Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

Nuestro mundo por dentro

Vivimos, sin siquiera darnos cuenta, en la superficie de un planeta turbulento, en el que operan fuerzas colosales de presión, temperatura y movimiento.

Ilustración a partir de un original GNUFDL de Matts Haldin
(vía Wikimedia Commons)
Es muy probable que allí, donde quiera que usted esté, no sepa que se encuentra sobre un material tan caliente como la superficie del sol. Justo debajo de sus pies.

Incluso quizá más caliente.

Para su fortuna, usted está aislado de ese calor, que los científicos calculan hoy en alrededor de los 6.000 grados centígrados. Porque ésa sería la temperatura del núcleo más interno de la Tierra, el centro, del que nos separan unos 5.300 kilómetros de capas de distintos materiales que conforman un planeta que nos resulta casi un desconocido.

Aún no conocemos todos los rincones de la superficie del planeta, y mucho menos sus océanos, como decía Jacques-Yves Cousteau, sabemos más del espacio exterior que de los océanos que cubren más del 70% de la Tierra. Y aún más preguntas encierra el interior del planeta, que sólo conocemos indirectamente.

Los antiguos imaginaron la Tierra como una masa sólida de roca con un interior hueco o, cuando menos, con una enorme cantidad de espacio en su interior, que pudiera albergar ciudades, reinos y mundos enteros: el inframundo griego, el infierno cristiano, la mítica ciudad de Shambalah de los tibetanos o el tenebroso Mictlán o tierra de los muertos de los aztecas, creencias sustentadas en la existencia de cavernas que parecían estar a gran profundidad. Pero no lo estaban. La más profunda conocida es la de Krubera, en la República de Georgia, con unos 2.190 metros de profundidad.

Aunque para fines del siglo XVIII ya los geólogos consideraban inviable que nuestro planeta tuviera espacios vacíos en su interior, la fantasía siguió considerando la posibilidad, como en la novela “Viaje al centro de la Tierra” de Julio Verne, publicada en 1864.

Como las capas de una cebolla

Hoy sabemos que la Tierra tiene un radio medio de unos 6.370 kilómetros, que sería la longitud del pozo que necesitaríamos para llegar a su mítico centro. Mucho más que el pozo más profundo jamás perforado para investigación científica, el llamado Kola SG-3, en la península de Kola, en Rusia que en 1989 superó los 12 kilómetros. Desde entonces, algunos pozos destinados a la explotación petrolera han llegado un poco más hondo... pero no más de 0,187% del radio del planeta

Este agujero, perforado con tantos esfuerzos, es minúsculo incluso en la capa más superficial de la Tierra, la corteza, en la cual vivimos todos los seres terrestres. Tiene un espesor de entre 10 kilómetros en las cuencas océanicas y 70 kilómetros en suelo seco. Pero, además, no es una superficie uniforme, sino que está dividida en diversas placas que, como piezas de un rompecabezas en movimiento, “flotan” sobre la astenosfera, que es la parte más superior del manto terrestre, la siguiente capa viajando hacia el centro. Estas placas tectónicas están en constante, aunque muy lento movimiento, chocando entre sí, a veces hundiéndose una debajo de otra hacia el manto (un proceso llamado subducción), y provocando terremotos. Este movimiento ha sido además el responsable de los cambios que los continentes han experimentado a lo largo de la historia del planeta.

La astenosfera es una capa muy caliente y, por tanto, suave, viscosa y flexible, de unos 180 kilómetros de espesor. Es parte del manto superior, que en conjunto mide 600 kilómetros. Debajo de él está el manto inferior, con unos 2.700 kilómetros de espesor. Contrario a lo que se cree comúnmente, el manto no es líquido, sino fundamentalmente sólido, formado por rocas calientes suaves con una textura como la de una plastilina más viscosa. Estas rocas están formadas principalmente por óxidos de silicio (sílice, la arena común) y de magnesio, además de pequeñas cantidades de hierro, calcio y aluminio. En el manto hay algunas bolsas de roca totalmente fundida, el magma, que en determinadas circunstancias puede salir a la superficie en forma de lava en las erupciones volcánicas.

Debajo del manto se encuentra el núcleo, que también se divide en dos secciones, el núcleo exterior y el interior. El núcleo exterior tiene unos 2.200 kilómetros de espesor y está formado por níquel y hierro líquidos a una temperatura de entre 4.500 y 6.000 grados. Las diferencias en presión, temperatura y composicion de este océano metálico provocan corrientes de convexión, es decir, movimientos del material hacia arriba y hacia abajo, del mismo modo en que lo hace el agua en una olla de agua en ebullición. Estas corrientes en ocasiones podemos verlas en el movimiento circular entre la superficie del agua y el fondo de la olla que exhiben algunos ingredientes.

El flujo del hierro líquido en las corrientes de convexión del núcleo exterior genera corrientes eléctricas que, a su vez, son los que generan el campo magnético de la Tierra en un proceso que se conoce como “geodinamo”. El campo magnético producido por el núcleo exterior nos protege del viento solar y es, por tanto, responsable en gran medida de que pueda haber vida en el planeta.

Por debajo se encuentra el núcleo interior, formado principalmente por hierro sólido. Esta aparente paradoja se debe a las colosales presiones a las que está sometido el centro del planeta, calculadas en unas 3,5 millones de veces la presión atmosférica a nivel del mar. Debido a ellas, el hierro del núcleo no puede fluir como un líquido. De hecho, hay estudios que indican que es al menos plausible que el núcleo interno del planeta sea un gran cristal de hierro que gira dentro del núcleo exterior a una velocidad ligeramente mayor que la del resto del planeta.

La realidad es, sin embargo, que no sabemos cómo se puede comportar un elemento como el hierro a esas presiones y temperaturas. Para darnos una idea, los científicos hacen por igual experimentos donde ejercen gran presión sobre materiales calentados con láseres hasta cálculos que utilizan los conocimientos de la mecánica cuántica. Es una forma de conocer el mundo en el que vivimos y al que no podemos acceder directamente. Es más fácil, lo hemos demostrado seis veces, ir a la Luna.

El laboratorio de los terremotos

La mejor forma que tienen los geólogos de estudiar el interior de nuestro hogar es por medio de las ondas que provocan los terremotos. Al estudiar y comparar los registros de sismógrafos situados en distintos puntos del planeta que capturan los mismos movimiento, pueden calcular las diferentes densidades y, por tanto, la composición y estado de las capas por las que pasan –o se absorben– los componentes de movimiento de un terremoto, las ondas S, horizontales, y las ondas P, verticales. El movimiento más rápido o más lento de las ondas a diferentes distancias del epicentro se interpreta para ir mirando la Tierra por dentro, como en una ecografía.