Esquema que muestra cómo el campo magnético de la Tierra nos protege del viento solar (Imagen D.P. de la NASA vía Wikimedia Commons) |
El 1º de septiembre de 1859, poco antes del mediodía, dos astrónomos aficionados, Richard Christopher Carrington y Richard Hodgson, observaron independientemente, por primera vez en la historia humana, una erupción solar, una súbita explosión en la superficie del sol que libera lo que parece una potente llamarada de un poder difícil de imaginar.
Esa misma tarde, el físico escocés Balfour Stewart, director del observatorio magnético Kew de Londres, registró una intensa anomalía magnética en el sol seguida, a las 4 de la mañana del día siguiente, por una intensa tormenta geomagnética, la más intensa, de hecho, que se ha registrado hasta el día de hoy. Las “auroras boreales” o luces del norte se llegaron a ver incluso sobre Venezuela, casi en el Ecuador del planeta, y fueron de una intensidad tal que el New York Times informó que a la una de la mañana se podía leer el diario sólo con esas fantasmales luces. Otro efecto de esta poderosa tormenta magnética fue el fallo temporal de los sistemas de telégrafos en todo el hemisferio norte. Para el día 4 de septiembre, la tormenta magnética amainó finalmente.
Poco tardaron los científicos en conectar la erupción solar observada por Carrington y Hodgson con la perturbación magnética y la tormenta subsiguiente. Una brusca y colosal alteración del sol afectaba a nuestro planeta de un modo que apenas había sido entrevisto por algunos teóricos y abría toda una nueva avenida de investigación sobre nuestro universo.
El sol emite continuamente y en todas direcciones un flujo de plasma (el cuarto estado de la materia, ni gaseoso, ni líquido ni sólido) compuesto por electrones libres, protones y iones altamente energizados y que sale despedido a una velocidad media de unos 400 kilómetros por segundo, pero que puede ser muchísimo más rápida en el caso de erupciones solares violentas. Es el llamado “viento solar”, que fue descubierto en la década de 1950 por el astrónomo alemán Ludwig Biermann. El científico observó que sin importar en qué punto de su órbita esté un cometa, su cola siempre apunta en sentido contrario al sol, y teorizó que esto se debía a un flujo continuo de partículas emitidas por el sol, que ya había sido sugerido por el astrofísico Arthur Eddington en 1910.
El viento solar no es producido únicamente por el calor del sol (calculado en 15 millones de grados centígrados en su interior y en 6.000 ºC en su superficie), sino por el campo magnético del sol. De hecho, el viento solar escapa de la atmósfera del sol primordialmente por sus polos magnéticos.
El viento solar es extremadamente potente. Para darnos una idea, los datos de la nave Mars Global Surveyor indican que, efectivamente, nuestro vecino Marte tuvo una atmósfera mucho más densa en el pasado, pero esta atmósfera fue literalmente arrastrada hacia el espacio por el viento solar.
¿Por qué no pasa esto en la Tierra? ¿No estamos en peligro de que estas potentes emisiones del Sol nos dejen sin nuestra preciada y vital atmósfera? Lo estaríamos a no ser porque tenemos algo con lo que no cuenta el planeta rojo, lo más parecido al “escudo de fuerza invisible” de la ciencia ficción: el campo magnético de la Tierra.
El campo magnético
Nuestro campo magnético o magnetosfera se distingue por dos zonas llamadas “cinturones de radiación Van Allen”, en forma de donut o, como le llaman los topólogos, “toro”, alrededor de nuestro planeta. Están formados por partículas altamente cargadas provenientes de los rayos cósmicos y, principalmente, del viento solar.
El viento solar se encuentra con la magnetosfera de modo similar a como lo hace el agua con la proa de un barco, desviándose de modo que no choca directamente con la atmósfera terrestre. En su recorrido, las partículas del viento solar que logran penetrar el campo magnético quedan atrapadas en los cinturones de Van Allen. Al mismo tiempo, el viento solar transfiere partículas y energía a la magnetosfera, cuyos electrones e iones viajan por las líneas del campo magnético hacia los polos, provocando las auroras boreales (en el norte) y australes (en el sur).
Mientras más intenso es el viento solar, como en el caso de la explosión de 1859, mayor es la perturbación del campo magnético de nuestro planeta y éste recibe más energía que podemos ver en la forma de auroras y en diversas alteraciones de la ionosfera e incluso de dispositivos eléctricos y electromagnéticos en la superficie de la Tierra, como ocurrió con los telégrafos en 1859.
Pero, si el viento solar tiene esa fuerza tan asombrosa, ¿no se podría utilizar para impulsar una vela, como el viento de la atmósfera terrestre es aprovechado por los veleros?
Ya en la década de 1920, el pionero ruso de la astronáutica Konstantin Tsiolkovsky propuso usar “la presión de la luz del sol” para viajar por el cosmos, una idea que se fortaleció conforme se comprendían mejor el viento solar y la presión que ejerce la radiación solar, y que fue retomada con entusiasmo por la ciencia ficción de las décadas de 1950 a 1980.
El viento solar y los fotones que forman la luz del sol, se teorizó, podrían ser empleados por una “vela” de un material reflectante muy, muy ligero. Para poder aprovechar la fuerza del sol, tal vela tendría que ser extremadamente grande. En la década de 1970, por ejemplo, un equipo de la NASA propuso un velero solar para encontrarse con el cometa Halley, y cuya vela debería tener 600.000 metros cuadrados, 50% más grande que la Plaza de Tiananmen, en Beijing.
La primera, y única hasta ahora, vela solar en funcionamiento es la de una nave experimental de la Agencia Japonesa de Exploración Aeroespacial (JAXA), llamada IKAROS (siglas en inglés de “nave cometa interplanetaria acelerada por la radiación del sol). Lanzada el 21 de mayo de 2010, consiguió demostrar la viabilidad de la tecnología de la vela solar, completando con éxito la misión de viajar hasta Venus, planeta a cuya vecindad llegó en diciembre de 2010, demostrando que la enorme fuerza de nuestra estrella, el viejo Sol, podría ser la que nos lleve algún día hacia otras estrellas, el viejo sueño del cosmos.
El peligro de una tormenta solarEl riesgo, pequeño pero real, de que una tormenta solar especialmente violenta en un Sol en gran actividad pueda provocar alteraciones en dispositivos y sistemas eléctricos y electromagnéticos ha sido inspiración de algunas fantasías que aseguran que en el 2012 habrá una tormenta aún más intensa que la de 1859. Los astrofísicos no están de acuerdo. Aunque 2012-2013 marcarán será el pico del ciclo de 11 años de actividad de nuestra estrella, desde 2008 sabemos que este ciclo resultó especialmente tranquilo, el menos intenso desde 1928. |