Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento
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Jacob Bronowski, el inspirador de Cosmos

Escritor, poeta, matemático, apasionado de la ciencia y el humanismo, Jacob Bronowski fue lo más cercano a un hombre del renacimiento en el siglo XX.

Jacob Bronowski en el campo de exterminio de
Auschwitz, en su serie El ascenso del hombre.
(Imagen © BBC)
Quienes hoy disfrutan Cosmos, una odisea del espacio tiempo, presentada por el astrofísico Neil DeGrasse Tyson quizá saben que la serie nació en 1980 de la mano del también astrofísico Carl Sagan, con el nombre Cosmos, un viaje personal. Pero el principio está más atrás, en 1973, en los trece capítulos de El ascenso del hombre de Jacob Bronowski, poeta y científico.

Jacob Bronowski nació en 1908 en Lodz, hoy territorio de Polonia, vivió la Primera Guerra Mundial con sus padres en Alemania y se mudó definitivamente a Inglaterra en 1920.

Estudió el bachillerato en la Central Foundation School de Londres, y ya allí tuvo claro que no entendía ni aceptaba la separación entre “arte” y “ciencia”. En sus propias palabras “Crecí volviéndome indiferente a la distinción entre la literatura y la ciencia, que en mi adolescencia eran simplemente dos idiomas de la experiencia que aprendí juntos”.

Fue a estudiar matemáticas con una beca a Cambridge, al Jesus College, alma mater de personalidades como el poeta Samuel Taylor Coleridge o el Premio Nobel de Química Peter Mitchell. A lo largo de sus estudios logró ser alumno de primera clase por sus buenas notas en 1928. Ese mismo año fundó la revista literaria Experiment con un compañero de carrera. En 1930, se le reconoció como alumno destacado de primera clase en 1930, y permaneció en el colegio hasta recibir su doctorado en geometría en 1933. De allí pasó a un puesto de catedrático e investigador del University College Hull de la Universidad de Londres.

En sus propias palabras, Bronowski vivía en un momento de lo más estimulante. De una parte, le apasionaban los avances en la física cuántica, la división del átomo y el descubrimiento del neutrón. Pero también le entusiasmaba que “la literatura y la pintura se rehicieran debido al choque del surrealismo, y el cine (y después la radio) creció hasta convertirse en un arte”.

Habiendo pasado tiempo en Mallorca con amigos de los mundos de las matemáticas y la poesía, Bronowski fue uno de los muchos intelectuales que tomaron partido, en su caso desde la poesía, durante la guerra civil española, participando en el libro Poemas para España con el poema “La muerte de García Lorca”. De hecho, el primer libro de Bronowski, La defensa del poeta, es una serie de ensayos sobre algunos de los grandes poetas británicos.

Después de trabajar en el esfuerzo de guerra británico y escribir un nuevo libro sobre el poeta William Blake, Bronowski fue uno de los científicos ingleses que fue a Nagasaki en noviembre de 1945 para evaluar los daños de la bomba atómica. Como a muchos científicos de su época, la experiencia llevó a Bronowski a replantearse la ética de la ciencia y la necesidad de que ésta se disociara de las decisiones política. Pero, sobre todo, la necesidad de que la ciencia se acerque a la gente común.

Comenzaría entonces otra faceta de su producción literaria: El sentido común de la ciencia de 1951, donde defendía que el arte y la ciencia no son incompatibles y, de hecho, la humanidad no habría progresado si lo fueran. Le siguió El rostro de la violencia de 1954 y Ciencia y valores humanos de 1956 lo fueron convirtiendo en un comunicador de la ciencia, un divulgador y popularizador, con un dominio del idioma que le permitía explicar de modo extremadamente sencillo lo más complejo. Empezó entonces también a participar en radio y en televisión como un intelectual a nivel de calle.

En 1964 se mudó a California como Director de Biología del Instituto Salk, fundado y encabezado por el descubridor de la vacuna contra la polio, Jonas Salk. Esto le permitió a Bronowski trabajar en la herencia genética humana, lo que daría lugar al libro La identidad del hombre, después de otros volúmenes sobre poesía y ciencia. Este trabajo era consecuencia del uso que hizo de sus conocimientos estadísticos para analizar el cráneo del niño de Taung en 1950 y diferenciar sus dientes de los de otros primates, para ubicar a los australopitecos en la línea del origen del hombre.

El ascenso del hombre

En 1973, el naturalista, documentalista y por entonces interventor de la BBC, David Attenborough, decidió hacer una contraparte científica de la serie de 1969 Civilización, una visión personal de Kenneth Clark sobre arte y filosofía occidentales, y le propuso a Bronowski escribirla y presentarla. El resultado fue El ascenso del hombre, una visión personal de J. Bronowski, que recorrió por igual la evolución del hombre, la ciencia, el conocimiento y la ética del saber. El nombre elegido por Bronowski era un giro al título del segundo libro de Charles Darwin, El origen del hombre, en inglés The Descent of Man.

La producción de El ascenso del hombre fue enormemente ambiciosa. Los 13 capítulos se filmaron a lo largo de tres años en más de 20 países, con la idea de que Bronowski hablara de distintos acontecimientos históricos en el lugar mismo donde habían ocurrido. Así, viajó del lugar en Islandia donde se reunía el más antiguo parlamento democrático de Europa, el Althing, hasta el campo de exterminio de Auschwitz, desde el centro ceremonial maya de Copán a la Venecia de Galileo hasta el observatorio construido para Carl Friedrich Gauss en Gottingen. Y en cada lugar ofrecía profundos monólogos, totalmente improvisados, según sus productores.

La personalidad de Bronowski, su pasión, fueron esenciales para el éxito de la serie. Marcaron también el punto culminante de su carrera y de su vida: el 22 de agosto de 1974 murió en Nueva York víctima de un ataque cardiaco.

Su legado continuaría con un joven astrofísico que trabajaba en la NASA.

Entre el lanzamiento de las sondas marcianas Viking en 1975 y las sondas interplanetarias Voyager, Carl Sagan se dio el tiempo para plantearse una serie personal inspirada en el trabajo de Bronowski. Contrató a Adrian Malone, productor de El ascenso del hombre para empezar a diseñar y escribir la serie, y presentarla a posibles productores. Adrian Malone sería el productor ejecutivo de Cosmos, un viaje personal, la serie de ciencia más exitosa de la historia de la televisión del siglo XX. Sus 13 capítulos se transmitieron a fines de 1980.

Seguramente, Bronowski habría sonreído.

La ciencia de Bronowski

“La ciencia es una forma muy humana de conocimiento. Estamos siempre en el borde de lo conocido; siempre tanteamos hacia adelante en busca de lo que se espera. Todos los juicios en la ciencia estan en el borde del error, y es personal. La ciencia es un tributo a lo que sí podemos conocer pese a que somos falibles.” (Palabras de Bronowski en el campo de exterminio de Auschwitz)

Cada vez más complejo

“Mi suposición personal es que el universo no es sólo más extraño de lo que suponemos, sino que es más extraño de lo que podemos suponer.”

Gran parte de la extrañeza del universo que destaca en esta frase del biólogo evolutivo y genetista J.B.S. Haldane se debe a su complejidad.

Parecería que cada vez que posamos la vista sobre el universo es cada vez más complejo.

La sencilla idea de los cuatro elementos
de la Grecia Clásica...


La complejidad real de la tabla periódica
y sus 118 elementos... 2.500 años después
La historia de la ciencia ha sido la historia de cómo los seres humanos vamos asumiendo la complejidad, la a veces incómoda y poco amable, del universo en el que vivimos.

Después de todo, nuestros sentidos evolucionaron para permitirle a un primate sobrevivir en un entorno o ecosistema determinado. Y lo mismo pasa con nuestro aparato cognitivo, es decir, los procesos cerebrales que interpretan la información de nuestros sentidos y sacan conclusiones para mover a la acción (o a la inacción).

Por eso mismo, nuestros sentidos y nuestro aparato cognitivo son terriblemente limitados. Y el primer paso para concer el universo ha sido reconocer esas limitaciones.

No se trata sólo de que nuestra vista, pese a estar muy desarrollada cuando la mayoría de los mamíferos ve sólo dos colores, esté limitada a sólo una pequeña sección del vasto espectro electromagnético, sino que nuestro cerebro puede interpretar mal lo que vemos.

Llamamos a estos errores “ilusiones ópticas” aunque, como dice el astrofísico y divulgador Neil DeGrasse Tyson, deberíamos llamarlos “errores del cerebro”, porque no son nuestros ojos los que nos hacen ver lo que no hay o cambiar su sentido en las ilusiones ópticas, es nuestro cerebro el que se hace un lío y trata de encontrar sentido a una imagen que, en general, no se puede encontrar en la naturaleza.

Además de las ilusiones ópticas, está el hecho de que con una gran frecuencia saltamos a conclusiones incorrectas debido a ciertas características de nuestro cerebro llamadas “sesgos cognitivos” y que en gran medida parecen “razonables” o “de sentido común”. Cuando comenzó la indagación del universo, lo que “sonaba razonable” se tomaba por verdad y a quien disentía se le miraba como a un ser antisocial.

Los griegos, a partir de Empédocles, creían que el universo estaba formado por cuatro elementos: aire, fuego, tierra y agua, y durante dos mil años el esfuerzo intelectual se dedicó a determinar cómo se unían esos cuatro elementos para formar todo cuanto existe en el universo. Hubo de llegar la revolución científica para mostrar que el universo estaba formado por otros elementos como el hidrógeno, el hierro, el cromo, el lantano y así hasta 90 elementos naturales, además de otros que el ser humano podía producir por medios tecnológicos, para un total, a la fecha, de 118 elementos.

Leucipo y Demócrito habían propuesto que al dividir a la materia debería llegar un momento en que se obtuviera una partícula esencial e indivisible a la que llamaron “átomo”, que significa “lo que no se puede dividir”. Y ya en tiempos de la revolución científica se supuso que la unidad mínima de un elemento era precisamente un átomo, pues no podía dividirse más.

Pero los elementos estaban formados por otros componentes que aumentaban su complejidad: el neutrón, el protón y el electrón, de modo que sí se podía dividir el mal llamado átomo. El concepto tuvo que redefinirse como la mínima unidad de existencia de un elemento.

Los elementos lo son por su número atómico, es decir, cuántos protones tiene su núcleo: el de hidrógeno uno, , el del aluminio 13 y el de mercurio 80. Sin embargo pueden tener un número variable de neutrones, formando los llamados isótopos, algunos naturales, otros artificiales, algunos estables y otros radiactivos.

Por si eso fuera poco, se hallaron otras partículas elementales como los quarks, de los que hay 6 variedades y que forman los protones y neutrones, más otras 6 partículas llamadas leptones, como el electrón y el neutrino, y cuatro más llamadas bosones. Incluso creemos que hay un quinto bosón y para detectarlo se ha construido el mayor aparato de la historia: el acelerador de partículas LHC.

Y así como se creía en los cuatro elementos se creía que el cuerpo humano tenía cuatro fluídos o “humores”: sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra, y que la enfermedad era producto de un desequilibrio en las cantidades de los humores, por lo que curar era promover la producción de algunos humores mediante medicinas o alimentos y la reducción de otros lo cual se hacía mediante sangrías.

Tuvieron que llegar Louis Pasteur y Robert Koch para demostrar que muchas enfermedades eran provocadas por seres invisibles al ojo desnudo, los “gérmenes patógenos”, también responsables de la fermentación y otros procesos. Pero esta explicación aún era demasiado simplista. Distintos microorganismos atacan distintos sistemas y órganos del ser humano, algunos, como las bacterias, pueden ser combatidos con antibióticos (como las sulfas y la penicilina, los primeros de la historia), mientras que otros, como los virus, presentan desafíos mucho más difíciles.

La complejidad del cuerpo humano y sus desarreglos sin embargo era mucho mayor. El conocimiento de la anatomía, la fisiología y la genética humana fueron desvelando la complejidad de las causas de los muchos y distintos trastornos que puede padecer nuestra salud. De diagnósticos simples la medicina ha ido evolucionando a diagnósticos mucho más complejos, donde los mismos síntomas pueden ser indicios de enfermedades muy distintas, genéticas, infecciosas, fisiológicas, producidas por distintos venenos o tóxicos, parásitos, etc., algo que fue aprovechado durante ocho años en la exitosa serie de televisión “House”, dedicada al llamado “diagnóstico diferencial”, que utiliza todos los datos disponibles sobre los pacientes y todo tipo de estudios e imágenes obtenidas por escáneres para determinar la enfermedad precisa que padece un paciente.

La complejidad que hoy deben manejar los científicos habría sorprendido a los antiguos griegos, sin duda.

Porque hoy, a diferencia de ellos, sabemos que el cuerpo humano, la mente, la personalidad, las sociedades y el universo todo son mucho más complejos de lo que sabemos. Esto nos puede preparar intelectualmente para enfrentar las sorpresas de la indagación científica pero, afortunadamente, no puede anular nuestra capacidad de asombro, desafiada día a día por los avances del conocimiento.

Es más complicado

Ben Goldacre, columnista del diario británico “The Guardian” y crítico feroz de las pseudomedicinas se ha dado a conocer por una frase con la que suele comenzar sus explicaciones sobre los errores conceptuales que suelen rodear a la creencia en medicinas mágicas como la acupuntura, la homeopatía y otras que simplifican terriblemente los procesos de la enfermedad: “Creo que descubrirá que es un poco más complicado…”