El aroma del café (foto ©Mauricio-José Schwarz) |
Todos conocemos la experiencia. Un aroma dispara una cadena de recuerdos altamente emocionales, profundos y nítidos, como si con sólo un olor recreáramos todo lo que lo rodeó alguna vez. La experiencia es notable porque, como han descubierto estudios de la Universidad de Estocolmo, los aromas suelen evocarnos sobre todo memorias de la infancia, de la primera década de vida, pero al mismo tiempo las memorias que nos provoca son especialmente intensas.
La intensidad de las memorias evocadas por los olores ha sido objeto incluso de estudios por imágenes de resonancia magnética. En 2004, un grupo de la Universidad de Brown demostró que las memorias evocadas por aromas activaban de modo especial la zona del cerebro conocida como la amígdala, estructura situada profundamente en los lóbulos temporales del cerebro y que se ocupa de procesar y recordar de las reacciones emocionales.
Una de las razones propuestas para la profundidad de las emociones que nos evocan los olores es, precisamente, que su percepción y procesamiento están entre los componentes más antiguos de nuestro cerebro, estrechamente vinculados a nuestros centros emocionales.
En el cerebro, la zona más externa, la corteza cerebral, dedicada a las capacidades intelectuales y racionales, es el área evolutivamente más reciente. Bajo ella está el cerebro mamífero antiguo, con las estructuras encargadas de las emociones, la memoria a largo plazo, la memoria espacial y las funciones autonómicas del ritmo cardiaco, la tensión arterial y el procesamiento de la atención, entre otras.
Finalmente, en el centro anatómico de nuestro cerebro, está el arquipalio o “cerebro reptil”, una serie de estructuras que los mamíferos compartimos con los reptiles, responsables de las emociones básicas y las respuestas de “luchar o huir” esenciales para la supervivencia.
El bulbo olfatorio, la estructura que percibe e interpreta los olores es de las partes más antiguas del cerebro, y está estrechamente asociado a las emociones más básicas: miedo, atracción sexual, furia, etc. Se encuentra en la parte superior de la cavidad nasal.
El olor es esencial para la supervivencia. Los seres humanos apenas apreciamos una mínima parte del universo olfatorio a nuestro alrededor. Los seis millones de células receptoras olfativas que tenemos en el bulbo olfatorio palidecen ante los 100 millones que tiene un pequeño conejo, o los 220 millones de receptores que tienen los perros.
Pero esa mínima parte es sensible. El imperfecto sentido del olfato humano puede detectar sustancias diluidas a concentraciones de menos de una parte por varios miles de millones de partes de aire. Hay aromas que nos atraen, estimulan la actividad sexual o el apetito, y los hay repelentes, que nos invitan a alejarnos, incluso a huir, informándonos así, por ejemplo, de si un alimento está en buenas o malas condiciones.
Aunque el hombre siempre fue consciente de la importancia de los aromas, inventando perfumes e inciensos, tratando de sazonar de modo atractivo sus alimentos, empezar a explicar cómo funciona este sentido tuvo que esperar hasta el siglo XX.
Esencialmente, la intuición del filósofo romano Lucrecio, del siglo I antes de la era común era correcta. Lucrecio proponía que las partículas aromáticas tenían formas distintas y nuestro sentido del olfato reconocía dichas formas y las interpretaba como olores. La doctora Linda B. Buck publicó en 1991 un artículo sobre la clonación de receptores olfativos que le permitió determinar que cada neurona receptora es sensible sólo a una clase de moléculas aromáticas, funcionando como un sistema de llave y cerradura. Sólo se activa cuando está presente una sustancia química que se ajuste a la neurona. La forma precisa en que los impulsos se perciben, codifican e interpretan es, sin embargo, uno de los grandes misterios que las neurociencias todavía están luchando por desentrañar.
Analizando la genética detrás de nuestro olfato, la doctora Buck pudo determinar que los mamíferos tenemos alrededor de mil genes distintos que expresan la recepción olfativa, y la especie de mamíferos con la menor cantidad de genes activos de este tipo somos, precisamente, nosotros.
Estos genes, sin embargo, son responsables de dos sistemas olfativos que coexisten en la mayoría de los mamíferos.y reptiles. El sistema olfativo principal detecta sustancias volátiles que están suspendidas en el aire, mientras que el sistema olfativo accesorio, situado en el órgano vomeronasal, entre la boca y la nariz. Este sistema percibe entre otros aromas las feromonas, hormonas aromáticas de carácter social, además de ser utilizado por los reptiles para oler a sus presas, sacando la lengua y después tocando el órgano con ella.
Sin embargo, al parecer (aunque el debate está abierto) el ser humano no tiene un órgano vomeronasal identificable, lo que haría imposible la comunicación dentro de nuestra especie mediante feromonas.
Pero con o sin feromonas, nos comunicamos con otros aromas. Los bebés utilizan el sentido del olfato para identificar a sus madres y para econtrar el pezón cuando desean alimentarse. Y según varios estudios, las madres pueden identificar con gran precisión a sus bebés únicamente por medio del olor, como si fuera un mensaje atávico, o precisamente por serlo.
Entre los descubrimientos más interesantes de Rachel Herz, psicóloga y neurocientífica de la ya mencionada Universidad de Brown está el determinar que nuestros cambios emocionales alteran la forma en la que percibimos los distintos olores, al grado de haber conseguido en su laboratorio crear verdaderas “ilusiones olfatorias” utilizando palabras para llevar a sus sujetos a percibir olores que “no están allí”.
Omnipresente aunque a veces no estemos conscientes de él, nuestro sentido del olfato nos pone en contacto con nuestros más antiguos antepasados evolutivos y es una de las áreas que más respuestas nos debe en el curioso sistema nervioso humano que apenas estamos descubriendo.
El sabor es olorLa lengua sólo puede detectar los sabores básicos: amargo, salado, ácido, dulce y umami, además de sensaciones como la de la grasa, la resequedad, la cualidad metálica, el picor, la frescura, etc. La mayor parte de lo que llamamos “sabor” es en realidad un conjunto de aromas que se transmiten a los bulbos olfativos por detrás del velo del paladar. Por eso hablamos de “paladear” un alimento, cuando lo movemos cerca del velo para que su aroma suba hasta nuestro sistema olfativo. Este hecho explica por qué no percibimos el sabor de los alimentos cuando tenemos la nariz tapada: perdemos toda la riqueza de nuestro olfato. |