Los músculos responsables del movimiento se tensan y los vasos sanguíneos se dilatan para mejorar su irrigación, los ojos se abren, las pupilas se dilatan, se frunce el ceño, los labios se estiran, hay sudoración, nos concentramos en el objeto de nuestra reacción, aumenta el ritmo respiratorio y cardiaco... es el miedo. Ante una situación de miedo, primero tratamos de protegernos o escapar, pero si nos vemos totalmente acorralados o arrinconados, lo más probable es que reaccionemos atacando con desesperada violencia. Y, en términos generales, no podemos controlar ninguna de las reacciones que hemos mencionado.
"La emoción más antigua y más poderosa de la humanidad es el miedo, y el miedo más antiguo y más poderoso es el miedo a lo desconocido." Así iniciaba Howard Philips Lovecraft su ensayo Supernatural Horror in Literature. Y de miedo sabía mucho el autor, creador del relato materialista de terror, de una mitología original y de numerosas obras que hoy siguen siendo motivo de gozosa angustia por parte de los lectores y de inspiración para escritores y cineastas en todo el mundo. Claro, en 1927, cuando Lovecraft publicó este ensayo, aún no se sabía cómo funcionaba realmente el miedo, pero no deja de llamar la atención que la neurología, la biología evolutiva y la fisiología hayan confirmado que, efectivamente, el miedo vive en la zona más antigua de nuestro cerebro, el llamado "cerebro reptil" o sistema límbico, concretamente en las llamadas amígdalas cerebrales. Se trata de dos grupos de neuronas con la forma y el tamaño de una almendra ("amígdala" en latín significa, precisamente, almendra) que se encuentran en lo profundo de los lóbulos temporales mediales, más o menos detrás de nuestros pómulos, a la altura de los oídos, y que en diversas investigaciones se ha demostrado que están a cargo de la memoria emocional y de respuestas emocionales, principalmente el miedo. Las amígdalas reciben información de las zonas del cerebro que obtienen y procesan la información visual, auditiva y somatosensorial, y a su vez tienen conexión con los centros autonómicos del tallo cerebral y, especialmente el hipotálamo, que responde disparando las reacciones del miedo, entre ellas la liberación de adrenalina que nos prepara para huir o pelear, la reacción esencial de supervivencia ante el peligro. Un experimento muy revelador muestra cómo las ratas con las amígdalas dañadas experimentalmente pueden caminar hasta un depredador, como un gato, sin exhibir ninguna inquietud.
La evolución de los sistemas nerviosos, desde el más simple que exhiben gusanos como las planarias hasta los más complejos de los mamíferos y primates más desarrollados, y en particular el humano, muestra lo que podría considerarse, sólo a modo explicativo, como una sucesión de capas en la que las más internas son las más antiguas desde el punto de vista evolutivo, y las más externas son las que han aparecido más recientemente en el desarrollo de la vida en nuestro planeta. Así, la corteza cerebral de los mamíferos es la estructura evolutivamente más reciente, mientras que algunas zonas que están en lo profundo de nuestro cerebro, como las amígdalas o los bulbos olfatorios, son estructuras que ya estaban presentes en los reptiles, motivo por el cual se conoce a estas zonas como el "cerebro reptil". Esto no quiere decir que esas estructuras en nuestros cerebros sean iguales a las de los reptiles, por supuesto, sino que han evolucionado a partir de ese tipo de estructuras a lo largo de millones de años y a través de las especies, manteniendo al menos algunas de sus funciones originales (como la recepción e interpretación de los olores) al tiempo que literalmente encima de ellas han evolucionado nuevas estructuras como la corteza cerebral, capaces de funciones que antes no eran posibles, como el pensamiento abstracto.
El miedo, como el dolor, es una sensación desagradable, pero sin él difícilmente sobreviviríamos como individuos y como especie. Hay algunos miedos que son completamente instintivos, es decir, que los tenemos en cuanto nacemos, como el miedo a caer y el miedo a los ruidos fuertes, mientras que otros los vamos aprendiendo. En su conjunto, son una serie de mecanismos destinados a evitar que nos pongamos en peligro sin necesidad, aunque podemos superarlos en una situación de emergencia. Así, hemos aprendido a tenerle miedo a las llamas y nunca nos internaríamos en un incendio a menos que, por ejemplo, en él se encontrara atrapada en él alguna persona a la que le tuviéramos gran cariño, como un hijo o una pareja. En ese sentido, el miedo no es absoluto, sino relativo, y en ocasiones parece un cálculo cuidadoso de la relación entre el riesgo que comporta algo y los beneficios que nos puede aportar.
Si bien el miedo tiene un valor de supervivencia, favoreciendo la reproducción de los individuos que temen a las cosas genuinamente temibles, uno de los fenómenos más curiosos es que derivamos cierto placer del miedo, y lo buscamos activamente en atracciones de feria, en libros y películas de terror, en videojuegos desafiantes. Se han propuesto dos explicaciones: una según la cual lo que sentimos en tales casos no es miedo, sino sólo excitación, y otra que dice que aceptamos soportar el miedo por la sensación eufórica de alivio que obtenemos cuando termina. Un reciente estudio de Eduardo Andrade de la Universidad de California en Berkeley y Joel B. Cohen de la Universidad de Florida han propuesto por primera vez que en realidad experimentamos al mismo tiempo emociones negativas y positivas, según un estudio publicado apenas en agosto, algo que antes se consideraba imposible. Pero, después de todo, como suelen decir los profesionales de trabajos en los que el miedo siempre está presente, como el toreo, el paracaidismo o las carreras, la valentía no es la ausencia de miedo, sino la capacidad de dominarlo sin que nos domine a nosotros.
Cuando domina lo irracionalLas fobias son miedos irracionales y paralizantes que, aunque el que las sufre sabe que son irracionales, no puede controlar su reacción. Médicos y psicólogos han dedicado grandes esfuerzos para el combate de las fobias, ya que hasta un 8% de los adultos en los países desarrollados padecen alguna fobia (y muchos afirman tener fobias cuando sólo tienen un miedo leve). Hasta ahora, uno de los mejores tratamientos es la exposición sucesiva al estímulo de la fobia, por ejemplo exponiendo a una persona con aracnofobia a fotografías de arañas, luego a arañas de juguete y así sucesivamente hasta conseguir que puedan tener una tarántula en la mano sin ser víctimas de su fobia. |