Nos despertamos y dormimos, igual que muchos animales con un sistema nervioso complejo, siguiendo un ciclo de 24 horas. Nuestra temperatura asciende y desciende en ciclos a lo largo del día. Seguimos patrones claros. Por ello, muchos científicos empezaron a cuestionarse si nuestro cuerpo únicamente respondía a los estímulos externos, al ciclo de luz y oscuridad, a las variaciones de temperatura durante el día, o si tenía un sistema propio para regular esos ciclos los llamados "circadianos", cercanos a la duración del día, los que son más cortos, como el de la respiración o el de la alternación de sueño profundo y sueño REM en una noche, llamados ultradianos, y los que son más prolongados, los infradianos, como el ciclo menstrual de las mujeres o el de la hibernación en algunos mamíferos.
En 1938, el padre del estudio científico del cerebro, Nathaniel Kleitman y su compañero investigador Bruce Richardson se internaron en la Cueva del Mamut en Kentucky, con el objetivo de cambiar su ciclo circadiano de 24 a 48 horas. Permanecieron aislados durante 32 días sin lograrlo, pero algunos problemas con el diseño experimental hicieron que los resultados no se consideraran concluyentes.
Por entonces, sin embargo, el fisiólogo y psicólogo alemán Jürgen Aschoff ya estudiaba la regulación de la temperatura en el ser humano, descubriendo que seguía un ciclo de variaciones de 24 horas. Estudiando en sí mismo, en sujetos aislados en un búnker subterráneo, en aves y en ratones, concluyó que el ritmo circadiano es innato, que no requiere la exposición a estímulos externos para darse. En otras palabras, los seres vivos tienen —tenemos— un ciclo circadiano interno, un reloj biológico interconstruido como parte de nuestra fisiología. Había fundado la disciplina de la cronobiología, el estudio de los ritmos cíclicos de los organismos.
El campeón de los experimentos de aislamiento de estímulos externos es, sin duda, Michel Siffre, un geólogo francés que decidió experimentar qué pasaría si se aislaba totalmente de los estímulos externos (temperatura, luz, ruido) que pudieran actuar como indicadores de tiempo, denotados en psicología por el término alemán zeitgebers. En 1962, a los 23 años, Siffre pasó dos meses en un glaciar subterráneo en los Alpes marítimos franceses. En 1972 estuvo más de seis meses viviendo en una cueva en Texas y, finalmente, en 2000, a los 61 años, estuvo 73 días aislado bajo tierra.
La idea de estos experimentos era que la temperatura constante y la falta de otros estímulos externos (Siffre informaba a la gente de la superficie de su hora de dormir, de despertarse, sus horas de alimentos, etc., pero no recibía a cambio ninguna comunicación) harían que se expresara o no la regulación interna de los ritmos. En 1962, cuando salió, Siffre creía que era el 20 de agosto, cuando en realidad era el 17 de septiembre. El ciclo natural de Siffre se fue ampliando, llegando a ser de más de 25 horas. En los experimentos de 1972 y 2000 ocurrió lo mismo. Hoy sabemos que nuestro reloj natural o biológico tiene un ciclo de poco más de 24 horas, aunque algunas personas se han acomodado a ritmos de hasta 32 horas por cada “día”, manteniéndose despiertos durante 20 horas y durmiendo 12.
Los estudios relacionados con estos ciclos nos han permitido saber, por ejemplo, que la hormona del crecimiento humano, esencial para el desarrollo de los niños, se secreta principalmente durante las fases de sueño profundo, que la somnolencia de alrededor de las 3 de la tarde no depende del calor ni de la comida, sino que la siesta es un fenómeno natural del ciclo de vigilia-sueño, o que alrededor de las 5 de la tarde experimentamos la máxima fortaleza muscular del día.
Evidentemente, al igual que cualquier otro reloj, nuestro reloj biológico requiere sincronizarse o "ponerse en hora”, para lo cual utiliza los estímulos externos. Unas células especiales sensibles a la luz en la retina registran la alternación del día y la noche, e informan de ello a osciladores moleculares de las neuronas situadas en los puntos de nuestro cerebro conocidos como el núcleos supraquiasmáticos del hipotálamo, diminutas estructuras que yacen exactamente sobre el quiasma óptico, el punto en el que los nervios ópticos procedentes de ambos ojos se cruzan e intercambian la mitad de sus fibras nerviosas. Los núcleos supraquiasmáticos a su vez envían información a la glándula pineal, responsable de producir la melatonina, hormona que predispone al sueño, al caer la noche. Así, día a día nuestro reloj interno se pone en hora y se ajusta a la realidad de nuestro entorno.
Sin embargo, cuando estos estímulos externos entran en contradicción con nuestra actividad biológica (como en los cambios de horario al principio y al final del verano, cuando trabajamos a turnos o cuando hacemos viajes que nos llevan a zonas horarias muy distintas de la de origen), podemos sentir niveles importantes de malestar, desorientación e incapacidad para funcionar correctamente. Lo que un tiempo se consideró una exageración o imaginación de los viajeros, el jet lag hoy se conoce como una afección real que incluye entre sus síntomas la falta de apetito, dolores de cabeza, sinusitis, fatiga, desorientación, insomnio, irritabilidad, irracionalidad y depresión leve... nada que sea lo ideal para alguien que viaja por motivos importantes de trabajo o de cuestiones diplomáticas o de estado. Por ello, cada vez más las empresas y gobiernos buscan que sus enviados tengan un tiempo adecuado de adaptación en viajes a zonas horarias lejanas. Se calcula que se requiere un día por cada zona horaria de cambio.
Nuestra vida está regida por relojes biológicos que son el resultado de millones de años de evolución en los que el medio ambiente y el movimiento de la Tierra alrededor del Sol y la Luna alrededor de la Tierra nos han moldeado con gran eficacia para estar idealmente adaptados a nuestro entorno, algo que no deja de ser una notable hazaña.
Los medicamentos y nuestro relojEl conocimiento cada vez más detallado de nuestros ciclos vitales y su expresión en todo nuestro cuerpo ha llevado al desarrollo de la cronofarmacología, una disciplina aún poco conocida que estudia cómo cambia el efecto de los medicamentos con respecto de los ciclos internos del cuerpo. Hoy sabemos que la hora a la que se administra una sustancia determinada puede ser de enorme importancia en cuanto a su efectividad... o falta de ella, no sólo por el ciclo de nuestros relojes, expresado en secreción de hormonas, temperatura, etc., sino también por los ciclos de los causantes de la enfermedad, como bacterias y protozoarios. |