Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento
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Conductores y superconductores

Nos sirven para desentrañar los misterios de las partículas elementales, detectar alteraciones en nuestro cuerpo, ahorrar energía y levitar, todo ello con la buena y vieja electricidad.

Levitación de un imán sobre un superconductor.
(Foto CC de Mariusz.stepien vía Wikimedia Commons)
Cuando uno se somete a una resonancia magnética que crea imágenes precisas del interior de nuestro cuerpo usadas en diagnósticos, se beneficia de la superconducción eléctrica.

Su historia comienza hacia 1720. Un astrónomo aficionado y científico que experimentaba con electricidad estática, descubrió que ésta no sólo estaba en el vidrio que frotaba para producirla y atraer objetos pequeños. También el corcho podía hacerlo. Conectó al corcho una serie de varitas, y luego un hilo, observando que la “virtud eléctrica” se transmitía por ellos y seguía atrayendo objetos pequeños. Pronto estaba tendiendo hilos en las casas de sus conocidos y probando distintos materiales, hasta conseguir que su electricidad estática viajara unos 250 metros. Esto también le permitió determinar que algunos materiales eran conductores y otros aislantes.

Stephen Gray, había dado un salto enorme entre quienese trabajaban con la electricidad desde 1600, cuando el también británico William Gilbert la había descrito y nombrado.

La conducción eléctrica no se refiere sólo a la corriente que alimenta nuestros aparatos y dispositivos. Por ejemplo, el manejo de pequeñas corrientes eléctricas en los materiales semiconductores descritos por Michael Faraday en 1833, como el silicio, ha permitido la existencia de todo el universo de la informática y las telecomunicaciones.

¿De qué depende que un material sea conductor, semiconductor o aislante? Dado que la electricidad no es más que una corriente de electrones en movimiento, los conductores serán los materiales que permitan que los electrones se muevan con mayor libertad, algo para lo cual son ideales metales como el cobre, el aluminio o el oro.

Los aislantes impiden el flujo de electricidad a lo largo de un material, actuando de hecho como barreras, por la forma en que están unidas sus moléculas, como ocurre con el látex o los plásticos. Los semiconductores, por su parte, están en un punto intermedio entre los otros dos. La capacidad de conducción es inversamente proporcional a la resistencia que tiene un material al flujo de corriente.

El salto al superconductor

La resistencia eléctrica de todos los materiales es lo que permite que la corriente eléctrica, al ser obstaculizada por ella, se convierta en luz en una bombilla incandescente, en calor en un hornillo, en ondas electromagnéticas dentro de un microondas o en un campo de inducción en grandes hornos de acero o en cocinas de inducción.

Pero la resistencia eléctrica es también un problema: la corriente eléctrica se va debilitando y convirtiendo en otras formas de energía, principalmente calor, conforme va recorriendo cualquier material, por buen conductor que sea. Transportar energía eléctrica implica una pérdida de corriente.

En 1911, el físico holandés Heike Kamerlingh Onnes hizo un descubrimiento tan trascendente como el de la conducción eléctrica de Stephen Gray. Onnes probaba la conducción eléctrica del mercurio a distintas temperaturas, pues se sabía que la resistencia de los materiales bajaba proporcionalmente a la temperatura. Pero al enfriar el mercurio a -269 grados centígrados, la temperatura del helio líquido, su resistencia cayó súbicamente a cero, simplemente desapareció, y el mercurio se convirtió en algo nuevo: un superconductor capaz de transmitir electricidad sin pérdidas. Así, si se aplica corriente a un anillo superconductor, ésta puede dar vueltas eternamente a su alrededor. El descubrimiento le valió a Onnes el Premio Nobel de física de 1913.

¿Para qué sirven los superconductores? En los años siguientes, multitud de investigadores realizaron trabajos con distintos materiales para determinar cómo y a qué temperatura se podrían convertir en superconductores. Entre ellos, dos alemanes descubrieron que los superconductores repelían los campos magnéticos en movimiento. Lo que esto significaba en la práctica era que se podía hacer que un imán levitara sobre un superconductor.

Esta propiedad, llamada “maglev” o levitación magnética, fue una de las primeras aplicaciones de los superconductores, en trenes cuyas vías están formadas de bobinas que crean un campo magnético que repele unos imanes de la parte inferior del tren y lo hace avanzar flotando o levitando sobre las vías, permitiéndole moverse con seguridad y suavidad a velocidades de hasta 500 km/h. Si los imanes son de superconductores enfriados con nitrógeno líquido, que es de coste relativamente bajo, se obtiene una mayor eficiencia en el uso de la energía.

Entre las aplicaciones de los superconductores se cuentan dispositivos como circuitos digitales de gran velocidad para tener ordenadores más rápidos, filtros de microondas que se pueden emplear en bases de telefonía móvil, motores y generadores eléctricos con un gasto de energía mucho menos que los convencionales y enormes electroimanes de gran potencia que igual se utilizan en los escáneres médicos que en detectores de partículas como los que emplea el Gran Colisionador de Hadrones (LHC) del CERN.

El LHC es, esencialmente, un par de grandes tubos circulares en cuyo interior se disparan protones que se aceleran utilizando electroimanes que también les obligan a curvar su trayectoria hasta, finalmente, colisionar a velocidades cercanas a las de la luz. El enorme dispositivo emplea 1232 electroimanes principales, cada uno de ellos de 15 metros de longitud y con un peso de 35 toneladas. Otros gigantescos electroimanes superconductores se utilizan en los detectores del LHC para poder percibir y registrar las colisiones que están desvelándonos algunos de los secretos del mundo subatómico.

Una de las búsquedas más intensas en la física de los superconductores es la búsqueda de materiales que puedan exhibir propiedades superconductivas a temperaturas “altas”. Actualmente se han desarrollado superconductores capaces de funcionar a -139 ºC. El santo grial de esta búsqueda sería el mítico “superconductor a temperatura ambiente”, que haría más por la conservación de energía en el mundo que ninguna otra tecnología imaginable.

¿Y el escáner?

Los escáneres de diagnóstico como la resonancia magnética están formados por un “donut” o anillo donde entra el paciente y que es un electroimán en cuyo interior hay una bobina con helio e hidrógeno líquido con una fuerza magnética 60 mil veces más potente que la de la Tierra que obliga a que los protones del agua de nuestro cuerpo se alineen según el campo magnético. Al quitar el campo, los protones vuelven a su posición normal emitiendo pequeñas cantidades de energía que son interpretadas como detallados gradientes de luz en las imágenes de la resonancia.

Antimateria, la realidad invertida

Un profundo desequilibrio en nuestro universo nos muestra el camino para comprender mejor la composición de cuanto conocemos, incluidos nosotros.

El rastro curvo del primer positrón observado
en una cámara de niebla, fotografiado por
su descubridor.
(Foto D.P. de Carl D. Anderson,
vía Wikimedia Commons)
Era 1928 y el físico británico Paul Dirac trabajaba en el vertiginoso mundo de la física que bullía entre la teoría de la relatividad y la teoría cuántica, la primera que describía el comportamiento del universo a nivel cosmológico y la segunda a nivel subatómico, y que parecían contradecirse. ¿Era posible conciliar las dos teorías? Dirac lo logró a través de una ecuación (hoy conocida como “Ecuación de Dirac”) que describía el comportamiento del electrón conciliando la relatividad y la cuántica.

Este logro, considerado una de las más importantes aportaciones a la física del siglo XX, tenía varias implicaciones inquietantes. Como otras ecuaciones, tenía dos soluciones posibles (por ejemplo, x2=4 se puede resolver como 2x2 o -2x-2). Una de las soluciones describía a un electrón con carga negativa, como los que forman la materia a nuestro alrededor, y la otra describía una partícula idéntica en todos los aspectos salvo que tendría energía positiva. Un “antielectrón”.

Esto implicaba que existían, o podían existir, partículas opuestas a todas las que conocemos. Al protón, de carga positiva, correspondía un antiprotón, idéntico en todas sus características pero con carga eléctrica negativa. Y al neutrón, de carga neutra, correspondía un antineutrón también de carga neutra pero con partículas componentes de diferente signo. Las antipartículas se podrían unir para crear antimateria. Un positrón y un antiprotón, por ejemplo, formarían un átomo de antihidrógeno tal como sus correspondientes partículas forman el hidrógeno común.

De hecho, cuando Paul Dirac recibió en 1933 el Premio Nobel de Física por su aportación, dedicó su discurso a plantear cómo se podía concebir todo un antiuniverso, con antiplanetas y antiestrellas y cualquier otra cosa imaginable, incluso antitortugas o antihumanos, formados por átomos de antimateria y que funcionarían exactamente como la materia que conocemos. Una especie de imagen en negativo de la realidad que conocemos.

Porque la ecuación de Dirac tenía implicaciones aún más peculiares. Establecía que las antimateria estaba sujeta exactamente a las mismas leyes físicas que rigen a la materia y demostraba la simetría en la naturaleza. Siempre que se crea materia a partir de la energía lo hace en pares de partícula y antipartícula. Y, de modo correspondiente, que al encontrarse una partícula y su antipartícula, como un electrón y un positrón, se aniquilarían mutuamente convirtiéndose totalmente en energía.

La ecuación parecía matemáticamente sólida y coherente con lo conocido en la física, pero faltaba la demostración experimental que la validara. Comenzó entonces la búsqueda de la antimateria y sorprendentemente tuvo sus primeros frutos muy pronto. En 1932 Carl Anderson, en California, observó, en un dispositivo llamado cámara de niebla que se utiliza para estudiar partículas subatómicas por su rastro, una partícula con la misma masa de un electrón pero de carga positiva, producida al mismo tiempo que un electrón. Era la partícula predicha por Dirac, a la que Anderson bautizó como “positrón”. Pronto se confirmó que, efectivamente, al encontrarse con un electrón, ambas partículas se aniquilaban.

Carl Anderson obtuvo también el Nobel de física en 1936 por su trabajo experimental. Pero después hubo que esperar hasta 1955 para que aceleradores de partículas de gran energía en el CERN (antecesores del LHC) pudieran producir el primer antiprotón y un año más para que nos dieran el antineutrón y, después, algunos átomos de antimateria.

Entretanto, los cosmólogos habían desarrollado y confirmado la teoría del Big Bang como origen del universo, pero se enfrentaban a un problema: la simetría planteada por la ecuación de Dirac indicaba que al momento de aparecer el universo, se había creado necesariamente tanta materia como antimateria, tantos electrones como antielectrones, tantos quarks como antiquarks, pero… ¿dónde estaba esa antimateria que debería ser tan abundante como la materia? El universo que observamos contiene una proporción muy pequeña de antimateria (un antiprotón por cada 1000,000,000,000,000 protones), y todas las búsquedas de antimateria en nuestro universo han sido en vano. Para donde miremos, el universo parece hecho de materia común y ordinaria.

La ausencia de antimateria en nuestro universo podría ser simplemente la incapacidad experimental actual de encontrarla, o bien podría significar que la simetría propuesta a partir de Dirac (simetría CP, siglas de Carga y Paridad) no es perfecta, que hay alguna diferencia sustancial, relevante, entre la materia y la antimateria que haya provocado la prevalencia de la materia.

Actualmente, hay investigaciones avanzando bajo ambos supuestos. En la Estación Espacial Internacional y en distintos satélites y sondas se han colocado aparatos que buscan detectar rayos gamma que pudieran ser producidos por galaxias de antimateria en algún lugar de nuestro universo, y se buscan nuevas formas de encontrar el faltante. Quizá está en los bordes de lo que podemos observar, separado de la materia por algún fenómeno desconocido que abriría nuevos horizontes en la física.

Pero también hay experimentos y estudios destinados a explorar la simetría de la materia y la antimateria en busca de diferencias hasta ahora no apreciadas. Desde la década de 1960, se observó que hay una pequeña diferencia en la forma en que se degradan unas partículas llamadas mesones K y sus correspondientes antipartículas. Esta discrepancia podría ser el pequeño desequilibrio de la simetría que explicara por qué nuestro universo es como es.

Apenas en 2011, los científicos que trabajan en uno de los detectores del LHC en Ginebra, Suiza, encontraron datos que parecen indicar otra diferencia, en este caso de las partículas llamadas mesones D0, y sus antipartículas también decaen de modo distinto. Esto podría llevar a avances en la física que explicaran otros grandes misterios como la materia y la energía oscura y la forma en que se transmite la fuerza gravitacional.

Usted y los positrones

La antimateria se utiliza los escáneres de tomografía por emisión de positrones (PET, por sus siglas en inglés). En este procedimiento, se obtienen imágenes del cuerpo administrando un marcador radiactivo de vida muy corta (entre unos minutos y un par de horas) que emite positrones. Los positrones viajan alrededor de un milímetro dentro del cuerpo antes de aniquilarse con un electrón. Un escáner registra la energía, que se produce en forma de dos rayos gamma que viajan en direcciones opuestas, y un potente ordenador interpreta los resultados para crear una imagen tridimensional de gran fidelidad y utilidad en el diagnóstico médico.