"El cirujano" de Jan Van Hemessen en el Museo del Prado (Copyright © Directmedia Publishing GmbH, Wikimedia Commons) |
Éste es un testimonio de la preocupación que el ser humano ha dedicado a la pérdida de la razón, la locura, según haya sido definida en distintos momentos y lugares para diferenciarla de la simple extravagancia, la excentricidad o la rebeldía ante el convencionalismo.
En el principio de la historia humana, y durante varios miles de años, toda enfermedad, y las del comportamiento no eran la excepción, se consideraron producto de la acción de espíritus maléficos o demonios, o un castigo divino como lo señala repetidamente la Biblia. En la Grecia clásica, Aristóteles o Plinio el Viejo afirmaron que la locura era inducida por la luna llena, creencia que en cierta forma persiste en la actualidad en forma de leyenda urbana pese a que la han contradicho diversos estudios.
No eran mejores las interpretaciones que atribuían la locura a una falla moral del propio paciente, visión probablemente reforzada por los efectos de la sífilis, que en su etapa terciaria puede provocar demencia (pérdida de memoria), violentos cambios de personalidad y otros problemas que se atribuían a la disipación sexual de la víctima.
El estudio científico de las alteraciones graves de la conducta y la percepción no se inició sino hasta la aparicion del pensamiento ilustrado, a fines del siglo XVIII, que empezó a considerar estas alteraciones como problemas orgánicos y no espirituales, abriendo el camino a su estudio médico y psicológico.
Tratamientos delirantes y definiciones cambiantes
Los criterios para considerar una conducta como patológica son en extremo variables según el momento, la cultura y las normas sociales, sin considerar casos extremos (la Unión Soviética fue ejemplo claro) donde se declaraba loco a quien no aceptara las ideas del poder político, actitud que, además, no ha sido privativa de las dictaduras.
Pero argumentar que algunos comportamientos pueden ser simples desviaciones de la media, incluso un derecho a disentir por parte del afectado, como plantean algunos críticos, queda el problema de ciertos estados que provocan un sufrimiento claro para quienes los padecen y una disminución de su capacidad de funcionar, como las alucinaciones, los delirios y los problemas de comportamiento y percepción propios de afecciones como la esquizofrenia.
Hasta el siglo XIX no había siquiera un intento de caracterización de los trastornos psicológicos, y sin embargo hubo numerosos intentos de tratamiento poco efectivos y sin bases científicas, desde el psicoanálisis hasta intervenciones directas, químicas o quirúrgicas, que parecen haber surgido como producto tanto de la impotencia ante las alteraciones observadas como de cierto oportunismo producto de la indefensión de los pacientes.
La lobotomía prefrontal (el corte de las conexiones entre la parte más delantera del cerebro y el resto del mismo), el shock insulínico, la terapia de sueño profundo inducido con barbitúricos y la terapia de electrochoques fueron procedimientos ampliamente practicados en pacientes durante la primera mitad del siglo XX, porque parecían tener cierta efectividad. Aunque fueron abandonados o su utilización se afinó para ciertos casos donde su eficacia finalmente se demostró, han servido para dar una imagen negativa de la psiquiatría bien aprovechada por sus detractores.
El cambio en el tratamiento se produjo en la década de 1950, con la aparición de los medicamentos antipsicóticos, que por primera vez ofrecieron, si no una curación, sí un alivio perceptible para los pacientes y sus familias, y a los que se añadieron antidepresivos y ansiolíticos (medicamentos que reducen la ansiedad) para el tratamiento de alteraciones emocionales. Estos medicamentos han ayudado, al menos en principio, a empezar a identificar algunos aspectos químicos de algunas de las escurridizas “enfermedades mentales”.
El desarrollo de estos medicamentos ha permitido el control de algunos de los aspectos de las psicosis que más sufrimiento causan a los pacientes y a sus familias, en particular las alucinaciones y los delirios, pese a no estar exentos de problemas, efectos secundarios indeseables y una eficacia inferior a la deseable.
Del lado de la psicología, las distintas terapias suelen no ser producto de una aproximación científica rigurosos, sino postuladas teóricamente por autoproclamados pioneros, con el resultado de que su eficacia es igualmente debatida. Es sólo en los últimos años cuando se han empezado a realizar estudios sobre los efectos de distintas terapias en busca de bases sólidas para las intervenciones psicológicas.
Finalmente, el área del comportamiento, al no tener en general criterios de diagnóstico objetivos, fisiológicos, anatómicos y medibles, se ha visto sujeta a la aparición de modas diversas en cuanto al diagnóstico y tratamientos, muchas veces en función de la percepción de los medios de comunicación. En distintos momentos se ha diagnosticado a grandes cantidades de personas como depresivas, autistas o bipolares sin una justificación clara, y al mismo tiempo florecen por cientos las más diversas terapias.
El cerebro humano, y en particular la conducta y la percepción, siguen siendo terreno desconocido en el que las neurociencias apenas empiezan a sondear las aguas. La esperanza es llegar a una caracterización clara de las psicopatologías (definidas por sus características fisiológicas, genéticas o neuroquímicas) y tratamientos basados en las mejores evidencias científicas. Pero aún mientras ello ocurre, al menos en parte se ha dejado atrás el embuste de la piedra de la locura que fascinó a los pintores holandeses.
Más allá del ser humanoAunque no hay comunicación directa, se han observado patrones de comportamiento en primates cautivos que parecen indicar una alteración en los procesos de pensamiento y percepción similares a los desórdenes mentales: agresividad, automutilación, aislamiento de los compañeros de grupo y otras anormalidades del comportamiento que podrían ayudar a caracterizar algún día con más objetividad las psicopatologías humanas. |