(Fotografía @ Mauricio-José Schwarz) |
Lo que diferencia el aspecto de la mano humana del de otros grandes simios es que es más corta, con dedos más chatos, palma casi cuadrada en lugar de la más alargada de sus parientes y un pulgar relativamente más largo. Esta forma está al servicio de una funcionalidad que incluye una gran fuerza y un control mucho más fino de movimientos de los dedos para agarrar, pinzar y hacer otros movimientos enormemente delicados.
Las manos humanas se remontan a las aletas de animales como el Eusthenopteron, ancestros de los primeros seres que salieron del mar para conquistar la tierra hace entre 380 y 400 millones de años. Todos los huesos que hoy conforman nuestros brazos y manos (y nuestras piernas y pies, por supuesto) tienen ya representantes, en formas muy distintas, pero identificables, en las aletas de estos antiguos peces. Sus descendientes en la tierra fueron los tetrápodos, ancestros de todos los reptiles, anfibios, aves y mamíferos.
Bajo la presión evolutiva de muchas y muy diversas exigencias del medio y los nichos ecológicos que iban ocupando los animales, el diseño básico de los huesos de las aletas se fue modificando para cumplir distintas funciones, alargándose, acortándose, uniéndose mediante ligamentos, reforzándose unos con otros o especializándose para distintas funciones, como los dedos, y articulándose para hacer movimientos como los de nuestra muñeca.
Lo que en nosotros son brazos y manos son patas muy variadas: las de los plantígrados como el oso, que se apoyan en las plantas o palmas, las de los animales que se apoyan sobre cuatro dedos, como los felinos o los elefantes, los que usan las puntas de dos dedos, protegidas con pezuñas, como el caballo, las patas con garras que permiten a las ardillas subir por los árboles o las impresionantes patas de geco, capaz de adherirse a cualquier superficie. Son también las alas de las aves y de los murciélagos, y las aletas de los mamíferos que volvieron al medio acuático después de haber sido habitantes de la tierra.
La innovación que condujo a nuestras manos ocurrió hace 60 millones de años cuando la extinción de los dinosaurios favoreció la proliferación de distintos grupos de mamíferos que ocuparon los nichos dejados vacantes por los desaparecidos. Uno de esos grupos es el de los primates, al que pertenecemos los seres humanos, un nuevo modelo de mamíferos con buena vista estereoscópica, pues tienen un rostro plano con los ojos situados al frente, manos y patas muy flexibles y con un primer dedo más o menos oponible.
En los primates, sin embargo, las manos seguían siendo también patas delanteras, pues cumplían una importante función en la locomoción. Hace unos 4 millones de años, una especie llamada Australopitecus afarensis y cuyo más conocido representante es el esqueleto llamado “Lucy”, hizo algo que ninguno de sus parientes había hecho: se pusieron definitivamente de pie, liberando las manos, que así se pudieron desarrollar sin las limitaciones que implicaba tener que servir para la locomoción.
Por ejemplo, los chimpancés, nuestros más cercanos parientes evolutivos, tienen una gran capacidad de manipulación, pero sus manos les siguen siendo necesarias para andar, de modo que deben poder plegarse para apoyarse en los nudillos. El bipedalismo es el responsable de las notables diferencias entre la mano del chimpancé y la nuestra, desarrolladas en los apenas 7 u 8 millones de años desde que tuvimos el último ancestro común con ellos.
La liberación de la mano de sus responsabilidades locomotoras favoreció el uso de este apéndice para otras tareas: cargar, lanzar, aferrar y, sobre todo, empezar a utilizar herramientas. Quizá Lucy y sus parientes ya utilizaban herramientas naturales, como palos y piedras, pero debido a que no las alteraban dejando huella de su manipulación, el debate no está resuelto. Las primeras herramientas creadas a propósito aparecen hace 2,6 millones de años, creadas y utilizadas por nuestro ancestro directo, Homo habilis, que adquiere su nombre precisamente por su habilidad con las manos.
Además de agarrar, lanzar y manipular, algunos antropólogos han sugerido que la capacidad de hacer puños para golpear podría haber tenido también una influencia en la forma y uso de las manos. Todas esas habilidades, claramente, son resultado del surgimiento de una adaptación especialmente importante: el pulgar totalmente oponible. Para los antropólogos, esto significa que la pulpa o almohadilla suave (donde tenemos las huellas dactilares) del pulgar puede entrar en contacto plana o punta con punta con los otros cuatro dedos... que es lo que hacemos a veces cuando contamos hasta cuatro tocándonos las puntas de los dedos con el pulgar.
Para que el pulgar pudiera oponerse a los demás dedos y desarrollar la capacidad fina de movimiento, especialmente cuando forma una delicada pinza con el índice, hubo de crear músculos especiales que no tienen los pulgares de otros primates y que le permiten girar o bascular hasta tocar el otro extremo de la palma de la mano.
Por supuesto, al tiempo que se desarrollaba la peculiar anatomía de la mano iba evolucionando la capacidad de nuestro cerebro para controlar este delicado instrumento a través de una gran zona de la corteza motora.
El resultado lo podemos ver en todo lo que el ser humano ha hecho con sus propias manos: desde la construcción de grandes edificaciones hasta la pintura, desde la cirugía hasta el movimiento de un ratón sobre una pantalla. Hazañas del control fino de movimientos como la capacidad de pintar paisajes sobre un grano de arroz o exhibiciones de fuerza como las que nos ofrecen los escaladores de roca... porque la especie humana es lo que es fundamentalmente gracias a sus manos
Un gen de la aleta a la manoA fines de 2012, un equipo de la Universidad Pablo de Olavide encabezado por Renata Freitas anunció que al estimular la actividad del gen 5’Hoxd en peces cebra favorecio que en el extremo de las aletas se desarrollara cartílago susceptible de convertirse en hueso. Esto sugiere que las mutaciones que favorecieron la expresión de ese gen fueron probablemente disparadores de la evolución de nuestras manos, sobre una base genética que seguimos compartiendo con otros vertebrados como los peces cebra. |