Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

La resistencia a los antibióticos

La aparición de las sustancias que combatían a diversos gémenes patógenos a principios del siglo XX fue una revolución de primer orden en la medicina, que hasta entonces era una práctica empírica, basada en teorías de la enfermedad nunca comprobadas.

Hasta el siglo XIX, en occidente y el mundo islámico prevalecía la teoría de Hipócrates de que el cuerpo estaba lleno de cuatro humores o  sustancias básicas, la sangre, la flema, la bilis amarilla y la bilis negra, y que la enfermedad era causada por “desequilibrios” en los humores. El objetivo del médico implicaba restablecer el equilibrio de los humores. De allí que la medicina precientífica recomendara con frecuencia extraer sangre a los pacientes, práctica que causó innumerables problemas y muertes.

Pasteur, al proponer que las enfermedades infecciosas son causadas por pequeños organismos, dio a la medicina su primera base científica, una teoría que podía comprobarse. Los organismos podían verse en el microscopio, se podía experimentar con ellos, se podían detectar en los pacientes y, finalmente, se les podía atacar. Esta teoría permitía además determinar cómo y por qué funcionaban algunos remedios tradicionales y empíricos, y por qué la mayoría de ellos no lo hacían.

La aparición de los antibióticos para combatir a los organismos causantes de enfermedades marcó la primera posibilidad de atacar enfermedades que habían sido un azote incesante. El primer antibiótico, la arsfenamina, lanzada en 1910 con el nombre de Salvarsán, se usaba contra la sífilis y la tripanosomiasis o “enfermedad del sueño”. En 1936 aparecieron las sulfonamidas o “sulfas”, más potentes, y en 1942 Alexander Fleming cambió el mundo con su descubrimiento de la penicilina.

Los antibióticos empezaron a ser utilizados intensamente por todas las personas que podían tener acceso a ellos, en ocasiones de modo excesivo y con gran frecuencia para intentar tratar enfermedades que no eran producidas por bacterias, en particular las afecciones respiratorias como las gripes, alergias y brotes de asma.

Esa utilización era, sin que nadie lo viera en el momento, una forma de provocar que las bacterias se adaptaran. Un cambio en el medio se convierte en lo que los biólogos evolutivos llaman una “presión de selección”, que favorece la reproducción de los individuos naturalmente más resistentes o mejor adaptados al cambio.

Cuando el medio se mantiene estable, las poblaciones adaptadas a él pueden vivir durante generaciones sin sufrir cambios de consideración. Cada individuo tiene, por su herencia o por la mutación de sus genes, predisposición a adaptarse mejor a distintas circunstancias. Pero si el medio no convierte esa predisposición en un beneficio para el individuo, éste no tendrá ventajar para sobrevivir. Es cuando cambia el medio que los organismos evolucionan... o desaparecen.

Así, lo que ha ocurrido es, ni más ni menos, un proceso de selección genética como el que hemos utilizado para crear, a partir de ancestros salvajes, a animales y cultivos domésticos como los cerdos, las ovejas, el trigo, el tomate, los caballos, las reses y los perros. Nosotros impusimos una regla de presión arbitraria (por ejemplo, hacemos que las vacas que dan más y mejor leche se reproduzcan y le negamos esa posibilidad a las malas productoras) y conseguimos animales especializados para sobrevivir y reproducirse en función de esas reglas: más leche, más carne, más huevos, más lana, más granos de mayor tamaño y más nutritivos, mejor sabor o compañía y lealtad.

Cuando el factor causante de la presión de selección también puede evolucionar, se establece lo que los biólogos llaman una “carrera armamentista”, una competencia donde el objetivo es mantenerse un paso por delante del adversario. El mejor ejemplo de esta carrera armamentista es la añeja competencia entre la gacela y el guepardo.

El guepardo ejerce presión para que sobrevivan mejor las gacelas más rápidas. Por ello mismo, las gacelas cada vez más rápidas ejercen presión para que el guepardo más veloz tenga mejores posibilidades de alimentarse que sus congéneres menos ágiles. Incesantemente tenemos gacelas y guepardos más rápidos, conviviendo en un delicado equilibrio.

Es lo que nos ha pasado con los organismos infecciosos.

Las primeras sustancias antibióticas como la penicilina, arrasaban las poblaciones de bacterias con enorme eficiencia, como siempre que un ejército cuenta con un arma revolucionaria. Pero al paso del tiempo, las bacterias que se salvaron y reprodujeron fueron siendo cada vez más y más resistentes a esas primeras sustancias. Uno de los patógenos más comunes, el estafilococo dorado, uno de los principales agentes de las infecciones hospitalarias tan temidas, fue el primero en el que se detectó la resistencia, apenas cuatro años después de empezar a utilizarse la penicilina.

La resistencia de los organismos patógenos nos presionó para producir antibióticos más potentes y eficaces. El estafilococo dorado ha sido atacado sucesivamente con distintas generaciones de antibióticos: meticilina, tetraciclina, eritromicina y, en la década de 1990, oxazolidinonas. En 2003 se encontraron las primeras cepas de estafilococo dorado resistentes a estos últimos antibióticos, y la carrera sigue.

Enfermedades que ya parecían erradicadas, como la tuberculosis, resurgen ahora fortalecidas con resistencia a diversos antibióticos. Las neumonías causadas por estreptococos, la salmonelosis y otras enfermedades nos exigen creatividad cada vez mayor para superar su resistencia a las armas que hemos creado contra sus causantes y salvar a sus víctimas.

Es imposible detener esta carrera entre nosotros y los microorganismos que nos enferman. Sólo podemos disminuir su vertiginoso ritmo. La recomendación continua de los médicos de llevar a su término los tratamientos con antibióticos (para eliminar a todos los agentes patógenos posibles) y de no tomar antibióticos sin necesidad (para no crear en nuestro sano organismo cepas resistentes de patógenos que viven en nosotros sin atacarnos) son las únicas formas que tenemos de aliviar las exigencias sobre los laboratorios donde se crean los antibióticos que salvarán vidas mañana.

Creacionismo y bacterias

Curiosamente, la resistencia inducida en los patógenos por la presión selectiva que imponen los antibióticos es una prueba más de las muchísimas existentes de que la evolución no sólo existe, sino que se comporta según lo descubrió Darwin hace 200 años. Por eso, dice el chiste, nadie es creacionista al usar antibióticos, pues sabe que las bacterias han evolucionado y lo recomendable es usar los antibióticos nuevos, no los antiguos.

Ver el universo visible e invisible

Telescopios del observatorio de Roque de los
Muchachos en La Palma de Gran Canaria.
(Foto de Bob Tubbs, Wikimedia Commons)
Hace 400 años, Galileo Galilei utilizó el telescopio, inventado un año antes probablemente por Hans Lippershey, para mirar a los cielos sobre Venecia, y cambió no sólo el mundo, sino todo el universo, al menos desde el punto de vista de la humanidad.

Los conceptos que el ser humano había desarrollado respecto del cosmos que lo rodea habían estado hasta entonces limitados únicamente por lo que se podía ver con el ojo desnudo en una noche despejada, lo que dejaba una enorme libertad para crear conceptos filosóficos que pudieran explicar las observaciones.

Las descripciones del cosmos cambiaban según la cultura y la época. Por ejemplo, para los indostanos, según el antiguo Rigveda, el universo vivía una eterna alternancia cíclica en la que se expandía y contraía, latiendo como un corazón. Esta idea se ajustaba a la creencia de que todo en el universo vive un ciclo permanente de nacimiento, muerte y renacimiento. Para los estoicos griegos, sin embargo, era una isla finita rodeada de un vacío infinito que sufría cambios constantes. Y para el filósofo griego Aristarco, la Tierra giraba sobre sí misma y alrededor del sol, conjunto rodeado por esferas celestiales que tienen como centro el sol, una visión heliocéntrica.

La cosmología que se había declarado oficialmente aceptada por el occidente cristiano era la de Claudio Ptolomeo, basada en el modelo de Aristóteles. En esta visión, el universo tiene como centro a nuestro planeta, inmóvil, rodeado por cuerpos celestiales perfectos que giran a su alrededor, y existe sin cambios para toda la eternidad.

Este modelo se ajustaba bien a la visión cristiana de la creación y el orden divino, y fue asumido como el aceptado en la Europa a la que Galileo sacudiría con su telescopio mediante el sencillísimo procedimiento de mirar hacia los cielos con el telescopio.

El telescopio de Galileo constaba simplemente de un tubo con dos lentes, una convexa en un extremo y una lente ocular cóncava por la que se miraba. Este telescopio se llamó “de refracción” precisamente porque refracta o redirige la luz para intensificarla y magnificarla. 59 años después, Newton erplanteaba el telescopio por medio de la reflexión de la luz, consiguiendo así un instrumento mucho más preciso.

Los telescopios de reflexión, o newtonianos, fueron la principal herramienta que tuvo la humanidad para la exploración del universo durante siglos. Permitió conocer mejor el sistema solar, ver más allá de él y comprender que ni la Tierra ni el Sol eran el centro del cosmos. La tecnología se ocupó de crear espejos cada vez más grandes y precisos para ver mejor y más lejos.

Pero hasta 1937, solamente podíamos percibir la luz visible del universo, un fragmento muy pequeño de lo que conocemos como el espectro electromagnético. En las longitudes de onda más pequeñas y de mayor frecuencia que el color violeta tenemos los rayos UV, los rayos X y los rayos gamma. En longitudes de onda más grandes que el color rojo y a frecuencias más bajas están la radiación infrarroja, las microondas y las ondas de radio.

En 1931, el físico estadounidense Karl Guthe Jansky descubrió que la Vía Láctea emitía ondas de radio, y en 1937 Grote Reber construyó el primer radiotelescopio, que era en realidad una gigantesca antena parabólica diseñada para recibir y amplificar ondas de radio provenientes del cosmos.

Lo que sobrevino entonces fue un estallido de información. El universo estaba animadamente activo en diversas frecuencias de radio, con fuentes de emisión hasta entonces desconocidas por todas partes. Surgían numerosísimos hechos que la cosmología tenía que estudiar para poder explicar.

Al descubrirse en 1964 la radiación de fondo de microondas cósmicas, empezaron a utilizarse los radiotelescopios para explorar el universo en esta frecuencia y longitud de onda. Si miramos el universo visible, el fondo es negro, sin luz, pero si lo miramos en la frecuencia de las microondas, hay un “resplandor” de microondas que es igual en todas direcciones y a cualquier distancia, asunto que resultó sorprendente.

El estudio del comportamiento del universo a nivel de microondas nos permitió saber que la radiación cósmica de fondo descubierta por Amo Penzias y Robert Wilson en 1964 era en realidad el “eco” del Big Bang, la gran explosión que dio origen al universo, y es una de las evidencias más convincentes de que nuestro cosmos tuvo un inicio hace alrededor de 13.800 millones de años.

Sin embargo, las microondas más cortas no pudieron ser estudiadas a fondo sino hasta 1989, cuando se puso en órbita el telescopio orbital Background Explorer. Las microondas más cortas son absorbidas por nuestra atmósfera, debilitándolas enormemente, mientras que en el espacio se las puede percibir y registrar con mucha mayor claridad.

La exploración espacial también permitió poner en órbita otros telescopios que detectaran niveles de radiación de los que nuestra atmósfera nos protege. Tal es el caso de los telescopios de rayos Gamma, que nos han permitido detectar misteriosas explosiones de rayos gamma que podrían ser indicación del surgimiento de agujeros negros por todo el universo.

Por su parte, los telescopios de rayos X también deben funcionar fuera de la atmósfera terrestre y nos informan de la actividad de numerosos cuerpos, como los agujeros negros, las estrellas binarias, y los restos de estrellas que hayan estallado formando una supernova.

El estudio del universo a nivel de rayos ultravioleta también debe hacerse desde órbita, mientras que los telescopios que estudian los rayos infrarrojos sí se pueden ubicar en la superficie del planeta, muchas veces utilizando los telescopios ópticos que siguen siendo utilizados por astrónomos profesionales y aficionados para conocer el universo visible.

Sin embargo, pese a la gran cantidad de información que los astrónomos obtienen de todo el espectro electromagnético, es lo visible lo que sigue capturando la atención del público en general. Cualquier explicación del universo palidece ante las extraordinarias imágenes que nos ha ofrecido el Hubble, que además de ver en frecuencia ultravioleta es, ante todo, un telescopio óptico. Liberado de la interferencia de la atmósfera, el Hubble nos ha dado no sólo información cosmológica de gran importancia para entender el universo... nos ha dado experiencias estéticas y emocionales profundas al mostrarnos cómo es nuestra gran casa cósmica.

Los telescopios espaciales europeos

Aunque el telescopio espacial Hubble es en realidad una colaboración entre la NASA y la agencia espacial europea ESA, Europa también tiene un programa propio de telescopios espaciales. Apenas en mayo, se lanzaron dos telescopios orbitales que pronto empezarán a ofrecer resultados, el Herschel, de infrarrojos, y el Planck, dedicado a las microondas de la radiación cósmica.

La barrera entre “las dos culturas”


Los medios de comunicación, la publicidad y el boca a boca de nuestros tiempos en ocasiones consagran supuestos peligros contra la salud que tal vez no merecen tanta atención.

El 7 de mayo de 1959, la tradicional “Conferencia Rede” iniciada en el siglo XVIII fue dictada en la Universidad de Cambridge por Charles Percy Snow, más conocido simplemente como C.P. Snow, novelista y físico, además de tener el título nobiliario de barón y declararse socialista.

Pese a que la Conferencia Rede había sido dictada por destacadísimas personalidades a lo largo de los años, entre ellos Richard Owen, Thomas Henry Huxley (que la utilizó para promover la teoría de la evolución de las especies) o Francis Galton, la conferencia de Snow disparó una controversia que, medio siglo después, sigue en vigor. Su título fue “Las dos culturas” y posteriormente se publicó en forma de libro como Las dos culturas y la revolución científica.

La idea esencial de la conferencia de Snow fue que existía una brecha relativamente nueva entre la cultura de la ciencia y la cultura humanística de la literatura y el arte. Para Snow, los intelectuales provenientes de las humanidades se rehúsan, en general, a entender la revolución industrial y la explosión de la ciencia, a la que temen y sobre la cual albergan graves sospechas. Por su parte, los científicos tendían a no preocuparse demasiado por la cultura literaria y el legado histórico.

Al reunir a personas de ambos mundos en actos sociales o de trabajo, lo que Snow observaba era una profunda incomprensión por ambos lados, como si los participantes fueran, en realidad, miembros de culturas humanas distintas, con distintos conjuntos de valores e, incluso, idiomas. Y esta división, en última instancia, no beneficia a nadie. Un ejemplo que Snow hallaba especialmente relevante era que no conocía a ningún escritor capaz de enunciar la segunda ley de la termodinámica (la que establece que la entropía en el universo va en aumento constante, lo que hace imposibles las máquinas de movimiento perpetuo). Como miembro de ambos mundos, científico y novelista, consideró que era su responsabilidad levantar la voz de alarma.

Y la voz de alarma disparó un debate que aún continúa sobre la exactitud de la visión de Snow, que probablemente pretendía más generar un debate que pusiera en acción las ideas que dar una visión acabada y dogmática. Y su triunfo se hace evidente en la perdurabilidad de su conferencia.

La mayoría de los escritores siguieron adelante creando novelas donde los avances científicos y tecnológicos se hacían presentes mucho más tarde que en el mundo real, generalmente mediante caricaturas imprecisas que popularizaron y eternizaron figuras como el “científico loco”, el “sabio distraído” y el “arrogante científico que se cree dios”. Como ejemplo, el primer ordenador interesante de la literatura de “corriente principal” fue Abulafia, propiedad del protagonista de la novela El péndulo de Foucault, de Umberto Eco.

Al paso de medio siglo, las dos culturas parecen no sólo seguir existiendo por separado, sino que a veces dan la idea de estar más alejadas entre sí de lo que estaban cuando C.P. Snow les puso nombre. Se espera que así como la gente se define (o es definida) como “católica o musulmana”, “europea o estadounidense”, o “del Madrid o del Barça”, sean “de ciencias o de letras”. La idea de una persona multidisciplinaria, que pueda comprender aspectos esenciales de la ciencia, así sea a nivel de divulgación, y que al mismo tiempo pueda disfrutar y crear en el mundo de las letras y las humanidades no está claramente contemplada en nuestro esquema educativo y nuestro mundo laboral. Es como si fuera impensable siquiera que alguien pueda vivir en esto que apreciamos como dos mundos cuando unidos son una sola cultura, la humana.

Quienes no tienen formación científica siguen desconfiando profundamente de la ciencia, de sus conocimientos y su método. Baste señalar la furia que muestran ciertos activistas cuando la ciencia no les da la razón. Por ejemplo, un estudio tras otro sobre la telefonía móvil determina que no parece haber efectos notables graves y estadísticamente significativos de las ondas de la telefonía móvil en las personas. Quienes creen que las antenas aumentan los casos de cáncer en una comunidad, no suelen preocuparse por realizar estudios estadísticos que demuestren si realmente han aumentado tales casos, pero sí exigen que los científicos les den la razón y, de no ser así, proceden a acusarlos de actuar no en nombre de los hechos, sino por dinero o malevolencia.

Lo mismo ocurre con algunas otras percepciones de grupos políticos, organizaciones de consumidores y otros colectivos, y con los periodistas y creadores artísticos que suelen apoyarlos con toda buena fe, aunque desencaminada.

La postura anticientífica y antitecnológica de ciertos sectores (no todos) del humanismo ha tenido como consecuencia algunas posiciones posmodernistas que pretenden que toda afirmación es un simple “discurso” social, y que todos los “discursos” son igualmente válidos, cerrando los ojos a la evidencia de que algunas afirmaciones se pueden probar objetivamente con independencia de quien las haga, como las leyes de la termodinámica.

Porque a la realidad le importan poco nuestras ideas y percepciones.

Y el hecho es que nuestro mundo está dominado por la ciencia y la tecnología. Los materiales que usamos, los diseños de los productos que consumimos, la medicina que incrementa nuestra calidad y cantidad de vida, incluso las soluciones a los problemas de destrucción del medio ambiente y alteración del equilibrio ecológico pasan por la aplicación humana, racional y ética del conocimiento científico y su método. No parece justo, ni razonable, que la mayor parte de la humanidad viva sin tener una idea de cómo se hace cuanto la rodea.

La forma de unir las dos culturas en una sola pasa por la reestructuración de nuestro sistema educativo, del concepto mismo de educación. Más allá de formar para el mercado laboral, la tarea de educar para vivir exige que enseñemos ciencia a los futuros periodistas, escritores y abogados con el mismo entusiasmo que dedicamos a intentar que nuestros futuros físicos y biomédicos sepan apreciar a Cervantes y a Velázquez, y escribir sin faltas de ortografía.

El precio a pagar, si no lo hacemos, puede ser elevadísimo.


La ciencia ficción y Snow


Los escritores de ciencia ficción en todo el mundo sintieron que la conferencia de Snow era la gran reivindicación de sus esfuerzos por utilizar el conocimiento y el método científico en la creación de ficciones literarias, especialmente en la década de 1960, cuando la exclusión de la ciencia ficción de la idea de “gran literatura” y “gran cine” era aún más acusada que en la actualidad.


Toxinas: riesgos y mitos

Los medios de comunicación, la publicidad y el boca a boca de nuestros tiempos en ocasiones consagran supuestos peligros contra la salud que tal vez no merecen tanta atención.

El veneno de la cobra (Naja naja) es una
potente toxina real.
(Foto CC-BY-2.5 de Saleem Hameed
via Wikimedia Commons)
La mordida de una víbora de cascabel, el envenenamiento por botulismo y el asesinato de un opositor búlgaro con una bola de metal impregnada en ricina y rocambolescamente disparada por un agente secreto mediante un paraguas tienen en común el que las sustancias activas que dañan a sus víctimas son, todas, producto de la actividad biológica, venenos hechos por seres vivos.

Una gran cantidad de los innumerables compuestos químicos que se encuentran a nuestro alrededor pueden alterar de modo perjudicial la actividad de nuestro cuerpo a nivel químico si los absorbemos en cantidades suficientes, son los venenos. Cuando el veneno es producido por un ser vivo, se llama “toxina”.

En sentido estricto, las toxinas son pequeñas moléculas, péptidos o proteínas producidas por acción biológica que causan daños concretos en la víctima. Una gran cantidad de seres vivos producen toxinas para su defensa o para cazar, o como resultado de sus procesos digestivos en forma de desechos y dichas toxinas pueden ser de una enorme potencia y de una refinada capacidad para atacar los órganos o procesos vitales esenciales de las víctimas.

Así, por ejemplo, la familia de las neurotoxinas ataca a la víctima alterando de manera radical el funcionamiento de su sistema nervioso. El temido tétanos, provocado por la bacteria anaerobia Clostridium tetani, es resultado de una toxina similar a la estricnina que produce esta bacteria como resultado de su actividad metabólica: la exotoxina tetanopasmina. Cuando esta toxina llega a las neuronas motoras del sistema nervioso central, inhibe o impide que produzcan algunas sustancias neurotransmisoras, lo que lleva a las temidas contracciones musculares y la parálisis que conducen a la muerte de la víctima.

De modo sorprendente, la más letal de todas las toxinas conocidas es una neurotoxina producida no por un insecto o reptil venenoso, sino por dos familias de diminutas ranas centro y sudamericanas de brillantes colores, las Phyllobates y Dendrobates, especialmente la llamada “dardo venenoso” o Phyllobates terribilis, de apenas 5 cm. La rana dardo lleva consigo aproximadamente 1 miligramo, que bastaría para matar a entre 10 y 20 seres humanos o dos elefantes machos africanos.

Existen igualmente toxinas que atacan a la sangre, impidiendo su coagulación, y destruyendo la piel, toxinas que provocan intensos dolores, las que provocan necrosis o muerte de tejidos, otras que aceleran el pulso y la presión arterial provocando asfixia, las que atacan al corazón paralizándolo y otras varias. Cada una de estas características identifica algunas de las toxinas que conocemos en el mundo viviente, desde el veneno de las abejas hasta la toxina que puede matar a quienes disfrutan de sushi preparado con el temido pez globo o quienes inadvertidamente comen una seta tóxica como la temida y mortal Amanita phalloides.

La primera línea de batalla contra las toxinas pasa por el propio cuerpo de la víctima. La acción enzimática del hígado, en nuestro caso, puede destruir, y de hecho lo hace, muchas toxinas antes de que puedan causarnos daños.

En otros casos, es necesario aplicar antitoxinas, que son anticuerpos producidos masivamente, como ocurre con los los anticrotálicos, que neutralizan el veneno de las víboras de cascabel. Se trata, en este caso, de una inmunoglobulina obtenida de suero de caballos a los que se les aplican dosis crecientes pero no perjudiciales de veneno de víbora de cascabel de modo que generen anticuerpos en grandes cantidades.

Los anticuerpos producidos en laboratorio se pueden emplear, igualmente, para generar en nosotros una inmunidad preventiva a ciertas toxinas, como en el caso de la toxina antitetánica, algo especialmente importante cuando, como ocurre con el tétanos, no existe una antitoxina para combatirlo una vez que se ha manifestado en el organismo, de modo que esta afección, como el botulismo, son ineludiblemente mortales.

La preocupación genuina por el riesgo que presentan las verdaderas toxinas, los venenos de origen viviente que conocemos, cuya estructura química podemos describir, cuya acción en nuestro organismo es conocida y cuya prevención o cura en muchos casos se ha podido desarrollar, no resulta sin embargo útil en el caso de otras toxinas más o menos misteriosas.

Los medios de comunicación, la publicidad y el boca a boca hablan con frecuencia de “toxinas” que nos amenazan y que incluso pueden acumularse en nuestro cuerpo con funestas consecuencias. Esta afirmación se encuentra, con gran frecuencia, entre los practicantes o comerciantes de diversas prácticas pseudomédicas llamadas en general “medicinas alternativas”.

Estas prácticas consideran que hay sustancias tóxicas que nuestro organismo, por alguna deficiencia no especificada, no puede eliminar y que nos ponen en grave riesgo. Por ello, recomiendan la “desintoxicación” frecuente con una serie de prácticas que van desde lo inocuo hasta lo altamente peligroso, desde la ingestión de productos hasta la práctica de violentas lavativas rebautizadas como “hidroterapia del colon”.

Sin embargo, los practicantes de estas disciplinas nunca han podido caracterizar dichas toxinas, es decir, no pueden informar dónde se encuentran, qué composición química tienen, cómo se originan, cómo se acumulan, cómo sabemos que una persona las ha acumulado o no y, mucho menos, pueden demostrar cómo las prácticas que recomiendan pudieran, efectivamente, obligar a nuestro organismo a finalmente eliminarlas.

La fisiología y la medicina nos dicen que nuestro cuerpo tiene sistemas sumamente eficaces para descartar sus desechos, desde las enzimas hepáticas hasta el sistema urinario y digestivo. Del mismo modo, nos ha demostrado que nadie acumula toxinas ni desechos salvo en casos médicamente relevantes como la diverticulitis intestinal. Quizá, entonces, valga la pena ser escépticos con quienes nos ofrecen vendernos productos, manipulaciones o sistemas más o menos mágicos para eliminar “toxinas” que ni siquiera pueden demostrar que estén allí. Si estuvieran, ciertamente nos enteraríamos con síntomas más allá de sentirnos nostálgicos e incómodos.


Las toxinas benéficas

Como en el caso de todos los venenos, una toxina no lo es a menos que exista en la cantidad o concentración suficiente para causar daño. La utilización controlada, médicamente comprobada y cuidadosamente supervisada de muchas toxinas es fuente de notables beneficios médicos, desde el uso de hemotoxinas para disminuir el índice de coagulación de la sangre hasta, más frívolamenet, la toxina botulínica usada en mínimas concentraciones para paralizar los músculos faciales, evitar arrugas y verse más joven.

El pequeño brasileño que volaba

Revista "Niva" vía Wikimedia Commons

Un improbable pionero de la aviación fue un rico heredero cafetalero brasileño que combinó de modo singular el ingenio mecánico, la generosidad y el idealismo.

Eran las 4 de la tarde en el campo aéreo de Bagatelle, París, el 23 de octubre de 1906. Un nutrido grupo de testigos vio algo que nadie nunca había visto: el despegue, vuelo y aterrizaje de una máquina más pesada que el aire, un avión, llamado simplemente el 14-bis por su diseñador, constructor y piloto, el joven brasileño Alberto Santos Dumont. Con su vuelo de 60 metros, ganaba el premio Archdeacon, instituido en julio de ese mismo año para el primer aviador que volara más de 25 metros.

Alberto Santos-Dumont era un extraño candidato al papel de “padre de la aviación”, como se le llama en Brasil. Nacido en 1873 en la plantación de café de su familia, era el sexto de ocho hijos de Francisca dos Santos y Henri Dumont, exitoso emigrante francés que llegó a ser el “rey del café” en Brasil, en parte gracias a su utilización extensiva de la tecnología de su época, máquinas que fascinaron a Alberto en su niñez.

En 1891 toda la familia emigró a Francia, y el joven pudo estudiar química, física, astronomía y mecánica. Pronto se encontró inventando motores y corriendo triciclos motorizados para luego ocuparse del gran desafío de la aeronáutica, que en aquél entonces constaba de ascensos en globos de aire caliente que, como los actuales, eran llevados a capricho por los vientos, sin que el ocupante pudiera dirigirlos en modo alguno. Alberto aprendió a construirlos y tripularlos.

Su primer ascenso en un globo creado por él fue el 4 de julio de 1898. Poco después, con su segundo globo, el “América”, ganó un premio para estudiar las corrientes atmosféricas. Muy pronto, sin embargo, se ocupó entonces del problema de dirigir al globo, y su tercer dirigible, el “Santos Dumont nº. 3”, consiguió el 13 de noviembre de 1890 sobrevolar París, dar algunas vueltas alrededor de la Torre Eiffel y dirigirse al campo aéreo de Bagatelle, donde logró aterrizar sin problemas.

El 19 de octubre de 1901, en su dirigible nº. 6, Santos Dumont ganó el premio Deutsch del Aero Club de París, que incluía 100.000 francos en efectivo. El hijo de una acaudalada familia francobrasileña, un heredero de alcurnia, procedió a repartir todo el premio entre los trabajadores de su fábrica-taller y entre los pordioseros de París. Esta munificencia sería una característica constante de su esfuerzo.

Santos Dumont abordó entonces el problema más desafiante del momento, el vuelo con una máquina autopropulsada más pesada que el aire. Era evidente que objetos más pesados que el aire podían volar, como lo demostraban todas las aves, el asunto era cómo resolver las muchas dificultades simultáneas del vuelo: crear un aparato lo bastante ligero y resistente que se pudiera propulsar, que lograra el empuje suficiente para sustentarlo en el aire, que se pudiera mantener en equilibrio dinámico durante el vuelo y que pudiera ser dirigido por su piloto. Y eran muchos los mecánicos, ingenieros, inventores y simples soñadores que trabajaban en el problema en todo el mundo.

Para el público parisino que vio al 14-bis volar el 23 de octubre de 1906, se trataba con certeza del primer avión exitoso del mundo, una máquina de unos 170 kilogramos capaz de volar. La controversia vendría después, cuando los hermanos Wilbur y Orville Wright informaron en 1908 que habían realizado un primer vuelo secreto en 1903, seguido de exhibiciones ante un reducido público en Kittyhawk, pruebas como las realizadas por Santos Dumont en septiembre de 1906. El debate continúa hasta hoy, aunque realmente no es importante saber quién fue el primero, ya que tanto los Wright como Santos Dumont resolvieron de modo independiente el problema del vuelo con aparatos más pesados que el aire, y resultan igualmente pioneros.

El 14-bis haría algunos vuelos más, pero su diseño de biplano con la cola al frente y las alas detrás, llamado “canard” o pato, carecía de futuro, y Santos Dumont se replanteó la forma y aerodinámica de su invento, creando el 15-bis experimental que nunca voló. Procedió entonces a diseñar un avión monoplano, y el resultado final fue el Demoiselle, palabra francesa que significa tanto libélula como damisela. Se trataba de un aeroplano veloz y pequeño que se considera el primer avión ligero práctico. Su éxito se multiplicó cuando Santos Dumont, en actitud característica, obsequió los planos al dominio público para que se reprodujeran sin restricciones, estimulando a los jóvenes aviadores en todo el mundo. El avión podía construirse totalmente en sólo 125 días.

En total, entre 1908 y 1910, Alberto Santos Dumont diseñó 4 modelos del Demoiselle, numerados 19, 20, 21 y 22. Sin embargo, el aviador de cuerpo poco atlético, con su estatura de un metro cincuenta y un peso de apenas 45 kilogramos, fue diagnosticado con esclerosis múltiple poco después de su último vuelo, el 4 de enero de 1910, y se retiró de la aviación, dejando París en 1911 y volviendo a Brasil en 1916, a la ciudad de Petrópolis. Allí construyó una casa “La encantada”, con numerosos dispositivos y adminículos diseñados por él mismo, además de que seguiría produciendo pequeños inventos, como un motor para ayudar a los esquiadores a ascender.

Sin embargo, el hombre que repartía sus premios y regalaba planos que tenían un gran valor como propiedad intelectual se vio sumido en la depresión por su enfermedad y por el hecho de que “su invento”, el avión que esperaba que anunciara una nueva era de tecnología y prosperidad para la humanidad, se había convertido en un arma y se había utilizado para ocasionar muerte y destrucción en la guerra. En 1926 apeló a la Sociedad de las Naciones para que se impidiera el uso de los aviones como armas de guerra, con poco éxito. Se convirtió en un hombre sin residencia fija, viajando por Europa y volviendo con frecuencia a Brasil.

En su último viaje a su país natal, en Guarujá, el 23 de junio de 1932 Alberto Santos Dumont vio a los aviones de guerra que volaban para atacar Sao Paulo durante la revolución constitucionalista contra el gobierno de Getulio Vargas. Sin decir nada, esa misma tarde puso fin a su vida ahorcándose.

La huella de Santos Dumont

La ciudad y municipio de Palmira, en el estado brasileño de Minas Gerais donde nació el aviador fue rebautizado como Santos Dumont el 1º de julio de 1932, y hoy alberga un museo en honor del pionero. “Santos Dumont” es también el nombre de un cráter lunar, del aeropuerto de vuelos nacionales de Rio de Janeiro, de una universidad y un grupo de escuelas, de un premio de periodismo aeronáutico y el avión presidencial oficial brasileño, además de numerosas calles, plazas, escuelas y monumentos que perpetúan el recuerdo del pequeño brasileño que voló.

El lugar de todos los libros

Bibliotheca Alexandrina, la heredera
de la gran biblioteca perdida.
(D.P. vía Wikimedia Commons)
Los monarcas griegos de Egipto intentaron reunir la sabiduría del mundo conocido en un solo lugar, la biblioteca de Alejandría, un sueño que antecedió a Internet.

Una de las conquistas más duraderas de Alejandro Magno fue la de Egipto, realizada al inicio de su carrera entre el 332 y el 331 antes de la Era Común. Alejandro fue visto por los egipcios como su liberador, pues estaban entonces, por segunda vez, bajo el dominio persa, y los sacerdotes lo exaltaron como Amo del Universo e Hijo de Zeus. Alejandro fundó entonces la primera, y más famosa, de las ciudades que llamaría Alejandría, en la costa mediterránea de Egipto.

Al morir Alejandro en Babilonia, su amigo y general Tolomeo, uno de sus siete guardaespaldas, llevó su cuerpo hasta Alejandría para enterrarlo en un sitio hoy desconocido y asumir el poder, que reclamó como resultado de la partición del imperio de su amigo, emprendiendo la consolidación de su poder en el reino y situando su capital en Alejandría, que vio como epicentro de la cultura helénica. Lograda la estabilidad politica como, el ahora faraón Tolomeo I Soter se ocupó de patrocinar las artes, las letras y las ciencias, y fundó una de las instituciones más ambiciosas de la historia, la Gran Biblioteca de Alejandría.

Aún si Tolomeo no fue, como creen algunos estudiosos, alumno de Aristóteles en su infancia con Alejandro,  la influencia del filósofo estuvo presente cuando la organización de la biblioteca se le encargó a Demetrio de Falerón, que la comenzó, según la leyenda, con sus propios libros traídos de Atenas, pero que contaba además con un enorme presupuesto y una misión: reunir todos en esta institución todos los libros de la tierra mediante compras y transcripciones. "Los Tolomeos deseaban que su Biblioteca fuera universal. No sólo debía contener lo fundamental del saber griego, sino escritos de todos los países, que luego habían de ser traducidos al griego” afirma Mostafá El-Abbadi, de la Universidad de Alejandría.

Construida, dicen las crónicas, al estilo del Liceo de Aristóteles, y situada junto al Musaeum o museo, la casa de las musas, dentro del palacio real, la Gran Biblioteca tenía jardínes para pasear, un comedor común, un salón de lectura, salas de conferencias y salas de reuniones, además de espacios para las adquisiciones, transcripciones y traducciones. No se trataba únicamente de un sitio de acumulación de conocimiento, sino que fue además un centro de investigaciones sostenido generosamente por la dinastía tolemaica, que sería la última del imperio egipcio terminando con Cleopatra. La Biblioteca de Alejandría producía continuamente nuevos trabajos. Entre los primeros se encuentra la Geometría de Euclides, matemático que estuvo directamente bajo la protección de Tolomeo I.

Desde su concepción, y durante los tres siglos de su crecimiento incesante, la Biblioteca de Alejandría capturó la imaginación y el entusiasmo de sus coetáneos, además de ser un elemento relevante en la economía alejandrina. Dice Wallace Matson, profesor emérito de filosofía de la Universidad de Berkeley: “La biblioteca atraía a tantos académicos visitantes que alimentarlos y alojarlos se convirtió en una importante industria alejandrina. Se proporcionaban servicios de copiado de modo que la biblioteca era de hecho, también, una editorial. De esta forma, la difusión del aprendizaje recibió una gran ayuda”.

Uno de los personajes más relevantes relacionados con la biblioteca, que ha aparecido frecuentemente en obras de ficción y que llevó a la atención pública la serie Cosmos de Carl Sagan, es ahora protagonista de la película Ágora de Alejandro Amenábar. Se trata de Hipatia de Alejandría, la sabia griega que vivió en el Egipto bajo la dominación romana entre el siglo IV y V de nuestra era. Hipatia destacó en matemáticas, astronomía y filosofía, encabezando la escuela de Platón y de Plotino en la ciudad.

Aunque Hipatia trabajó en la biblioteca, hay dudas fundadas de que fuera, como algunos afirman, su última bibliotecaria. Pero fue sin duda la encarnación del espíritu de la biblioteca, de la libre investigación, de la participación amplia en la cultura y de la capacidad multidisciplinaria, como comentarista de obras científicas, cartógrafa estelar e del hidrómetro, que se usa para determinar la densidad y gravedad relativa de los líquidos. El asesinato de la pagana Hipatia a manos de una turba cristiana que la acusaba de un problema político entre el prefecto y el obispo de Alejandría, es considerada además por algunos historiadores el fin del helenismo.

El gran misterio que dejó la biblioteca fue la historia real de su final. A lo largo de la historia, varios personajes han sido señalados como sucesivos destructores de la biblioteca, empezando por Julio César, que según Plutarco incendió la gran biblioteca accidentalmente al quemar dos de sus embarcaciones en su conquista de Egipto en el 48 a.E.C. Ciertamente esto no destruyó la biblioteca, que siguió existiendo varios siglos. Aureliano, que atacó la ciudad en el siglo III de nuestra era ha sido señalado como saqueador que llevó parte de la biblioteca a Constantinopla. En el 391, el emperador cristiano Teodosio ordenó destruir todos los templos paganos, y al parecer la biblioteca sufrió por ella.

El ya citado El-Abbadi afirma que la última referencia conocida de la biblioteca de Alejandría fue de Sinesio de Cirene, uno de los alumnos de Hipatia. Aún así, la leyenda atribuye también el fin de la biblioteca a la conquista de la ciudad por Amr ibn al ‘Aas en el año 642.

Pero ése no fue el fin.

Además de los esfuerzos por crear bibliotecas digitales en Internet como la Europeana o la Biblioteca Digital Mundial, en 2002 se inauguró en Alejandría la Bibliotheca Alexandrina, un proyecto cultural de la Universidad de Alejandría con apoyo de la UNESCO. La nueva biblioteca que pretende seguir la tradición de la fundada por Tolomeo tiene 11 niveles con espacio para ocho millones de libros, un centro de conferencias, bibliotecas especializadas para ciegos, jóvenes y niños, tres museos, cuatro galerías de arte, un planetario y, de modo muy pertinente, un laboratorio de restauración de manuscritos. Los libros que tiene han sido donados por países de todo el mundo, convirtiéndose en expresión del legado de Alejandro Magno y Tolomeo en el siglo XXI.


Las primeras bibliotecas

Originadas en Egipto alrededor del 2000 a.E.C., las bibliotecas fueron la institución científica por excelencia del mundo antiguo. Antes del 1000 a.E.C. la biblioteca de la capital de los hititas contaba con tabletas en ocho idiomas, y la biblioteca de Nínive, 400 años después, contenía desde poesía hasta libros para estudiar gramática. Se presume que tanto la Academia de Platón como el Liceo de Aristóteles tenían bibliotecas.

Las vacunas, su realidad y sus expectativas

Una de las acciones más sencillas para mejorar la salud individual y social tiene su origen en antiguas prácticas empíricas reelaboradas por la ciencia.

Vacunación contra la poliomielitis en
la India. Los bajos niveles de
vacunación son responsables de que
la polio siga siendo endémica
en ese país.
(Foto D.P. vía Wikimedia Commons)
En cuanto se supo de la aparición de una nueva cepa del virus de la gripe N1H1, las primeras preguntas que se plantearon en los medios de comunicación fueron sobre las vacunas: ¿la vacuna de gripe de este año protegía contra este virus?, ¿había vacuna? y, si no,¿la habría pronto y en cantidad suficiente?

Pocos avances de la medicina han tenido un efecto tan contundente en la sociedad y la historia como las vacunas, y por ello son fuente de esperanzas a veces excesivas por un lado y, por otro, objeto de ataques de quienes combaten a la medicina basada en evidencias y en cambio promueven distintas formas de curanderismo mágico.

El principio de la vacunación era ya conocido desde al menos el año 200 antes de la era común, en China e India, para evitar la viruela, aunque su mecanismo seguía siendo un misterio. La sistematización del conocimiento sobre las vacunas tuvo que esperar, sin embargo a que el médico rural inglés Edward Jenner abordara el problema a fines del siglo XVIII.

Entonces, la viruela era un grave problema de salud, era endémica en casi todo el mundo, y sólo en Europa se cobraba alrededor de 400.000 vidas al año. Para prevenirla, con un sistema venido de oriente, el holandés Jan Ingehaus inoculaba a personas sanas con sustancias de las pústulas de pacientes que sufrían casos poco intensos de viruela, lo cual los hacía inmunes a la viruela, pero muchos de los inoculados fallecían al ser infectados por la enfermedad con toda su fuerza.

Edward Jenner observó durante una epidemia en 1788 que pacientes suyos que habían sufrido una enfermedad mucho más ligera llamada vaccinia, que se contagiaba por el contacto con el ganado, no eran atacados por la viruela, y decidió hacer un experimento para comprobar si había una relación causa-efecto. En 1796, tomó líquido de las pústulas de una granjera aquejada de vaccinia y consiguió permiso de un granjero para inocular a su hijo contra la viruela. El joven recibió la inoculación de vaccinia y sufrió levemente la afección. Después, para probar la teoría de Jenner y en un experimento enormemente arriesgado, Jenner le inoculó viruela.

El joven no sufrió la enfermedad, demostrando que la vaccinia inmunizaba contra la viruela. En 1789, el año de la Revolución Francesa, Jenner hizo su propia revolución publicando su investigación sobre lo que llamó “vacuna”. No se sabía en ese momento que un microorganismo era el responsable de la enfermedad, pero ya se tenía una forma adecuada, eficaz y segura de evitarla.

La vacunación, en pocas palabras, implica administrar material capaz de generar una respuesta inmune (antígeno) para estimular el sistema inmune de un organismo. Pueden ser bacterias o virus patógenos debilitados, muertos o desactivados de alguna forma, o incluso sólo proteínas procedentes de ellos. El cuerpo vacunado produce anticuerpos para combatir tales antígenos y queda por tanto en condiciones de combatir exitosamente a los organismos patógenos si llega a verse atacado por ellos. Se puede decir que la vacuna “enseña” a nuestro cuerpo cómo es un microorganismo enemigo, sus características esenciales, antes de que lo ataque.

Las técnicas de vacunación se ampliaron enormemente con el trabajo de Louis Pasteur, que fue además el primero que comprendió cómo funcionaban, al enunciar la teoría de los gérmenes patógenos como responsables de muchas enfermedades antes atribuidas a entes inexistentes como los “humores” o la “fuerza vital”. Por primera vez, una teoría de la enfermedad era científicamente demostrable, replicable y permitía una serie de acciones terapéuticas eficaces basadas en conocimientos precisos.

La vacunación es la forma más barata, eficaz y sencilla de proteger a grandes poblaciones contra ciertas enfermedades, motivo por el cual prácticamente todos los gobiernos mantienen políticas de vacunación obligatoria para mejorar la sanidad pública y evitar las epidemias del pasado. La viruela fue la primera enfermedad erradicada por medio de la vacunación, a través de un amplísimo esfuerzo coordinado por la Organización Mundial de Salud en todo el planeta. El último caso de viruela en condiciones naturales ocurrió en Somalia en 1977. El segundo objetivo de la OMS fue la poliomielitis, que está próxima a ser totalmente erradicada, y se espera que el tercer objetivo sea el sarampión.

La obligatoriedad de las vacunas para ser eficaces ha provocado, sin embargo, reacciones políticas y sociales que, con frecuencia, acuden a la desinformación. La idea de que toda acción gubernamental es rechazable hace que pase a segundo plano el valor médico de ciertas acciones. Se ha afirmado que las vacunas “no sirven”, pese a la realidad de la erradicación de la viruela, y se ha llegado a sugerir, sin bases científicas, que pueden causar enfermedades en los niños. El que muchos de estos ataques provengan de grupos con claros intereses políticos no hace, sin embargo, que los medios sean más cuidadosos en su valoración del mensaje.

El Dr. Ben Goldacre, autor de la columna “Bad Science” del diario británico The Guardian recuerda cómo, con base en un solo estudio con graves fallos metodológicos y a contracorriente de docenas de estudios que concluían lo contrario, en Inglaterra se desarrolló una campaña de pánico contra la triple vacuna, dando como consecuencia la caída en el porcentaje de niños británicos vacunados y el resurgimiento de las afecciones. Hoy Gran Bretaña sufre un aumento alarmante de casos de sarampión entre niños no vacunados, y en 2005 el país sufrió su primera epidemia de paperas en muchos años. Quienes han disfrutado las ventajas de las vacunas quizá ya no recuerdan que tanto el sarampión como las paperas son, en un porcentaje de casos, afecciones muy graves e incluso mortales.

Evidentemente, lo ideal sería que las discusiones sobre acciones de salud se centraran en la evidencia médica a favor y en contra de ellas, evidencia que sólo puede surgir de los trabajos de investigación y nunca de la presión política o la promoción de la desconfianza y el temor entre la población.

Grandes expectativas


Buena parte del futuro de la salud humana depende de vacunas potenciales sobre las que se está trabajando, especialmente contra la malaria, afección que mata a casi 3 millones de personas al año, principalmente niños del Tercer mundo, y contra el VIH, causante del SIDA y una de las principales causas de muerte en África. Ambas vacunas presentan dificultades técnicas que no tuvieron otras vacunas. La del VIH, por ejemplo, enfrenta una gran variabilidad en las sustancias determinantes de la actividad antigénica de este virus, y de la gran variabilidad genética del propio virus.


Sesgos cognitivos: cuando pensamos rápido y mal

El primer paso para dejar de ser irracional es darnos cuenta de que somos, muchas veces, profundamente irracionales, como lo demuestran nuestros sesgos cognitivos.

Nuestro cerebro da credibilidad a un
entrenador de fútbol como experto
en colesterol debido al "efecto halo".
“La primera impresión es la que cuenta.” Esta frase, habitual en libros de autoayuda, cursillos de formación para comerciales y cátedras de relaciones públicas, resultó ser, intuitivamente, lo que hoy sabemos que es verdad científica: nuestra primera percepción de una persona afecta nuestro juicio general sobre ella, con frecuencia llevándonos a cometer errores de juicio que pueden ser graves. A esto se le conoce como el “efecto halo”, porque trasladamos las características positivas o negativas de parte de la personalidad de alguien a otras partes.

Un ejemplo claro de este “efecto halo” es el de las personas a las que, por ser famosos, bien parecidos o buenos actores, les damos credibilidad en áreas que nada tienen que ver con ello. ¿Acaso los deportistas son expertos en maquinillas de afeitar, los actores saben mucho sobre cafeteras o las presentadoras atractivas tienen un conocimiento singular sobre muebles? Sabemos que no, y sin embargo gran parte de la publicidad está basada en que nosotros, por la forma en que están predeterminados nuestros procesos de pensamiento, vamos a ver positivamente las opiniones de tales personalidades de un modo totalmente irracional.

El reciente caso de la cantante escocesa Susan Boyle es un buen ejemplo del efecto halo en lo negativo. El aspecto de la mujer hizo que el público inmediata e irracionalmente concluyera que debía tener una voz horrible, o que no sabría cantar, aunque si lo pensamos un momento es evidente que la capacidad de cantar y la posesión de una voz hermosa no tienen nada que ver con el aspecto o la educación de una persona. De ahí que la reacción del público ante la buena interpretación de Susan Boyle se convirtiera en un acontecimiento mundial.

Es fácil decir que no se debe juzgar un libro por su portada, pero en realidad no podemos evitar hacerlo. El efecto halo es uno de los muchos sesgos cognitivos identificados por la psicología científica. Tales sesgos cognitivos son como atajos para la emisión de juicios que utiliza nuestro cerebro para asumir una posición rápida ante ciertos estímulos, problemas o situaciones, pero que nos pueden conducir a errores que pueden ser graves. La psicología cognitiva estudia las estrategias y estructuras que utilizamos para pensar, para manejar la información, y ha identificado una gran cantidad de ellos, con frecuencia relacionados entre sí.

Así, por ejemplo, el sesgo de confirmación, o de prejuicio, es la tendencia que tenemos de buscar hechos que confirmen nuestros prejuicios, o interpretar los hechos que tenemos a mano con el mismo fin. Así, por ejemplo, el racista verá todo comportamiento reprobable de un miembro del grupo que odia como una confirmación de sus prejuicios, cerrando los ojos al mismo tiempo a evidencias que vayan contra ellos, por ejemplo, los comportamientos admirables del grupo objeto de su rechazo o los comportamientos reprobables de su propio grupo.

Por su parte, el sesgo de la ilusión de control se encuentra detrás de muchas supersticiones y comportamientos irracionales. Se trata de la tendencia que tenemos a creer que podemos controlar ciertos acontecimientos, o influir en ellos, cuando racionalmente es evidente que tal control es imposible. Así, creamos rituales y supersticiones que nos dan cierta seguridad, como los deportistas que repiten ciertas conductas esperando que condicionen cosas como su capacidad de marcar goles, que evidentemente depende de muchos otros factores objetivos.

Es imposible resumir las docenas de sesgos cognitivos que la psicología ha identificado por medio de experimentos que, por otra parte, son frecuentemente notables por el ingenio que han empeñado los experimentadores para que los sujetos no sean conscientes del tipo de estudio al que se les somete, pero hay uno que sin duda tiene una gran influencia en nuestra vida cotidiana en lo individual, lo familiar y lo social, el sesgo llamado heurística de disponibilidad. La heurística es la forma que tenemos de buscar soluciones mediante métodos no rigurosos, como el tanteo o las reglas empíricas, nos dice el diccionario de la RAE.

La heurística de disponibilidad es el sesgo que implica utilizar como elemento de juicio el dato más disponible en nuestra memoria debido a su impacto, a ser reciente o a alguna otra causa. Por ejemplo, si un amigo nos cuenta que ha tenido un problema grave con un automóvil de una marca, es frecuente que concluyamos que todos los automóviles de esa marca son poco fiables, cuando el problema podría ser simplemente de ese vehículo en particular, o de los malos hábitos de conducción de nuestro amigo.

Otro caso claro de heurística de disponibilidad se presenta cuando notamos y damos especial importancia a un suceso poco frecuente. Así, si pensamos en alguien y en ese momento nos llama por teléfono, podemos concluir que ha habido un fenómeno telepático, porque el hecho es impactante, sin pensar en los miles y miles de veces que suena el teléfono sin que tengamos idea de quién llama, y menos aún sin calcular las probabilidades de que un número determinado de ocasiones en la vida ocurrirá inevitablemente que pensemos en una persona en el momento en que nos llama.

Conocer los sesgos cognitivos, saber que nuestro cerebro, por la forma en que ha evolucionado, acudirá a ellos para hacer juicios que pueden ser profundamente irracionales, no es sólo un área de estudio de la psicología. Estar conscientes de estas limitaciones nos sirve también para realizar un esfuerzo consciente por ser racionales en ciertos casos y compensar los sesgos cognitivos que tenemos.

Ciertamente, en la sabana, cuando nuestra especie tenía fundamentalmente el destino de ser alimento de sus depredadores, una decisión rápida tomada con base en muy pocos datos tenía un gran valor de supervivencia. No había ni tiempo ni forma de analizar a fondo la situación cuando un tigre dientes de sable nos pisaba los talones. Pero hoy, cuando el hombre puede alterar profundamente su realidad, a su planeta, su vida y su futuro, no nos podemos dar el lujo, al menos en ciertas decisiones importantes, de actuar sin valorar todos los elementos y sin utilizar cuidadosamente la razón.

La memoria sesgada

El hombre siempre ha confiado en su memoria, pero hoy sabemos que, también, nuestra memoria está sujeta a sesgos y fallos que hacen que no debamos siempre fiarnos de ella. Las falsas memorias, que durante un tiempo se consideraron un mito, y otros errores de memoria, son hoy tenidas en cuenta sobre todo por los tribunales, en juicios donde el recuerdo de las personas y su testimonio puede afectar profundamente la vida de otros.


Un recuerdo de Carl Sagan

Carl Sagan, la vida de un visionario entusiasta que inició todo un movimiento de divulgación científica y varios proyectos científicos relevantes.

Sin precedente, la televisión mundial de la década de 1980 erigió como famoso a un doctor en astronomía y astrofísica, de algo más de 45 años de edad, que no solía usar corbata: el doctor Carl Sagan.

Llegó a 600 millones de espectadores en todo el mundo gracias a una serie de sólo 13 capítulos de una hora cada uno, producida con un presupuesto relativamente limitado para la cadena de televisión pública PBS. Cosmos, serie producida entre 1978 y 1979, destacó por sus efectos especiales, por la música original del griego Vangelis y, sobre todo, por la personalidad agradable y entusiasta de su presentador. Cosmos se emitió por primera vez en 1980 y se retransmitió sin cesar durante las dos décadas siguientes, convirtiendo en una figura familiar a Carl Sagan con su sentido del asombro ante el universo y la posibilidad del hombre de conocerlo mediante la ciencia.

Lo que siguió fue un éxito poco común para un astrofísico, profesión más dada al aislamiento de los laboratorios, los encerados y las cavilaciones que al glamour de los medios. Al obtener prestigiosos premios como el Emmy y el Peabody, dedicados a las mejores producciones de la radio la televisión, Cosmos marcó una época en los medios, un camino para la divulgación científica moderna y enfocó la atención sobre una serie de temas que siguen siendo considerados esenciales pese al paso de casi 30 años.

Un astrónomo vocacional

Desde que a los cinco años se preguntó qué eran las luces en el cielo, si eran pequeñas bombillas eléctricas con largos cables negros o algo distinto, Carl Sagan se empeñó en conocer el universo. Hijo de un obrero y un ama de casa, judíos de origen ruso, nació en Brooklyn, Nueva York en 1934 y desde muy pequeño, con su amigo Robert Gritz, se interesó por las estrellas. Aprendió a poner dos lentes, una frente a la otra, para ver los cráteres de la Luna (como lo había hecho Galileo) y la mancha roja de Marte, y conoció el mundo de la Biblioteca Pública de Nueva York y del Museo de Historia Natural de esa ciudad.

Era natural que al pasar del bachillerato a la universidad siguiera con su interés. En la Universidad de Chicago, donde participó en la Sociedada Astronómica Ryerson, obtuvo tres grados sucesivos de licenciatura y maestría en física entre 1954 y 1956 hasta obtener, en 1960, su doctorado en astronomía y astrofísica. Pasó como profesor a la universidad de Cornell, en el estado de Nueva York, donde obtuvo la cátedra en 1971 y realizó numerosas investigaciones.

Mucho antes de ser una personalidad mediática, Carl Sagan realizó una serie de aportaciones científicas que le dieron un lugar en el mundo de la astrofísica. Desde la década de 1950 trabajó como asesor y consultor de la NASA, y jugó un papel relevante en el programa espacial estadounidense. Fue uno de los formadores de los astronautas de las misiones Apolo antes de sus viajes a la Luna y participó como diseñador de experimentos en las expediciones robóticas Mariner, Viking, Voyager y Galileo. A principios de la década de 1960, ayudó a resolver el acertijo que presentaban las altas temperaturas de Venus al proponer al efecto invernadero como responsable de ellas, y a explicar los cambios estacionales en Marte (que algunos habían interpretado como crecimiento y disminución de zonas con vegetación) demostrando que se debían al polvo movido por el viento.

Una de sus grandes pasiones fue la búsqueda de vida e inteligencia extraterrestre, pero empleando los métodos de la ciencia y no las creencias y relatos poco confiables de personas interesadas en aparecer en los medios. Además de demostrar experimentalmente la producción de aminoácidos a partir de sustancias simples bombardeadas por radiaciones, estableció la organización conocida como SETI, siglas en inglés de Búsqueda de Inteligencia Extra Terrestre.

Sagan calculó que mucho antes de que nos pudieran visitar los extraterrestres podríamos percibir sus emisiones de radio, considerando que la radio es un desarrollo fundamental en la ciencia. De hecho, las emisiones de la Tierra sólo han salido de nuestra atmósfera desde 1936, de modo que sólo nos podrían detectar seres que vivieran a un máximo de 73 años luz. Así, SETI utiliza radiotelescopios para buscar en el ruido electromagnético del espacio una señal coherente, con la curiosa discontinuidad que la inteligencia imparte a la materia que controla.

Ciencia para todos

Sagan escribió ampliamente sobre los aspectos científicos del debate ovni, la vida extraterrestre y la comunicación con inteligencias extraterrestres, pero su primer momento de fama se dio cuando diseñó el disco fonográfico que lleva consigo –todavía— la sonda Voyager, que hoy es el objeto creado por el hombre que ha viajado más lejos desde su planeta de origen. La atención mediática sobre el proyecto llevó a que escribiera en 1978 el libro Murmullos de la tierra, relatando el proyecto de intento de comunicarnos con alguna inteligencia extraterrestre que encontrara la sonda.

En 1978, su libro Los dragones del Edén, especulaciones sobre la evolución de la inteligencia humana obtuvo el Premio Pulitzer y se convirtió en el modelo de sus posteriores obras de divulgación científica mezclando su sentido del asombro, una gran claridad en la exposición y un inagotable entusiasmo por el conocimiento. A este libro seguirían El cerebro de Broca y, en 1980, Cosmos, basado en la serie de televisión, que lo consagrarían como el hombre que puso la cosmología al alcance de todos. Seguirían ocho libros, incluida su novela Contacto, llevada al cine con Jodie Foster como protagonista, y su último libro, El mundo y sus demonios, una defensa final de la razón, el pensamiento crítico y el escepticismo frente a los vendedores de misterios, promotores de lo paranormal y negociantes de las pseudociencias.

La sola lista de los honores científicos y sociales que se le confirieron a Carl Sagan llenaría toda esta página, desde medallas de la Nasa hasta premios de ciencia ficción y reconocimientos rusos y estadounidenses. Pero quizás el principal legado que dejó atrás a su muerte en 1996, fue la invitación a que más y más científicos se comprometieran con la importante labor de hacer a la ciencia un tema accesible y emocionante para la gente común que no hace ciencia... o al menos no sabe que la hace muchas veces en su vida cotidiana.

La sociedad tecnológica

“También hemos dispuesto las cosas de modo que casi nadie entienda la ciencia y la tecnología. Esto es una receta para el desastre. Probablemente nos salgamos con la nuestra durante un tiempo, pero tarde o temprano esta mezcla combustible de ignorancia y poder va a estallarnos en la cara.” Carl Sagan.

Como solía ser el futuro


Desde los autos voladores hasta las computadoras inteligentes y los robots en cada casa, las predicciones de la ciencia ficción y de muchos analistas han fracasado estrepitosamente.

Las capacidades predictivas del hombre no son demasiado asombrosas fuera de los espacios estrictos de la ciencia. En ciencia, la observación y la experimentación permiten derivar leyes, teorías y fórmulas que dicen cómo se comportarán las cosas. Las leyes de la gravitación de Newton nos permiten predecir con gran precisión a con qué aceleración caerá un objeto hacia otro, o cómo se atraerán dos objetos según su masa y la distancia que los separa.

Pero esas predicciones no son del tipo que más nos entusiasma y captura nuestra imaginación. Lo que deseamos es conocer aspectos humanos y detalles del futuro que, precisamente por depender de una cantidad incalculable de factores, son prácticamente imposibles de prever.

La profecía era, hasta no hace mucho, sólo espacio de lo mágico. Gran cantidad de supersticiones se aplicaron para conocer el futuro, con un éxito nulo, tratando de ver en ciertos aspectos de la realidad “signos” sobre otros aspectos de la misma, reservando a los “profesionales” la posibilidad de interpretarlos. La astrología, la posición en la que caen huesos o conchas marinas lanzadas al suelo, la secuencia de cartas de la baraja española, americana o del tarot (todas ellas inventadas en el siglo XVI), la forma de las uñas, las líneas de la mano, las entrañas de las aves, la forma de las nubes, las hojas del té o los posos del café... las formas de fracasar en la predicción del futuro son numerosísimas.

La demostración empírica de que ningún adivinador no ha conseguido jamás realmente adivinar el futuro no basta sin embargo para que nuestra sociedad condene a sus practicantes al horrible destino que implicaría ganarse la vida trabajando. Los adivinadores siguen en nuestro entorno, quizá cumpliendo funciones sociológicas y psicológicas que, sin que ellos lo sepan, les permiten seguir medrando y depredando la ingenuidad, la inseguridad y la buena fe de sus congéneres.

Las profecías del pasado se limitaban a hechos de la vida cotidiana, como las de los brujos actuales: el resultado de los negocios, asuntos de amor, la salud y el riesgo de muerte, etc. Esto acontecía, siempre hay que recordarlo, en sociedades en las que el concepto de cambio no existía. Las expectativas eran que todo fuera igual durante la vida de una persona, como en tiempos de sus padres y abuelos, y que seguiría siendo igual para sus hijos y nietos. No había cambios notables en las relaciones sociales, en la forma de llevar a cabo los oficios de la agricultura, el tejido, la cerámica, etc. El cambio era algo que sólo podía ser malo: sequía, inundaciones, terremotos, invasiones de los vecinos, guerras y epidemias.

La revolución científica cambió todo esto. De pronto, el cambio se volvió una constante de la sociedad humana, el hoy empezó a ser distinto del ayer y, por lo mismo, se empezó a esperar que el mañana fuera distinto del hoy. Habría descubrimientos científicos, avances tecnológicos, nuevos descubrimientos de tierras, seres, tribus, riquezas. Las sociedades empezaron así a tener una evolución observable, que no se medía en siglos o, incluso, milenios, sino que podía percibirse notablemente en la vida de un ser humano (que por entonces tenía una duración media de unos 40 años). Y la pasión humana por conocer el futuro encontró un nuevo filón para expresarse.

El arma de esta forma de intento de conocer el futuro, de prevenir un futuro indeseable o de promover el más deseable, de advertirnos de riesgos y de asombrarnos con la forma en que las cosas serían en el futuro fue la ciencia ficción, que nace precisamente con la novela Frankenstein o el moderno Prometeo de Mary Wollstonecraft Shelley, y que prevé la posibilidad de que los experimentos de Galvani sobre la electricidad animal den como resultado la posibilidad de crear vida utilizando la electricidad y los nuevos conocimientos de la anatomía.

Una parte de la ciencia ficción—no toda—se ha ocupado desde entonces del futuro, de la forma que el cambio puede tener en nuestra sociedad. La hay extremadamente pesimista, que pinta futuros aterradores e indeseables, y que actúa sobre nuestros miedos de formas muy eficaces. Pero la más difundida ha sido la vertiente de la ciencia ficción que nos muestra un futuro optimista, mejor, un paraíso de ingenieros y científicos, mientras más ingenuo (y muchas veces más alejado de la ciencia real) más atractivo.

Esto ha llevado a que el hombre se imagine su futuro de modo más activo y amplio que los profetas y augures de siempre, pero generalmente con el mismo poco éxito. Claro que, al menos, los escritores, cineastas, animadores y demás artistas que se han imaginado futuros nos venden su trabajo como fantasía y no, como los adivinos profesionales, asegurando que su visión es real y está basada en algo más que un ejercicio de la imaginación.

La ciencia que nos ha dado el cambio acelerado que vivimos actualmente, donde estamos atentos a las noticias de la ciencia y la tecnología para saber qué nuevo aparato, qué nuevo descubrimiento, qué nuevo procedimiento cambiará nuestra vida de un día para otro, no nos ha dado sin embargo, todavía al menos, las armas para conocer ese cambio. Nuestros antepasados inmediatos se han imaginado futuros que hoy nos parecen absurdos, incluso cómicos. Pensemos en el lanzamiento del vehículo lunar que nos legó Georges Mélies en su filme sobre la novela De la Tierra a la Luna de Jules Verne.

El futuro de Flash Gordon, el de Buck Rogers, el de la serie Star Trek, e incluso el de la aún popular serie animada “Los Supersónicos” hoy nos parecen, por así decirlo, “futuros pasados de moda”. Además de sentir, en cierto modo, que la ciencia y la tecnología nos han traicionado al no darnos los hoteles en órbita, los robots que nos ayuden en casa, los autos voladores y los ordenadores inteligentes y hasta simpáticos que nos ofrecía la ficción, nuestra visión misma del futuro ha cambiado, y sigue cambiando continuamente. El futuro cambia conforme más sabemos de la realidad y de lo que es posible o no. Porque el futuro no es sólo el cambio científico o tecnológico. El futuro es lo que nosotros, como individuos y como sociedades, hacemos con el cambio, para bien y, con frecuencia también, para mal.


La futurología


 La previsión del futuro se enriqueció en la década de 1960 con la aparición de la disciplina llamada “futurología”, que pretende utilizar datos concretos para postular futuros posibles, probables y deseables, y analizar qué partes de nuestra realidad tienen más probablidades de permanecer y cuáles no. Lejos de ser una ciencia, no deja de ser el intento más serio de la historia por entender el futuro.


Nanotecnología: realidad y exageraciones

La fantasía puede ser más interesaante que la realidad, a primera vista, pero para el asombro, nada mejor que la realidad, como lo demuestra el trabajo de investigación en la ciencia y técnica de lo tremendamente pequeño.

Una de las tecnologías más comentadas en los últimos años ha sido la nanotecnología, es decir, la que se ocupa de productos de tamaño extremadamente pequeño, manipulando estructuras moleculares y átomos.

El problema ha sido que las vastas promesas y posibilidades de esta tecnología, y su cercanía con la fantasía y la ciencia ficción se han confundido con frecuencia con hecho reales. Los medios de comunicación, en ocasiones, toman las especulaciones más arriesgadas de investigadores y estudiosos y las presentan como previsiones puntuales del futuro, que además se cumplirán inevitablemente.

El ejemplo más manido en años recientes es el de la “máquina autorreplicable”. La idea es que se podrían construir nanomáquinas que tomaran elementos a su alrededor para constuir otras máquinas idénticas a ellas. Ello podría representar un peligro al descontrolarse dichas nanomáquinas, que atacarían al universo entero para reproducirse ciegamente.

Por supuesto, para que esto ocurriera no hace falta que las máquinas sean nanotecnológicas. De hecho, el riesgo de estas máquinas a nivel macroscópico fue propuesto en 1948 por el matemático John Von Neumann como un “experimento mental”. Las llamadas “máquinas de Von Neumann” eran máquinas hipotéticas que usarían un “mar” o almacén de piezas de recambio como fuente de materia prima. Las máquinas tendrían un programa para tomar partes del “mar” utilizando un manipulador, crear una réplica de sí misma y copiar su programa en la réplica para que ésta hiciera lo mismo.

Como el límite para la producción de máquinas de Von Neumann serían precisamente las piezas de recambio, la ciencia ficción, sin las limitaciones que se impone un matemático, se propuso máquinas que pudieran realizar excavaciones mineras y otras operaciones para producir desde cero los materiales necesarios para autorreplicarse. Autores como Philip K. Dick. A.E. Van Vogt y Poul Anderson tocaron el tema, y la guerra entre máquinas autorreplicantes y seres humanos imaginada por el escritor Harlan Ellison se convertiría en la historia de la película Terminator y sus secuelas.

Pero los problemas tanto teóricos como prácticos para llevar a la práctica las máquinas de Von Neumann a una escala macroscópica son tales que nadie se ha propuesto hacer alguna en realidad, y mucho menos estamos cerca de tener nanomáquinas autorreplicantes. La gran mayoría de las nanomáquinas que nos presentan los medios siguen siendo ciencia ficción, máquinas que no existen en el mundo a nuestra escala y cuya existencia a nivel nanométrico está incalculablemente lejos.

Cierto que los científicos sueñan con tener algún día máquinas capaces de manipular la materia átomo por átomo, con capacidad para convertir, en un ejemplo recurrente, un montón de tierra en una manzana, una silla o un ordenador, o máquinas inyectadas en el torrente sanguíneo para identificar y destuir selectivamente células cancerosas, pero nada indica que esta posibilidad esté a la vuelta de la esquina, ni siquiera que algún día se haga realidad. Por el momento, las nanomáquinas reales más complejas son engranes, piñones y escapes similares a los de los relojes mecánicos.

En la realidad, parte de la investigación que se lleva a cabo en la actualidad tiene por objeto entender cómo funcionan los materiales a nanoescalas, en donde se encuentra la frontera, aún no claramente definida, entre leyes de la física del mundo macroscópico y la mecánica cuántica. Por ejemplo, la asombrosa capacidad de las lagartijas de la variedad de los gecos para trepar incluso por superficies tan lisas como un vidrio se deben a que los pelos de sus patas se ramifican hasta llegar a espátulas con el diminuto tamaño de 2 nanómetros. A esas escalas, entran en acción las llamadas “fuerzas de Van der Walls”, que ocurren a nivel molecular. Miles de millones de leves atracciones se suman para poder sostener al geco.

Dicho de otro modo, a esas escalas la física newtoniana no siempre funciona para describir lo que ocurre. En qué punto y cómo se debe acudir a la cuántica es un tema fundamental para la nanotecnología.

Lo más probable es que las nanomáquinas que se produzcan realmente sean muy distintas a las máquinas a escala humana, no sólo versiones reducidas de lo ya conocido. Así, por ejemplo, una nanomáquina real presentada en 2008 es un “nanoimpulsor”, una esfera que puede capturar y guardar medicamentos y activarse mediante la luz para liberarlos dentro de las células cancerosas, lo que representa la posibilidad de disminuir grandemente las incomodidades asociadas a la quimioterapia, producidas cuando las células normales responden a la toxicidad de las sustancias usadas para matar las células cancerosas. Y esto sólo se puede hacer a nanoescala, donde la sola presencia o ausencia de la luz provoca un cambio fundamental en la composición del nanoimpulsor.

Además, para que la nanotecnología cambie nuestras vidas no son necesarias máquinas, ni sencillas ni complejas. Precisamente porque actúan en niveles de características aún no conocidas, se están utilizando productos muy sencillos con capacidades asombrosas. Por ejemplo, los nanotubos formados de carbono y otros elementos, de unos pocos nanómetros de diámetro y longitudes hasta de un milímetro conseguidas a la fecha, se están utilizando como semiconductores en la microelectrónica, en materiales compuestos con resinas plásticas para la administración térmica, e la conducción de electricidad, y en iluminación y producción de pantallas de vídeo. Otros nanomateriales se están utilizando para aplicaciones un tanto más ordinarias, como el recubrimiento de hojas de afeitar para hacerlas más eficaces y duraderas, y una de las más grandes promesas son paneles solares mucho más baratos, mucho más resistentes y muchísimo más eficientes que los que tenemos hoy en día.

Nanotubos, nanoesferas, nanovarillas, nanoestructuras, objetos sencillos que al ser extremadamente pequeños ofrecen posibilidades muy distintas a las de sus parientes a escala humana, y todo un universo de aplicaciones, la mayoría muy distintas a las que en ocasiones se difunden por su efecto mediático.


Nanoinformática

La microminiaturización de la informática, así como los sistemas de almacenamiento de datos, están encontrando límites cada vez más difíciles de superar. Una serie de nuevos descubrimientos han abierto la posibilidad muy real de tener una unidad de almacenamiento de 500.000 gigabytes en un espacio de 2,5 x 2,5 centímetros, y sistemas de almacenamiento muy potentes del tamaño de un grano de arena.

La fibra de carbono

Dijo Shakespeare que somos la materia de la que están hechos los sueños. Quizá. Pero también somos de la materia de la que hoy se hacen naves espaciales, bicicletas y raquetas de tenis: el carbono.

Una fibra de carbono pasa sobre un cabello humano (más claro).
La leyenda indica 10 nanómetros (millonésimas de metro)
(Imagen CC de Anton vía Wikimedia Commons)
El carbono es uno de los elementos más apasionantes del universo por su capacidad de formar cadenas, además de que es el elemento que más compuestos puede formar. A día de hoy se han descrito más de diez millones de compuestos orgánicos puros, pero teóricamente el carbono puede formar muchísimos más. Esos compuestos son precisamente la base de la vida y los cimientos de todo lo orgánico que nos rodea. Alrededor del 18,5% de la masa de nuestro cuerpo es carbono en una vasta cantidad de compuestos.

Adicionalmente, el carbono tiene la singular capacidad de formar polímeros, que son cadenas de moléculas sencillas. Por ejemplo, la glucosa es el monómero natural más común, pero puede formar diversas cadenas que dan como resultado igualmente la celulosa que lel almidón. Por todo ello, no deja de ser afortunado que el carbono sea el cuarto elemento más abundante del universo por su masa, después del hidrógeno, el helio y el oxígeno.

Finalmente, una de las peculiaridades de este versátil elemento es que existe muy poco tiempo en forma de átomos independientes, y éstos se estabilizan organizándose en varias configuraciones multiatómicas. A estas distintas estructuras se les conoce como alótropos. Los átomos en en forma no cristalina e irregular forman el carbono amorfo, como el carbón vegetal, el hollín y el carbono activado. Los átomos de carbono formando grupos de anillos hexagonales en capas forman el grafito, cuya suavidad se debe a que dichas capas están unidas muy débilmente. A grades presiones, los átomos de carbono se unen como tetraedros, cada uno a otros cuatro, creando una red cristalina que llamamos diamante. Todas estas formas, y otras más, son el mismo elemento, el carbono.

Conocido desde la prehistoria, el carbono ha sido utilizado en muy diversos procesos y ha sido intensamente investigado. Así, en 1958 se crearon las primeras fibras de carbono de alto rendimiento, pero fue necesario esperar hasta 1960 para tener una fibra que contuviera un 55% de carbono y que tenía una resistencia superior a la del acero unida a un peso muy ligero.

La fibra de carbono está formada de hilos formados por miles de filamentos de carbono. Cada filamento es un delgado tubo de entre 5 y 8 micrometros (millonésimas de metro) de diámetro. Estas fibras se pueden presentar como hilos en bobinas o en tejidos de diversas características en cuanto a espesor y resistencia.

La utilización de la fibra de carbono se realiza en combinación con diversos polímeros, principalmente resinas epóxicas, formando los llamados materiales compuestos o composites que suelen llevar el nombre de la fibra estructural. La fibra de carbono funciona como lo hace la fibra de vidrio al imparte sus propiedades a diversas resinas, y del mismo modo, cuando decimos que algo está fabricado con fibra de carbono, queda implícito que se trata de un compuesto, en el que la fibra se conoce como “matriz”, de modo que hablamos en general de compuestos “matriz-polímero”

La utilización industrial de los compuestos de fibra de carbono comenzó en la industria aeroespacial, como alternativa para sustituir piezas metálicas de gran peso, y pronto saltó al mundo de las carreras de automóviles, donde se desarrollaron distintos tejidos y mezclas de tejidos que fueran resistentes en un sentido pero débiles en otro, o bien mezclas resistentes en todas las direcciones, que se emplean en partes como la cabina del piloto, que se hace a medida y debe proteger al máximo al conductor.

Además de su resistencia y fiabilidad, la fibra de carbono tiene la gran ventaja de que puede moldearse en prácticamente cualquier forma imaginable. Las telas de fibra de carbono empapadas en resinas epóxicas son altamente maleables y flexibles, lo que da a los diseñadores una gran libertad en el uso de este material, por ejemplo para darle formas aerodinámicas o hidrodinámicas.

Las carrocerías de los coches de Fórmula Uno están hechas totalmente de fibra de carbono para controlar su peso y resistencia. Los famosos volantes de los autos de F1 son también de fibra de carbono. Los frenos, curiosamente, son de un compuesto llamado “carbono-carbono” o una matriz de carbono reforzada con fibras de carbono para resistir las altas temperaturas a las que se ven sometidos durante una carrera. El prestigio de la fibra de carbono en el mundo automovilístico es tal que muchas personas dedicadas a la modificación o tuning de autos utilizan piezas que dejan sin pintar para que se vea el peculiar aspecto del tejido de fibra de carbono.

Actualmente, los compuestos de fibra de carbono se utilizan en toda aplicación donde se necesite combinar una gran resistencia y un bajo peso: bicicletas de carreras, palos de golf, raquetas de tenis, cañas de pescar, embarcaciones para competencias de remo (canoas, skeets, kayaks), bates de béisbol, las hojas de las hélices de las turbinas eólicas, equipo fotográfico, mobiliario y robótica, arcos para tiro con flecha, etc.

Este aumento en la variedad de las utilizaciones de la fibra de carbono además impulsa la reducción del precio de este material, que sigue siendo alto, así como la investigación de mejores formas para su producción de modo más eficiente y económico.

Quizá la aplicación más asombrosa de los compuestos con matriz de fibra de carbono hasta ahora ha sido la producción de instrumentos musicales. La empresa Blackbird ha rediseñado completamente la guitarra clásica española de cuerdas de nylon, obteniendo un instrumento negro, de forma que recuerda a un laúd renacentista y, se dice, con una sonoridad similar a la de los más costosos modelos de guitarra tradicional. El caso más impresionante, es el de Luis and Clark, fabricante de violines, violas, violoncellos y contrabajos de fibra de carbono, que han conquistado un sector tradicionalmente conservador, el de los músicos clásicos. Yo-Yo Ma, el principal violoncelista de la actualidad, utiliza un cello Luis and Clark de 7.000 dólares con tanto entusiasmo como sus dos cellos clásicos Montagnana y Stradivarius, cada uno con un precio de alrededor de los dos millones de dólares.


En el aire

Dos modelos de aviones que próximamente surcarán los cielos hacen un uso intensivo de la fibra de carbono. El Boeing 787 Dreamliner que se presentó en 2007 tiene el 50% de su peso formado por fibra de carbono que se emplea en el fuselaje, las alas, la cola, las puertas y los interiores. Su competidor europeo, el Airbus A350, tendrá su fuselaje y alas formados principalmente de fibra de carbono. Esto representa, ante todo, un ahorro en combustible y una reducción de la contaminación de la atmósfera causada por el creciente tráfico aéreo en el mundo.