Mathieu Orfila (Litografía D.P. de Alexandre Colette via Wikimedia Commons) |
El veneno consumido accidentalmente o utilizado voluntariamente para el suicidio o el asesinato ha capturado tradicionalmente la imaginación popular. No sólo porque como arma homicida es difícil de identificar y más de relacionar con el asesino, sino porque, paradójicamente, los venenos pueden tener propiedades curativas, medicinales o deseables en dosis inferiores a las letales. Esto fue astutamente resumido por el peculiar Paracelso, mezcla renacentista de precientífico y charlatán, quien observó: “la dosis hace al veneno".
Un ejemplo de lo atinado de este comentario de Paracelso lo tenemos actualmente con la aplicación de una peligrosa toxina. La toxina botulínica es una potente proteína neurotóxica producida por la bacteria anaerobia Clostridium botulinum que puede causar la muerte con una dosis de 1 nanogramo (una milmillonésima de gramo) por kilogramo de peso de la víctima provocando debilidad muscular en la cabeza, brazos y piernas, hasta paralizar los músculos respiratorios y causar la muerte.
Dosis minúsculas cuidadosamente calculadas de toxina botulínica, o botox, se empezaron a usar en la década de 1980 para tratar casos de estrabismo, relajando el músculo paralizado que fija al globo ocular en su posición. Desde 1989 se usa además con fines estéticos, al impedir que se contraigan los músculos que provocan algunas arrugas, especialmente en la frente y el entrecejo.
En la historia del veneno, el gran unificador, el encargado de compendiar el conocimiento reunido a lo largo de la historia y de empezar el camino para comprender cómo es que actúan esas mortales sustancias fue Mateo Orfila, nacido en 1787 en Mahón, Menorca, y que luchó durante toda su juventud por estudiar medicina. Su familia quiso orientarlo hacia la marina, pero él insistió en estudiar medicina primero en Valencia y luego en Barcelona, donde fue becado para estudiar química en Madrid primero y después en París.
Llevado a la química por su capacidad y relaciones, se quedó en París trabajando como asistente del laboratorio del químico Antoine François Fourcroy, pero siguió estudiando medicina decididamente y finalmente se doctoró en 1811 con una tesis sobre la orina de los pacientes de ictericia. Se veía en esa tesis ya al médico químico que desde ese mismo año se dedicaría intensamente a estudiar los venenos y sus mecanismos.
Las investigaciones de Orfila eran difíciles y, parecería hoy, algo crueles, pues implicaron más de cinco mil experimentos de venenos con perros. El conocimiento derivado de estos experimentos se vio resumido en el libro Tratado de los venenos (o Toxicología general) de 1813, considerado el texto fundacional de la toxicología científica.
La gran novedad de este tratado científico nacía de la convicción de Orfila de que los venenos sólo podían identificarse en las evacuaciones de los pacientes, considerando que podían ser absorbidos por el organismo y por tanto no llegar a ser evacuados. Su principal misión fue identificarlos en los tejidos de sus sujetos experimentales por medio de exámenes anatomopatológicos en autopsias.
Esta labor le permitió a Orfila determinar que la difusión de los venenos por el organismo se daba mediante la sangre y no, como se había creído antes, por medio de las fibras nerviosas.
Igualmente, Mateo Orfila estableció el concepto de antitóxico, una sustancia que actúa directamente contra un tóxico, como el proverbial antídoto, y no contra la enfermedad. Una forma de antitóxico es cualquiera que provoque el vómito para expulsar el veneno del organismo antes de que se absorba más por vía sanguínea. Otra forma es la neutralización de la acción del veneno, como el ácido dimercaptosuccínico que se utiliza en casos de envenenamiento por metales pesados.
El éxito de su libro, traducido a varios idiomas, se vio seguido cuatro años después por otro volumen, Elementos de química médica, que también atrajo gran atención en toda Europa. Con un prestigio bien ganado en su edspecialidad, en 1819 obtuvo el puesto de profesor de medicina legal de la Facultad de Medicina de París, puesto que le exigió adoptar la nacionalidad francesa, que mantuvo hasta su muerte.
En los años siguientes pasaría a ser profesor de química médica reconocido por su gran capacidad didáctica, autor de numerosos libros más sobre química, tratamiento de envenenamientos, medicina legal y otros temas, y fundador de la Sociedad de Química Médica (1824) encargada de la publicación de la revista científica Anales de química médica, farmacéutica y toxicológica, además de crear el Museo de Anatomía Patológica (Museo Dupuytren) y el Museo de Anatomía Comparada (Museo Orfila) que aún existen hoy en día en París. En 1834 sería nombrado Caballero de la Legión de Honor Francesa.
Entre 1838 y 1841, Orfila se vería implicado igualmente en la creación de la toxicología forenese, primero determinando que en su estado normal el cuerpo humano no contiene arsénico, lo cual asegura que la presencia de arsénico es producto de un envenenamiento accidental o intencionado, y como experto en casos de envenenamiento.
En 1850 sería nombrado Presidente de la Academia de Medicina y, después de un enfrentamiento con Luis Napoleón, debido al acendrado conservadurismo del genio, moriría al fin en 1853 y sería inhumado en el famoso cementerio de Montparnasse.
En su testamento, el genio menorquín dejó instrucciones y fondos para la creación de diversas instituciones científicas y de beneficencia. Y en un gesto hacia los alumnos a los que dedicó sus esfuerzos durante gran parte de su vida, dispuso que se hiciera su autopsia en presencia de sus estudiantes, para que aprendieran de él ya en la muerte un poco más de lo que habían aprendido del Orfila vivo.
La envenenadora que no lo fueEl asesinato por envenenamiento está íntimamente ligado, en la percepción general, con Lucrecia Borgia, la femme fatale del Renacimiento, usada por su familia como peón en bodas de conveniencia. Sin embargo, podría ser que Lucrecia Borgia fuera una víctima simple del machismo, de una reacción encendida y airada a su libre sexualidad y a su percibida impudicia, pues, para sorpresa de muchos, no existe ni una sola prueba histórica de que esta hija ilegítima del Papa Alejandro VI hubiera cometido siquiera un asesinato, no digamos ya por medio del envenenamiento. |