Todos nosotros somos, individualmente, la suma de los billones de células que componen nuestro cuerpo y que están diferenciadas para cumplir funciones específicas. Somos un buen ejemplo de que a los individuos les conviene vivir en sociedad.
La vida comenzó, según sabemos, con seres unicelulares que poblaron en solitario el planeta desde hace unos 4.500 millones de años, hasta hace unos 1.200 millones de años, cuando se dio el singular paso de los seres unicelulares a los multicelulares. Este revolucionario cambio lo conocemos por un alga roja que es el fósil multicelular más antiguo que hay hoy. Como esta transformación ocurrió en una época en la que los organismos prácticamente no tenían estructuras rígidas, el registro fósil es escaso y este paso sigue siendo un enigma para nosotros. Los científicos han propuesto varias hipótesis de cómo ocurrió, posibles explicaciones que no son excluyentes, sino que, probablemente, fueron distintos caminos que siguió la vida en distintos momentos para llegar a los seres complejos. Así, los seres multicelulares podrían provenir de la simbiosis entre seres unicelulares de distintas especies, colaborando y dividiéndose el trabajo, como ocurre en los líquenes, o bien podría ser que los seres unicelulares crearan compartimientos en el interior de sus células que se fueron convirtiendo asimismo en células, mientras que el tercer camino posible implica la unión de seres unicelulares de la misma especie, empezando como colonias del tipo de los corales, para que paulatinamente se diera la especialización de las células en distintas tareas vitales para la totalidad del organismo.
Muy pronto, los seres multicelulares descubrieron que ellos también podían unirse en sociedades o grupos, de modo que su complejidad como organismo se multiplicó en otro nivel: la asociación con otros seres de su propia especie o de otras especies, con grandes ventajas para la supervivencia pero que, al mismo tiempo, abren todo un nuevo abanico de posibilidades de conflicto. Para crear una sociedad no es necesario siquiera que los integrantes puedan identificarse individualmente, basta con que los demás los puedan identificar como miembros del grupo. Tal es el caso de las sociedades de insectos como las hormigas, las termitas o las abejas. Las señales químicas forman la identidad del grupo, y señales distintas o desconocidas pueden provocar el rechazo o, incluso, los ataques. En las sociedades de ratas esto se hace evidente con un peculiar experimento: se toma a una colonia de ratas y se divide en dos que no tienen contacto durante largo tiempo, de modo que el olor de cada grupo cambie de modo distinto. Al volverlas a reunir, no se reconocen como antiguas compañeras, sino que atacan a las del otro grupo como adversarios y competidores en la explotación de los recursos que necesitan para sobrevivir y reproducirse.
Las sociedades pueden dar cobijo a sus miembros si ocupan el lugar de presas, como ocurre en el caso de cebras, bisontes o búfalos, obligando, por la presión de selección, a que los depredadores se concentren en los animales más débiles. De una parte, esto implica la selección de los animales viejos o enfermos, dejando mayores recursos para los componentes sanos y jóvenes de la manada, y de otra exige mayores cuidados maternos para unas crías que son, también, bocado favorito de los depredadores. Esto se muestra claramente en sociedades muy complejas como las de babuinos y otros primates de la sabana. Al estar amenazados por el ataque de un depredador, como sería un leopardo, la banda de monos se organiza en una serie de círculos concéntricos: en el anillo exterior, los viejos y fuertes líderes de la banda, después los jóvenes machos y las hembras sin crías y, en el centro, protegidas al máximo, las hembras y las crías del grupo, que gozan de la mejor seguridad, pues resultará muy difícil que un depredador llegue hasta ellas. Otro caso diferente es el de las sociedades de cazadores o depredadores, como los lobos y los delfines, que utilizando complejas pautas de comportamiento, división del trabajo y relevos consiguen hacerse entre todos con grandes presas cuya cacería no se podría plantear un individuo por sí mismo.
Pero las sociedades desarrollan también un elemento que parecería ir a contracorriente de los intereses evolutivos de la especie, el comportamiento desinteresado al que conocemos como "altruismo". El altruismo ciertamente incrementa el bien de un individuo a costa del bien de otro que se "sacrifica" disminuyendo incluso sus propias posibilidades de supervivencia. Esto parece un contrasentido, pero no lo es en términos del grupo completo y de la supervivencia del mismo, de modo que resulta evolutivamente útil para la cohesión y fuerza del grupo, y en último caso para los propios individuos que hoy hacen un sacrificio pero mañana pueden beneficiarse del altruismo de otros si éste se ha vuelto parte de su comportamiento genéticamente determinado o condicionado. Comer menos para darle de comer a un miembro debilitado del grupo puede ser un involuntario seguro de vida para cuando nosotros suframos una enfermedad o herida, lo cual redunda en beneficios para todos.
El estudio de las complejas sociedades humanas acude, como referencia, a los estudios sobre las sociedades animales. Con el tiempo hemos aprendido que algunos comportamientos aparentemente complejos, como el avance de una columna de hormigas, o los movimientos de una bandada de aves o una mancha de peces, responden a reglas más sencillas de lo que suponíamos antes. Pero en general, la complejidad de la cultura sobrepuesta a nuestro sustrato genético hace que sigamos muy lejos de comprender en profundidad la vida social de los humanos. Pero lo indudablemente cierto es que la estudiamos en grupo, en esa sociedad de búsqueda del conocimiento que llamamos ciencia.
El cuidado de los ancianosEl cuidado de los ancianos existe en el linaje humano desde hace al menos 1,77 millones de años de antigüedad. En 2005 se halló en el Cáucaso el fósil de un individuo completamente desdentado de bastante más de 40 años de edad, una verdadera ancianidad en su especie. Los paleoantropólogos han determinado que perdió la dentadura años antes de morir y, por tanto, no podía haber masticado la carne y los vegetales fibrosos que, se sabe, componían la dieta de su grupo. Alguien, su tribu, clan o, si lo prefiere usted, manada, cuidó de él, moliendo o masticando sus alimentos y conservándolo en el grupo en vez de sacrificarlo como hacen, inadvertidamente, las manadas de presas. Una lección de casi dos millones de años sobre el valor de las personas mayores. |