Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento
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Algo más que agua salada

Las lágrimas protegen el delicado tejido del ojo, pero también son, cuando se derraman por motivos emocionales, una de las pocas cosas que nos diferencia de los demás animales

Heráclito fue representado tradicionalmente
llorando por la triste situación del mundo.
(Pintura de Lucca Giordano vía
Wikimedia Commons)
Las lágrimas son un excelente ejemplo de cosas que parecen sencillas pero que, al acercarnos a ellas con espíritu cuestionador y curiosidad, se revelan como enormemente complicadas. Ese sencillo líquido que parece, la primera vez que nos llega a la boca, simplemente agua con sal, encierra uno de los grandes misterios del ser humano.

Las lágrimas que están siempre presentes en nuestro ojo son sólo uno de los tres tipos que existen, las llamadas “lágrimas basales”. Pensamos en ellas como un líquido que impide que se reseque el ojo, y así es. Pero además de esa tarea hidratante, las lágrimas basales realizan otras cuatro funciones que no son tan evidentes.

En primer lugar, las lágrimas están hechas de tal manera que no interfieran con la vista, es decir, forman una superficie óptica uniforme frente a la córnea para no deformar, opacar o alterar la luz que entra al ojo. Además, dado que la córnea (el tejido transparente que está frente al iris) no tiene vasos sanguíneos, sus células reciben sus nutrientes y su oxígeno principalmente a través de las lágrimas. Una función adicional es retirar los productos de desecho de la córnea y, por último, transportan enzimas bactericidas que defienden al ojo de posibles infecciones.

Para conseguir toda esta compleja batería de funciones, las lágrimas basales no son simplemente un líquido, sino que están compuestas por tres capas bien diferenciadas que forman una película exquisitamente adaptada a su labor.

Si pudiéramos ver un “corte transversal” de la película de lágrimas que cubren nuestro ojo, veríamos en la parte superior, la que está en contacto con el aire, una capa de lípidos o aceites, luego una capa lacrimal o acuosa y finalmente, depositada sobre la superficie del ojo, una capa mucosa.

La capa aceitosa evita que la capa acuosa se evapore demasiado rápidamente. También impide que esa segunda capa se desborde por sobre el párpado inferior, y lubrica el movimiento del párpado. Esta capa es secretada por unas pequeñas glándulas situadas en los párpados, unas 50 en el superior y 25 en el párpado inferior, llamadas “meibomianas” por el médico alemán que las descubrió. De modo pertinente, su secreción se conoce como meibum, y está formado por más de 90 proteínas distintas.

La capa acuosa, encerrada entre las otras dos, es producida por las glándulas lacrimales, que están en la parte superior externa de la órbita de los ojos, en unas depresiones del hueso de la órbita. La capa lacrimal, así, cae desde la parte superior del ojo y se drena por los canales lacrimales, esos puntos sonrosados en la comisura interior del ojo, que llevan las lágrimas con sus desechos hacia la garganta y la nariz. Esto explica por qué cuando lloramos por cualquier causa, tenemos un abundante flujo nasal: las lágrimas desbordan el sistema normal de drenaje y caen por la nariz.

El agua que es el principal ingrediente de esta capa contiene sales, multitud de proteínas y una enzima llamada lisozima, que ataca las bacterias para evitar las infecciones del ojo.

Finalmente, sobre la superficie del ojo está la capa mucosa, producida por las llamadas células caliciformes, un tipo de células que segregan mucina y que además del ojo se encuentran en todas las mucosas del cuerpo, incluido el tracto digestivo y el respiratorio. La mucina ofrece un sustrato que recubre la córnea y fija sobre ella la capa acuosa, además de promover la distribución uniforme de la película lacrimal.

Lo que hay sobre nuestro ojo, pues, es un complejo entramado bioquímico que es además invisible pese a estar en contacto directo con el órgano de la vista.

Las otras lágrimas

Cuando el ojo está expuesto a una sustancia irritante, o en ocasiones debido a una luz fuerte, estímulos picantes en la lengua y la boca (como al comer guindillas) o al vomitar, toser o bostezar, las glándulas lacrimales entran en modo de sobreproducción de lágrimas acuosas para inundar el ojo y eliminar las partículas irritantes. Este segundo tipo de lágrimas se conoce como “de reflejo”. Su composición es mucho más simple que la de las lágrimas basales, como simple es la función que cumplen.

El tercer tipo de lágrimas es, sin embargo, el que más atención ha concitado: son las lágrimas emocionales, las que derramamos por tristeza, pero también por muchas otras emociones, como el júbilo, la frustración, la vergüenza o el miedo. Y, de manera muy peculiar, por empatía, es decir, por identificarnos con las emociones de otras personas.

Pese a informes infrecuentes que afirman la presencia de lágrimas de posible origen emocional en diversos animales, incluidos los elefantes, los canguros y los perros, el hecho real es que hasta ahora parece ser que somos el único animal que vierte este tipo de lágrimas, y son una de las pocas cosas que identifica a nuestra especie diferenciándola de otras.

Las lágrimas de origen psíquico también tienen una composición química distinta de los otros dos tipos de lágrimas. Lo que las distingue es la presencia de una mayor cantidad de hormonas, algunas de ellas implicadas en la satisfacción producto de la práctica sexual, relacionadas con las situaciones de estrés o que actúan como analgésicos naturales. Un potente cóctel cuyo significado aún no descodificamos.

¿Por qué lloramos en reacción a una situación emocionalmente avasalladora, sea positiva o negativa? No se sabe. Los biólogos evolutivos suponen que este peculiar comportamiento debe tener un valor de selección, considerando su supervivencia y el hecho de que es claramente universal, pero aún no han logrado desentrañarlo. Se han hecho experimentos con las mimas imágenes de personas exhibiendo una emoción intensa, con o sin lágrimas, y esto nos ha permitido saber que el ser humano reacciona más intensamente cuando hay lágrimas presentes. Son así un potente medio de comunicación desde que somos bebés y durante toda nuestra vida.

Una hipótesis, y sólo es eso, indica que las lágrimas ayudan a revelar la verdad de los sentimientos de quienes nos rodean, y es por eso que son tan potentes para evocar otras emociones en nosotros. Por poética que sea esa interpretación, deja sin abordar el acertijo de por qué apareció el llanto psíquico en nuestra especie.

Por qué lloramos al cortar cebollas

Al cortar una cebolla provocamos que se libere un gas sulfuroso que contienen y que reacciona con otras enzimas de la propia cebolla con las que no está en contacto en condiciones normales y producen un compuesto de azufre volátil que sube de la cebolla y, al contacto con el agua de las lágrimas, forma minúsculas, pero irritantes, cantidades ni más ni menos que de ácido sulfúrico.

La comprensión de nuestras emociones

Duchenne provocando expresiones
faciales en uno de sus sujetos
experimentales.
(D.P. vía Wikimedia Commons)
Las emociones nos definen singularmente muchas veces más que nuestro intelecto o nuestras capacidades físicas. Pero esa chispa que vive en nuestro interior sigue siendo uno de los más profundos misterios.

Júbilo, tristeza, furia, nostalgia, calma interior, miedo, timidez, sorpresa... nuestras emociones son entidades misteriosas, subjetivas por cuanto que sólo podemos experimentarlas nosotros interiormente, pero absolutamente reales si nos atenemos a su expresión exterior, y a la identidad, simpatía o solidaridad que podemos experimentar al ver tal expresión.

Los filósofos, que durante la mayor parte de la historia humana dominaron la reflexión acerca de las emociones, nos recuerdan que no existe forma de saber si una persona siente lo mismo que otra, pues no podemos comparar la experiencia subjetiva de dos personas a la muerte de un ser querido o ante el gol del triunfo de su equipo de fútbol.

Pero las demostraciones externas de estas emociones son tan similares que deben tener un significado. El llanto, la expresión de abatimiento, los suspiros, en el primer ejemplo, nos sugieren que lo que las personas están experimentando debe ser similar.

Y lo mismo ocurre con la reacción que provoca en nosotros ver las emociones en otros, como cuando un grupo estalla jubiloso ante el gol de su equipo, creemos saber lo que sienten, el corazón acelerado, el hormigueo en la piel, las ganas de reír y, curiosamente, sí, de abrazar y en ocasiones hasta besar a alguien a nuestro alrededor, quien sea.

Quizá la forma más curiosa de compartir emociones que tiene el ser humano sea el arte, que a través de muy diversos medios consigue plasmar las emociones del creador y evocarlas (o emociones muy similaresi) en sus espectadores.

Nuestras emociones son respuestas a ciertos acontecimientos que nos resultan relevantes, y que disparan cambios en nuestro cuerpo y provocan un comportamiento característico, como el llanto del deudo o el grito del aficionado deportivo.

Pero no fue sino hasta muy recientemente, a partir del siglo XIX, cuando las consideraciones filosóficas acerca de nuestras emociones se empezaron a estudiar por medio de la ciencia. Esto quiere decir que se empezaron a proponer hipótesis explicativas que podían explorarse experimentalmente y por medio de observaciones, para validarlas o rechazarlas.

El psicólogo estadounidense William James, por ejemplo, teorizó que las emociones eran simplemente una clase peculiar de sensaciones causadas por cambios en las condiciones fisiológicas de las funciones autonómicas y motoras. Decía James en 1884: “nos sentimos tristes porque lloramos, furiosos porque golpeamos, temerosos porque temblamos”.

Sin embargo, sin que James lo supiera, esta teoría había sido desmentida experimentalmente varios años antes, por el científico francés Guillaume-Benjamin-Amand Duchenne de Boulogne, quien realizó grandes aportaciones a la naciente neurología ampliando los estudios que Galvani había hecho acerca de la electrofisiología, es decir, la forma en que impulsos eléctricos externos podían provocar la contracción muscular.

Utilizando electrodos aplicados en puntos concretos del rostro de sus sujetos, Duchenne consiguió reproducir expresiones de numerosas emociones humanas. Pero aunque sus sujetos mostraran en su rostro emociones a veces muy intensas y convincentes, ello no hacía que las experimentaran interiormente. Su rostro reía o mostraba miedo, pero no lo sentían. Sin embargo, a través de sus detallados y prolijos experimentos, Duchenne realizó grandes avances en el conocimiento de la musculatura del rostro, de las rutas neurales que la activan y de la fisiología de nuestros movimientos, y para la comprensión de la parálisis.

El trabajo de Duchenne influyó además en una de las grandes obras de Darwin, La expresión de las emociones en el hombre y en los animales, donde proponía la idea de que las emociones y su expresión eran, al igual que los aspectos meramente anatómicos y fisiológicos, producto de la evolución por medio de la selección natural. Era un gigantesco paso para llevar el tema de nuestras emociones de las alturas de lo sobrenatural a la realidad cotidiana capaz de ser estudiada científicamente.

Pero hoy, a punto de terminar la primera década del siglo XXI, seguimos muy lejos de poder comprender científicamente las emociones. La psiquiatría se aproxima a las emociones como parte de su estudio y tratamiento de los desórdenes mentales (categoría ésta, en sí, profundamente conflictiva). La psicología busca comprender los procesos internos que las caracterizan, así como las conductas mediante las cuales se expresan y sus mecanismos fisiológicos y neurológicos. Por su parte, las neurociencias buscan respuestas correlacionando el estudio psicológico con métodos que valoran la actividad cerebral, los neurotransmisores y las distintas estructuras del cerebro que participan cuando experimentamos una emoción.

Alrededor de todos estos estudios se encuentran quienes en la biología evolutiva estudian cómo llegaron a existir las emociones, quienes en la etología comparan emociones entre distintas especies, y quienes analizan las emociones compartidas en estudios sociológicos o cómo utilizarlas en labores terapéuticas diversas.

Somos nuestras emociones de modo tan intenso que bien podría decirse que toda ciencia relacionada con el ser humano las estudia, desde uno u otro punto de vista. Y pese a que nuestros conocimientos son tan limitados, no faltan charlatanes y embusteros que afirman conocer el funcionamiento de las emociones y poder utilizar sus imaginarios conocimientos, en asombrosos actos de magia, para realizar maravillas como la curación del cáncer.

Es cierto que las emociones juegan un papel en nuestros procesos fisiológicos. El misterioso efecto placebo, en el cual las expectativas y el condicionamiento cultural determinan que alguien se sienta mejor si toma una sustancia inocua que cree que es un medicamento, el valor de la relación emotiva médico-paciente e incluso los datos que indican que un bajo nivel de estrés y una buena disposición emocional ayudan a la curación de ciertas afecciones son todos indicadores de que allí hay un universo de posibilidades por descubrir, un verdadero misterio apasionante que vive en cada unbo de nosotros y nos anima a cada momento.

La sonrisa de Duchenne

En sus estudios de la expresión de las emociones, Duchenne descubrió que la sonrisa “verdadera”, la que evoca una emoción, no sólo implica los músculos de las comisuras de los labios, sino el músculo orbicular de los ojos, que eleva las mejillas y forma las patas de gallo a los lados de los ojos. Y lo más asombroso es que la mayoría de nosotros, innatamente, puede diferenciar la sonrisa falsa de la que evoca una verdadera alegría.