Estatua de José Quer en el jardín botánico de Madrid que él fundó (D.P. vía Wikimedia Commons) |
Menos evidente es que estos procesos se dan en el entorno de una revolución del conocimiento, cuando la semilla sembrada por los primeros científicos, de Copérnico a Newton, empieza a florecer aceleradamente. El estudio de las reacciones químicas, la electricidad, los fluidos, los gases, la luz, los colores, las matemáticas y demás disciplinas ofrecían un panorama vertiginoso de descubrimientos, revoluciones incesantes, innovación apresurada.
Sólo en 1810, cuando se inicia la independiencia de Venezuela, Colombia, la Nueva España (que incluye a México y a gran parte de Centroamérica), Chile, Florida y Argentina, se aísla el segundo aminoácido conocido, la cisteína, iniciando la comprensión de las proteínas, se publica el primer atlas de anatomía y fisiología del sistema nervioso humano y Humphrey Davy da su nombre al cloro.
El despotismo ilustrado no sólo tuvo una expresión pólítica y social sino que también se orientó hacia la revolución científica y tecnológica que vivía Europa. Así, Carlos III, además de conceder la ciudadanía igualitaria a los gitanos en 1783 y de su reforma de la agricultura y la industria, fue un impulsor del conocimiento científico, sobre todo botánico, y ordenó el establecimiento de las primeras escuelas de cirugía en la América española.
Estudiosos como el historiador Carlos Martínez Shaw señalan que el siglo XVIII fue, en España, el siglo de oro de la botánica, desde que José Quer creó en Madrid el primer jardín botánico y recorrió la península catalogando la flora ibérica.
Varias serían las expediciones científicas emprendidas hacia el Nuevo Mundo en el siglo XVII con el estímulo de Carlos III, como la ambiciosa Real Expedición Botánica a Nueva España, que duraría de 1787 a 1803, dirigida por el oscense Martín Sessé y el novohispano José Mariano Mociño.
A lo largo de diversas campañas, y desde 1788 apoyada por el nuevo monarca, Carlos IV, la expedición recorrió América desde las costas de Canadá hasta las Antillas, y desde Nicaragua hasta California. Habrían de pasar más de 70 años para que sus resultados, debidamente analizados y sistematizados, se publicaran finalmente.
Más prolongada fue, sin embargo, la Real Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada, que transcurriría desde 1782 hasta 1808, donde se estudiarían por primera vez los efectos de la quina, mientras la Expedición Malaspina de 1789 en Argentina también aportó materiales para el jardín botánico español. Tan sólo dos años antes, el fraile dominico Manuel Torres había excavado y descrito el fósil de un megaterio en el río Luján.
Las expediciones científicas solían tener una doble intención, como delimitar la frontera entre las posesiones españolas y portuguesas o identificar posibles recursos valiosos, como la Expedición a Chile y Perú de Conrado y Cristián Heuland, organizada por el director del Real Gabinete de Historia Natural, José Clavijo, y que buscaba minerales valiosos para la corona.
No era el caso de una de las principales expediciones al Nuevo Mundo, la realizada por el naturalista alemán Alexander Von Humboldt a instancias de Mariano Luis de Urquijo, secretario de estado de Carlos IV. De 1799 a 1804, Humboldt, que recorrió el Orinoco y el Amazonas, y lo que hoy son Colombia, Ecuador, Perú y México, una de las expediciones más fructíferas en cuanto a sus descubrimientos, que van desde el hallazgo de las anguilas eléctricas hasta el estudio de las propiedades fertilizantes del guano y el establecimiento de las bases de la geografía física y la meteorología a nivel mundial.
No estando especializado en una disciplina, Humboldt hizo valiosas observaciones y experimentos tanto en astronomía como en arqueología, etnología, botánica, zoología y detalles como las temperaturas, las corrientes marítimas y las variaciones del campo magnético de la Tierra. Le tomaría 21 años poder publicar, aún parcialmente, los resultados de su campaña.
La ciencia y la tecnología española y novohispana fueron, en casi todos los sentidos, una y la misma, resultado de la ilustración y al mismo tiempo sometidas a los caprichos absolutistas posteriores de Carlos IV y Fernando VII.
Un ejemplo del temor a las nuevas ideas que se mantenían pese a las ideas ilustradas lo da el rechazo a las literaturas fantásticas a ambos lados del Atlántico. En 1775, el fraile franciscano Manuel Antonio de Rivas escribía en Yucatán la obra antecesora de la ciencia ficción mexicana, “Sizigias y cuadraturas lunares”, que sería confiscada por la Inquisición y sometida a juicio por defender las ideas de Descartes, Newton y los empíricos. Aunque finalmente absuelto en lo esencial, el fraile vivió huyendo el resto de sus días.
Entretanto, en España, el mismo avanzado Carlos III prohibía, en 1778, la lectura o propiedad del libro Año dos mil cuatrocientos cuarenta, del francés Louis Sébastien Mercier, que en su libro no presentaba tanto la ciencia de ese lejano futuro como la realización de todos los ideales de la revolución francesa.
Ciencia e ilustración, pues, pero no demasiadas.
La vacuna en AméricaCuando la infanta María Luisa sufrió de viruela, a instancias del médico alicantino Francisco Javier Balmis el rey inoculó a sus demás hijos con la vacuna desarrollada por Edward Jenner en 1796. Dada la terrible epidemia de viruela que ocasionaba 400.000 muertes en las posesiones españolas de ultramar, la mitad de ellos menores de 5 años, Carlos IV apoyó la ambiciosísima Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, encabezada por Balmis, que recorrió los territorios españoles de América y Asia de 1803 hasta 1814, durante los primeros combates independentistas americanos. Este asombroso esfuerzo está considerado aún hoy una de las grandes aportaciones a la erradicación de la viruela en el mundo. |