Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento
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Nuestro cuerpo se defiende

Fotografía de Marko Žunec
(CC via Wikimedia Commons)
Las más comunes respuestas de nuestro cuerpo a las agresiones físicas y biológicas: moratones, inflamación y fiebre, sin las cuales no podríamos sobrevivir.

Nuestro cuerpo cuenta con un sistema de defensas del que nos hacemos conscientes solamente cuando algo anda mal y experimentamos inflamaciones, fiebre, moratones y otras reacciones de una complejidad mucho mayor que la aparente a primera vista.

¿Equimosis?

Todos hemos visto con fascinación el desarrollo de los moratones (moretones, cardenales, moraduras, magulladuras, hematomas o equimosis) y sus peculiares cambios de color, que cuentan toda una historia de manejo de desastres a nivel celular.

El moratón comienza con una lesión que provoca una hemorragia bajo la piel, liberando sangre a los espacios entre las células de la piel, en el lugar de la lesión y con frecuencia en la forma del objeto que la pueda haber provocado, como solemos ver en los dramas forenses de la televisión.

Conforme la sangre fluye hacia los tejidos circundantes, puede presionar las terminaciones nerviosas de la zona, provocando dolor. Lo percibimos con esos moratones que no duelen hasta que, inquietos, los presionamos… hasta que aparece el esperado dolor.

Desde el principio de la lesión se ponen en marcha procesos para reparar el daño y eliminar la sangre que no debe estar allí, en una secuencia tan precisa que un médico experimentado puede decir cuántos días han pasado desde la lesión con solo verla, al menos en los casos más comunes, cuando no hay factores de salud o edad que alteren significativamente el proceso. La lesión tiene primero un aspecto rojo debido a la hemoglobina, una proteína con hierro que da a la sangre su color característico. Al cabo de uno o dos días, por la degradación de la hemoglobina asume un color azul negruzco o morado.

En esa sangre acumulada ya están trabajando los leucocitos o glóbulos blancos responsables de nuestro sistema de defensas, comiéndose, consumiendo y reciclando la sangre del moratón. En esta auténtica digestión, para el sexto día la hemoglobina se ha convertido en biliverdina, dando al hematoma el extraño color verdoso que tanto nos divierte de niños. Después, la biliverdina es convertida en bilirrubina, dando el siguiente cambio de tono, el amarillo, a los ocho o nueve días. Finalmente, los leucocitos convierten la bilirrubina en hemosiderina, que tiene un color marrón dorado y que sirve como depósito del hierro de la hemoglobina que es luego retirado para reutilizarlo, y el moratón finalmente desaparece al cabo de dos o tres semanas.

La inflamación

Lo que los médicos llaman “proceso inflamatorio” no es únicamente la hinchazón o aumento del volumen, sino que incluye otros tres aspectos: enrojecimiento, calor y dolor. Es decir, la hinchazón puede existir sin que haya una “inflamación” en términos técnicos, aunque el lenguaje popular tienda a utilizarlos como sinónimos.

La hinchazón característica es una respuesta a los estímulos perjudiciales. Los tejidos muertos y lesionados, así como las plaquetas rotas o dañadas liberan dos sustancias químicas: la bradiquinina y la histamina, cuya presencia dispara el reflejo inflamatorio. El proceso comienza con la dilatación de los vasos sanguíneos, lo que aumenta el flujo sanguíneo a la zona donde está la lesión o infección y provoca el color rojizo de la inflamación. Los vasos sanguíneos, además, responden experimentando un cambio en la estructura de sus paredes, permitiendo la salida del llamado “exudado inflamatorio”, un un líquido derivado del plasma sanguíneo. Lo componen anticuerpos generales, fibrinógeno (una proteína del plasma que se se convierte en fibrina para crear el tejido fibroso de las cicatrices que reparan los tejidos lesionados) y multitud de células especializadas, entre ellas leucocitos o glóbulos blancos como los neutrófilos, que atacan a las bacterias responsables de las infecciones y los macrófagos que rodean y digieren tanto a las bacterias muertas como a los tejidos dañados.

El exudado inflamatorio sigue saliendo de los vasos sanguíneos mientras existan tejidos muertos y lesionados que el cuerpo debe reparar. Conforme van eliminándose estos tejidos dañados, los disparadores químicos van disminuyendo y la inflamación cede. Si en la lesión hay, además, hemorragia, puede haber un proceso paralelo de moratón o hematoma.

Aunque la inflamación es una respuesta defensiva, puede convertirse en un problema cuando se desarrolla de modo anormal, se dispara sin causa o se vuelve crónica. La artritis reumatoide o la enfermedad de Crohn son dos ejemplos de inflamación crónica.

Fiebre

Fiebre, calentura… el aumento de la temperatura del cuerpo es también un mecanismo de defensa… aunque realmente todavía no se ha descubierto exactamente cómo contribuye a la curación. Hay estudios, sí, que indican que los animales de sangre caliente se recuperan más rápido de infecciones y enfermedades graves cuando debido a la fiebre, y se sabe que hay algunas reacciones inmunológicas que se aceleran si aumenta la temperatura del cuerpo, además de que se crea un entorno más hostil a algunos patógenos.

El hipotálamo es el responsable de controlar la temperatura del cuerpo y mantenerla en su rango normal, alrededor de los 37 grados centígrados. Cuando hay presencia de algunas sustancias llamadas pirógenos y que pueden ser producidas por el propio cuerpo o por alguna invasión infecciosa, el hipotálamo libera una hormona llada PGE2 que dispara una reacción en todo el cuerpo que por un lado genera más calor aumentando el tono muscular y liberando otras hormonas como la epinefrina, y por otro conserva ese calor, provocando la constricción de los vasos sanguíneos cerca de la piel. La temperatura se mantiene alta mientras estén presentes los pirógenos.

La utilidad que tienen reacciones como la inflamación y la fiebre en la lucha contra las lesiones, infecciones y enfermedades hace recomendable que sólo se combatan cuando se vuelven en sí un problema, como en los casos de infección crónica o fiebres demasiado altas que pueden ocasionar desde alucinaciones hasta la deshidratación. Lo mismo que nos está curando puede ser una importante incomodidad, lo que hace que el uso de antiinflamatorios o antipiréticos (medicamentos que reducen la fiebre) a veces no sea buena idea si no es con la recomendación de un médico.

La primera línea de defensa

La primera y más importante defensa que tiene el cuerpo humano es la piel, una barrera altamente eficaz para impedir la entrada de agentes infecciosos y cuerpos extraños y que regula la hidratación y la temperatura de todo el cuerpo. No es sólo una barrera física, sino que también secreta sus propios antibióticos, los péptidos antimicrobianos. Es además el mayor órgano humano con un área de entre 1,5 y 2 metros cuadrados.

El difícil oficio de seguir vivo: las defensas en la naturaleza

Un lenguado confundiéndose con el fondo marino
(CC Wikimedia Commons)
La vida es un asunto peligroso. En la naturaleza, ese peligro se conjura con los más originales y sorprendentes sistemas de defensa.

Todo ser vivo tiene un enorme valor... como alimento. Visto exclusivamente desde el punto de vista gastronómico, es una colección de proteínas que se pueden descomponer en aminoácidos en el sistema digestivo de otro ser vivo que usará éstos para hacer sus propias proteínas, y contiene además carbohidratos, grasas para obtener energía, azúcares, vitaminas, minerales... una enorme riqueza que debe protegerse o algún otro ser vivo la robará, nos comerá.

Pero ser fuente de nutrientes para otro ser vivo (cosa que finalmente somos todos al morir, reciclados por roedores, gusanos, insectos varios y diversas plantas) es sólo uno de los riesgos que comporta ser parte del concierto vital.

En este enfrentamiento destacan las armas más diversas, y un arsenal defensivo de primer orden que es en gran medida responsable de la diversidad en la naturaleza.

Si a uno no lo puede ver el enemigo, no necesita defensas mucho más complejas. El camuflaje (palabra procedente del francés “camouflet”, bocanada de humo) es la primera línea de defensa para muchos seres. Además de confundir al enemigo, permite acechar a las presas con tranquilidad hasta el momento del golpe final.

Famosos por su camuflaje fundiéndose con el entorno son los distintos tipos de insectos que semejan ramas, palitos u hojas. Muchos animales nos informan con su aspecto de cómo son su entorno o su sociedad, aunque no se camuflen para defenderse. El color del león refleja la sabana donde caza, mientras que el tigre se confunde en la espesura de la jungla. Las polillas se ocultan a la vista en la corteza de los árboles y las cebras utilizan el mismo sistema de defensa que las grandes manchas de peces: su número y el dibujo de su piel han evolucionado para confundir al depredador y dificultarle la tarea base de toda cacería exitosa: elegir a una sola presa de entre todas, concentrarse en ella y hacer caso omiso del resto de la manada.

Un camuflaje sencillo lo muestran los peces que han evolucionado para ser más oscuros en su mitad superior y más claros por debajo, pues así se confunden con el fondo contra el que se les ve: la oscura profundidad abajo o el claro cielo arriba.

El problema de este tipo de camuflaje es que el animal, fuera de su entorno habitual, es totalmente vulnerable. El mejor camuflaje es el que cambia, y ese lo exhiben varias especies de pulpo que pueden cambiar la coloración, opacidad y reflectividad de su epidermis, e incluso su textura, a gran velocidad. Entre sus defensas secundarias, el pulpo utiliza la velocidad, arma defensiva esencial para numerosas presas, desde la liebre hasta la gacela, desde el atún hasta la mosca.

Los seres vivos, en general, son de constitución más bien suave, gelatinosa, pues el agua es el principal componente de todos los seres vivos. El desarrollo de partes duras, como cuernos y corazas, es una excelente estrategia que vemos en acción en la corteza de los árboles o los gruesos cuernos quitinosos de los escarabajos rinoceronte, en el caparazón de las tortugas (tan eficaz que lleva más de 200 millones de años de éxito) o los cuernos de cabras, rebecos o bisontes. A algunos animales les ha bastado que su piel evolucione para ser gruesa y fuerte, aunque no rígida, como al rinoceronte o el propio elefante.

Para encontrar las más impresionantes armaduras, sin embargo, debemos trasladarnos hacia atrás en el tiempo, a la época (o, más precisamente, las épocas) en que vivieron los dinosaurios, con enormes placas óseas en el cuerpo, amenazantes espinas a lo largo del lomo y cuernos de aspecto aterrador. En esta armería prehistórica destacan los anquilosaurios, dinosaurios blindados que vivieron en los períodos jurásico y cretácico y que, creemos, convivieron con depredadores tan terribles como el Tirannosaurus Rex.

El más asombroso miembro de este género fue el euplocephalus, que además de desarrollar una especie de maza al final de la cola, tenía blindados incluso los párpados. Seguramente un animal difícil de cazar.

En el mundo vegetal, la dureza también es una eficaz defensa. Muchas semillas han evolucionado para ser duras de modo que sobrevivan al paso por el tracto digestivo de diversos animales. La estrategia que ha evolucionado es asombrosa: la planta envuelve la semilla en una fruta atractiva para ciertos animales, que la comen junto con las semillas y se alejan, esparciendo las semillas en distintos lugares. La dureza de la semilla es una forma de aprovechar la movilidad de los animales para extender la presencia de la especie.

Distintas sustancias químicas son el arma defensiva de elección de muchas especies animales y vegetales, en ocasiones con resultados inesperados. La savia aceitosa de la hiedra venenosa evolucionó con el componente llamado urushiol, que le ayuda a combatir las enfermedades, pero por azar esta sustancia resultó causar alergia al 90% de los seres humanos (y no a ningún otro animal).

El veneno resulta un eficaz disuasor que sirve como defensa y como ataque. Curiosamente, el animal más venenoso de la tierra es una diminuta rana de apenas unos 4 centímetros de largo, cuyo nombre científico ya es revelador: Phyllobates terribilis. Cada pequeña rana dardo, de vivo color dorado, tiene veneno suficiente para matar entre 10 y 20 seres humanos, lo que hace palidecer a envenenadores más conocidos como la víbora de cascabel, la cobra real, el escorpión o la viuda negra.

En este incompleto listado de los sistemas defensivos que nos ofrece la naturaleza no pueden quedar fuera las diez especies de pacíficas mofetas y su arma de pestilencia masiva. Una combinación de sustancias químicas que contienen azufre, y cuyo olor se ha descrito como una mezcla de huevos podridos, ajo y caucho quemado, bastan para mantener a buen recaudo a posibles depredadores, sin causarles más daño que un terrible mal rato. Pacifismo eficaz, dirían algunos.

Las defensas del ser humano

El ser humano carece de una dentadura aterradora, garras potentes, partes acorazadas, cuernos, la capacidad de camuflarse o alguna sustancia química tan aterradora como la de la mofeta o la rana dardo. Sus defensas se limitan a las que rechazan o atacan invasores microscópicos: la piel, las mucosas y el sistema inmune. Pero el ser humano inventó un sistema de defensa totalmente original en la naturaleza: un cerebro flexible, capaz de la abstracción y el pensamiento original, que puede crear defensas tan eficaces como las de muchos animales. La eficacia de estas defensas se demuestra en el hecho de que hace muchos miles de años que Homo sapiens sapiens ya no está en el menú habitual de las especies que consumieron como alimento a sus antepasados.