y Cajal.
Estas sustancias resultaron uno de los más complejos acertijos de la fisiología, y su estudio ayudó a poner en marcha lo que hoy conocemos como neurociencias: el estudio del sistema nervioso desde diversos puntos de vista, desde el conductual hasta el químico, desde el anatómico hasta el genético, tratando de armar el rompecabezas del aparato con el que percibimos, sentimos, pensamos y actuamos, desde la transmisión de un impulso entre dos neuronas hasta un comportamiento complejo como la solución de problemas matemáticos, desde el aspecto evolutivo hasta una función tan elusiva como la memoria.
Poco a poco, la imagen del cerebro se va aclarando… y complicando a la vez, porque el cerebro ha demostrado ser un órgano mucho más plástico o flexible de lo que imaginábamos.
Si antes se pensaba que las neuronas no se reproducían, las investigaciones ahora apuntan a que sí existe producción de nuevas neuronas en los humanos adultos. La comprensión de los elementos que favorecen o inhiben la producción de neuronas, así como las posibilidades de cultivarlas, abren amplias avenidas de investigación para el tratamiento de enfermedades neurodegenerativas o de lesiones nerviosas graves como las que producen parálisis, además de entender cómo ciertas sustancias pueden dañar o favorecer ciertas conductas y funciones, como la adicción a sustancias psicogénicas o la capacidad matemática.
Pero no son las nuevas neuronas las que dan su mayor flexibilidad al cerebro, sino las conexiones entre neuronas y las redes que crean, su capacidad de intercomunicación, las que parecen guardar la clave de nuestras funciones cognitivas. Una sola neurona puede tener miles de sinapsis con otras tantas neuronas, formando complejos entramados. Cuando aprendemos algo, por ejemplo, empezamos adquiriendo una memoria a corto plazo que forma patrones temporales de comunicación entre neuronas, mientras que la memoria a largo plazo implica la creación de nuevas conexiones entre neuronas. La forma en que esas conexiones codifican lo que para nosotros puede ser la memoria de una canción, del olor de una fruta o de una experiencia del pasado sigue siendo un misterio cuya solución no parece cercana.
Los propios neurotransmisores son apenas comprendidos. Algunos excitan a la neurona a la que se unen, mientras que otros inhiben la actividad de esas neuronas. Sabemos que algunos neurotransmisores están relacionados con ciertos aspectos psicológicos y conductuales, pero la imagen dista mucho de ser clara. Por ejemplo, el primer neurotransmisor identificado, la acetilcolina, tiene relación con aspectos tan distintos como el movimiento voluntario, el aprendizaje, la memoria y el sueño; un exceso de esta sustancia está asociado con la depresión y una carencia de ella en cierta zona del encéfalo llamada hipocampo se ha asociado a la demencia o pérdida de la memoria.
Del mismo modo, con frecuencia hablamos de una “subida de adrenalina”, que está implicada en la energía y el metabolismo de la glucosa, y cuya carencia se asocia también a la depresión. O leemos algo sobre las endorfinas, neurotransmisores que se libera en situaciones tan diversas como el ejercicio, la excitación, el dolor, el consumo de comida picante, el amor y el orgasmo y cuyo funcionamiento exacto desconocemos.
El neurocientífico de la Universidad de Duke, Scott Huettel, ha afirmado que el cerebro humano es “el objeto más complejo del universo conocido… su complejidad es tal que los modelos simples son poco prácticos y los modelos complejos son difíciles de comprender”. La simplificación en la cultura popular que pretende que ciertos neurotransmisores provoquen ciertos resultados de modo mecánico, sin embargo, son imprecisas. Así, si no sabemos exactamente cómo funcionan las endorfinas, quienes afirman que se liberan más o menos endorfinas con tales o cuales alimentos o prácticas, y que eso es bueno o malo pretenden que sabemos mucho más de lo que la ciencia ha descubierto hasta hoy, sin admitir que las neurociencias todavía tienen su mayor camino por recorrer, probablemente como la disciplina más relevante del siglo XXI, del mismo modo en que la física dominó el siglo pasado.
El desafío se complicaAdemás de los 100.000 millones de neuronas que activamente transmiten impulsos nerviosos, nuestro cerebro tiene entre 10 y 50 veces más células gliales, que durante mucho tiempo se pensó que eran sólo aislantes entre las neuronas. Ahora se ha descubierto que estas células no sólo se comunican entre sí, sino que alimentan y protegen a las neuronas, y regulan la transmisión de impulsos entre éstas de un modo que aún no entendemos. Lo que multiplica entre 10 y 50 veces el desafío de las neurociencias. |