Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento
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¿Qué es el autismo? Realidades, mitos y definiciones

Un trastorno del comportamiento que es a la vez temido y desconocido, y que permanece rodeado de mitos.

Comparativa de activación de la corteza cerebral
durante una actividad visomotora. El azul corresponde
al grupo de control, el amarillo al grupo autista y
el verde al traslape entre ambos. (Imagen CC Ralph
Axe-Müller vía Wikimedia Commons) 
En distintos medios de comunicación, y muy especialmente en las redes sociales de Internet, se repite constantemente que existe una epidemia de autismo, pues el número de diagnósticos de esta afección es mucho más alto hoy que en el pasado.

Pero las cosas siempre son más complicadas de lo que parecen a primera vista.

El autismo que se diagnostica hoy es muy distinto de lo que se llamaba “autismo” cuando esta palabra se empezó a utilizar, y esas cambiantes definiciones, así como el temor que provoca la sola palabra son en gran medida responsables de ese aumento de diagnósticos.

En el origen

La palabra “autismo”, fue utilizada por primera vez en 1911 por el psiquiatra suizo Eugen Bleuler, para describir algunos síntomas de la esquizofrenia.

Fue en 1943 cuando la palabra se empezó a utilizar más o menos en el sentido actual, en los estudios del psiquiatra infantil Leo Kanner, que llamó autismo a un trastorno en el cual los niños tenían dificultad o incapacidad total de comunicarse con otros, problemas de comunicación verbal y no verbal y un comportamiento restringido y repetitivo. Lo llamó “autismo infantil temprano”

El estudio del autismo, sus causas y tratamiento, se intensificó en 1960-1970, cuando el concepto llegó a la cultura popular. En el proceso, se propusieron y desecharon múltiples hipótesis tanto del origen del trastorno como de su tratamiento.

Prácticamente al mismo tiempo que Kanner, el vienés Hans Asperger describió a niños con patrones de comportamiento similares, que incluían poca capacidad de establecer lazos de amistad, tendencia a acaparar las conversaciones y a concentrarse en algún tema en concreto (por ello los llamaba “pequeños profesores”, pues eran capaces de hablar largamente sobre los asuntos que los apasionaban), lo que en la década de 1980 se llamaría “Síndrome de Asperger”, cuando los psiquiatras infantiles reevaluaron el autismo.

La presencia de ciertos síntomas, aunque no tuvieran la gravedad de los primeros casos descritos por Kanner, hizo que la definición de “autismo” evolucionara aceleradamente hasta lo que hoy se conoce como Trastorno del Espectro Autista, concepto más amplio y que incluye diversos trastornos que antes se consideraban independientes, según lo define el Manual de diagnóstico y estadística de trastornos mentales de 2013 publicado por la asociación psiquiátrica estadounidense.

El problema de los expertos que hacen este manual y, en general, de quienes trabajan en problemas de conducta que no tienen como trasfondo un trastorno biológico objetivamente observable, es que deben decidir, con base en su experiencia clínica y las opiniones de muchos profesionales, dónde está la línea entre lo normal, lo desusado y lo patológico. Línea que cambia con el tiempo. Baste recordar que hasta 1974 ese mismo manual incluía a la homosexualidad como una enfermedad.

Así que el aparente incremento en el número de niños diagnosticados con alguno de los trastornos del espectro autista, principalmente en los Estados Unidos, donde la cifra llega a uno de cada 88 niños, no significa forzosamente que haya más casos, sino una definición más amplia y mejores métodos de detección de diversos síntomas o signos.

Los síntomas

Los signos del trastorno se dividen en tres amplios grupos.

Los relacionados con la interacción social y las relaciones van desde problemas graves para desarrollar habilidades de comunicación no verbal hasta incapacidad de establecer amistades, falta de interés en interactuar con otras personas, falta de empatía o comprensión de los sentimientos de otras personas.

Los relacionados con la comunicación pueden incluir un retraso grave para aprender a hablar o no hacerlo nunca, problemas para iniciar o seguir conversaciones, uso estereotipado o repetitivo del lenguaje, dificultar para entender la perspectiva de la persona con quien habla (problemas para entender el humor o el sarcasmo) con tendencia a tomar literalmente las palabras y no “leer entre líneas”.

Finalmente, los que tienen que ver con los intereses y comportamiento de los afectados, como la concentración en ciertas piezas de las cosas más que en el conjunto, obsesión con ciertos temas, una necesidad de mantener rutinas y actividades repetitivas, y algunos comportamientos estereotipados.

Pero esto no significa que todas las personas que exhiban algunas de estas características tengan un problema de autismo. El diagnóstico se hace teniendo en cuenta el conjunto de síntomas y su gravedad, así como los problemas que le causa a los afectados para desenvolverse en sociedad.

Y, finalmente, el autismo puede presentarse en un abanico que va desde formas leves y sin importancia, como los de Asperger, hasta los casos graves que describió en su momento el Dr. Kanner.

Porque no todos los autistas pueden ser considerados enfermos, sino simplemente diferentes. Y esto nos lo ha enseñado un creciente número de personas diagnosticadas con autismo hablando de su vida, sus sentimientos y su percepción del mundo.

Uno de los ejemplos más conocidos es la Dra. Temple Grandin, especialista en ciencias animales, profesora de la Universidad Estatal de Colorado y autora de varios exitosos libros. Su experiencia personal le ha permitido no sólo trabajar en el tratamiento de personas autistas, sino diseñar espacios para animales de granja, incluidos mataderos, que disminuyen el estrés que experimentan.

De acuerdo a los criterios actuales, se diagnosticaría como pacientes autistas en diversos grados a gente tan distinta como la actriz Daryl Hannah, Albert Einstein, Wolfgang Amadeus Mozart, Charles Darwin, Isaac Newton o la poetisa Emily Dickinson. Lo cual vuelve al problema esencial de delimitar dónde termina la forma de ser y comienza la enfermedad.

Por ello, también, la última edición del manual de diagnóstico de los psiquiatras estadounidenses, DSM-V, publicado este mismo 2013, ha reevaluado el trastorno del espectro autista de modo tal que muchas personas antes consideradas víctimas de este trastorno, dejarían de estarlo. Lo cual es una expresión clara de lo mucho que aún falta por saber sobre el autismo.

El mito de las vacunas

En uno de los escándalos científicos más sonoros de los últimos años, el hoy ex-médico inglés Andrew Wakefield publicó en 1998 un estudio que vinculaba a la vacuna triple vírica (MMR) con el autismo y otros problemas. Como ningún investigador consiguió los mismos resultados, se revisó el estudio descubriendo que los datos eran totalmente falsos, urdidos por Wakefield para comercializar su propia vacuna. Pese a que el artículo se retiró y Wakefield fue despojado de su licencia profesional, ayudó a disparar un peligroso movimiento antivacunas.

Locura: la presa escurridiza

El antiguo temor a perder la razón apenas empieza a encontrar respuestas en el estudio científico de las patologías del comportamiento.

"El cirujano" de Jan Van Hemessen en el Museo del Prado
(Copyright ©  Directmedia Publishing GmbH,
Wikimedia Commons) 
En la pintura flamenca del renacimiento y posterior es común el tema de la extracción de la piedra de la locura. En el Museo del Prado podemos verla representada por Hieronymus Bosch (“El Bosco”) y Jan Van Hemessen, y también fue tocado por Pieter Brueghel “El viejo”, Jan Steen, Frans Hals y otros: un cirujano charlatán extrae de la frente de su paciente una piedra que, se decía, era la causante de la locura. Para los pintores es claramente un truco de prestidigitación, como el que hoy realizan “cirujanos psíquicos” que fingen extraer de sus pacientes objetos y supuestos tumores (vísceras de diversos animales).

Éste es un testimonio de la preocupación que el ser humano ha dedicado a la pérdida de la razón, la locura, según haya sido definida en distintos momentos y lugares para diferenciarla de la simple extravagancia, la excentricidad o la rebeldía ante el convencionalismo.

En el principio de la historia humana, y durante varios miles de años, toda enfermedad, y las del comportamiento no eran la excepción, se consideraron producto de la acción de espíritus maléficos o demonios, o un castigo divino como lo señala repetidamente la Biblia. En la Grecia clásica, Aristóteles o Plinio el Viejo afirmaron que la locura era inducida por la luna llena, creencia que en cierta forma persiste en la actualidad en forma de leyenda urbana pese a que la han contradicho diversos estudios.

No eran mejores las interpretaciones que atribuían la locura a una falla moral del propio paciente, visión probablemente reforzada por los efectos de la sífilis, que en su etapa terciaria puede provocar demencia (pérdida de memoria), violentos cambios de personalidad y otros problemas que se atribuían a la disipación sexual de la víctima.

El estudio científico de las alteraciones graves de la conducta y la percepción no se inició sino hasta la aparicion del pensamiento ilustrado, a fines del siglo XVIII, que empezó a considerar estas alteraciones como problemas orgánicos y no espirituales, abriendo el camino a su estudio médico y psicológico.

Tratamientos delirantes y definiciones cambiantes

Los criterios para considerar una conducta como patológica son en extremo variables según el momento, la cultura y las normas sociales, sin considerar casos extremos (la Unión Soviética fue ejemplo claro) donde se declaraba loco a quien no aceptara las ideas del poder político, actitud que, además, no ha sido privativa de las dictaduras.

Pero argumentar que algunos comportamientos pueden ser simples desviaciones de la media, incluso un derecho a disentir por parte del afectado, como plantean algunos críticos, queda el problema de ciertos estados que provocan un sufrimiento claro para quienes los padecen y una disminución de su capacidad de funcionar, como las alucinaciones, los delirios y los problemas de comportamiento y percepción propios de afecciones como la esquizofrenia.

Hasta el siglo XIX no había siquiera un intento de caracterización de los trastornos psicológicos, y sin embargo hubo numerosos intentos de tratamiento poco efectivos y sin bases científicas, desde el psicoanálisis hasta intervenciones directas, químicas o quirúrgicas, que parecen haber surgido como producto tanto de la impotencia ante las alteraciones observadas como de cierto oportunismo producto de la indefensión de los pacientes.

La lobotomía prefrontal (el corte de las conexiones entre la parte más delantera del cerebro y el resto del mismo), el shock insulínico, la terapia de sueño profundo inducido con barbitúricos y la terapia de electrochoques fueron procedimientos ampliamente practicados en pacientes durante la primera mitad del siglo XX, porque parecían tener cierta efectividad. Aunque fueron abandonados o su utilización se afinó para ciertos casos donde su eficacia finalmente se demostró, han servido para dar una imagen negativa de la psiquiatría bien aprovechada por sus detractores.

El cambio en el tratamiento se produjo en la década de 1950, con la aparición de los medicamentos antipsicóticos, que por primera vez ofrecieron, si no una curación, sí un alivio perceptible para los pacientes y sus familias, y a los que se añadieron antidepresivos y ansiolíticos (medicamentos que reducen la ansiedad) para el tratamiento de alteraciones emocionales. Estos medicamentos han ayudado, al menos en principio, a empezar a identificar algunos aspectos químicos de algunas de las escurridizas “enfermedades mentales”.

El desarrollo de estos medicamentos ha permitido el control de algunos de los aspectos de las psicosis que más sufrimiento causan a los pacientes y a sus familias, en particular las alucinaciones y los delirios, pese a no estar exentos de problemas, efectos secundarios indeseables y una eficacia inferior a la deseable.

Del lado de la psicología, las distintas terapias suelen no ser producto de una aproximación científica rigurosos, sino postuladas teóricamente por autoproclamados pioneros, con el resultado de que su eficacia es igualmente debatida. Es sólo en los últimos años cuando se han empezado a realizar estudios sobre los efectos de distintas terapias en busca de bases sólidas para las intervenciones psicológicas.

Finalmente, el área del comportamiento, al no tener en general criterios de diagnóstico objetivos, fisiológicos, anatómicos y medibles, se ha visto sujeta a la aparición de modas diversas en cuanto al diagnóstico y tratamientos, muchas veces en función de la percepción de los medios de comunicación. En distintos momentos se ha diagnosticado a grandes cantidades de personas como depresivas, autistas o bipolares sin una justificación clara, y al mismo tiempo florecen por cientos las más diversas terapias.

El cerebro humano, y en particular la conducta y la percepción, siguen siendo terreno desconocido en el que las neurociencias apenas empiezan a sondear las aguas. La esperanza es llegar a una caracterización clara de las psicopatologías (definidas por sus características fisiológicas, genéticas o neuroquímicas) y tratamientos basados en las mejores evidencias científicas. Pero aún mientras ello ocurre, al menos en parte se ha dejado atrás el embuste de la piedra de la locura que fascinó a los pintores holandeses.

Más allá del ser humano

Aunque no hay comunicación directa, se han observado patrones de comportamiento en primates cautivos que parecen indicar una alteración en los procesos de pensamiento y percepción similares a los desórdenes mentales: agresividad, automutilación, aislamiento de los compañeros de grupo y otras anormalidades del comportamiento que podrían ayudar a caracterizar algún día con más objetividad las psicopatologías humanas.

El psicópata: inhumano pero cuerdo

No tener conciencia, no tener remordimientos, no sentirse igual a los demás humanos, no tener límites, así son muchos asesinos que, sin embargo, no están locos, ni legal ni médicamente.

En 1986, el antropólogo canadiense Elliott Leyton, uno de los principales expertos mundiales en asesinatos en serie, publicó un libro fundamental, Cazadores de humanos, dedicado a analizar el fenómeno del asesinato múltiple desde un punto de vista social. En primer lugar, diferenciaba al “asesino serial” que a lo largo de mucho tiempo mata a una serie de víctimas que comparten algunas características, del “asesino masivo”, que en una breve explosión de violencia deja una estela de muerte indiscriminada que suele acabar con la muerte del asesino a manos de la policía. El primer caso es el de criminales como Jack el Destripador, Ted Bundy o El Hijo de Sam, mientras que el segundo corresponde a quienes realizan tiroteos en escuelas como la de Columbine o del Tecnológico de Virginia.

Más allá de esta diferenciación, en el análisis de diversos casos Leyton señalaba que en no pocos casos, feroces asesinos habían sido declarados “cuerdos”, “mentalmente sanos” o “no perturbados” por diversos médicos y profesionales. En un caso narrado por Leyton, la última evaluación positiva le fue realizada a un asesino que en ese momento llevaba en el maletero de su automóvil la cabeza cortada de su más reciente víctima.

Su conclusión era preocupante pero bien fundamentada: los asesinos seriales o masivos que nos horrorizan y nos parecen tan inhumanos no están locos en el sentido médico del término, no se trata de psicóticos como los esquizofrénicos, sino de sociópatas o psicópatas, es decir, de personas que tienen un comportamiento antisocial debido a sus sentimientos o falta de ellos. La psicopatía es, ciertamente, un desorden de la personalidad, pero no es una forma de locura, precisamente.

Esta idea de Leyton iba, ciertamente, en contra del sentido común. Alguien capaz de ocasionar un terrible dolor a otros, o incluso de causarles la muerte, de tratarlos, vivos o muertos, como objetos para su gratificación, sin jamás sentir compasión, identificación, empatía, cercanía, amor, culpabilidad o emociones humanas sociales, nos parece sin duda alguna un loco, un monstruo, un ser con algún grave desarreglo psiquiátrico, probablemente con alguna deficiencia o tara genética. Pero para el estudioso canadiense se trata fundamentalmente de un resultado del medio ambiente del psicópata. El resultado es aterrador: personas que no sienten vergüenza, sentido de la equidad, responsabilidad, que ven a los demás no como iguales, sino como objetos, cosas que pueden servirles para satisfacer sus deseos, pero a los cuales se puede igualmente matar o torturar por diversión, sin sentir cargo de conciencia alguno, sin restricciones ni freno, y además con capacidad para engañar a los demás y ocultarles esta falta de sentimientos.

El problema que presentan los asesinos seriales a la ciencia y a su sociedad es un ejemplo de los enormes huecos que nuestro conocimiento de la conducta, emociones, comportamiento y procesos mentales tiene, y que son mucho mayores que los datos certeros de que disponemos. Para algunos médicos y psicólogos, la sociopatía y la psicopatía son fenómenos distintos. Sin embargo, con muchos datos o pocos, la realidad práctica exige que tomemos decisiones como sociedad. Si el asesino serial es un loco, una persona con un trastorno que le hace perder el contacto con la realidad o la capacidad de razonar, no deberíamos procesarlo judicialmente cuando comete un delito. Los esquizofrénicos, que suelen ser inimputables, no pueden controlar sus actos si no están bajo una medicación adecuada.

El psicópata, sin embargo, conoce la diferencia entre el bien y el mal, es racional y puede elegir. Y de hecho, elige. Si bien muchos psicópatas son delincuentes, y se ha llegado a calcular que en Estados Unidos el 25% de la población de las cárceles es de personas con este desarreglo de la personalidad en mayor o menor grado, también es cierto que hay “psicópatas exitosos” que pueden convertir en ventaja su situación y destacar en la política, los negocios o la industria del entretenimiento.

Entre las principales características, algunas aún a debate, que definen a un sociópata están: un sentido grandioso de la importancia propia, encanto superficial, versatilidad criminal, indiferencia hacia la seguridad propia o de otros, problemas para controlar sus impulsos, irresponsabilidad, incapacidad de tolerar el aburrimiento, narcicismo patológico, mentiras patológicas, afectos superficiales, falsedad y tendencia a manipular, tendencias agresivas o violentas con peleas o ataques físicos repetidos contra otras personas, falta de empatía, falta de remordimientos resultando indiferente al daño o maltrato que ocasiona a otros, o facilidad para racionalizarlo; una sensación de tener derechos sobre todo, comportamiento sexual promiscuo, estilo de vida sexualmente desviado, poco juicio, incapacidad de aprender de la experiencia, falta de autocomprensión, incapacidad de seguir ningún plan de vida y abuso de drogas, incluido el alcohol.

Según la revista Scientific American, es un error creer que todos los psicópatas sean violentos. Al contrario, la gran mayoría no lo son, mientras que muchas personas violentas no son psicópatas. De otra parte, la psicopatía puede beneficiarse de un tratamiento psicológico (que no psiquiátrico) que puede controlar las conductas más indeseables.

No obstante, resulta muy difícil establecer objetivamente cuáles y cuántas de estas características, y en qué medida, determinan que existe con certeza el trastorno que denominamos psicopatía. La lucha por comprender la última frontera del conocimiento de nosotros mismos, la de nuestros pensamientos, acciones, emociones y sensaciones, sigue adelante, a veces con lentitud desesperante, a veces dejándonos depender de percepciones subjetivas e intuiciones por parte de los profesionales. Pero a veces esa experiencia empírica es todo lo que tenemos, al menos en tanto la ciencia no consiga contextualizar objetivamente lo que es, al fin y al cabo, nuestra vida subjetiva.

Romper el mito


Hannibal Lecter, el asesino caníbal de El silencio de los corderos generó algunos mitos sobre los asesinos psicópatas que Elliot Leyton también se ha ocupado en disipar. Según Leyton, no ha habido un asesino en serie aristocrático en siglos, sino que la mayoría proceden de las clases trabajadoras, y no son genios diabólicos, en general suelen ser de inteligencia bastante limitada. La exaltación de un asesino ficticio como éste, tiene por objeto último adjudicarle valores, glamour, atractivo o valores que los hechos demuestran que los verdaderos psicópatas no tienen.