Imagen de la NASA mostrando las placas tectónicas y la actividad sísmica asociada a ellas. (Imagen D.P. NASA vía Wikimedia Commons) |
El primer sismo registrado en la historia humana se anotó en los Anales del bambú de la antigua China, y ocurrió en algún momento entre el 1600 y el 2200 antes de la Era Común. Y hubo por lo menos otros dos sismos famosos en Grecia. Uno, ocurrido en Esparta, en el 464 a.E.C., provocó la muerte de varios miles de espartanos y fue uno de los factores que desencadenó la guerra del Peloponeso, y el otro, el terremoto de Rodas del 226 a.E.C., que destruyó una de las grandes maravillas del mundo antiguo, la estatua del coloso de Rodas que guardaba su puerto.
Los terremotos pueden ser causados por la caída de meteoritos, erupciones volcánicas o desprendimientos de tierra. Pero la causa más común es la liberación de tensión en fallas geológicas o fracturas en la roca, especialmente en donde se encuentran las placas tectónicas que conforman la corteza terrestre. Los dos terremotos griegos mencinados ocurrieron en sistemas de fallas que siguen siendo hoy causantes de la sismicidad en la zona.
La corteza terrestre está dividida en decenas de placas, de las cuales siete son las más grandes y forman la mayor parte de la superficie de nuestro planeta. Estas placas se mueven sobre el manto terrestre chocando entre sí, rozando unas contra otras o incluso hundiéndose (o subduciéndose) una debajo de otra. Las colosales fuerzas que se ponen en acción en estas interacciones provocan tensiones que se liberan abrupta e imprevisiblemente en la forma de terremotos.
Es por ello que la mayoría de los terremotos se concentran en determinadas zonas concretas donde la actividad tectónica y volcánica son especialmente intensas, en particular el llamado “anillo de fuego”, un cinturón alrededor del océano Pacífico que sube desde el mar frente a Australia y recorre Japón y la costa oriental del continente Asiático para seguir por el estrecho de Behring y bajar por toda la costa occidental del continente americano, en las zonas más conocidas de actividad sísmica como California, México, Centroamérica, Perú, Bolivia y Chile.
Se calcula que más del 90% de los terremotos del mundo (y más del 80% de los de mayor violencia ocurren en el círculo de fuego, en el que se encuentra casi medio millar de volcanes, más de las tres cuartas partes de los que existen en todo el mundo. Esto se debe al choque y movimientos de al menos seis placas tectónicas.
La segunda zona de mayor sismicidad del mundo es la que se extiende de Java a Sumatra y cruza la cordillera de los Himalayas (creada precisamente por el choque de dos placas tectónicas) para cruzar el Mediterráneo y salir al océano Atlántico.
Una consecuencia especialmente aterradora de los terremotos son los tsunamis, que ocurren cuando un terremoto en alta mar provoca no sólo ondas en la tierra, sino lógicamente también en el agua. Se trata de olas de gran longitud que avanzan a casi 300 kilómetros por hora extendiéndose desde el punto del terremoto. Al llegar el valle de la ola a una costa, el agua baja notablemente de su nivel normal. Esto es una de las más fiables advertencias de que se producirá un tsunami al llegar a tierra la cresta de esa ola, que puede tener 30 metros o más, y en un plazo de alrededor de cinco minutos.
Detectar los terremotos y medirlos fue un desafío que encontró su primera respuesta en el año 132 a.E.C, cuando el mtemático Chen Heng creó su “veleta de sismos”, un recipiente con ocho dragones en el exterior, cada uno sosteniendo una bola de bronce en la boca. Al menor movimiento, un mecanismo de péndulos dentro del recipiente hacía que soltara su bola el dragón en cuya dirección estaba ocurriendo el terremoto. Si bien no podía mediar la intensidad del sismo, sí podía advertir al emperador en qué dirección se habían movido sus dominios.
Pero el estudio serio de los terremotos hubo de esperar a fines del siglo XIX, cuando se desarrollaron los primeros aparatos capaces de medir la intensidad o magnitud de los terremotos, y técnicas para detectar los terremotos ocurridos a gran distancia, cuando en 1899 se pudo registrar en Alemania un terremoto ocurrido en Japón.
A lo largo del siglo XX, el conocimiento de los sismos y de nuestro planeta se retroalimentaron para permitirnos avanzar tanto en la sismología como en la geología. El estudio de las ondas que se producen cuando hay un terremoto permitió que fuéramos sabiendo no sólo qué magnitud tenía, dónde había ocurrido y a qué profundidad de la corteza terrestre, sino que el estudio de sus variaciones permitió saber cuándo esas ondas cruzaban discontinuidades, pasaban por capas rocosas de distinta densidad o composición o se encontraban cavernas, de modo que funcionaban como los rayos X en una radiografía, revelándonos la forma y materiales de las zonas de nuestro planeta que no podemos ver.
La primera escala de magnitud útil para medir los terremotos la desarrolló en 1935 el sismólogo californiano Charles Richter, pero sólo era aplicable a los sismos ocurridos a cierta distancia del sismógrafo que había desarrollado el propio científico.
Actualmente, la magnitud de los sismos se calcula mediante complejas fórmulas que interrelacionan las ondas sísmicas profundas y las superficiales que pueden detectar los modernos aparatos, además de tener en cuenta las características geológicas de la zona donde se produjo el terremoto, su profundidad y su dispersión. Por ello, es inexacto referirse a la magnitud de los sismos como “escala Richter”, pues ésta como tal ya no se utiliza… salvo en California, donde siguen esperando “el gran sismo” resultado de las fuerzas que se acumulan en la falla de San Andrés, donde se encuentran la Placa del Pacífico y la Placa Norteamericana.
Los sismógrafos actuales, por cierto, son tan sensibles que se utilizan para detectar eventos de poca energía (comparados con los terremotos) como las pruebas nucleares que pueda intentar de modo secreto algún país.
Predicción de sismosEl conocimiento actual se puede conocer la probabilidad de que ocurran ciertos sismos de determinada magnitud en ciertas zonas, sigue siendo imposible predecir con exactitud cuándo y dónde va a ocurrir un terremoto, de modo que la única forma de enfrentar el principal desafío humano ante este evento de la naturaleza es realizar construcciones resistentes y capaces de manejar los sismos y, si uno vive en una zona sísmica, estar física y emocionalmente preparados para un acontecimiento a la vez impredecible e inevitable. |