Reconstrucción de nido de maiasaurus (CC Wikimedia Commons) |
En 1924, Henry Fairfield Osborn describió un fósil de dinosaurio descubierto por el paleontólogo Roy Chapman en Mongolia, que había dado a su descubrimiento el nombre de oviraptor, que significa “ladrón de huevos” por encontrarse el cráneo del animal muy cerca de un nido de huevos que se pensó eran de otro dinosaurio llamado protoceratops. La disposición de los huesos fosilizados sugería que la muerte había encontrado al oviraptor en el proceso de rapiña de las crías no eclosionadas de otra especie, pero el propio Osborn advirtió que el nombre podía ser engañoso.
Y lo era.
La idea de que los dinosaurios no cuidaban de sus crías, influyó en la reconstrucción que hizo Chapman de la escena. Investigaciones posteriores demostraron que los huevos que yacían junto al cráneo de ese dinosaurio con aspecto que recordaba a un pavo eran de su propia especie. Con este dato, la interpretación se transformó radicalmente: lo que había encontrado Chapman no era un momento de ataque rapaz, sino la escena de un desastre en el que la muerte sorprendió a una madre cuidando de sus huevos hace 75 millones de años.
Una gran diferencia de concepto del ser humano sobre los dinosaurios media así entre el supuestamente malvado oviraptor y el “maiasaurio” o “dinosaurio buena madre” descubierto y bautizado en los años 60-70 por Jack Horner, el paleontólogo que asesoró Parque Jurásico.
El comportamiento de cuidado de las crías es una apuesta razonable desde el punto de vista de la evolución como alternativa a lanzar miles o millones de crías al mundo sin protección alguna, como es el caso de las tortugas marinas. El nacimiento masivo y sincronizado de miles y miles de tortuguitas marinas tiene por objeto que unas pocas lleguen al mar mientras la mayoría se convierte en alimento los depredadores. Pero el mar tampoco está exento de peligros, y por ello se calcula que por cada mil huevos depositados por las tortugas marinas, sólo llega una tortuga a la edad adulta.
El cuidado de las crías adquiere formas singulares entre los insectos sociales, que tienen numerosos individuos para cuidar, defender y alimentar a las crías. Una colmena de abejas, así, puede ser vista como una maternidad gigante, donde todos los individuos trabajan para garantizar que las crías sobrevivan: cada celdilla del panal es una incubadora con una cría, que es cuidada, defendida y alimentada por toda la colmena hasta que finaliza su estado larvario y puede asumir su propio puesto como coadyuvante de la siguiente generación.
La diferencia entre el comportamiento paternal de las abejas y el de animales con los que sentimos una mayor cercanía como otros mamíferos o las aves, es notable, pero hace lo mismo: emplear el cuerpo y comportamiento de los adultos en favor de la supervivencia de las crías.
Los sistemas de cuidado de las crías conforman comportamientos extremadamente complejos que aún no se comprenden del todo pese a los enormes avances que se han realizado en los últimos años. Cuidar a las crías exige una enorme serie de habilidades, entre ellas la capacidad de identificar y reconocer a las propias crías. Esto no es un problema entre los animales solitarios o en pareja, pero en colonias como las de los pingüinos en la Antártida, cada pareja debe ser capaz de distinguir a su cría de todas las demás, y lo hacen con una asombrosa precisión.
Las aves que cuidan a sus crías solas o en parejas pueden estar razonablemente seguras de que lo que hay en su nido son sus crías, certeza que por otro lado deja el hogar abierto a los ataques de parásitos como el cuclillo, que deposita sus huevos en los nidos de sus víctimas para que éstas sean las que hagan la inversión en cuidado, alimentación y defensa. Al cuclillo le basta camuflar sus huevos como los de sus víctimas, pues una vez eclosionado el huevo, los engañados padres actuarán sin reconocer la diferencia entre el cuclillo y sus crías, lo que puede llevar a que aves relativamente pequeñas se agoten alimentando a crías de cuclillo comparativamente gigantescas.
Así, el animal debe reconocer que una cría es, primero, miembro de su especie, segundo, que es una cría, uno “de los suyos” pero en forma juvenil, es decir, que no es un rival, un depredador, un atacante.
Entre los vertebrados que cuidan a sus crías existe un aspecto “de cría” al que todos somos sensibles: cabeza grande y redondeada, ojos grandes, nariz y boca pequeñas, cuerpo con formas redondas y, con frecuencia, piel, pelo o plumaje en extremo suaves. Este aspecto lo podemos ver no sólo en patos, perros, leones o niños, sino también en los juguetes y dibujos que, al acentuar los elementos “infantiles”, nos provocan sentimientos de ternura y una proclividad a la protección. Un oso de peluche con proporciones de bebé y grandes ojos tristes nos provoca una reacción mucho más positiva que un oso de peluche con las proporciones de un verdadero oso adulto.
Lo que llamamos “instinto materno” es en realidad “instinto parental” pues está presente tanto en el macho como en la hembra de nuestra especie, cosa que no ocurre en especies donde el cuidado de las crías ha quedado en manos sólo de las hembras o, en casos desusados como el del caballito de mar, en los machos.
Lo más relevante, quizá, es que el comportamiento parental, como salto notable en la evolución de distintos tipos de animales, no es sino el inicio de lo que conocemos como altruismo. La capacidad de reconocer a otro ser como similar o igual a nosotros, primero a nuestras crías, luego a otros adultos, es para muchos el inicio de la verdadera ética e, incluso, de la posibilidad de una mejor política humana.
La gran revolución que implica el cuidado de las crías, su reconocimiento y su defensa es, también, que nos da a los humanos la capacidad de ver y comprender conscientemente, que hay valores por encima de nuestro más elemental egoísmo. Y no es poco.
Química, entre otras cosasDe entre los muchos factores de los que depende el desarrollo del instinto maternal, uno al menos es tan aparentemente frío como la presencia de la sustancia llamada oxitocina cuya presencia en el cuerpo de la madre aumenta cuando el bebé estimula el pezón durante la lactancia. La oxitocina está implicada en el proceso de liberación de leche por parte de la glándula mamaria, pero también tiene efectos sedanets y de disminución de la ansiedad en la madre. Estudios resumidos en 2003 sugieren que la oxitocina y el contacto de piel con piel entre la madre y el bebé estimulan su lazo de unión y la compleja y singular relación que establecen. |