Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento
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El elemento número 1

Estamos cada vez más cerca del día en que gran parte de nuestras necesidades de energía sean satisfechas por el hidrógeno, el elemento más antiguo y más abundante de nuestro universo.

Esquema de una celdilla de combustible de
hidrógeno que produce una corriente eléctrica.
(Imagen D.P. de Albris modificada por Los
Expedientes Occam. vía Wikimedia Commons)
Cuando miramos por la noche a las estrellas, estamos asistiendo, muchas veces sin saberlo, a un espectáculo de hidrógeno incandescente.

Todas las estrellas de todo el universo no son sino enormes esferas de hidrógeno que debido a su enorme están experimentando una reacción atómica llamada fusión, donde los átomos de hidrógeno se fusionan o unen para formar otros elementos y, como resultado de este proceso, liberando enormes cantidades de energía en forma de diversos tipos de radiación, entre ellos la luz gracias a la cual las vemos.

El horno de fusión de hidrógeno más cercano a nosotros es precisamente la estrella que ocupa el centro de nuestro sistema planetario, el sol, gracias a cuya energía existe y se mantiene la vida en nuestro planeta.

El universo era muy joven cuando apareció el hidrógeno. Realmente joven. Habían pasado apenas unos tres minutos desde el Big Bang, esa súbita expansión de una singularidad en la cual surgieron al mismo tiempo el espacio, el tiempo y toda la materia, cuando los protones y neutrones que habían aparecido poco antes empezaron a formar núcleos rodeados de un electrón, convirtiéndose en hidrógeno pesado, una de las varias formas de este elemento. En el proceso se formó también helio. Los cálculos de los cosmólogos indican que en esos tres primeros minutos de nuestro universo había 10-11 átomos de hidrógeno por cada uno de helio. Y de inmediato hizo su aparición también el hidrógeno común, formado por un protón y un electrón, sin neutrones.

El hidrógeno es el más común de los elementos, tanto que toda la materia que podemos ver en el universo es aproximadamente 73% de hidrógeno y 25% de helio. Sólo un 2% aproximadamente del universo está formado por elementos más pesados que estos dos.

(Cabe señalar que la materia que podemos ver es sólo el 23% de toda la materia del universo, mientras que el 77% restante de la materia que debe existir para que el universo se comporte tal como lo hace es, hasta hoy, invisible para nosotros. Es la llamada “materia oscura” que hoy la ciencia busca invirtiendo grandes esfuerzos.)

Todos los elementos del universo proceden, pues, del hidrógeno, que es el más ligero de ellos y por tanto el que ocupa el primer lugar en la tabla periódica que ordena los elementos por sus características y su peso atómico. El peso atómico es el número de protones que contiene el núcleo de los átomos de cada elemento. El hidrógeno tiene el número 1.

En el corazón de las estrellas, el hidrógeno se fusiona en helio, el helio y el hidrógeno se fusionan para crear berilio... y así se van creando todos los elementos hasta el hierro, que tiene el número atómico 23. Todos los demás elementos, desde el cobre, con número atómico 27 hasta el uranio, el 92 de la tabla y el último que es natural (todos los elementos más pesados que el uranio son hechos por el ser humano) se crean no en el corazón de las estrellas, sino al estallar éstas en las explosiones que llamamos supernovas.

Por eso decía Carl Sagan que “estamos hecho de materia de estrellas”.

Sin embargo, pese a su temprana aparición, su abundancia y su importancia, el hidrógeno no fue identificado por el ser humano sino hasta 1766, cuando el británico Henry Cavendish se dio cuenta de que este inflamable gas, que había sido producido por primera vez por el sabio renacentista Paracelso, era una sustancia discreta. En 1781, el propio Cavendish descubrió que al quemarse esta sustancia producía agua, un experimento fundamental para desmentir la idea de que el universo estaba formado por cuatro elementos. Finalmente, en 1783, el francés Antoine Lavoisier, después de reproducir los experimentos de Cavendish, le dio nombre a la sustancia que solían llamar “aire inflamable”: hidrógeno, que en griego quiere decir “generador de agua”.

Una de las características del hidrógeno, además de su facilidad para quemarse, es ser mucho más ligero que el aire. Esto lo aprovechó ese mismo año un físico francés, Jacques Alexander Cesar Charles, para lanzar un globo lleno de hidrógeno que alcanzó una altitud de tres kilómetros. Poco después, Charles se convirtió en el primer hombre en volar en un globo de hidrógeno.

En 1800 se descubrió que al aplicarle una corriente eléctrica al agua, ésta se descomponía en hidrógeno y oxígeno, un proceso llamado electrólisis. Y en 1839 se descubrió el proceso inverso, el de la celdilla de combustible, en el que el hidrógeno se une al oxígeno y genera una corriente eléctrica, que se llevó a la práctica en 1845 con la creación de la primera “batería de gas”.

A lo largo de los años se fueron descubriendo numerosos usos industriales para el hidrógeno al tiempo que se abandonaban otros. La tragedia del dirigible Hindenburg, que se incendió al atracar en en 1937 en Nueva Jersey, marcó el fin del uso del hidrógeno para hacer volar máquinas más ligeras que el aire, y fue sustituido por el helio.

Pero la idea del hidrógeno como combustible siguió su camino. En los programas espaciales, de modo muy notable, los combustibles utilizados son el hidrógeno y el oxígeno líquidos, que al mezclarse generan un fuerte empuje. Pero, con menos atención del público, los astronautas que fueron a la luna en las misiones Apolo y sus antecesores de las misiones Gémini obtenían su electricidad en el espacio gracias a celdillas de combustible que, además, les proporcionaban agua para beber.

Hoy en día, el hidrógeno es una de las más prometedoras opciones para ofrecer a la humanidad una fuente de energía limpia, no contaminante y renovable. Algunos fabricantes de autos ya están trabajando para dejar atrás, en un futuro quizás cercano, el ruidoso automóvil con motor a explosión de gasolina, sustituido por vehículos eléctricos accionados por hidrógeno.

El desafío es hacer el sistema más eficiente y encontrar formas para obtener hidrógeno a un coste tal que resulte competitivo con los todavía baratos combustibles fósiles. Esto puede parecer extraño tratándose de un elemento tan abundante en el universo pero, después de todo, en nuestro planeta se encuentra principalmente en forma de compuesto, como en el agua de los océanos. Resolver este desafío podría significar toda una nueva era para la civilización humana.

El hidrógeno en nosotros

El hidrógeno es uno de los seis elementos básicos que hacen posible la vida, junto con el carbono, el oxígeno, el nitrógeno, el azufre y el fósforo, y está presente en todas las moléculas que nos conoforman. Aproximadamente el 10% de la masa de nuestro cuerpo es hidrógeno, la mayor parte en el agua que es nuestro principal componente. Es una parte de nosotros que nació junto con el universo mismo.

La certeza del Big Bang

Georges Lemaître, originador de la hipótesis del Big Bang
(Foto D.P. del archivo de la Universidad Católica de Leuven, vía
Wikimedia Commons)

Tan extrañas como la idea de que todo el universo comenzó con una gran explosión son las formas mediante las cuales los científicos saben que así fue.


En 1927, el físico, astrónomo y sacerdote belga Georges Lemaître publicó en los Anales de la Sociedad Científica de Bruselas un estudio que presentaba la conclusión, absolutamente revolucionaria, de que el universo estaba expandiéndose, algo que chocaba con la idea de que el universo tenía un estado constante y estático como creían algunos de los principales científicos del momento, incluido Albert Einstein. Y dos años después, el astrónomo Erwin Hubble publicaba la misma conclusión obtenida como resultado de diez años de observaciones, y confirmando que nuestro universo está en expansión.

En 1931, en una reunión de la Asociación Británica en Londres, Lemaître aprovechó para presentar una propuesta aún más revolucionaria: la expansión del universo tenía que haber comenzado en un solo punto, que él llamó el “átomo primigenio”, idea que publicó en la revista “Nature” poco después. El universo, decía, había comenzado como un “huevo cósmico que estalló al momento de la creación”. Si todas las galaxias se estaban alejando unas de otras a gran velocidad, el simple experimento mental de dar marcha atrás al proceso llevaba forzosamente a un punto en el que todas las galaxias estaban en el mismo lugar. La idea, claro, no sólo contradecía el relato del Génesis, sino que entre la comunidad científica fue recibida con un sano escepticismo a la espera de evidencias sólidas que confirmaran los desarrollos matemáticos.

Einstein, que había rechazado la idea del universo en expansión para luego aceptarla, no hallaba la conclusión justificable. A otros, como el respetado Sir Arthur Eddington, les parecía muy desagradable. En los años siguientes se propusieron -y abandonaron- varias teorías alternativas.

Para fines de los años 40 quedaban dos opcione viables, la de Lemaître y la del “universo estacionario” del inglés Fred Hoyle. En 1949, en un programa de radio de la BBC donde defendía sus ideas, Hoyle describió la teoría de Lemaître como “esta idea del big bang”, que hoy llamamos “gran explosión” pero que sería lingüísticamente más preciso traducir como “esta idea del gran bum”, y que el británico utilizó para explicarla a diferencia de su propia teoría, presentada con más seriedad, que pretendía demostrar que el universo se expandía mediante la creación continua de materia.

Seguramente, Fred Hoyle no esperaba que, finalmente, la teoría de Lemaître acabaría siendo conocida como el “Big Bang” y, para más inri, finalmente sería aceptada como la teoría cosmológica estándar en la física.

Las evidencias

La expansión del universo, la primera evidencia e indicio del Big Bang, se determinó midiendo el llamado “corrimiento al rojo” o “efecto Doppler” en la luz de las galaxias que nos rodean. Así como el sonido de un auto de carreras es agudo cuando se acerca a nosotros, pero cuando nos pasa y se aleja se vuelve grave, la luz de los objetos que se acercan de nosotros a enormes velocidades se vuelve más azul, y si se alejan se vuelve más roja. Ese desplazamiento hacia el rojo en la luz visible de las galaxias permite medir la velocidad a la que se alejan de nosotros. Las más cercanas se alejan a una velocidad menor, y las más lejanas lo hacen a velocidades mucho mayores, lo que se expresa matemáticamente como la “Ley de Hubble”.

Así, pues, la expansión del universo es un hecho demostrable, medible, que se confirma continuamente en las observaciones astronómicas y que apunta claramente a que comenzó en la explosión de hace unos 13.750 millones de años.

Otra evidencia fue aportada por el físico George Gamow, que en 1948 publicó un estudio mostrando cómo los niveles de hidrógeno y helio que sabemos que existen en el universo, podrían explicarse mediante las reacciones acontecidas en los momentos inmediatamente posteriores al Big Bang. Curiosamente, sería el propio Fred Hoyle quien daría la explicación física y matemática de la presencia de todos los demás elementos de la tabla periódica más pesados que el hidrógeno y el helio.

Un alumno de Gamow, Ralph Alpher, y otro físico, Robert Herman, llevaron las predicciones teóricas basadas en el modelo del Big Bang más allá, calculando que debido a la colosal explosión debía quedar una radiación cósmica de microondas que sería homogénea y estaría a una temperatura de 5 grados por encima del cero absoluto, una radiación que se encontraría en todo el universo, un vestigio, un “eco”, valga la metáfora, del cataclísmico acontecimiento.

El momento esencial para la aceptación de la teoría del Big Bang llegó en 1964, cuando dos científicos de los laboratorios de la empresa telefónica Bell, Arno Penzias y Robert Woodrow, descubrieron precisamente la radiación cósmica de microondas predicha por Alpher y Herman. Penzias y Woodrow estaban tratando de eliminar un ruido de interferencia en una antena parabólica de radio, pero al no conseguirlo concluyeron que la fuente de este ruido tenía que estar en el espacio. Otros científicos la interpretaron como radiación de fondo o ruido de fondo del universo. Esta radiación era exactamente como la predicha por el estudio de Alpher y Herman.

Este hecho fue decisivo para que la teoría del Big Bang, desarrollada intensamente por varios estudiosos desde el planteamiento inicial de Lemaître. Penzias y Woodrow recibieron el Nobel de Física de 1978. Cualquier radiotelescopio lo bastante sensible puede “ver” este brillo tenue, que viene de todas partes del universo y cuya existencia es testimonio de esa gran explosión. La medición de la radiación cósmica de microondas fue confirmada en la década de 1990 por las observaciones del satélite COBE.

Los astrofísicos, además, han observado detalladamente la forma y distribución de las galaxias y los cuásares (fuentes de radio “casi estelares” situadas en el centro de galaxias masivas) en el universo, así como la formación de estrellas y los objetos de distintas edade, y todas las observaciones son consistentes con lo que espera la teoría del Big Bang.

Ahora que sabemos cómo comenzó todo (literalmente todo) aún queda por definir cómo va a acabar todo. Porque nuestro universo, finalmente y después de milenios de especulaciones, tuvo un principio y, de un modo u otro, tendrá un final.

Una teoría, varias visiones

Las ideas esenciales del Big Bang explican satisfactoriamente el origen y estado actual del universo, pero hay aspectos como la materia oscura o la energía oscura y problemas teóricos (como el de la geometría del universo o la asimetría entre materia y antimateria) que siguen siendo estudiados tanto teóricamente como matemáticamente y que dejan grandes espacios para perfeccionar el modelo cosmológico aceptado hoy.