Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

La vida en el universo

MarsSunset
Atardecer en Marte, el mejor candidato a planeta con vida fuera
de la Tierra,  tomado por la sonda Mars Exploration Rover.
(Foto D.P. NASA, vía Wikimedia Commons
Más allá de las afirmaciones dudosas, engaños y buenos deseos, la ciencia sigue buscando resolver la cuestión de la vida fuera de nuestro planeta.

Cuando se enviaron a Inglaterra los primeros ornitorrincos disecados, los naturalistas no aceptaron ciegamente que hubiera un mamífero con pico y patas de pato, que pusiera huevos y tuviera espolones venenosos en las patas traseras. En vez de ello imaginaron un fraude con un cuerpo de castor con trozos de pato cosidas o pegadas. Es decir, propusieron hipótesis razonables según los datos.

Hasta que tuvieron en sus manos un ejemplar vivo lo consideraron evidencia suficiente de la existencia de este animal, importante en la historia de cómo los mamíferos nos separamos de la línea de los reptiles. Esto no fue, cerrazón o torpeza de los científicos, sino por el contrario un buen ejemplo de la “evidencia suficiente” que requiere el método científico para aceptar un hecho o una explicación. En el mundo de la ciencia, no basta que alguien diga “yo lo vi” para aceptar algo, ni una prueba que pudiera ser falsificada, se debe contar con una evidencia contundente y reproducible,.

Lo mismo ocurre en el caso de la posibilidad de que fuera de nuestro planeta haya vida como la entendemos nosotros o, aún más, vida desarrollada hasta tener una inteligencia o conocimientos superiores a los de la especie humana. La idea de que existe tal vida inteligente, y los argumentos a favor y en contra, han estado presentes en las culturas humanas desde que existen registros, y el debate ha sido tanto filosófico como religioso. En el mundo occidental, para una cristiandad que consideraba a la Tierra el centro del universo, la vida fuera del planeta era impensable, salvo la del reino sobrenatural. Pero la revolución copernicana, que degradó a la Tierra a sólo un cuerpo celestial más, abrió el debate de la posibilidad de vida extraterrestre, y en el siglo XVI, el filósofo, sacerdote y cosmólogo Giordano Bruno argumentó en favor de un universo infinito y eterno donde cada estrella estaba rodeada de planetas, en su propio sistema solar, idea que colaboró para que fuera quemado en la hoguera por la Inquisición en 1600, error que finalmente fue lamentado por el Vaticano en el año 2000.

Galileo y Copérnico habían sentado las bases del estudio científico del universo, lo que hoy llamamos cosmología, y siglos de debates filosóficos desembocaron en el siglo XIX y XX en dos fenómenos relacionados entre sí. De una parte, la velocidad del cambio científico y tecnológico empezó a incidir en la sociedad como nunca antes, abriendo las puertas a una nueva forma de creación que se ocupaba de la ciencia y de sus posibilidades, incluida la del viaje a otros mundos habitados y las visitas extraterrestres, la ciencia ficción. De otra parte, grupos de científicos se han ocupado de enviar al espacio señales físicas o de radio sobre nuestra existencia y tratar de recibir señales emitidas por otros seres inteligentes, considerando que las emisiones de radio y televisión de los extraterrestres nos llegarán, muy probablemente, mucho antes de que ellos puedan trasladarse físicamente hasta la Tierra. Tal ha sido el principio de los diversos programas SETI (siglas en inglés de Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre), que buscan señales regulares “inteligentes” en las emisiones que reciben los radiotelescopios.

Conforme conocemos mejor los demás planetas de nuestro sistema solar, es casi evidente que encontraremos algún tipo de vida primigenia, por ejemplo bacterias, en cuerpos celestes como Marte o las lunas Europa y Ganimedes, de Júpiter, y Titán, de Saturno. Pero por emocionante que fuera científicamente hallar seres unicelulares extraterrestres, serán una decepción para quienes tienen esperanzas más del tipo E.T., Flash Gordon o Supermán. Por ello, la pregunta de “¿cuántas civilizaciones podría haber en el universo?” ha sido también abordada. El astrofísico Frank Drake tomó en cuenta los datos que se tenían en 1961 en cuanto a estrellas adecuadas para la vida que contengan planetas similares a la Tierra, y desarrolló una ecuación según la cual podía haber vida inteligente capaz de comunicarse con nosotros en unos 10.000 planetas de nuestra galaxia, la Vía Láctea. Aunque la “ecuación de Drake” se cita con frecuencia por los entusiastas, desarrollándola con los datos que tenemos en la actualidad, el número de planetas de nuestra galaxia con vida inteligente que se pueden comunicar con nosotros es de sólo 2,3. En todo caso, no deja de ser una conjetura.

Como un elemento colateral, y precisamente por el deseo de entrar en comunicación con elementos trascendentes o superiores, que en el pasado pudieron ser brujas, ángeles o espíritus, consciente o inconscientemente algunas personas retomaron diversos elementos de la ciencia ficción y empezaron a asegurar que cualquier luz en el cielo, cualquier objeto volador que no pudieran identificar de inmediato, cualquier punto en un radar, eran “naves extraterrestres”, y otros empezaron a asegurar que estaban en “contacto” con extraterrestres de lo más variados, o que eran “secuestrados” por extraterrestres con mayor o menor asiduidad. Y es aquí donde debe venir a nuestra memoria el caso del ornitorrinco. Distintas personas suponen que la ciencia debería aceptar que seres inteligentes de otros planetas nos visitan asiduamente, pero para ello nunca han podido ofrecer ninguna prueba, ninguna evidencia tan sólida como un ornitorrinco vivo. Anécdotas, afirmaciones, relatos, efectos físicos que se podrían obtener de otro modo (como trozos de metal que son indistinguibles de otros trozos terrestres, o huellas en la tierra que podrían ser formada por cualquier medio no alienígena) no pueden ser considerados como evidencia suficiente, por mucho que esto ilusionara a los más entusiastas de lo extraterreno.

Quizás algún día entraremos en comunicación con otros seres vivos de otras partes del universo, que muy probablemente existan. Pero hasta ahora no parece haber ocurrido, y sin duda son los científicos los más interesados en hacer ése que sería, sin duda, uno de los mayores descubrimientos de la historia humana.

Los cálculos más recientes

El profesor Andrew Watson de la Universidad de East Anglia, astrobiólogo, ha publicado recientemente un modelo matemático que se basa en el hecho de que nuestro planeta tuvo vida durante cuatro mil cuatrocientos millones de años antes de que apareciera en él lo que llamamos inteligencia, lo cual indica, según Watson, que la probabilidad de la aparición de inteligencia es bastante más baja de lo considerado antes. Este profesor de la Escuela de Ciencias Medioambientales ha llegado a la poco entusiasta cifra de que sólo hay una probabilidad de 0,01% de que aparezca la vida en cuatro mil millones de años.

La depresión: una enfermedad fantasma

Estar deprimido, bajo de energía, triste o de mal humor no tiene que ver con la depresión clínica, un desorden psiquiátrico que puede ser incapacitante y altamente riesgoso.

Entre las afecciones emocionales, la depresión es probablemente una de las menos comprendidas para quienes no la padecen. La palabra “depresión” se utiliza igualmente para describir una sensación normal o natural de tristeza, nostalgia o frustración, a la que todos estamos expuestos y que dura uno o dos días, y para indicar un importante desorden psiquiátrico que puede llegar a interferir gravemente con su vida cotidiana, y son cosas no relacionadas entre sí. Por ello, es frecuente que la gente pregunte al depresivo “por qué” está de mal humor y ofrezca recomendaciones de positividad, de buen rollo y de fuerza de voluntad por parte del depresivo, como lo haría con cualquiera que tuviera un motivo para estar triste o de mal humor.

Pero el depresivo puede no tener un motivo externo para su condición emocional, y ésta es mucho más profunda que una bajada de ánimo pasajera. El depresivo no necesita sólo buenos consejos, sino que requiere apoyo de medicamentos, al menos en la primera etapa de su tratamiento, y una psicoterapia adecuada para aprender a manejar la enfermedad. La depresión, desde el punto de vista médico, es un síndrome o conjunto de síntomas que incluyen tristeza patológica, decaimiento, irritabilidad, reducción en el rendimiento del trabajo e incluso dolores diversos, es una condición emocional perdurable (al menos dos semanas) y en alguna medida incapacitante. Hay varias formas distintas de la depresión identificadas por la psiquiatría.

Trastorno depresivo mayor - Es una combinación de síntomas que interfieren con la capacidad de una personas para trabajar, dormir, estuciar, comer y disfrutar de actividades que en otro momento le resultaban placenteras. La depresión mayor impide que la gente funcione normalmente y puede ocurrir una sola vez en la vida (episodio único) o, más frecuentementemente, ser recurrente a lo largo de la vida de la persona (recidivante).

Trastorno distímico – Llamado también “distimia”, lo caracterizan síntomas menos graves, que no son incapacitantes pero que duran mucho tiempo, dos años o más, y que puede estar marcada por algunos episodios de trastorno depresivo mayor.

Trastorno adaptativo o depresión reactiva – Depresión que ocurre en respuesta a un acontecimiento vital estresante y no sólo por causas internas.

La investigación sobre la depresión sigue adelante, y aún hay mucho por descubrir, de modo que las siguientes formas de la depresión no cuentan con un acuerdo pleno de los científicos en cuanto a su caracterización y definición.

Depresión psicótica – Ocurre cuando una afección depresiva grave se combina con alguna forma de psicosis, como la disociación de la realidad, alucinaciones e ilusiones.

Depresión postparto – Se diagnostica cuando una madre primeriza desarrolla un episodio depresivo mayor en el mes siguiente al parto. Se calcula que entre 10 y 15% de las mujeres sufren depresión postparto, y su tratamiento es fundamental debido a que en casos extremos puede llevar a graves alteraciones del comportamiento.

La depresión y la muerte

Uno de los más graves peligros de la depresión es que con frecuencia implica pensamientos recurrentes de suicidio, y facilita el que sus víctimas realicen efectivamente intentos de acabar con sus vidas, de modo que el tratamiento oportuno y adecuado puede ser, en sentido literal, una forma de salvarle la vida a quienes padecen depresión.

La depresión, en general, tiende a ocurrir en las mujeres con una frecuencia de casi el doble que en los hombres. Durante un tiempo, esto se atribuyó principalmente a factores de carácter cultural, pero estudios recientes del Instituto Nacional de la Salud Mental de Estados Unidos sugieren que los cambios en los niveles de estrógeno juegan un papel en la depresión. Sin embargo, es más frecuente que la depresión no se diagnostique correcta y oportunamente entre los hombres, en parte por cuestiones culturales que esperan mayor “resistencia” y “capacidad de sobreponerse” en los hombres que en las mujeres. Por tanto, la tasa de suicidios consumados en situación de depresión es cuatro veces mayor entre los hombres que entre las mujeres, pese a que los intentos de suicidio son mayores entre las mujeres, lo que sugiere que ellas acuden a él con más frecuencia como modo de llamar la atención a sus problemas, y ellos como genuinos intentos de terminar con su vida. Pero la depresión no sólo afecta psicológicamente, sino que aumenta el riesgo de sufrir enfermedad coronaria, y en el varón, los estudios indican que aumenta la tasa de mortalidad producida por la enfermedad coronaria sumada a un trastorno depresivo. Igualmente, la incidencia de la depresión aumenta en la tercera edad, y con ella los suicidios consumados. La depresión, resaltan los expertos no es una parte normal de la vejez, y debe ser tratada con la misma atención que si ocurre en otro momento de la vida.

No se sabe exactamente qué elementos causan la depresión, aunque se presume que es resultado de una combinación de factores genéticos, bioquímicos, medioambientales y psicológicos. En todo caso, las investigaciones realizadas hasta hoy señalan que las enfermedades o trastornos depresivos son desórdenes del cerebro. Sistemas como la resonancia magnética han permitido observar que el cerebro de los depresivos muestra un aspecto muy distinto del cerebro no depresivo”, mostrando un funcionamiento anormal en las áreas responsables de regular el humor, el pensamiento, el sueño, el apetito y el comportamiento. Además, sabemos que la depresión provoca un desequilibrio en los tres neurotransmisores primarios: serotonina, norepinefrina y dopamina. Esto sirve para entender por qué la “fuerza de voluntad”, la invitación a “pensamientos positivos” y los consejos amistosos pueden ser totalmente ineficaces para mejorar la situación emocional de un depresivo.

La depresión y la ansiedad


Con gran frecuencia, la depresión y la ansiedad ocurren juntos. El sentimiento de soledad, desesperanza y tristeza de la depresión pueden ocasionar temores y ansiedad en el paciente, ansiedad que a su vez fortalece la depresión, creando un círculo vicioso. El paciente con depresión y ansiedad puede sufrir ataques de pánico, que son episodios de miedo irracional extremo, pulso acelerado y falta de aire, o ver fortalecidas fobias como el miedo a los lugares cerrados o a algún animal. Es por ello que diversos tratamientos incluyen medicamentos que son antidepresivos y ansiolíticos, es decir, que combaten la ansiedad, ya sea en una sola formulación o mezclando dos o más medicinas que ataquen todos los síntomas del paciente.

La gravedad que no falla

El satélite “GOCE” de la Agencia Espacial Europea inaugurará la observación terrestre desde órbita, ayudando a conocer nuestro planeta, su gravedad y la circulación de las aguas oceánicas.

Imagen artística del satélite GOCE
(Imagen de la ESA)
En su canción “Just like Tom Thumb’s blues”, Bob Dylan cantaba: “Cuando estás perdido en Ciudad Juárez / y es Pascua también / y tu gravedad falla / y la negatividad no te saca adelante”. La pérdida de la gravedad era, claramente, un desastre de especiales consecuencias en la melodía, y lo sería en la realidad, pero parece infalible, y le da al universo cohesión y orden. Lo extraño es que seguimos sabiendo poco acerca de esta fuerza fundamental.

Aristóteles ya trataba de explicar los efectos de la gravedad (palabra que no usaban los antiguos griegos, por supuesto), diciendo que todos los objetos “trataban” de moverse a su lugar correcto en las esferas cristalinas de los cielos, y que los objetos se movían hacia el centro de la Tierra (suponemos que debido a que el centro de la Tierra es su lugar correcto, aunque ignoramos cómo concluyó esto Aristóteles) en proporción con su peso. Para los antiguos hindús, también, el peso era el elemento esencial, de modo que la caída dependía del peso del cuerpo que caía. De aquí se derivaba la idea aristotélica de que, siguiendo esa lógica, un objeto diez veces más pesado que otro caía diez veces más rápido, cosa que se aceptó durante un par de miles de años sin poner a prueba la idea. Cuando Galileo la puso a prueba, demostró que el peso era independiente de la velocidad de caída, por lo que, se pudo suponer después, es la masa del objeto hacia el cual se cae (la Tierra, en este caso) la que determina la velocidad de caída. Con esta idea, Isaac Newton desarrolló la Ley de la Gravitación Universal, que puso de cabeza todos los conceptos de la física y la consagró como ciencia.

Pero la descripción precisa de Newton sobre cómo ejercía sus efectos esta fuerza de atracción tampoco describía a tal fuerza con precisión. Era simplemente una atracción ejercida por la masa, nada más. Fue Albert Einstein quien, al desarrollar una teoría más amplia e incluyente que la de Newton, conocida como la teoría de la relatividad, propuso por primera vez un mecanismo de acción. La gravedad, en el universo según Einstein, es resultado de la curvatura del espacio provocada por la masa de los objetos, como si éstos estuvieran colocados sobre una membrana elástica, de modo que los que tienen más masa provocan una mayor curvatura y provocan que otros objetos caigan hacia él. El espacio de Einstein se curva en una dimensión adicional del universo que no podemos percibir, pero el ejemplo es claro en nuestras tres dimensiones. Si ponemos una bola de bolos en un colchón, curvará la superficie de éste de modo que si colocamos cerca de ella una bola menos masiva, como una de golf, la segunda “caerá” hacia la primera debido a la curvatura del espacio.

La explicación de Einstein parece correcta, aunque a nivel subatómico, en el mundo donde las leyes de la física se alteran y entra en acción la mecánica cuántica, la gravedad se describe de modo distinto, y los físicos de las últimas décadas se han dedicado a resolver el difícil problema de unificar las distintas teorías y las explicaciones de las fuerzas fundamentales (electromagnetismo, gravedad, fuerza nuclear fuerte y fuerza nuclear débil) en un solo marco conceptual, que sería la Gran Teoría Unificada, o la Teoría de Todo.

Mientras se resuelven los temas teóricos, sin embargo, sigue siendo necesario conocer a fondo el principal campo gravitatorio que nos afecta, el de nuestro propio planeta, investigarlo, estudiarlo con la más avanzada tecnología. Y allí entra el satélite GOCE.

Un logro singular para la ESA
El GOCE (siglas en inglés de Explorador de la Circulación Oceánica y de Gravedad) está diseñado para proporcionar modelos únicos del campo gravitatorio terrestre y del geoide, es decir, de la forma de la Tierra. GOCE es el primer satélite de las misiones Earth Explorer, diseñadas para proporcionar a un coste moderado una respuesta rápida a temas científicos importantes, usando tecnologías de vanguardia. Programado para lanzarse en mayo o junio, será una herramienta que medirá la gravedad de nuestro planeta. Ya que la atracción gravitacional disminuye con la distancia, era indispensable que el satélite viajara lo más bajo posible para hacer las mejores y más fiables mediciones, para lo cual se situará en principio en órbita a una altura de 270 kilómetros. Esto presentó a los diseñadores un segundo problema: a esa altura, el satélite encontrará restos de atmósfera que frenarán su viaje orbital que será sincrónico con la posición del sol sobre nuestro planeta. Para no caer, el GOCE requiere contar con motores, algo desusado en los satélites hechos por el hombre, y los mejores motores posibles para esta misión son los impulsores iónicos de reciente desarrollo.

El diseño exterior (que incluye alerones para dirigir la nave en la escasa atmósfera, paneles solares y una forma aerodinámica habitualmente innecesaria por la falta de aire), la precisión de sus instrumentos, los motores y la visión de eficiencia que ha dominado el concepto de GOCE ha hecho que sea conocido ya como “el Ferrari espacial”. Las joyas tecnológicas del GOCE incluyen los aparatos diseñados para medir la atracción gravitacional de la Tierra con una precisión sin precedentes, tomando en cuenta el movimiento del satélite, de los instrumentos y de toda interferencia posible. Así, cada uno de los tres pares de acelerómetros que conforman el principal instrumento del satélite puede medir variaciones de una parte en 10.000.000.000.000 (una billonésima) de la gravedad que percibimos en la Tierra, una sensibilidad 100 veces superior a los acelerómetros utilizados en el pasado. Con sus datos, meteorólogos, geodésicos y geógrafos tendrán una idea más clara de cómo es nuestro planeta.

Los impulsores iónicos

Los impulsores iónicos, que la ESA utilizó por primera vez en la misión a la Luna Smart-1 en 2006 funcionan con una corriente eléctrica que fluye a través de un campo magnético con la que se acelera un haz de iones (átomos con carga eléctrica, de xenón en el caso del GOCE) expulsándolos de la nave espacial. El impulso que imparten es muy pequeño, apenas suficiente como para sostener una tarjeta postal en el aire, pero como puede ser un impulso continuado durante larguísimos períodos con muy poco combustible, los impulsores iónicos se consideran la mejor opción para misiones muy largas (como fuera del sistema solar) o que, como en el caso del GOCE, requieren relativamente poco impulso para funcionar. EL GOCE, que sólo pesa 1.100 kg., lleva únicamente 40 kg. de xenón como combustible que funcionará con la corriente eléctrica de los paneles solares.

Fundó la informática, ganó una guerra, murió perseguido

Los ordenadores que hoy son herramienta fundamental de la ciencia, la economía, el arte y la comunicación son, en gran medida, resultado del sueño de un matemático inglés poco conocido.

Estatua de Alan Turing en Bletchley Park.
(Foto Ian Petticrew [CC-BY-SA-2.0],
vía Wikimedia Commons)
Uno de los frentes secretos de la Segunda Guerra Mundial es Bletchley Park, que era un edificio militar (hoy museo) en Buckinghamshire, Inglaterra. Allí, un grupo de matemáticos, ajedrecistas, jugadores de bridge, aficionados a los crucigramas, criptógrafos y pioneros de la informática se ocuparon de derrotar al nazismo quebrando los códigos secretos con los que se cifraban las comunicaciones militares y políticas alemanas.

Desde 1919, los servicios secretos, criptógrafos y matemáticos habían estado trabajando sobre la máquina llamada “Enigma”, inventada originalmente por el holandés Alexander Koch y mejorada por técnicos alemanes para las comunicaciones comerciales, aunque pronto se volvió asunto de las fuerzas armadas alemanas. La máquina Enigma era esencialmente una máquina electromecánica que usaba una serie de interruptores eléctricos, un engranaje mecánico y una serie de rotores para codificar lo que se escribía en un teclado, y en una versión mejorada y ampliada se convirtió en la forma de codificar y decodificar mensajes militares alemanes de modo enormemente eficaz.

Al iniciarse la Segunda Guerra Mundial, aprovechando los esfuerzos criptográficos previos de quienes habían abordado los misterios de la máquina Enigma, el joven de 26 años Alan Mathison Turing desarrolló mejoras al sistema polaco anterior para romper el código Enigma y diseñó la llamada "bomba de Turing", una máquina que buscaba contradicciones en los mensajes para hacer deducciones lógicas que permitían descifrar los mensajes más rápida y eficazmente. Pero, por supuesto, ningún ejército depende de una sola arma, de una sola estrategia ni de un solo sistema de cifrado para sus mensajes secretos. Así, Turing después se vio implicado en el desciframiento del sistema indicador naval alemán, un desarrollo ampliado de Enigma. Más adelante, en 1942 fue parte del equipo encargado de romper el código FISH de la armada nazi y puso algunas de las bases del ordenador Colossus, desarrollado por otro departamento militar inglés durante la guerra.

El que sería, sin proponérselo, soldado clave, en la Batalla de Inglaterra en 1940 y en el triunfo aliado final de 1945 había nacido en 1912. Desde su niñez se habían hecho evidentes sus aptitudes para la ciencia y las matemáticas, lo que sin embargo no deslumbró a sus profesores, más interesados en el estudio de los clásicos. Turing, sin embargo, siguió estudiando y trabajando matemáticas por su cuenta y llegó a entender y desarrollar planteamientos de Einstein cuando sólo tenía 16 años, concluyendo, algo que Einstein aún no había declarado abiertamente, que su trabajo en la relatividad desafiaba la universalidad de las leyes de Newton. Más adelante, como estudiante en el King’s College de Cambridge (fue rechazado en el Trinity College por sus malas notas en humanidades), reformuló algunos planteamientos del matemático Kurt Gödel y en 1936 planteó una máquina hipotética (la “máquina de Turing”), un dispositivo manipulador de símbolos que, pese a su simplicidad, puede adaptarse para simular la lógica de cualquier ordenador o máquina de cómputo que pudiera construirse o imaginarse, de modo que podría resolver todos los problemas que se le plantearan. La máquina de Turing abre la posibilidad de crear máquinas capaces de realizar computaciones complejas, idea que desarrolló más ampliamente en Princeton. Esta máquina imaginaria permitió responder a algunos problemas matemáticos y lógicos de su tiempo, pero sigue siendo hoy en día uno de los elementos de estudio fundamentales de la teoría informática, pues mucha de la informática de hoy surge de la nueva forma de algoritmos (procedimientos matemáticos de solución de problemas) derivados de la máquina de Turing.

Turing trabajó en proyectos criptográficos del gobierno británico y fue llamado a Bletchley apenas Alemania invadió Polonia en 1938. Durante la guerra, además de su trabajo criptográfico, Turing se ocupó de aprender electrónica. Terminada la guerra, en 1946 en el Laboratorio Nacional de Física de Gran Bretaña, presentó el primer diseño completo de un ordenador con programas almacenados, algo trivial hoy en día. Después de años de construcción, retrasos y sinsabores, el ordenador ACE de Turing fue construido y ejecutó su primer programa el 10 de mayo de 1950. A partir de entonces, Turing se ocupó de la matemática en la biología, interesándose sobre todo por los patrones naturales (como la concha del nautilus o las semillas de un girasol) que siguen los números de Fibonacci.

El brillante matemático, sin embargo, era homosexual en una época en que no había ninguna tolerancia a su condición sexual y en un momento y un país donde los actos homosexuales se perseguían como delitos y como una enfermedad mental. Después de que su casa fue robada por uno de sus compañeros sexuales en 1952, Turing admitió públicamente su homosexualidad y fue declarado culpable. Se le dio la opción, tratándose de un personaje de cierta relevancia, de ir a la cárcel o de someterse a un tratamiento de estrógenos para disminuir sus impulsos sexuales, opción ésta que eligió el genio. Debido a su homosexualidad, que se consideraba un riesgo, perdió además sus autorizaciones de seguridad y se le impidió seguir trabajando en la criptografía al servicio de Su Majestad.

Turing apareció muerto el 8 de junio de 1954, según todos los indicios a causa de su propia mano, aunque quedan algunas dudas sobre la posibilidad de un accidente o un menos probable asesinato. Aunque había sido condecorado con la Orden el Imperio Británico por su trabajo en la guerra, éste permaneció en secreto hasta la década de 1970, cuando empezó la reivindicación de su nombre. En 2001, en el parque Sackville de Manchester, se develó la primera estatua conmemorativa que lo resume: "Padre de la ciencia informática, matemático, lógico, quebrador de códigos en tiempos de guerra, víctima del prejuicio”.

La prueba de Turing

Habiéndose ocupado desde 1941 de la posibilidad de la inteligencia de las máquinas, lo que en 1956 pasaría a llamarse "inteligencia artificial", Turing consideró que no había ninguna prueba objetiva para determinar la inteligencia de una máquina, y diseñó la llamada “Prueba de Turing”. En ella, un evaluador mantiene conversaciones simultáneas mediante una pantalla de ordenador con una persona y con una máquina, sin saber cuál es cuál. Tanto la persona como la máquina intentan parecer humanos. Si el evaluador no puede distinguir de modo fiable cuál es la persona y cuál la máquina, ésta habrá pasado la prueba y se debe considerar "inteligente".

La medicina en la guerra de independencia

Conociendo los elementos a disposición de los médicos hace 200 años, podemos apreciar mejor la medicina que tenemos, pese a sus muchas limitaciones.

Quienes en 1808 decidieron levantarse contra los franceses en Madrid tenían poco qué esperar de los médicos de su entorno, no por la falta de patriotismo o de rechazo al ocupante por parte de la profesión médica, sino porque los avances que se estaban viviendo en las ciencias físicas y naturales no se reflejaban en la medicina, que seguía siendo un arte con poca efectividad pese a la innegable buena voluntad de los practicantes. Incluso el sueño de los enciclopedistas de integrar al ser humano al estudio de las ciencias naturales no llevaba todavía a cuestionar y reevaluar profundamente las teorías médicas. Aunque la descripción del cuerpo humano, su anatomía, había recibido un fuerte impulso desde el Renacimiento, el funcionamiento del mismo estaba aún en la oscuridad, y los medicamentos eficaces eran todavía un sueño.

Un médico de principios del siglo XIX atendía a sus pacientes sin lavarse las manos, ni siquiera después de manipular una herida en un paciente y pasar a otro, pues lo ignoraba todo acerca de los gérmenes patógenos. Aunque Anton van Leeuwenhoek ya había observado los “animalillos” o seres vivientes microscópicos a fines del siglo XVII, la conexión de éstos con las enfermedades infecciosas no se establecería sino hasta mediados del siglo XIX.

Según la teoría de los médicos de principios del siglo XIX, las enfermedades se transmitían por algún medio misterioso, como aires malévolos (que se prevenían colocando productos aromáticos en las ventanas y habitaciones, como el ajo), o eran de generación espontánea, afectando a alguno de los cuatro humores que se creía que componían al cuerpo. La medicina todavía sostenía que el cuerpo humano estaba lleno de cuatro “humores” o líquidos, la bilis negra, la bilis amarilla, la flema y la sangre. En un cuerpo sano, los cuatro humores estaban equilibrados, pero creían que alguno de ellos podía aumentar por contagio o de modo espontáneo, y que ese desequilibrio provocaba la enfermedad. La forma de tratar dicha enfermedad era, entonces, devolver el equilibrio humoral al cuerpo. Las sangrías (mediante cortes o con sanguijuelas) comunes en la medicina del siglo XVIII y hasta principios del XIX eran resultado de esta teoría.

Como los cuatro humores se relacionaban con los cuatro elementos que se creía que eran los esenciales del universo (cosa que, increíblemente, aún sostienen algunas personas que hablan de los “cuatro elementos” en lugar de los más de 115 que conocemos hoy (de los que 94 ocurren naturalmente y los demás son sintéticos), se desarrollaron alambicadas correlaciones, asegurando que las personas en las que predominaba un humor u otro se caracterizaban por rasgos físicos y emocionales claros. Esas creencias, carentes totalmente de bases en la realidad, se mantienen con la descripción que podemos hacer de los ingleses como “flemáticos”, que quiere decir persona con exceso de flema, que es por tanto tranquilo y poco dado a expresar emociones, mientras que las personas que se enfadan con facilidad son “coléricas” o “biliosas” por tener un exceso de bilis amarilla.

Esta visión tenía un referente social, como hoy lo tienen otras visiones médicas, como las infecciones graves, el cáncer o el Alzheimer, es decir, no se limitaba a la salud y la enfermedad. Los monarcas y los siervos se calificaban y valoraban según estos principios, y se actuaba en consecuencia, en todos los niveles, desde el jurídico hasta el económico.

Una habilidad caracterizaba a todo buen médico de la época, y era la capacidad quirúrgica, en particular la capacidad de realizar amputaciones con gran precisión y velocidad. Y el motivo era la falta de anestésicos y analgésicos. Recibir un disparo o un corte profundo durante una batalla podía conllevar tal destrucción de los huesos que no se podía esperar que soldaran naturalmente, y se amputaba el miembro, igual que cuando se presentaba una infección y gangrena que, sin antibióticos, sólo podía detenerse con la sierra y el cuchillo, por supuesto que sin desinfectar ni lavar desde la anterior amputación. Si el paciente era rico y poderoso, podía quizás contar con opio suficiente para calmar el dolor de la herida y paliar el de la amputación, pero que de no serlo apenas tenía como opción beber algo de alcohol, morder algo como una rama de árbol y someterse a que lo contuvieran los ayudantes del cirujano mientras éste trabajaba, mientras más rápido mejor. Y si la amputación se decidía poco después de la herida y se realizaba de inmediato, se contaba con ventajas como la insensibilidad relativa del miembro afectado y la constricción de los vasos sanguíneos, sabemos ahora que a causa del shock de la herida. Los cirujanos también podían atender los dientes, como en el caso de abscesos o extracciones, pero la habilidad y conocimientos anatómicos de los cirujanos no se podía aplicar en muchas formas sin los anestésicos y su utilización generalizada que vinieron a mediados del siglo XIX.

Finalmente, el médico de principios del siglo XIX no contaba tampoco con un estetoscopio, aunque ya podía aplicar las vacunas desarrolladas por Edward Jenner, que funcionaban sin que se supiera exactamente cómo. Entre su arsenal tenía dentaduras y varios miembros postizos, así como anteojos e incluso bifocales que le permitían ayudar a sus pacientes a recuperar una visión adecuada y útil. Pero por lo demás estaban solos ante la enfermedad, como los últimos médicos cuya vocación se veía frustrada por la falta de herramientas, conocimientos y teorías adecuados para cumplir su objetivo de conseguir “el bien de sus pacientes”, como reza el juramento hipocrático desde el siglo IV antes de nuestra era.

Pocos años en el futuro, los médicos, quizá incluso los que participaron muy jóvenes tratando de salvar vidas en el levantamiento de 1808, tendrían en sus manos la práctica antiséptica, la anestesia, la teoría de gérmenes, la jeringa hipodérmica, el estetoscopio y todo un arsenal nuevo, inimaginable en los hospitales de campaña de Madrid hace 200 años.

Las heridas de guerra

Más allá de la amputación, los médicos de 1808 disponían de otras armas para tratar las heridas sufridas en combate. Empleaban vendas con yeso para unir fuertemente los dos extremos de una herida rasgada, y las heridas más grandes se cosían con hilo de algodón o hecho de tendones. Las heridas muy profundas causadas por armas punzocortantes no podían tratarse directamente, de modo que la opción era dejarlas sangrar para que salieran la suciedad y otros cuerpos extraños, para lo cual a veces incluso se abrían más. Las balas de mosquete, cuando no producían heridas mortales, eran extraídas por el cirujano con los dedos, y cuando eran demasiado profundas para alcanzarlas, se les dejaba dentro del paciente.

Momias: mensajes del pasado

El hecho de que los seres humanos estemos conscientes de nuestra propia mortalidad, unido al natural, instintivo deseo de sobrevivir, ha convertido a las momias en una fuente continua de asombro, supersticiones, ideas religiosas y, apenas en los últimos 200 años, fuente de información obtenida científicamente sobre el pasado no sólo del individuo momificado, sino de su entorno, su sociedad y su cultura.

Una momia es todo cadáver humano que al paso del tiempo desde su fallecimiento no sufre, el proceso de descomposición habitual, sino que conserva, total o parcialmente, la piel y carne. Esto puede ocurrir debido a las condiciones naturales de la ubicación del cuerpo (lugares en extremo fríos, con muy bajos niveles de humedad o ausencia de oxígeno) o bien puede ser resultado de un proceso intencional mediante el cual se conserva el cuerpo. El proceso de momificación más conocido es, sin duda, el egipcio, que se desarrolló a lo largo de unos tres mil años generando una enorme cantidad de ejemplos de diversos niveles de complejidad (y eficiencia) en el proceso de conservación del cuerpo.

Pero las momias más antiguas no son las egipcias. Hay indicios de que los antiguos persas momificaban a sus príncipes, pero no pruebas. Sin embargo, las momias de mayor antigüedad son las de la cultura chinchorro del norte de Chile, que momificó a sus muertos durante dos mil años empezando al menos en el año 5.000 antes de nuestra era. La antigüedad de sus momias, según explica el Dr. Bernardo Arriaza, uno de los principales estudiosos de las momias chinchorro, ha hecho que se revaloren las ideas preconcebidas sobre el “simplismo” de la vida de las sociedades de cazadores-recolectores, que puede haber sido mucho más elaborada de lo que creíamos. Si tenemos en cuenta que, en la actualidad, en muchas culturas se utilizan técnicas de embalsamamiento de modo habitual, podemos decir que las prácticas de momificación que iniciaron los chinchorro hace 7 mil años siguen en vigor como parte de nuestra cultura.

Las momias chinchorro, al igual que las egipcias y algunas momias chinas, son ejemplos de momificación intencional, es decir, que sus sociedades realizaron un esfuerzo por conseguir que el cuerpo no se descompusiera, o al menos no del todo. Es razonable suponer que las prácticas de momificación artificial se dieran después de que en sus culturas se hubieran observado los efectos de la momificación natural producida por la extrema sequedad de los desiertos de Atacama en Chile o del Sahara en Egipto. La preservación de los cuerpos, fuente de asombro y de creencias religiosas en todas las culturas (pensemos en los “cuerpos incorruptos” que se adoran en el catolicismo moderno como expresiones de cercanía con la divinidad), impulsó el desarrollo de técnicas que consiguieran el mismo resultado. El uso de la sal llamada “natrón” por los egipcios, que desecaba rápida y eficientemente el cuerpo, así como la extracción de las vísceras (excepto el corazón, que se dejaba en su sitio por ser considerado el asiento del alma), fueron los elementos que definieron la técnica egipcia, iniciada alrededor del 3.300 a.n.e. y que se utilizó hasta el siglo VII de nuestra era, cuando Egipto pasó de manos del imperio bizantino a las de los árabes, iniciándose su período islámico.

Las momias, que antes se estudiaban abriéndolas con métodos altamente destructivos, hoy son estudiadas mediante radiografías, escáneres CAT y MRT, estudios de ADN obtenido de la médula de sus huesos o de la pulpa de sus dientes, y otros sistemas que, casi sin dañar a la momia, nos pueden dar más información sobre la persona, su entorno y su cultura. Uno de los mejores ejemplos de esta cosecha de datos lo aporta la momia conocida como Ötzi, la momia natural de un cazador de la era del cobre, alrededor del 3.300 a.n.e. encontrado en un glaciar de los Alpes en la frontera entre Austria e Italia. El estudio de su cuerpo, del polen que se encontraba en su ropa y utensilios, del esmalte de sus dientes, de sus muchos tatuajes y del contenido de su estómago han permitido a los paleoantropólogos dibujar un retrato muy preciso del hombre, de los lugares en los que vivió, de lo que comía, de sus creencias y cultura, e incluso de su muerte, provocada por una flecha que le fue disparada por la espalda y un fuerte golpe en la cabeza.

Otras momias naturales relevantes son las producidas por el enterramiento en suelos altamente alcalinos, en las estepas, o en turberas, donde los cuerpos se conservan de modo espectacular debido a la acidez del agua, el frío y la falta de oxígeno, que en conjunto “curten” la piel y tejidos suaves del cuerpo. Estos ejemplares, lanzados a las turberas como sacrificios o asesinados, según se ha determinado, se han encontrado sobre todo en el norte europeo y en Inglaterra. Quedan por mencionar los casos, algunos dudosos, de momificación espontánea de algunos monjes budistas chinos y japoneses, así como los cuerpos de personajes relevantes del catolicismo y al menos un yogui indostano. Desafortunadamente, las consideraciones religiosas y de los sentimientos de los fieles y los líderes religiosos hacen muy difícil el estudio de estos restos, máxime cuando ya ha habido casos en que la ciencia ha concluido que ciertos “cuerpos incorruptos” habían sido en realidad embalsamados o, incluso, eran figuras de cera que podían albergar en su interior los verdaderos restos, descompuestos, del individuo en cuestión.

En cierto sentido, el punto culminante de la momificación ha sido alcanzado con la plastinación, un proceso desarrollado por el médico alemán Gunther von Hagens mediante el cual el agua y los tejidos grasos del cuerpo son sustituidos por polímeros como la silicona y las resinas epóxicas. Von Hagens crea especímenes para ayudar en las clases de medicina, pero también ha entrado en controversia con sus exposiciones Body Worlds, que muestran cuerpos plastinados en actitudes de la vida cotidiana. Para Von Hagens, “la plastinación transforma el cuerpo, un objeto de duelo individual, en un objeto de reverencia, aprendizaje, iluminación y apreciación”. Sus cuerpos plastinados son toda una lección sobre nuestro cuerpo, ya no un intento de permanecer en otra vida.


La palabra “momia”

El vocablo “momia” nos fue legado del latín, que a su vez lo obtuvo de “mumiya”, vocablo de origen árabe o persa que significa “betún” o “bitumen” y que originalmente designaba a una sustancia negra, parecida al asfalto, de composición orgánica, que se obtenía en Persia y se creía que poseía poderes curativos. Debido al color negro que asume la piel de las momias egipcias, durante siglos se tuvo la creencia de que en su proceso de momificación se utilizaba precisamente betún. La creencia era incorrecta, pero la palabra permaneció.

La antigüedad de las cosas

La comprensión del tiempo que tienen los objetos, los seres, los lugares, los planetas y el universo entero ha exigido que la tecnología sepa cómo medir su edad con una certeza razonable.

Desde que el arzobispo de Armagh, James Usher, usó la cronología bíblica para establecer que la creación del mundo había ocurrido el 23 de octubre del año 4004 A.e.C. hasta nuestra actual estimación, usando los conocimientos de la física y la cosmología, de que la tierra tiene unos 4.540 millones de años de existencia, mucho hemos andado para entender mejor las cifras (muchas veces vagas, o exageradas hacia arriba o hacia abajo) de algunos relatos históricos, no siempre fieles a los hechos, lo que hizo que Heródoto de Halicarnaso sea considerado al mismo tiempo “padre de la historia” y “padre de las patrañas”.

Sin embargo, en cuanto a las fechas de los hechos históricos, Heródoto no tenía más fuentes que las afirmaciones de quienes le relataban las historias, y algunas cronologías más o menos fiables. Otros estudiosos de la antigüedad se veían en problemas al encontrar, por ejemplo, los huesos fosilizados de dinosaurios, y ciertamente habrían encontrado difícil aceptar que tales seres habrían muerto 150 millones de años antes. Pero a nuestro alrededor son muchísimas las cosas que piden que identifiquemos su antigüedad: los seres vivos, en especial los longevos como ciertos árboles, las tortugas o los elefantes; los hechos históricos, reinados, batallas, acontecimientos; los restos del pasado: ciudades, muebles, restos de seres vivos, incluyendo a los seres humanos; los ríos, las montañas, los planetas, las estrellas, el universo todo. Responder a las cuestiones de la datación, de fechar con precisión hechos del pasado, a veces del pasado más lejano posible, del principio mismo del tiempo, ha puesto a prueba los recursos humanos.

La cuenta de los años era un problema, sobre todo cuando coexistían numerosos grupos que tenían distintas formas de medir el año, calendarios lunares, calendarios solares, calendarios rituales, y distintos niveles de conocimiento de las matemáticas y astronomía necesarias para tener cuentas precisas. Poco a poco, mientras se conocían hechos como que la formación de los anillos en los árboles tenía un ciclo anual, es decir, cada anillo correspondía a un año, se fue haciendo claro para los estudiosos que fenómenos como los estratos observables de la corteza terrestre también mostraban una sucesión cronológica. Es decir, cada capa era más joven que la inferior a ella y más antigua que la superior a ella, lo que permitió al menos una serie de dataciones “relativas”, que permitía conocer en qué sucesión ocurrieron algunos hechos, pero no las fechas más o menos precisas en que se dieron. Los fósiles y las características geológicas de los estratos fueron dando datos valiosos sobre la vida del planeta.

La datación “absoluta” o calendárica es un producto sumamente reciente de la tecnología, ya que sus marcos de referencia sólo estuvieron a nuestro alcance cuando conocimos la composición atómica de la materia y el fenómeno de la radiactividad. Con estos conocimientos, en 1949 se diseñó la datación mediante el “carbono 14” o C-14 con un procedimiento “radiométrico”, pues mide la descomposición de isótopos radiactivos. Sus principios son: 1) Toda la materia orgánica del planeta se basa en el carbono, incluidos nosotros y nuestros alimentos vegetales o animales, y día a día consumimos y desechamos carbono continuamente. 2) El carbono que nos forma es principalmente el carbono 12, es decir, la forma de este elemento que tiene 12 neutrones en su núcleo además de los 6 protones que lo definen como carbono. 3) El carbono 14 (con 14 neutrones) es un isótopo radiactivo (por eso se llama “radiocarbono”) que existe en proporciones muy pequeñas mezclado con el carbono 12 y que al emitir radiación se degrada convirtiéndose en nitrógeno 14. En 5730 años (la “vida media” del radiocarbono) la mitad del C-14 presente en una muestra se ha convertido en N-14. 4) La proporción de radiocarbono en todos los seres vivos se mantiene relativamente constante mientras viven, porque el carbono que consumen ny emiten contiene igual proporción de C-14. Sin embargo, al morir se deja de “renovar” el C-14, y el restante se sigue degradando.

Sobre estas bases, si un científico analiza huesos antiguos y descubre que su proporción de C-14 es de una cuarta parte de la que tienen los seres vivos, puede concluir, con buen grado de certeza, que dichos huesos tienen alrededor de 11.460 años.

La corta vida media del C-14 sólo permite utilizarlo para datar objetos o tejidos de hasta 40.000 años de antigüedad, y la precisión de la datación disminuye conforme más antiguo es el especimen de estudio. Para dataciones más antiguas se utilizan otros radioisótopos como el de potasio-argón, que utiliza el isótopo potasio-40 que al decaer se convierte en argón-40, pero tiene una vida media de 1.300 millones de años y además se puede usar para datar no sólo objetos orgánicos, sino también rocas. Otro procedimiento es el llamado “de termoluminiscencia”, que permite analizar la luz emitida por una roca o pieza de cerámica al calentarla para determinar cuándo fue la última vez que se calentó a tal temperatura, obteniendo así, por ejemplo, las fechas de horneado de un artefacto de barro o la fecha de una erupción volcánica.

Los sistemas de datación relativa y absoluta, unidos, permiten ir desentrañando con precisión numerosas fechas de la historia humana. En otros casos las fuentes, interpretadas a la luz de nuevos conocimientos, resultan una importante herramienta, como ocurre con el registro de eclipses o el paso de un cometa que podemos encontrar en escritos antiguos y que unido a la moderna astronomía pueden ponerle fecha exacta al hecho.

Y quizás por todo esto, la pasión humana por registrar los hechos actualmente se fecha tan cuidadosamente, para que nuestros descendientes, de haberlos, no sufran las confusiones que la especie humana ha tenido durante casi toda su historia acerca de la antigüedad de las cosas.

La edad del universo

La verdadera edad del universo, así como la de las estrellas y de los planetas, incluido el nuestro, no pudo calcularse con precisión sino hasta que conocimos la relatividad general gracias a Einstein en 1915, el astrónomo Edwin Hubble nos hizo saber en 1925 que el universo era más grande de lo supuesto y además estaba en expansión, y, finalmente, la técnica y la ciencia nos permitieron medir la radiación de fondo cósmico de microondas, que demostró que el universo y el tiempo habían comenzado en el Big Bang, y además nos han permitido la medición más precisa hasta hoy de la edad de nuestro universo: 13.700 millones de años, con un margen de error de 200 millones arriba o abajo.

Galileo, el rebelde renuente

Galileo Galilei, retrato
de Ottavio Leoni
En 2009, el Vaticano develará una estatua de Galileo Galilei en sus jardines, en capítulo más de un desencuentro originado en 1613 cuyos efectos siguen marcando a la ciencia y a la iglesia.

El choque que protagonizaron Galileo Galilei y la Inquisición a principios del siglo XVII es uno de los momentos más famosos de la historia del pensamiento científico, pero no siempre bien conocido, sino rodeado de leyendas y verdades a medias.

Nacido en Pisa, Italia, en 1564, Galileo Galilei se inclinó por las matemáticas llegando a ocupar la cátedra en su ciudad natal con apenas 25 años de edad. Tres años después, en 1592, fue a la Universidad de Padua, donde fue durante 18 años profesor de geometría, mecánica y astronomía, además de realizar importantes trabajos de investigación en física, matemáticas y astronomía que le llevaron a proponer algunos fundamentos esenciales del método científico, como la confianza en experimentos que pudieran ser analizados matemáticamente, la fidelidad a los experimentos aunque contradijeran creencias existentes, y la negativa a aceptar ciegamente la autoridad, implicando que se puede, y debe, cuestionar la autoridad si los datos la contradicen.

En 1608, basado en descripciones generales del telescopio inventado muy poco antes en Holanda, Galileo empezó a construir los propios para observar el cosmos. Así, el 7 de junio de 1610, descubrió tres pequeñas estrellas cerca de Júpiter, y durante las siguientes noches pudo observar que se movían, que al parecer pasaban por detrás de Júpiter, y reaparecían. No tardó en concluir que eran lunas en órbita alrededor de Júpiter, y el 13 de enero descubrió la cuarta. El anuncio de este descubrimiento, el de un cuerpo celeste alrededor del cual orbitaban otros, contradecía el modelo geocéntrico, según el cual todos los cuerpos del universo giraban alrededor de nuestro planeta. Sus datos fueron recibidos con suspicacia por astrónomos y filósofos, más cuando, en septiembre de ese año, describió las fases de Venus, similares a las de la Luna, lo que apoyaba al modelo heliocéntrico de Copérnico, señalando que el Sol era el centro del universo. Otras observaciones problemáticas de Galileo fueron las de las manchas solares y de las montañas y cráteres de la Luna. La filosofía vigente consideraba que los cielos eran la expresión de la perfección invariable de la creación, y para Aristóteles los cuerpos astronómicos eran esferas absolutamente perfectas, sin manchas ni irregularidades.

La descripción de sus observaciones astronómicas en sus obras El mensajero estelar de 1610 y Cartas sobre las manchas solares en 1613, abiertamente copernicana, iniciaron la controversia. En una prédica, el Padre Niccolo Lorini, fraile dominico y profesor de historia eclesiástica en Florencia, declaró que la idea copernicana violaba las escrituras. Galileo respondió en su Carta a Castelli, diciendo que las escrituras en no siempre debían interpretarse en sentido literal. El objetivo de Galileo era reconciliar a las escrituras con sus descubrimientos, pero Lorini mandó en 1615 a la Inquisición un ejemplar de la Carta a Castelli modificado a conveniencia para hacer más radical a Galileo, acompañado de sus observaciones compartidas por “todos los padres del Convento de San Marcos”. La Inquisición nombró a 11 teólogos para que calificaran el tema. Las proposición que debían evaluar eran “1. El sol es el centro del mundo y totalmente inamovible de su lugar” y “2. La tierra no es el centro del mundo, ni es inamovible, sino que se mueve en su totalidad, también con movimiento diurno”. Ambas proposiciones fueron rechazadas unánimemente por los calificadores, y consideradas contradictorias con las Sagradas Escrituras “en muchos pasajes”. El resultado fue comunicado a Galileo y se le ordenó abandonar los puntos de vista copernicanos.

Las consecuencias del decreto fueron diversas, entre ellas que la obra de Copérnico fuera incluida en el Index de libros prohibidos. Y la duda central que lo rodeaba era si la orden a Galileo fue solamente de no “sostener y defender” las ideas copernicanas aunque pudieran debatirse en términos hipotéticos, o si se le había exigido que “no enseñara” tales teorías, lo cual implicaba la prohibición de mencionarlas siquiera, incluso como malos ejemplos. Pero este problema se presentaría mucho después. Galileo, pese a todo, era miembro de la Academia de los Linces, la antecesora de la actual Academia Pontificia de las Ciencias, respetado profesor y un error teológico no implicaba un desastre. El Papa le garantizó a Galileo su seguridad, sus obras no fueron prohibidas y su posición académica y social se conservó.

Galileo obtuvo permiso formal de la Inquisición para realizar un libro que presentara una visión equilibrada de las teorías de Copérnico y de la iglesia, que fue su Diálogo referente a los dos principales sistemas del mundo, publicado en 1632 con gran éxito de ventas, adicionalmente. El libro era claramente parcial a la teoría de Copérnico, por lo que a los seis meses se suspendió su publicación y se ordenó al astrónomo comparecer ante el temible tribunal como sospechoso de herejía por haber violentado el mandato del que había sido objeto en 1616. Diez cardenales lo sometieron a un juicio paródico donde el tema no era la verdad o falsedad de las proposiciones de Copérnico, ese tema se había agotado en 1616, sino la desobediencia del astrónomo al publicar su nueva obra. Los evaluadores del Diálogo habían dictaminado que era parcial al copernicanismo, y antes del juicio mismo la iglesia ya había debatido qué hacer con el astrónomo. Aunque Galileo estaba dispuesto a cambiar de “opinión” y reconocer su “error”, los cardenales decidieron exigirle la abjuración del copernicanismo en un plenario del Santo Oficio, lo que ocurrió el 22 de junio de 1633. La sentencia fue que se prohibiera la circulación del Diálogo y que el astrónomo de casi 70 años fuera encarcelado sin plazo fijo a criterio de la inquisición. Entregado al embajador de Florencia, a fines de 1633 se le permitió lo que hoy se llamaría prisión domiciliaria en su granja de Arcetri, donde, ciego por sus observaciones del sol sin protección alguna para sus retinas, moriría en 1641.

Y en 1992...

Habían pasado 376 años desde la decisión de los calificadores sobre la inaceptabilidad del heliocentrismo cuando, ante la Academia Pontificia de las Ciencias, el Papa reinante Juan Pablo II declaró oficialmente que Galileo tenía razón. Pero para ello no se basó en la evidencia científica apabullante reunida durante casi cuatro siglos, sino en las conclusiones de un comité nombrado por el Papa en 1979, mismo que decidió que la Inquisición había actuado “de buena fe” pero se había equivocado. Paradójicamente, el renacimiento llegaba al Vaticano.

Atesorar la diversidad genética

En Noruega, en una cueva cavada en una ladera helada, más de 100 países han colaborado para colocar una muestra de todos los cultivos del mundo, como un extraño seguro para un futuro incierto.

La bóveda de semillas de Svalbard.
(Foto CC de Bjoertvedt, vía Wikimedia Commons)
La noticia fechada el 19 de junio de 2006 parecía, sin duda alguna, de ciencia ficción: los primeros ministros de Noruega, Suecia, Dinamarca, Finlandia e Islandia se reunieron en las islas Svalbard noruegas, a unos mil kilómetros del Polo Norte, para poner la primera piedra en la construcción de una “bóveda del día del juicio final” en el Ártico noruego, una caverna perforada en el helado permafrost de la isla para salvaguardar semillas de todos los cultivos del mundo en caso de un desastre global, con objeto de poder repoblar la tierra con las plantas que nos dan de comer.

El proyecto original, lanzado en enero de ese 2006 establecía que la bóveda noruega soportaría catástrofes naturales como guerras nucleares, epidemias vegetales, cambios climáticos (naturales o no) y otros desastres que pudieran amenazar las fuentes de alimento del planeta. El Fideicomiso Global de Diversidad de los Cultivos empezó entonces a organizar la recolección de las semillas, de modo que en la cueva artificial se tuviera una copia de todo el material genético que está en colecciones en todo el mundo. Entre tales colecciones, destaca la que reúne en España el Centro de Recursos Fitogenéticos del Instituto Nacional de Investigación y Tecnología Agraria y Alimentaria, cuyo banco, situado en la Finca "La Canaleja" en Alcalá de Henares, cuenta con “duplicados de seguridad” de todas las colecciones de la red de bancos españoles de semillas, además de llevar a cabo una investigación continua para la recolección de ejemplares de toda la geografía española que enriquezcan su colección de varios miles de especies vegetales, mismas que ahora estarán también salvaguardadas en la bóveda ártica.

Nadie se preguntaba, eso sí, si un desastre que acabara con toda la vida vegetal dejaría sin embargo supervivientes humanos para beneficiarse de las semillas conservadas en la bóveda, pero la utilidad de este proyecto fuera de este aspecto mediático, al preservar una diversidad genética que está modificándose a gran velocidad conforme muchos cultivos se estandarizan a nivel mundial, sacrificando variedades locales de plantes, era tan clara que valía la pena aún cuando la idea de que serviría para después de una guerra nuclear fuera un tanto disparatada. Conservar las variedades genéticas de unos 1.400 bancos de semillas de todo el mundo en condiciones ideales y como parte de un esfuerzo multinacional resulta enormemente atractivo, como respaldo biológico para el día en que se requiera volver a cultivos que por motivos coyunturales (comerciales, de moda alimenticia, por alteración genética tradicional mediante de selección o mediante ingeniería genética, etc.) hubieran sido eliminados del mercado y desaparecieran de los campos de cultivo del planeta. Y como muchos de esos bancos de semillas están en países social y políticamente inestables, la bóveda de Svalbard servirá para conjurar el riesgo de que se pierdan en caso de un conflicto bélico, desastre o abandono.

Sin embargo, la bóveda ártica, pese a su indudable potencia mediática, es sólo una de las herramientas empleadas para preservar la diversidad genética agrícola, de la cual se ha perdido sin embargo ya una gran cantidad, como el maíz silvestre que dio origen a las miles de variedades domésticas que conocemos actualmente sobre todo en América, pero del que no tenemos ejemplares. Hace 9 mil años el hombre comenzó a influir en la evolución de esta planta y los especialistas no saben sin embargo cuál fue el antecesor común de todas las plantas de maíz. Para evitar que esto siga ocurriendo, existen reservas naturales de tierra, apoyos gubernamentales para que los agricultores tradicionales no abandonen del todo los antiguos cultivos, las colecciones de plantas sembradas en los campos, en bancos genéticos de tierra, el mantenimiento de plántulas de cultivos sin semilla (como el plátano) en cajas de Petri o tubos de ensaye y en bancos de semillas como el del Centro de Recursos Fitogenéticos español.

En el futuro, si los avances tecnológicos lo permiten, será mucho más fácil la conservación de la diversidad genética, ya sea mediante tejidos muertos o, incluso, simplemente de muestras de ADN. Por desgracia, aunque los enemigos de la tecnología hablen ya de un elevado nivel de control genético por parte de gobiernos y empresas, lo cierto es que aún no tenemos forma de enfrentar eficazmente la degradación del ADN al paso del tiempo (factor que hace imposible un logro como el imaginado en la película Parque Jurásico) y aún no sabemos cómo producir un ser vivo a partir de un juego de cromosomas.

Mientras lo conseguimos, dependemos de una fortaleza en el Ártico. Cercada con altos muros de hormigón, resguardada por personal de seguridad, con puertas de acero estancas y el apoyo de los osos polares que merodean en sus alrededores, fue creada como el edificio más seguro de su tipo en el mundo: una excavación en forma de tridente a 100 metros de profundidad, donde cada diente es una cámara estanca con paredes de hormigón reforzado. Las cámaras están refrigeradas, y la ubicación garantiza que, a una temperatura de alrededor de menos 14 grados centígrados, las semillas sigan congeladas aún si fallara el sistema de refrigeración. Su construcción tuvo un coste de más de 6 millones de euros por los sistemas de protección diseñados para soportar elevaciones del nivel del mar incluso si se derritieran las placas de Groenlandia y la Antártida, terremotos (como el que superó pocos días antes de su inauguración, el peor de la historia noruega con 6,2 grados Richter), ataques nucleares y el ascenso de la temperatura exterior.

La bóveda ha sido diseñada, previsoramente, para albergar el doble de las especies que los expertos creen actualmente que pueden existir, y actualmente tiene ya alrededor de un cuarto de millón de especies, a la espera de los “depósitos” de diversos países que colocarán en ella lo que Cary Fowler, dirigente del fideicomiso, llama sin más “un seguro de vida para el planeta”.

Los donantes

Una mezcla heterogénea de organizaciones oficiales de todo el mundo, gobiernos de países desarrollados y con carencias, fundaciones, empresas y organizaciones multilaterales, notablemente la Organización para la Alimentación y la Agricultura de las Naciones Unidas (FAO) han participado para reunir una dotación de 260 millones de dólares cuyos intereses, administrados por el Fideicomiso Global de Diversidad de los Cultivos, garantizarán la conservación de la diversidad agrícola y la disponibilidad de las semillas para quienes necesiten utilizarlas.

Cuando Hollywood se equivoca

El cine suele hacer corto circuito con los conceptos de la ciencia cuando intenta abordarla en sus producciones, causando a veces risa y, a veces, incluso indignación.

Los héroes del futuro lejano disparan un rayo de la muerte que alcanza a una nave espacial enemiga de diseño atemorizante. En una larga secuencia, la nave enemiga estalla con un estruendo ferocísimo que impresiona al espectador en sonido Dolby THX digital... y muy pocos espectadores reparan en que el sonido no se transmite en el vacío del espacio, y que por tanto una explosión como ésa, o incluso la mayor explosión del universo, la de una estrella supernova, transcurren en un silencio absoluto y el sonido que los expertos en efectos se han esmerado por producir rompe la ilusión que crea el cine. Otro caso famoso es el del final de la película pro-guerra de Vietnam Green berets de John Wayne, que camina con un niño mientras el sol se pone en el océano. Como la bahía de Camranh donde ocurre la escena está en la costa oriental de Vietnam ante el Pacífico, allí no se ha puesto el sol ni esa vez ni nunca, pues por allí sale todas las mañanas. Las puestas de sol sobre el mar sólo ocurren en playas que miran en términos generales hacia el poniente, precisamente.

Todos sabemos que el rigor histórico, el respeto a la novela original y la representación de las costumbres de otros países no son el fuerte de la “Meca del Cine”, sino que, por el contrario, aunque se esfuercen en respetar el vestido y la arquitectura de una producción de época, todo se va al garete cuando se trata de cuestiones de guión y muere con los tópicos y el desprecio a los hechos si interfieren con la emoción del espectador. Los productores desean impresionar, estremecer y lograr que más personas paguen una entrada, y pocas veces pretenden difundir o educar. Sin embargo, precisamente su éxito comercial provoca que tenga una enorme credibilidad en todos los temas, incluidos los referentes a la ciencia. Y esto se traduce en propuestas que se convierten en desinformación científica, y sin mala fe.

El terreno de la ciencia ficción, y en particular de los viajes y batallas espaciales ha sido, por supuesto, donde más resbalones ha sufrido el cine, con muy pocas excepciones. 2001: una odisea del espacio es singular no sólo por las imponentes escenas del espacio, donde el silencio es absoluto y sobrecogedor,sino porque a lo largo de toda la película se mantiene la premisa de que no hay atracción gravitacional visible en el espacio, de modo que los personajes flotan o usan métodos como el giro de la estación espacial para simularla. Pero no es necesario que el cine respete escrupulosamente todo el conocimiento real, a veces basta una coartada fantástica para evadirlo. Así, en todas las novelas, películas y series de televisión donde es imposible o poco útil la falta de atracción gravitatoria visible, se inventa un “campo de gravedad” o “simulador de gravedad” de una tecnología futura avanzadísima que replicaría los efectos de nuestro planeta. Igualmente, si bien hasta donde sabemos los viajes intergalácticos son materialmente imposibles debido a que es imposible superar la velocidad de la luz, la ciencia ficción ha echado mano de “impulsores translumínicos”, “viajes por el hiperespacio” y otras posibles explicaciones o pretextos para permitir que la fantasía nos ofrezca viajes a puntos lejanísimos de nuestro universo. Pero, como los saltos y giros de los expertos en artes marciales, la flexibilidad tiene un límite, y cuando se supera el espectador puede sentirse engañado o, simplemente, que el exceso de drama le provoque un ataque de hilaridad.

La saga de Star Wars, como lo sabe todo fan de la serie, está plagada de patadas científicas, y la más espectacular son los giros que las naves de combate hacen, inclinándose para imitar la posición de los aviones caza cuando realizan giros similares. Sin embargo, los aviones caza se apoyan precisamente en el aire para hacer tales giros, del mismo modo en que se inclinan para girar un surfero cabalgando una ola o un patinador sobre el asfalto. Tienen un material de sustentación del que carecen por completo las naves en “ala X” imaginadas por George Lucas. Atenidos a lo que sabe la física, girar en redondo en el espacio es complicado y bastante menos espectacular, pues implica detener la nave frenándola, después hacerla girar y reemprender el camino volviendo a acelerar, sin poder aprovechar la inercia con la que juegan los aviones caza y los expertos en esquí para sus evoluciones.

Ya en tierra, tenemos El día de mañana, película en la que el calentamiento global provoca una era glacial en pocas semanas, algo totalmente imposible, en especial cuando se congela en instantes el agua sobre Nueva York. Por su parte, Volcano parte de la premisa de que el movimiento de la falla de San Andrés en California puede provocar la aparición súbita de un volcán, algo igualmente imposible, pues aunque la falla es origen de terremotos y frecuentemente aparece como amenazante causa de desastres en el cine, su ubicación geográfica hace imposible que provoque la aparición de un volcán. Por su parte, un desbarre voluntario distingue a Parque Jurásico, que contó con algunos de los mejores asesores de la paleontología como el Dr. Jack Horner, pues Steven Spielberg quedó enamorado de las descripciones de velocidad y ferocidad que los expertos le atribuyen al velociraptor e imaginó al depredador que vemos en la película. El asesor le explicó al director que el problema era que el velociraptor sólo levantaba unos 50 cm del suelo, más o menos como un pavo, pero esto lo convertía en un ser muy poco impresionante en pantalla, de modo que se optó por conservar los enormes velociraptors que, en pandilla, aterrorizan a los protagonistas de la exitosa película.

Por supuesto, las patadas a la ciencia que el cine da, por ignorancia, por motivos dramáticos o por exigencias del guión que no saben resolver de otro modo, podrían ser una oportunidad excelente para que los científicos explicaran los hechos reales respecto de películas de gran audiencia, si hubiera interés de universidades y centros de cultura.

El entretenimiento como pretexto

No todas las incursiones de la industria del entretenimiento en la ciencia son negativas. Las series de CSI, pese a sus muchas patadas científicas, han despertado en todo el mundo el interés por la criminología. Según Jim Hurley, de la Academia Estadounidense de las Ciencias Forenses, más de una docena de universidades abrieron carreras forenses a sus planes de estudios a raíz de la serie. Quizá se deba, también, a que allí el científico aparece como un héroe, y no como un demente con bata blanca empeñado en conquistar el mundo, que es una patada recurrente de Hollywood.

Viva la diferencia... que no es poca

La biología evolutiva y el estudio de la conducta están explorando por primera vez con seriedad el significado de las obvias diferencias evolutivas entre hombres y mujeres... con ventaja para ellas.

Uno de los hechos más notables de la existencia de dos sexos en nuestra especie y en muchas otras es que, por decirlo en términos coloquiales, los machos son menos valiosos que las hembras en términos de supervivencia de la especie. La hembra humana produce normalmente un sólo óvulo cada mes, mientras que el macho produce, en una sola descarga, espermatozoides suficientes para fecundar al diez por ciento de todas las mujeres del mundo (unos trescientos millones). Más aún, cuando una mujer se embaraza, deja de ovular y dedica todas las energías del cuerpo a la formación del feto en su interior, y después del parto entra en un período de lactancia que normalmente también implica infertilidad. Mientras tanto, el macho que la ha fecundado puede seguir fecundando a otras hembras de inmediato, pudiendo dedicar toda su energía y alimentación a “esparcir su semilla”. Esto se traduce en un hecho claro: una tribu en la que una catástrofe dejara vivos sólo a una mujer y a veinte hombres, habría llegado al final de su existencia como grupo humano, mientras que si los sobrevivientes son veinte mujeres y un hombre, la tribu se puede reconstituir en menos de dos décadas, es un grupo humano viable.

A eso se refiere la biología evolutiva cuando considera a los machos en general “baratos” y a las hembras “valiosas”. Un ejemplo claro de este hecho se puede ver en grupos de primates que viven en grandes bandas, como los babuinos, que en su hábitat de la sabana están expuestos a los ataques de grandes depredadores como los leopardos. Cuando hay peligro, los integrantes de la banda se disponen en una serie de círculos concéntricos: los machos mayores y más experimentados, en el círculo exterior, después los machos jóvenes, luego las hembras mayores y, en el centro de esta fortaleza viviente, las hembras con crías o en edad de criar. Los babuinos y mandriles han adquirido este comportamiento a lo largo de su evolución porque es la mejor estrategia para la supervivencia del colectivo, y los que utilizaron otras estrategias simplemente desaparecieron a manos de sus depredadores.

Evidentemente, los ejemplos de la naturaleza no se pueden extrapolar directamente a los seres humanos por la enorme carga que la cultura impone sobre los comportamientos desarrollados evolutivamente. Para poder descubrir los elementos genéticos subyacentes a la cultura, los científicos emplean dos procedimientos. El primero es la comparación de comportamientos en culturas radicalmente distintas y de personas con discapacidades que les impiden imitar a otras personas, y el segundo es la observación de las características anatómicas y fisiológicas que dependen esencialmente de la genética y determinan el comportamiento o nos permiten valorarlo. Así, por ejemplo, los animales en general sólo tienen actividad durante los ciclos de fertilidad de las hembras, actuando asexuadamente el resto del tiempo, pero el ser humano (y los delfines) suelen mantener actividad sexual fuera de los momentos de fertilidad de sus hembras, únicamente por placer.

Uno de los personajes más destacados del mundo del estudio del hombre es el zoólogo británico Desmond Morris, que llevara la concepción del ser humano como mono a la conciencia popular en 1968 con su libro El mono desnudo, al que seguirían distintos libros sobre etología, la ciencia del comportamiento con bases genéticas, entre ellos un delicioso estudio del fútbol como una estructura tribal, traducido como El deporte rey. En 2004, Desmond Morris presentaba un libro absolutamente apasionante, La mujer desnuda: un estudio del cuerpo femenino, dedicado a explicar los posibles motivos evolutivos de las enormes diferencias que tenemos hombres y mujeres, y concluyendo que el cuerpo femenino es: “el organismo más extraordinario del planeta”. Morris realiza un análisis literalmente de la cabeza a los pies, pasando por todas las peculiaridades del organismo femenino, y dedicando también algo de tiempo a la forma en que culturalmente hemos destacado esas diferencias: peinados, maquillaje, piercings, tatuajes, prótesis, vestido, formas y colores.

Algunas de las diferencias más evidentes, de modo notable, parecen ser producto única y exclusivamente de lo que Darwin llamó “selección sexual”, es decir, aspectos que las posibles parejas prefieren por alguna causa que en sus orígenes pudo estar relacionada con muestras de buena salud y buena dotación genética, pero que al paso del tiempo se han independizado de esa función y sólo se conservan porque atraen a las parejas. Esto no sólo se refiere, por ejemplo, a los prominentes senos femeninos o al pene masculino (el mayor proporcionalmente de todos los grandes simios), sino a elementos como el cabello: un cabello fino, lustroso y largo podía ser en sus orígenes anuncio de salud y capacidad reproductiva, pero en el ser humano se ha convertido en un reclamo esencialmente sexual, y por tanto reprimido por quienes buscan controlar la sexualidad, por ejemplo en las religiones. Las más estrictas formas de la religión exigen que el cabello se corte a rape o se oculte mediante velos, no sólo en el Islam más puritano, también hasta hace poco en la iglesia católica, que prohibía a las mujeres entrar a las iglesias sin cubrirse el cabello. Cubrirlo o raparlo sigue siendo costumbre en algunas sociedades por luto o como castigo humillante.

En un mundo que demanda, cada vez con más fuerza, y que va haciendo realidad, a veces con lentitud dolorosa, la igualdad de derechos y oportunidades entre hombres y mujeres, trascendiendo con la inteligencia los estrechos límites de un viejo patriarcado siempre disfuncional, no es posible olvidar las diferencias, diferencias que son, para muchos, asombrosas y admirables, y que no deberían ser motivo de asignaciones jerárquicas de superioridad o inferioridad. Y sin embargo, si nos atenemos a los bien fundamentados argumentos de un experto como Desmond Morris, el cuerpo de la mujer, valioso en términos de supervivencia, está mucho más “evolucionado y maravillosamente perfeccionado” que las envolturas que los baratos y prescindibles machos arrastramos por la vida. Los machos quedamos segundos, lo cual no es noticia.

La evolución y Manolo Blahnik


La especialización del macho humano como cazador significaba que para él los pies más grandes eran una clara ventaja. No hubo tanta presión evolutiva sobre el pie femenino y por tanto ha quedado más pequeño y más ligero. Buscando exagerar esta cualidad femenina, las mujeres han llevado, durante siglos, los pies metidos en zapatos incómodamente apretados.” Desmond Morris

La evolución: dudas y certezas

El verdadero debate en el estudio de la vida, y las principales líneas de investigación, se refieren a los mecanismos mediante los cuales ocurre la evolución de los seres vivos.

La idea de que los grupos de seres vivos cambiaban al paso del tiempo apareció tempranamente en la constelación de las ideas humanas, y no es, como pretenden quienes afirman la literalidad de uno u otro texto religioso, un fenómeno del siglo XIX. Ya el filósofo presocrático Anaximandro, maestro de Pitágoras, observó algunos fósiles y propuso, en el siglo VI antes de la era común, que los animales se originaron en el mar y sólo después conquistaron la tierra. Empédocles también postuló un origen no sobrenatural de los seres vivos e incluso formuló una idea primitiva de selección natural. Aristóteles, por su parte, fue el primero en clasificar los organismos en una “escala natural” de acuerdo con su complejidad de estructuras y funciones.

Esta última concepción fue retomada en el medievo gracias a la conservación de los clásicos grecolatinos por parte de la cultura islámica, hablando de organismos “inferiores” y “superiores”, los primeros identificados más con el infierno y los segundos cerca del paraíso, como los hombres, los ángeles y, en la cima, la deidad, una cadena perfecta en la que las similitudes entre los seres vivos conformaban el criterio de ascenso considerando que la naturaleza no da saltos, sino que hace transiciones suaves. Por su parte, el pensamiento islámico de la época tenía claros exponentes de las ideas evolucionistas, como Ibn Miskawah y Al-Jahiz.

La idea de que el universo se había desarrollado y cambiado a lo largo del tiempo y no era una creación perfecta instantánea volvió al pensamiento occidental entre el siglo XVII y XVIII. La idea era, en sí misma, peligrosamente herética. El pensamiento religioso predominante se planteaba un universo perfecto, con un orden ideal e inamovible, considerando que un dios perfecto sólo puede crear un universo perfecto. Esa creencia en el orden cósmico se refleja claramente en la visión del astrónomo Johannes Kepler, que intentó relacionar matemáticamente los cinco sólidos platónicos (tetraedro, cubo, octaedro, dodecaedro e icosaedro) con las órbitas de los cinco planetas conocidos a principios del siglo XVI (excluyendo a la Tierra), un esfuerzo elegante que, sin embargo, tuvo que abandonar.

Si el universo no era estático, sino que cambiaba, y las fuerzas que lo regían no eran sobrenaturales, sino físicas, como lo iban demostrando Descartes, Galileo, Newton y los demás impulsores de la revolución científica, los seres vivos también podían cambiar, y así se lo plantearon personajes como Pierre Louis Maupertius, que postuló que las modificaciones naturales ocurridas durante la reproducción se podían acumular a lo largo de muchas generaciones, produciendo nuevas razas e, incluso, nuevas especies. En el siglo XVIII, Buffon planteó que las especies emparentadas podían ser variedades desarrolladas a partir de un ancestro común, un ser cuya descendencia se va separando y especializando. Y el abuelo de Charles Darwin, Erasmus, llegó a plantear en 1796 que todos los animales de sangre caliente han surgido de un solo “filamento” vivo.

Estos antecedentes, entre otros, unidos al creciente conocimiento y estudio del registro fósil y de la geología dejan claro que las ideas de Charles Darwin fueron la consecuencia natural de un trabajo colectivo variado y acumulado, como en su momento lo fue el pensamiento de Copérnico. Lo que consiguió Darwin fue sintetizar, ordenar, estructurar y, por medio de sus cuidadosas observaciones y reflexiones, demostrar que efectivamente las formas de vida han evolucionado a través del tiempo, con una contundencia tal que demolió por anticipado las críticas y argumentos en contra. Desde Darwin, podemos decir sin dudar que sabemos que la vida ha evolucionado y sabemos que lo hace acumulando las variaciones naturales que ocurren en la reproducción en función de las presiones que ejerce el medio ambiente, la selección natural. Y no sólo lo sabemos por los descubrimientos de Darwin, sino porque toda la evidencia reunida en 150 años por a biología, la genética, la geología, la paleontología, la bioquímica y otras disciplinas lo confirma más allá de toda duda razonable.

Sin embargo, esto no significa que todo lo planteado por Darwin se mantenga como parte de la ciencia de la evolución biológica. Por el contrario, los conocimientos adquiridos han abierto nuevas avenidas de conocimiento. De hecho, aunque no es del conocimiento general, la visión actual sobre la evolución no es realmente “darwinista”, sino “neodarwinista”, ya que se aparta de algunos postulados de Darwin que no han sido corroborados por la experiencia, como sería la “pangénesis”, el mecanismo de la herencia que fue una “hipótesis provisional” del naturalista inglés, que ha sido sustituida por los conceptos de genética desarrollados hasta el siglo XX.

El que se tenga una teoría cada vez más completa acerca de la evolución de los seres vivos no significa, ni mucho menos, que lo sepamos todo acerca de este fenómeno. Por ejemplo, sigue sin resolverse qué importancia relativa tienen la selección de los individuos y la selección de las especies, la selección de cada gen y la competencia a distintos niveles en la que están los seres vivos individual y colectivamente, y queda mucho por averiguar sobre el origen, evolución y transmisión hereditaria de los comportamientos innatos de las especies. Es decir, que teniendo una visión clara de lo que ocurre y cómo se da, aún estamos explorando los mecanismos precisos en que ello ocurre, tanto a nivel general en cada ser vivo como en la forma en que actúan específicamente los caracteres heredados en el ADN.

Como en todas las demás disciplinas científicas y humanas, los puntos de vista contrapuestos se expresan muchas veces con vehemencia y energía. El problema concreto de la evolución es que los desacuerdos son utilizados por quienes rechazan el concepto de evolución debido a una posición religiosa integrista y presentados como si significaran que los propios científicos no se han puesto de acuerdo sobre si la evolución es o no un hecho demostrado, cuando lo es y constantemente se confirma.

Es “sólo” una teoría

Ciertamente, la explicación neodarwinista es “una teoría”, pero no en el sentido que se le da a esta palabra en el habla cotidiana. En la conversación normal, una “teoría” es una especulación, algo que no hemos comprobado en la práctica. Para los científicos, en cambio, una "teoría” es “una serie de leyes que sirven para relacionar determinado orden de fenómenos”, que es la segunda acepción del Diccionario de la Real Academia. La evolución es una teoría, sí, pero una teoría científica, como lo son la gravitación o la relatividad.