Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

Pensar que el otro piensa

Para prosperar como especie, es necesario que podamos comprender lo que los demás piensan y sienten, saber que son como nosotros y formar con ellos una comunidad.

"El pensador", bronce de Auguste Rodin.
(Foto GDL de Nicolás Pérez, vía Wikimedia Commons)
Uno de los más grandes misterios del universo se encuentra en nosotros mismos, en el propio órgano que nos permite saber que existen el universo y los misterios, y buscar resolverlos: nuestro cerebro. Con él percibimos, procesamos, sentimos y actuamos, pero estamos lejos de comprenderlo en su colosal complejidad. Unos cien mil millones de neuronas, conectadas cada una con otras miles, en billones de conexiones. Neuronas que a su vez viven inmersas en un tejido de células estructurales diez veces más numerosas y que tampoco hemos comprendido aún.

Además del estudio de las conexiones y las zonas funcionales de nuestro encéfalo, podemos estudiarlo a través de nuestras emociones, sensaciones, memoria, idioma, cálculo, razonamiento, resolución de problemas, toma de decisiones y otras funciones. Lo que llamamos mente, palabra que apenas está vagamente definida.

Podemos saber con razonable certeza que, efectivamente, la mente es producto del funcionamiento del encéfalo, de la transmisión de impulsos entre las conexiones de nuestras neuronas. Cuando por un accidente, lesión o enfermedad se pierde el uso de ciertas zonas del encéfalo, perdemos las capacidades relacionadas con esas zonas. Así hemos podido saber qué zonas se ocupan de la vista, del habla, de la audición, de ciertas emociones y de ciertos procesos de razonamiento.

Conocemos esos procesos porque los convertimos en expresiones observables, en comportamientos, palabras, acciones o expresiones que otras personas pueden medir. Pero si no los expresáramos, como ocurre en ocasiones, voluntariamente o forzados, ocurren sólo en lo que llamamos nuestra vida interior, sabemos que el sentimiento de alegría está allí aunque reprimamos la risa; sabemos que el deseo de comer está allí aunque no extendamos el brazo para llevarnos un trozo de comida a la boca; entendemos lo que nos dicen aunque no respondamos.

El problema de esa vida interior es que cada uno de nosotros sabe que la tiene, pero no existe un modo objetivo, medible, físico y certero para saber que otras personas a nuestro alrededor sienten, perciben, piensan, recuerdan o deciden del mismo modo que nosotros.

Pese a ello, nuestra vida en sociedad depende precisamente de que todos nosotros tenemos la “teoría” (en sentido informal, no científico) de que los demás son como nosotros, que su mente, su vida interior son semejantes a las nuestras, que cuando lloran sienten una tristeza parecida a la que sentimos nosotros cuando lloramos, y que cuando vemos un paisaje estamos percibiendo lo mismo.

A esto se le llama “teoría de la mente”, no es una teoría que explique la mente, sino la teoría que tenemos nosotros de que la mente de los otros es como la nuestra. Esto también explica nuestra sorpresa y, a veces, rechazo, cuando vemos que otros sienten o piensan de modo muy distinto al nuestro.

Rizando el rizo, surge la pregunta de si todos tenemos una teoría de la mente. ¿A qué edad la desarrollamos?

Dos psicólogos diseñaron un experimento a principios de la década de 1980 para determinarlo, conocido como la tarea de la “falsa creencia”. Se cuenta o escenifica una historia en la cual un personaje llamado Maxi guarda una barra de chocolate en un cajón y se va de paseo. Mientras está fuera de la casa, su mamá toma un trozo de chocolate para cocinar y guarda la barra en un armario. Maxi vuelve a casa. La pregunta es: “¿Dónde va a buscar el chocolate Maxi?”

Los niños menores de 3 años suelen responder que Maxi va a buscar el chocolate en el armario, suponiendo que Maxi sabe lo mismo que ellos saben. No pueden imaginar que otras personas tengan un conocimiento distinto del de ellos. Pero entre los 3 y los 4 años, los niños desarrollan la capacidad de atribuirle a Maxi un estado mental acorde con la experiencia de Maxi, una falsa creencia. Es decir, los niños “se ponen en los zapatos de Maxi” y piensan según la experiencia de Maxi. Saben que buscará el chocolate en el cajón porque allí es donde cree que está. Le han “leído la mente” a Maxi, de cierto modo.

A partir de ese momento, los niños pueden ver más allá de sí mismos para vivir y comprender los deseos, necesidades y estados mentales y emocionales de los demás. Es psicología práctica para leer la mente de otros. No, ciertamente, como pretenden hacerlo los mentalistas o los videntes que engañan mediante técnicas como la lectura en frío, sino de un modo más directo. Si sabemos que alguien ha ganado un premio podemos “saber lo que piensa y siente”, una gran alegría. Ver la actitud de otras personas puede bastarnos para suponer que están tristes, y evocar la pregunta “¿qué te pasa?”... y además permitirnos saber que mienten cuando dicen “nada”.

Es cuando menos plausible pensar que una habilidad tan singular como la teoría de la mente es producto, como otros comportamientos, sensaciones y formas de pensar, producto de nuestra evolución como especie. Es una capacidad que ofrece claras ventajas para los individuos en una sociedad como la humana, que depende tan estrechamente de la cooperación y el altruismo, dos aspectos que exigen que los miembros de la comunidad tengan esa teoría.

No sabemos cómo evolucionó esta capacidad, pero hay hipótesis como la de la “inteligencia maquiavélica”, según la cual además de sus ventajas sociales favoreciendo la cooperación, la teoría de la mente nos permite también hacer manipulaciones sociales, mentir y engañar. De hecho, el concepto de “teoría de la mente” surgió hacia 1978 de estudios sobre la capacidad de primates como los chimpancés de comprender las motivaciones de otros miembros de su especie.

Los primeros estudios lo ponían en duda, pero investigaciones posteriores han determinado que otros animales parecen tener una teoría de la mente, entre ellos los chimpancés y orangutanes, los elefantes, cetáceos como los delfines y algunas aves como los córvidos (la familia de los cuervos). La evidencia no es, sin embargo, concluyente.

Ceguera a la mente

Algunas personas no pueden asumir la perspectiva de otros, no tienen una teoría de la mente o la tienen incompleta o defectuosa. Se ha propuesto que ésa es una de las características del autismo y, por tanto, una forma de diagnosticarlo, pues los autistas no pueden determinar fácilmente las intenciones de otras personas y tienen problemas en sus interacciones sociales. Quienes padecen esquizofrenia o están bajo la influencia de sustancias que alteran la química cerebral, como las drogas, son también ciegos a la mente de los demás. Y, por supuesto, los psicópatas son incapaces de asumir que el dolor que sufren otros es igual al dolor que ellos mismos pueden llegar a sufrir.