Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

La civilización del fuego... en el siglo XXI

El ser humano ha obtenido su energía quemando combustibles durante 2 millones de años y ha sido totalmente dependiente de ellos. El desafío hoy es obtener energía de otro modo.

La revolución industrial y su quema de carbón vistos
por el pintor Gustave Courbet.
Siempre que se menciona el descubrimiento del fuego es útil recordar que en ese momento comenzó nuestra dependencia de los combustibles, fuentes de energía que hoy siguen siendo uno de los grandes temas sociales, políticos y económicos.

Hay algunas evidencias, en excavaciones arqueológicas en Kenya, de que el Homo erectus ya tenía dominio del fuego hace dos millones de años. Y las primeras pruebas incontrovertibles de uso del fuego se remontan a hace 250.000 años.

El fuego, además de alejar a los depredadores en la noche y dar calor en climas no amables para el ser humano, permitió además cocinar los alimentos, actividad que, según Richard Wrangham, autor de La captura del fuego: Cómo cocinar nos hizo humanos, nos permitió aprovecharlos mejor, en especial la carne, sin exigirnos evolucionar características de los depredadores, como aparatos digestivos más largos y dientes adaptados para desgarrar. Esto nos dio las calorías excedentes necesarias para que creciera y se desarrollara nuestro cerebro, que utiliza casi una cuarta parte de la energía que gastamos.

A partir de ese momento, en todas las culturas humanas una de las actividades fundamentales fue la obtención de combustible para el fuego.

Pero aunque la biomasa o materia orgánica (principalmente leña de madera o bambú) fue el combustible dominante hasta el siglo XVIII, no fue el único. La grasa animal, natural o derretida para convertirla en sebo ya se usaba hace alrededor de 70.000 años, de cuando proceden las primeras lámparas: objetos cóncavos naturales que se llenaban con musgo o paja empapados en sebo. Con estas lámparas se iluminaban en las cuevas los creadores de pinturas rupestres, como lo evidencian las 130 que se han encontrado en Lascaux. El sebo siguió usándose en antorchas, en lámparas y en un invento de los romanos: las velas dotadas con una mecha que servía para ir derritiendo el sebo al mismo tiempo que lo absorbía y lo iba quemando.

Al sebo animal se unió después el aceite vegetal. La primera referencia del aceite de oliva, el primero que se produjo, data del 2400 antes de la Era Común, en unas tablas de arcilla halladas en Siria que enumeran las enormes plantaciones de olivos y las reservas de aceite que tenía la ciudad-estado de Ebla: 4.000 grandes jarras de unos 60 kilogramos de aceite cada una para la familia real y 7.000 para el pueblo. Para llegar aquí, podemos suponer que la producción de aceite de oliva llevaba ya tiempo institucionalizada como actividad. Y los restos de hollín dentro de las tumbas, pirámides y otras edificaciones de Egipto nos dicen que su interior se iluminaba con lámparas de aceite que se colgaban de las paredes.

El carbón mineral tiene también una historia de más de 3.000 años, cuando hay referencias de que los chinos lo utilizaban. Para el siglo IV antes de la Era Común, el científico griego Teofrasto ya escribe sobre el uso del carbón como fuente de calor muy eficiente para el trabajo en metales. Además de su uso en la metalurgia, los romanos los utilizaron para calentar los baños públicos.

Aunque la recolección de miel ya aparece en pinturas rupestres que datan de hace 6.000 años, la cera se generalizó como combustible apenas en la Edad Media como sustituto del sebo en las velas. Pero era escasa y costosa, así que las grasas animales (incluida la de ballenas o focas), los aceites vegetales, el carbón y la biomasa fueron los principales combustibles con los que el ser humano se las arregló hasta el siglo XIX (salvo algunas excepciones, como los documentos que hablan de que en China se llegó a recolectar gas natural en odres para quemarlo).

A mediados del siglo XVIII empezó a desarrollarse en Inglaterra la serie de acontecimientos conocidos como la revolución industrial, alimentada principalmente por el carbón, que aportaba el abundante calor necesario para accionar las nuevas máquinas de vapor. El gas que acompañaba al carbón en sus yacimientos se empezó a utilizar para la iluminación hacia 1792, y muy pronto la mayoría de las ciudades importantes de Estados Unidos y Europa tenían iluminación de gas en sus calles.

El combustible que acciona esencialmente al siglo XXI, el petróleo, era conocido desde la prehistoria, cuando el betún o asfalto ya se utilizaba como adhesivo para fijar puntas de flecha en sus ástiles, y ha sido empleado como adhesivo, material impermeabilizante de barcos y tejados, para conservar momias e incluso como presunto medicamento. Pero ni el asfalto ni el petróleo crudo que ocasionalmente se encontraba a flor de tierra fueron utilizados como combustibles hasta el siglo XIX, cuando empezó a perforarse para buscarlo y aprovechar la popularidad de la lámpara de queroseno lanzada en 1853.

La aparición de la electricidad y los motores a explosión en autos, trenes, barcos, fábricas y aviones disparó la utilización de los combustibles de origen fósil, es decir, producto de la transformación de materia orgánica del pasado de la vida en el planeta. Su predominio es notable pese a que al quemarse emiten sustancias nocivas y además generan grandes cantidades de bióxido de carbono que, según el consenso de los expertos del clima, contribuye claramente al cambio climático.

De ahí que se haya vuelto la vista a otras fuentes de energía no combustibles, todos ellos ya conocidos desde la antigüedad. El agua, empleada en Mesopotamia y Egipto desde el año 4000 a.E.C. para irrigación, y después utilizada para accionar molinos y otras máquinas; el viento, usado desde el año 200 a.E.C. en Mesopotamia para accionar molinos y que se generalizó en Europa en el siglo VIII, y la energía solar, empezaron a utilizarse para generar electricidad todos a fines del siglo XIX: turbinas aerogeneradores y placas solares no son, pues, inventos tan recientes. El siglo XIX vio también los primeros usos de la biomasa para producir otros combustibles. La única fuente de energía nueva del siglo XX fue, en realidad, la nuclear, las reacciones de fisión controlada que producen calor para hacer vapor que mueva turbinas.

Lo que es novedoso, en todo caso, es el aumento en la eficiencia de las fuentes de energía alternativas, y que las convierte en la esperanza para independizar a la humanidad de los combustibles y que, al cabo de dos millones de años, o más, deje de ser la especie que quema cosas para vivir.

Los números del desafío de la energía

En 2009, el 40% de la energía mundial provenía del carbón, 21% del gas, 17% era hidráulica, 14% nuclear, 5% de petróleo y sólo 3% de las llamadas renovables. Y el consumo de energía en el mundo ha crecido casi 50% sólo desde 1990.