Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento
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La agitada vida de Primo Levi

Primo Levi en 1950, cinco años después de sobrevivir su
prisión en Auschwitz. (Imagen D.P. vía Wikimedia Commons)
“No hay nada más vivificante que una hipótesis” dice Primo Levi en “Níquel”, el cuento que relata su graduación como químico de la Universidad de Turín y sus memorias de la Segunda Guerra Mundial.

En 2006, The Royal Institution de la Gran Bretaña determinó mediante votación pública que el mejor libro de ciencia jamás escrito, al menos hasta ese momento, era La tabla periódica, del químico italiano Primo Levi. Los finalistas, que habían sido seleccionados por diversas personalidades de distintas especialidades, habían sido además El anillo del rey Salomón del etólogo Premio Nobel Konrad Lorenz, Arcadia de Tom Stoppard y El gen egoísta del también etólogo británico Richard Dawkins.

La tabla periódica no es un ensayo ni una obra de divulgación al uso. Es una colección de cuentos cortos. 21 relatos que tienen cada uno a un determinado elemento químico como su pretexto y que, además de narrar las características de dicho elemento, sus compuestos, sus propiedades y peculiaridades, cuenta historias apasionantes y humanas, algunas de fantasía heroica, otras de cotidianidad, amor, amistad, familia, método experimental... un libro que cuarenta años después de su publicación (1975) sigue siendo una joya de la literatura y de la aproximación a la ciencia.

Probablemente en otro tiempo, en otro lugar, Primo Michele Levi habría sido solamente un químico industrial apasionado con su disciplina, se habría limitado a trabajar en una empresa y se habría jubilado satisfecho de una labor bien realizada durante tres o cuatro décadas. Ciertamente, no habría tenido las experiencias que lo llevaron a escribir La tabla periódica.

Pero las circunstancias de su vida lo llevaron a ser, además de químico industrial, partisano, poeta... y uno de los más conocidos supervivientes del campo de exterminio de Auschwitz... sin todo lo cual su libro sobre los elementos químicos no habría sido escrito nunca.

Primo Levi nació en Turín, Italia el 31 de julio de 1919, el primogénito de una familia no creyente, liberal e ilustrada, con ancestros judíos sefarditas. Entre su nacimiento y el de su hermana, en 1925, Italia había pasado a ser gobernada por el fascismo de Benito Mussolini, que había fundado su movimiento el mismo año del nacimiento de Primo y se había erigido en dictados absoluto cuando nació su hermana Anna Maria.

En 1938, el gobierno fascista promulgó el decreto de la ley racial, que restringía los derechos civiles de los judíos y los excluía de los puestos públicos y de la educación superior. Pero como el joven Primo Levi se había matriculado en química en la Universidad de Turín en 1937, la interpretación de la ley racial determinó que no era retroactiva, y los alumnos inscritos antes de que se promulgara pudieron continuar con sus estudios... pero con el estigma de su origen familiar.

Mussolini declaró la guerra a los aliados en 1940, consolidando su alianza con Hitler, y pronto empezaron los bombardeos aliados en territorio italiano, incluida, por supuesto, la ciudad de Turín. Primo Levi, entre los destrozos de la guerra, se licenció con honores en química en 1941. Pero el título le valía de poco para ganarse la vida porque en él venía inscrita la indicación de que era judío. Fue necesario que falsificara documentos para conseguir un empleo en una mina en el norte de Italia. Volvió a Turín en 1943 a la muerte de su padre, para huir de inmediato con su madre y su hermana hacia el norte de Italia.

En 1943, la persecución contra los judíos alcanzaba su punto más alto mientras el liderazgo italiano se desmoronaba. Los aliados habían invadido Sicilia y se preveía un desembarco en la Italia continental. Los desastres militares en el Norte de África habían debilitado políticamente a Mussolini, que fue depuesto ese mismo año, después de lo cual rápidamente Italia firmó un armisticio con los aliados. La reacción del hasta poco antes aliado Hitler fue inmediata: invadir el norte de Italia.

El mismo día del armisticio, el químico huyó a Torino, y poco después se unió al movimiento de resistencia armada “Justicia y libertad”. Su aventura como guerrillero antifascista duró apenas dos meses. En diciembre fue arrestado por la milicia fascista y, siendo judío, en lugar de ser fusilado como partisano de izquierdas fue entregado a los nazis y, en febrero de 1944, deportado a Auschwitz, donde sobrevivió echando mano de sus habilidades profesionales y personales hasta que el campo fue liberado por el Ejército Rojo soviético en enero de 1945. Después de un largo periplo europeo, en octubre de ese año consiguió volver a Turín, al mismo piso en el que había nacido.

Comenzaba entonces otra odisea: conseguir empleo en un país en difícil reconstrucción. Mientras buscaba colocarse en alguna empresa como ingeniero químico, Levi empezó a contar historias de Auschwitz y en 1946, con apenas 27 años de edad, descubrió su segunda vocación, la literatura, primero en la forma de poemas relacionados con su experiencia en el más famoso campo de exterminio del delirio nazi. Para cuando se empleó como director técnico de una empresa química en Turín y se casó, descubrió que ya no podía dejar su segundo oficio y, a partir del libro Si esto es un hombre de 1947, publicaría un total de 14 libros de memorias, cuentos (incluidos dos de ciencia ficción originalmente escritos bajo seudónimo), poemas y novelas, siempre impulsado por la convicción de que tenía la obligación de dar testimonio de la bajeza humana y de la grandeza que la enfrenta. Todo, además, desde el punto de vista de un no creyente religioso, un ateo confeso. Siguió trabajando en empresas químicas, incluso llevando un tiempo la suya propia, hasta 1977, cuando se retiró, con 58 años, para dedicarse sólo a escribir.

En 1987, reconocido como autor pero rechazado por algunos de sus protagonistas como los soviéticos, que se negaban a publicarlo en ruso, Levi trabajaba en un nuevo libro de relatos que enlazaba la química con historias humanas El doble enlace, referido al enlace químico de cuatro electrones. Nunca lo terminaría. El 11 de abril de 1987, después de recibir el correo en su piso de Turín, el mismo en el que había nacido, cayó por el hueco de la escalera desde la tercera planta y murió. Oficialmente, su muerte fue un suicidio, aunque muchos a su alrededor han puesto la determinación en duda y consideran más viable que su caída fuera un accidente.

Levi en rock

En 1990, el grupo anarcopunk Chumbawamba, escribió y grabó la canción “El testamento de Rappoport - Nunca me di por vencido”, canción inspirada en el cuento “Capaneo” de Primo Levi, sobre un personaje que afirma que, pese a la humillación y al hambre, Hitler no lo había vencido. Levi está también presente en la música e imágenes de Manic Street Preachers y Peter Hamill (de Van de Graaf Generator).

La guerra biológica

Todo conocimiento puede ser usado para el mal, sobre todo para el mal mayor que es la guerra, donde ganar a cualquier coste puede llegar a ser muy caro, caso claro de las actuales armas biológicas.

Cultivo de bacilo del ántrax muestreado en 1993 en
Kameido, Japón, después de un ataque bioterrorista
de la secta religiosa Aum Shinrikyo, que dos años
después atacaría con gas sarín el metro de Tokio.
(Foto D.P. de los CDC de EE.UU., vía Wikimedia
Commons)
La guerra biológica plantea escenarios de ciencia ficción y peligros aterradores. Al mismo tiempo, su utilización es realmente menos frecuente hoy que en el pasado, por no ser tan eficaz como desearían los ejércitos, que buscan convertir en armas los productos del conocimiento. En ese sentido, cuanto hay en la naturaleza que nos puede matar puede ser utilizado –y mucho ha sido utilizado– en la guerra.

La guerra biológica implica no sólo a seres vivos, sino a las sustancias que producen, como los venenos. De ese modo, las armas biológicas se han usado de modo extendido y desde la antigüedad. Así, ya en la Ilíada y la Odisea se dice que las flechas y lanzas de aqueos y troyanos tenían puntas envenenadas. El veneno procedente de animales o vegetales fue la primera forma de guerra biológica, pero no la única. En la Primera Guerra Sagrada de Grecia, los atenienses y la Liga Anfictiónica envenenaron los pozos de agua del pueblo de Kirra con una planta tóxica.

Es ciertamente inquietante que, aunque no se conocía la existencia de gérmenes patógenos o la forma de desarrollo de las infecciones, los antiguos griegos tuvieran suficiente conocimiento empírico como para hacer lo que cuenta Heródoto, el historiador del siglo V a.E.C., que relata cómo los arqueros escitas mezclaban víboras putrefactas, sangre humana y estiércol de vaca y lo enterraban un tiempo para luego remojar las puntas de sus flechas en la mezcla, seguramente contaminada con diversos agentes infecciosos. Igualmente, era práctica común arrojar con catapultas animales o cuerpos humanos infectados a las ciudades sitiadas.

La palabra “tóxico” viene del antiguo griego toxikon, que se deriva de la palabra para flecha: toxon. Y las toxinas también fueron armas eficaces en oriente. El padre de la medicina china, Shen Nung, describió, en un libro que se dice que tiene cinco mil años de antigüedad, el uso de flechas empapadas en aconitina, un alcaloide de gran actividad obtenido del acónito.

Los agentes patógenos también fueron utilizados por los hititas para triunfar en su guerra contra Arzawa en el siglo XIV a.E.C., cuando llevaron a terreno enemigo carneros y burros infectados de tularemia, una grave infección bacteriana hoy poco frecuente, transmitida a los seres humanos por la vía de garrapatas y mosquitos.

Más directo, el legendario general cartaginés Aníbal llenó ollas de cerámica con víboras venenosas y las lanzó a las cubiertas de las naves del rey de Pérgamo. Un sistema similar empleado por la ciudad de Hatra, cerca de la actual Mosul, en Irak, que provocó la retirada del ejército romano en el siglo II de nuestra era lanzándoles ollas llenas de escorpiones vivos.

Junto con las armas biológicas se desarrollaron supuestos antídotos como el “mitridatium”, que según la leyenda fue creado por el rey persa Mitrídates VI, un experto en venenos cuya fórmula fue buscada y reinventada (y vendida por charlatanes poco escrupulosos) hasta el Renacimiento. Mitrídates sería el primer experto de lo que hoy llamamos “bioseguridad”, un aspecto importante en la defensa y seguridad de los países, especialmente los más poderosos y, por tanto, susceptibles de ataques con armas prohibidas.

La posibilidad de convertir en armas los agentes biológicos se hizo realidad junto con los avances de la biología y la teoría de los gérmenes patógenos de Louis Pasteur y Robert Koch, desarrollada a mediados del siglo XIX. Al mismo tiempo, en 1847, las convenciones de guerra prohibieron las armas envenenadas y después prohibirían toda forma de guerra biológica.

Todavía en la Segunda Guerra Mundial, las armas biológicas fueron utilizadas por última vez en una guerra, digamos, convencional, por el ejército imperial japonés. Los expertos de Hirohito convirtieron en armas las bacterias del tifus y el cólera, y las utilizaron en su guerra contra China para envenenar pozos y lanzar desde aviones pulgas infectadas por la peste. Se calcula que causaron así medio millón de muertes.

Las armas biológicas tienen el problema de ser difíciles de controlar y de apuntar... y que una vez distribuidas la descontaminación puede ser imposible, como descubrió el ejército británico cuando hizo una prueba con esporas de ántrax en una isla escocesa durante la Segunda Guerra Mundial, que hasta hoy está contaminada con ellas. Así, cualquier error o cambio en las condiciones pueden convertir a los atacantes en víctimas de sus propias armas. Un ejemplo fue el brote del más peligroso de los agentes biológicos, el ántrax, que ocurrió en 1974 en la ciudad hoy llamada Ekaterinburgo, causando la muerte de 64 personas. El origen fue una fuga accidental del bacilo de las instalaciones de guerra biológica situadas en la ciudad, pese a que la URSS era signataria de la convención contra armas biológicas firmada apenas dos años antes, en 1972. Estados Unidos sufrió un accidente similar, con otros patógenos, poco después del fin de la Segunda Guerra Mundial.

Esto no impidió que Irak, durante el régimen de Saddam Hussein, entre 1985 y 1991, desarrollara armas biológicas con agentes como ántrax, toxina botulínica y aflatoxinas, aunque no llegaron a usarse pues sus sistemas de dispersión eran altamente ineficientes.

Han sido grupos no regulares los responsables de los más recientes casos de uso o intento de uso de armas biológicas. En 1972, los miembros del grupo racista extremista denominado la Orden del Sol Naciente, fueron detenidos con más de 30 kilogramos de cultivos de bacteria de la tifoidea que planeaban usar para atacar ciudades estadounidenses. En 1984, la secta de Baghwan Rajneesh, “Osho”, esparció un cultivo de salmonela en los restaurantes de Antelope, Oregon, para impedir que la gente votara en unas elecciones con las que pretendían hacerse con el poder en el municipio, con cientos de afectados, 45 hospitalizados y, afortunadamente, ninguna muerte.

Pese a sus riesgos y las prohibiciones mundiales, los países poderosos suelen tenerlas en reserva pero no utilizarlas por la convicción de que las represalias con armas similares serían inmediatas y las posibilidades de proteger a su población son escasas. Asuntos contradictorios de los conflictos bélicos.

Animales de ataque

Algunos expertos consideran que el caballo y los elefantes de guerra son, de cierta forma, agentes de guerra biológica. En ese caso, en la misma clasificación entrarían algunos de los proyectos más descabellados de algunos departamentos de defensa, como el de utilizar delfines para poner minas en embarcaciones enemigas, algo que han explorado tanto los Estados Unidos como la URSS y después Rusia.