Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento
Mostrando entradas con la etiqueta ilustración. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta ilustración. Mostrar todas las entradas

El abuelo de la evolución

¿Qué famoso apellido es el vínculo entre el sistema de conducción de los autos, la teoría de la evolución y las máquinas copiadoras?

Erasmus Darwin en 1770 en retrato de Joseph
Wright  of Derby (Dominio Público, vía
Wikimedia Commons)
Los relatos contemporáneos lo describen como un hombre jovial y bromista, más bien rotundo, con facilidad para hacer amigos, dado a los placeres mundanos y, sobre todo, como hombre de una curiosidad insaciable respecto de todo el mundo que lo rodeaba. No es tan conocido como merece, entre otras cosas, por lo avanzado de sus ideas sociales, y pese a que su nieto Charles Darwin, cuya fama lo superó con mucho, intentó rescatar su figura escribiendo su biografía.

Erasmus Darwin nació en los Midlands del Este, en Inglaterra, en 1731, en las agitadas aguas de la revolución científica y la ilustración que cambiaron radicalmente nuestra visión del universo y las relaciones sociales, con conceptos tales como el método científico, los derechos fundamentales o la democracia. Estudió medicina en la Escuela Médica de la Universidad de Edimburgo en Escocia y estableció su consulta médica en la ciudad de Lichfield, donde pasaría el resto de su vida.

Incluso su práctica médica reflejaría las ideas avanzadas y heterodoxas de Darwin, que se ganaba la vida tratando a los ricos y poderosos, al tiempo que ofrecía consultas gratuitas a los más pobres, y que rechazó ser médico personal del rey Jorge III para poder seguir su trabajo científico, técnico e, incluso, artístico.

Erasmus Darwin militó en la ilustración y la revolución científica junto con un grupo de pioneros intelectuales que en 1765 formaron la Sociedad Lunar, llamada así porque a falta de iluminación artificial, sus miembros se reunían en luna llena para tener luz con la cual volver de sus reuniones, cenas informales en las que la discusión de todos los temas era libre. La Sociedad Lunar comenzó cuando Darwin conoció al emprendedor Matthew Boulton a través de su amigo común James Watt, conocido como por haber perfeccionado la máquina de vapor y disparado la revolución industrial en Gran Bretaña, además de investigar en la naciente química. Darwin y Boulton empezaron a compartir sus intereses, incluyendo a otros amigos en sus diálogos, hasta que instituyeron un grupo informal que se reunía a cenar una vez al mes, del que fueron parte, entre otros, el médico William Small, el relojero y experto en hidráulica y geología John Whitehurst, el inventor Richard Lovell Edgeworth y el químico y polígrafo Joseph Priestley, descubridor del oxígeno. A ellos se uniría, primero en persona y luego por carta, Benjamin Franklin, con el que Erasmus Darwin estableció una estrecha amistad.

En el terreno de las invenciones, Darwin se interesó por los mecanismos de la voz humana, creando una máquina parlante con un fuelle y labios de cuero que, según testimonios, era capaz de engañar a quienes la escuchaban por primera vez y convencerlos de que estaban oyendo una voz humana decir “mamá” y “papá”. Creó una máquina para levantar las barcas en los canales y una copiadora de la que no quedan ni el diseño ni un ejemplar, pero sí testimonios de que era capaz de producir copias perfectas. Curiosamente, intentó que su amigo James Watt la comercializara, pero éste, en cambio, creó su propia copiadora química. Igualmente inventó un molino de viento horizontal, un pequeño pájaro artificial que pretendía que volara movido por un mecanismo neumático y del que se puede ver un modelo actualmente en su casa de Lichfield, convertida en museo. De modo muy relevante, diseñó un sistema para conducir carruajes permitiéndoles girar en las curvas y las esquinas con un sistema de varillas a fin de que ambas ruedas describieran círculos de diámetro diferente. Este sistema sería reinventado más de 100 años después y se utilizaría no sólo para carruajes sino para los automóviles.

Como apasionado de la botánica, creó una asociación dedicada a la traducción de la obra de Linneo, promoviendo la clasificación taxonómica de la flora y fauna de su zona, además de hacer algunos descubrimientos de gran relevancia: identificó los azúcares y almidones como productos de la “digestión” vegetal y postuló la existencia de los estomas de las plantas, al suponer que respiraban mediante pequeños poros al ver que las plantas morían si sus hojas se cubrían con aceite.

Aficionado a excavar en busca de fósiles y apoyado en su conocimiento de los animales domésticos, en 1794 publicó el resultado de 25 años de observaciones y cavilaciones en el libro Zoonomía o las leyes de la vida orgánica, donde además de intentar una clasificación completa de las enfermedades y sus tratamientos, proponía una de las primeras teorías formales de la evolución de las especies. Aunque parte de su visión era todavía que las modificaciones que un ser experimentara en vida podrían transmitirse a su descendencia, una idea que Jean-Baptiste Lamarck desarrollaría años después. Pero ya se le sugería también la selección natural. Al hablar de la competencia por la reproducción, escribió: “El resultado final de este concurso entre machos parece ser que el animal más fuerte y más activo es el que propagará la especie, que así se verá mejorada”.

Pero de modo notable se atrevió a suponer que toda la vida había evolucionado a partir de un solo ancestro común, un “filamento viviente” al que llamó “la gran primera causa”, capaz de adquirir nuevas partes y mejorar, transmitiendo esas mejoras a su posteridad.

Erasmus Darwin murió en 1802. Pese a su intensa actividad intelectual, había tenido tiempo de casarse dos veces y tener una amante intermedia, tres mujeres con las que tuvo catorce hijos, aunque se habla de al menos un hijo más con otra amante. Siendo además un poeta altamente reconocido y admirado, dejó un largo poema que se publicó un año después de su muerte, El templo de la naturaleza, en el cual retoma su visión evolucionista en verso: “La vida orgánica, bajo las olas sin playas / nació y creció en las nacaradas cavernas del océano; / primero formas diminutas que no podrían verse con lente esférica, / se mueven en el barro o rompen la masa acuática; / Éstas, conforme florecen nuevas generaciones /adquieren nuevos poderes y asumen miembros más grandes; / donde brotan incontables grupos de vegetación, / y reinos que respiran con aleta, y pies, y alas.”

El revolucionario social

Erasmus Darwin fue uno de los pensadores socialmente avanzados de su tiempo. Republicano en un país tradicionalmente monárquico, no muy religioso, crítico de las supersticiones, libertario y con clara inclinación por lo que hoy llamaríamos “amor libre”, era además defensor de la abolición de la esclavitud y, como feminista, en 1797 publicó su Plan para la conducción de la educación femenina con la poco popular idea de que las mujeres tenían derecho a una formación científica, humanística y artística.

Conocimientos e independencias americanas

Estatua de José Quer en el
jardín botánico de Madrid que él fundó
(D.P. vía Wikimedia Commons)
Los procesos de independencia de los países americanos a principios del siglo XIX ocurren ciertamente como culminación del pensamiento ilustrado y el enciclopedismo, durante las guerras napoleónicas, cuando Napoleón Bonaparte domina el accionar político europeo.

Menos evidente es que estos procesos se dan en el entorno de una revolución del conocimiento, cuando la semilla sembrada por los primeros científicos, de Copérnico a Newton, empieza a florecer aceleradamente. El estudio de las reacciones químicas, la electricidad, los fluidos, los gases, la luz, los colores, las matemáticas y demás disciplinas ofrecían un panorama vertiginoso de descubrimientos, revoluciones incesantes, innovación apresurada.

Sólo en 1810, cuando se inicia la independiencia de Venezuela, Colombia, la Nueva España (que incluye a México y a gran parte de Centroamérica), Chile, Florida y Argentina, se aísla el segundo aminoácido conocido, la cisteína, iniciando la comprensión de las proteínas, se publica el primer atlas de anatomía y fisiología del sistema nervioso humano y Humphrey Davy da su nombre al cloro.

El despotismo ilustrado no sólo tuvo una expresión pólítica y social sino que también se orientó hacia la revolución científica y tecnológica que vivía Europa. Así, Carlos III, además de conceder la ciudadanía igualitaria a los gitanos en 1783 y de su reforma de la agricultura y la industria, fue un impulsor del conocimiento científico, sobre todo botánico, y ordenó el establecimiento de las primeras escuelas de cirugía en la América española.

Estudiosos como el historiador Carlos Martínez Shaw señalan que el siglo XVIII fue, en España, el siglo de oro de la botánica, desde que José Quer creó en Madrid el primer jardín botánico y recorrió la península catalogando la flora ibérica.

Varias serían las expediciones científicas emprendidas hacia el Nuevo Mundo en el siglo XVII con el estímulo de Carlos III, como la ambiciosa Real Expedición Botánica a Nueva España, que duraría de 1787 a 1803, dirigida por el oscense Martín Sessé y el novohispano José Mariano Mociño.

A lo largo de diversas campañas, y desde 1788 apoyada por el nuevo monarca, Carlos IV, la expedición recorrió América desde las costas de Canadá hasta las Antillas, y desde Nicaragua hasta California. Habrían de pasar más de 70 años para que sus resultados, debidamente analizados y sistematizados, se publicaran finalmente.

Más prolongada fue, sin embargo, la Real Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada, que transcurriría desde 1782 hasta 1808, donde se estudiarían por primera vez los efectos de la quina, mientras la Expedición Malaspina de 1789 en Argentina también aportó materiales para el jardín botánico español. Tan sólo dos años antes, el fraile dominico Manuel Torres había excavado y descrito el fósil de un megaterio en el río Luján.

Las expediciones científicas solían tener una doble intención, como delimitar la frontera entre las posesiones españolas y portuguesas o identificar posibles recursos valiosos, como la Expedición a Chile y Perú de Conrado y Cristián Heuland, organizada por el director del Real Gabinete de Historia Natural, José Clavijo, y que buscaba minerales valiosos para la corona.

No era el caso de una de las principales expediciones al Nuevo Mundo, la realizada por el naturalista alemán Alexander Von Humboldt a instancias de Mariano Luis de Urquijo, secretario de estado de Carlos IV. De 1799 a 1804, Humboldt, que recorrió el Orinoco y el Amazonas, y lo que hoy son Colombia, Ecuador, Perú y México, una de las expediciones más fructíferas en cuanto a sus descubrimientos, que van desde el hallazgo de las anguilas eléctricas hasta el estudio de las propiedades fertilizantes del guano y el establecimiento de las bases de la geografía física y la meteorología a nivel mundial.

No estando especializado en una disciplina, Humboldt hizo valiosas observaciones y experimentos tanto en astronomía como en arqueología, etnología, botánica, zoología y detalles como las temperaturas, las corrientes marítimas y las variaciones del campo magnético de la Tierra. Le tomaría 21 años poder publicar, aún parcialmente, los resultados de su campaña.

La ciencia y la tecnología española y novohispana fueron, en casi todos los sentidos, una y la misma, resultado de la ilustración y al mismo tiempo sometidas a los caprichos absolutistas posteriores de Carlos IV y Fernando VII.

Un ejemplo del temor a las nuevas ideas que se mantenían pese a las ideas ilustradas lo da el rechazo a las literaturas fantásticas a ambos lados del Atlántico. En 1775, el fraile franciscano Manuel Antonio de Rivas escribía en Yucatán la obra antecesora de la ciencia ficción mexicana, “Sizigias y cuadraturas lunares”, que sería confiscada por la Inquisición y sometida a juicio por defender las ideas de Descartes, Newton y los empíricos. Aunque finalmente absuelto en lo esencial, el fraile vivió huyendo el resto de sus días.

Entretanto, en España, el mismo avanzado Carlos III prohibía, en 1778, la lectura o propiedad del libro Año dos mil cuatrocientos cuarenta, del francés Louis Sébastien Mercier, que en su libro no presentaba tanto la ciencia de ese lejano futuro como la realización de todos los ideales de la revolución francesa.

Ciencia e ilustración, pues, pero no demasiadas.

La vacuna en América

Cuando la infanta María Luisa sufrió de viruela, a instancias del médico alicantino Francisco Javier Balmis el rey inoculó a sus demás hijos con la vacuna desarrollada por Edward Jenner en 1796. Dada la terrible epidemia de viruela que ocasionaba 400.000 muertes en las posesiones españolas de ultramar, la mitad de ellos menores de 5 años, Carlos IV apoyó la ambiciosísima Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, encabezada por Balmis, que recorrió los territorios españoles de América y Asia de 1803 hasta 1814, durante los primeros combates independentistas americanos. Este asombroso esfuerzo está considerado aún hoy una de las grandes aportaciones a la erradicación de la viruela en el mundo.