Reproducción del esqueleto de "Lucy" y reconstrucción en el Museo Nacional de Naturaleza y Ciencia de Tokio. (Foto CC de Momotarou2012, vía Wikimedia Commons) |
Ambas adaptaciones, son esenciales para lo que nos hace humanos. La gran capacidad craneal implica un mayor cerebro en relación al cuerpo, permitiendo la aparición de funciones cerebrales que todo parece indicar que sólo tiene el ser humano, como el cuestionamiento de la realidad y un lenguaje conceptual capaz de transmitir conocimientos de una generación a la siguiente. Pero el bipedalismo a su vez era fundamental para liberar nuestras extremidades superiores, permitiendo que se desarrollaran capacidades como la de hacer y manipular herramientas complejas con un control muy fino, del que son incapaces nuestros más cercanos parientes primates, que aún utilizan las extremidades superiores para la locomoción, como el gorila, el chimpancé o el orangután.
A principios del siglo XX, los pocos fósiles que se tenían de homininos (es decir, de las especies que se separaron de los chimpancés abriendo una nueva línea que desembocó en las varias especies humanas que conocemos) tenían cerebros relativamente grandes, al menos en comparación con los otros primates. Esto apoyaba la idea de que la gran capacidad craneal había sido el primer paso hacia la humanización: la inteligencia había forjado al cuerpo.
Pero en 1924, en una cantera sudafricana, se encontraron algunos fragmentos de un fósil nuevo, un joven de unos 2,5 millones de años de antigüedad al que se bautizó como el Niño de Taung, por la zona donde fue descubierto. Era una nueva especie y un nuevo genus, el Australopitecus africanus. La reconstrucción que se hizo sugería que, pese a tener un cerebro de tamaño comparable al de los chimpancés modernos, parecía tratarse de un ser que se había trasladado sobre dos pies. El debate seguía, pero con nuevos datos.
En 1974, el paleoantropólogo Donald Johanson encontró lo que es un sueño para cualquiera de sus colegas: un esqueleto muy completo de una hembra de la especie Australopithecus afarensis, con una antigüedad de 3,2 millones de años a la que es bautizó como “Lucy” porque en la celebración de su hallazgo los miembros del grupo de Johanson estuvieron escuchando la canción de Los Beatles “Lucy in the sky with diamonds”.
Y la cadera, los huesos de las piernas, las vértebras y el cráneo de Lucy no dejaban lugar a dudas: era un pequeño ser de 1,1 metros de estatura, con una capacidad craneal apenas mayor que la de un chimpancé de su tamaño, pero claramente bípeda.
Antes de usar herramientas, antes de poder hacer arte o filosofía, nuestra estirpe había caminado sobre dos pies. El debate estaba zanjado. Primero fue el bipedalismo. Y descubrimientos posteriores han confirmado esta conclusión de modo clarísimo, indicando que nuestra línea es bípeda al menos desde hace 7 millones de años.
Pero la respuesta obtenida por la ciencia abría nuevas preguntas. ¿Por qué nuestro linaje se volvió bípedo?
De una parte, la aparición de esta característica coincidió con un evento climático de súbita disminución de la temperatura, aumento de los hielos de la Antártida y descenso del nivel del mar. Es posible que al hacerse menos densos los bosques, el medio favoreciera que nuestros ancestros arborícolas cambiaran su forma de locomocion, siendo más eficientes en la sabana y, de paso, más capaces de ver a su alrededor para protegerse de los depredadores. Además, esto les permitía llevar en los brazos comida en distancias más largas, era más eficiente que el cuadrupedalismo de otros primates y daba lugar a una característica singular del ser humano: la capacidad de correr a lo largo de enormes distancias.
Son pocos los animales que pueden competir con el ser humano en las largas distancias. Nuestra capacidad de desprender calor mediante el sudor y gracias a la falta de pelo corporal nos pone en una liga muy selecta de animales capaces de correr más de 30 kilómetros a una velocidad sostenida, como los perros, lobos, caballos, camellos y avestruces. Esto eventualmente permitió a los primeros cazadores seguir a una presa hasta conseguir agotarla sin tener que correr más rápido que ella, simplemente a base de persistencia.
Andar del modo peculiar en que lo hacemos permitió a los australopitecinos manejar mejor su medio ambiente y convertirse, eventualmente, en cazadores capaces de usar herramientas y armas. Los desafíos y la mejor alimentación del recolector-cazador desembocaron en lo que somos nosotros.
Y sin embargo, hay muchas indicaciones de que caminar sobre dos pies es un acontecimiento novedoso en términos de la evolución y su lento decurso, y que buena parte del diseño de nuestro cuerpo es el resultado de compromisos entre el bipedalismo y otras funciones. El parto difícil de la hembra humana, por poner el ejemplo más conocido, es resultado del rediseño de la columna vertebral y la pelvis, que hizo del canal de parto un recorrido difícil y peligroso para el hijo y para la madre, donde el bebé debe hacer un giro de 90 grados para poder salir por un espacio estrecho y curvado. Distintas presiones de selección en distintos momentos llevaron a un resultado satisfactorio, pero ciertament eno perfecto. Y ello lo vivimos también en nuestros problemas de espalda, la aparente fragilidad de nuestras rodillas, la propensión al pie plano.
Pero todo ello es el resultado de un cambio fundamental y revolucionario que en el fondo resulta una maravilla de la ingeniería. Y para recordarlo, basta tener presente lo difícil que ha sido para los más avezados diseñadores de robots hacer un autómata bípedo que camine como nosotros. Ni siquiera el más avanzado robot es capaz de recuperarse de un empujón y, mucho menos, de dar los pasos de danza de una bailarina profesional con los que nuestra forma de locomoción se convierte en medio para crear belleza y emoción.
Una nueva hipótesisUn reciente estudio de la Universidad de York sugiere que nuestro peculiar modo de locomoción puede haber tenido su origen no en la expulsión de nuestros ancestros de los bosques por motivos climatológicos, sino por su migración hacia los terrenos abruptos del oriente y sur de África, zonas rocosas a las que se habrían visto atraídos tanto por el refugio que ofrecían como por tener mejores oportunidades de atrapar a sus presas allí, un terreno que pudo contribuir a desarrollar nuestras habilidades cognitivas. |