Los 23 pares de cromosomas humanos que albergan todo nuestro legado de ADN. (Imagen CC de By LoStrangolatore, vía Wikimedia Commons) |
En 2003 se anunció, con gran revuelo en los medios, que se había logrado secuenciar el genoma humano, el primer paso para entender cómo heredamos y desarrollamos nuestras características genéticas.
El genoma es el total de la información genética de un organismo. En nuestro caso, está codificada en el ADN de sus 23 pares de cromosomas y una pequeña cantidad de ADN en los organelos celulares llamados “mitocondrias”. La “secuencia” del genoma es conocer la serie de bases o letras (adenina, guanina, timina y citosina, denotadas por sus iniciales A, G, T y C) que hay en sus cromosomas. Esto significa sólo que conocemos las letras y las palabras, que son los genes (entre 20.000 y 25.000 de ellos) pero su significado aún es en gran medida un misterio vigente desde que el hombre se preguntó por primera vez por qué los seres vivos son como son.
La genética de los griegos
El reto de conocer la forma en que se lleva a cabo la herencia de los caracteres ya preocupaba a los griegos de la antigüedad clásica. Cierto, los animales y las plantas se criaban para reproducir los atributos deseables, pero esto dejaba en pie el acertijo de qué origen tenía la forma de los seres vivos, por qué unos tenemos los ojos o el cabello de un color u otro.
Eurípides imaginó que hombre, el padre, aporta las características esenciales de la descendencia, mientras que la madre es la vasija en la cual esa descendencia crece hasta su nacimiento. Hipócrates, por su parte, decía que distintas partes del cuerpo producían semillas que se transmitían a la descendencia en la sangre, una visión que prevalece en nuestro lenguaje a través de conceptos como “sangre azul”, “purasangre” o hablar de un hijo como “sangre de mi sangre”.
La aportación más relevante fue la de Aristóteles, quien se distinguió al mismo tiempo por observar con cierto rigor el mundo a su alrededor, y al mismo tiempo por que una vez que se convencía de que algo era razonable lo asumía como verdad sin contrastarlo con observaciones (es famosa su declaración de que la mujer tiene menos dientes que el hombre, sin haber contado las piezas dentales de ninguna de sus dos esposas).
Aristóteles observó los estadios de desarrollo de embriones de pollos y concluyó que la forma final del pollo (lo que llamaríamos la expresión de sus genes) iba apareciendo poco a poco a partir de una masa informe que, creía, resultaba de la mezcla del semen del padre y la sangre menstrual de la madre. Esta teoría se llamó “epigenética” (palabra que hoy denota más bien la expresión de los genes en función del medio ambiente, lo cual puede alimentar cierta confusión).
Ante la epigenética se alzó eventualmente el preformacionismo, que ya había descrito también Aristóteles, aunque no lo favorecía, según el cual todos los seres están ya formados desde la creación y lo que hay en los fluídos seminales de machos y hembras son versiones de la misma especie en miniaturas invisibles al ojo humano.
Incluso, algunos de los primeros microscopistas aseguraban que veían, en los espermatozoides, diminutos hombres y mujeres. Esta teoría aseguraba que todos los seres vivos se crearon al mismo tiempo y llevaban dentro pequeñas versiones de sí mismos que serían nuestros hijos y que a su vez tenían ya hombrecitos aún más pequeños que serían nuestros nietos, en un infinito juego de matrioshkas rusas, llegando a afirmar que toda la humanidad, incluida la del futuro, estaba ya en los ovarios de Eva.
Llega la ciencia
Mientras tanto, a principios del siglo XIX, el monje austriaco Gregor Mendel, trabajando con guisantes en el huerto de su abadía, descubrió que las características, o al menos algunas de ellas, se heredaban de acuerdo a las que hoy llamamos Leyes de la herencia de Mendel. Desveló que todos los individuos poseen un par de genes para cada una de sus características particulares, y que cada uno de los padres transmite a cada descendiente una copia seleccionada al azar de uno de los dos genes de su par.
El conocimiento de los descubrimientos de Mendel no llegó a uno de los hombres que mejor los podía haber aprovechado: Charles Darwin, quien pese a desarrollar la teoría de la evolución murió sin saber cómo se heredaban las características que, según su teoría, eran sujeto de la variación y selección natural. Darwin incluso hizo experimentos similares a los de Mendel, pero le preocupaba más la forma en que las variaciones se acumulaban al paso del tiempo que cómo se expresaban de una generación a la siguiente.
Los descubrimientos de Mendel fueron olvidados hasta 1900, cuando se redescubrieron como una revolución sobre la cual el biólogo estadounidense Thomas Hunt Morgan, trabajando con moscas de la fruta en experimentos de herencia, demostró en un legendario artículo de 1911 en la revista “Science” que algunas características heredadas estaban vinculadas al sexo, que por tanto se transmitían en los cromosomas sexuales y, razonó Morgan, quizá los demás genes eran transportados también en los otros cromosomas. Este descubrimiento le valio el Nobel de Medicina en 1930.
Fue en ese mismo año cuando, podríamos decir, nació la biología moderna en toda su amplitud, cuando el biólogo británico Ronald Aylmer Fisher publicó su libro “La teoría genética de la selección natural” que unía la teoría de la evolución mediante la selección natural de Darwin con los estudios de Gregor Mendel.
Sobre esas bases y a partir de la descripción de la molécula de ADN obtenida por James Watson, Francis Crick y Rosalind Franklin, se emprendió el camino para secuenciar el genoma humano, identificando en el proceso algunos genes que influyen en ciertas características concretas. Así, sabemos que dos mutaciones en el gen denominado FGFR3 son responsables del enanismo acondroplásico.
Pero aún queda mucho por saber. La idea simplista de que cada característica tiene un gen determinado se ha visto desbancada por el conocimiento de que somos como somos debido a un delicado juego de interrelaciones entre muchos genes, incluso algo tan aparentemente sencillo como el color de los ojos no depende de un gen, sino, cuando menos, de seis de ellos. La interrelación entre los genes y los procesos bioquímicos, y cómo su codificación se convierte en un ser completo, mantendrá ocupados a los científicos durante muchos años.
Lo que falta del genomaEn realidad el genoma humano no se ha secuenciado en su totalidad, pues falta algo más del 7%. Los métodos actuales no permiten desentrañar las zonas centrales de los cromosomas, que son altamente repetitivas, así como los extremos, llamados telómeros, entre otros espacios en blanco que esperan la aparición de nuevas y mejores técnicas para rellenarse. |