Fotografía © Mauricio-José Schwarz |
En abril, los diarios dieron la noticia de un estudio de la revista Current Biology (Biología actual) según el cual los chimpancés enfrentan la muerte de modo muy parecido al que lo hacemos los seres humanos. En las filmaciones, se veía a la tropa despiojando y peinando a una hembra anciana que había muerto, como lo hacían cuando estaba viva. Otros investigadores vieron a hembras que llevaban consigo los cuerpos de sus crías muertas durante días y semanas.
Pero aún si la reacción ante la muerte, que también exhiben de modo enternecedor los elefantes y los perros, está extendida entre los seres vivos, hasta donde sabemos sólo el hombre es capaz de mirar saber que morirá como ha visto morir a otros. Somos el único animal consciente de que su vida es limitada.
Es un ejercicio interesante imaginar a los primeros homínidos que por vez primera se hacían conscientes de que uno de los suyos, acaso un ser querido, dejaba de moverse, de reaccionar a los estímulos, que está y es... pero al mismo tiempo ya no está y ya no es. El asombro, el miedo que pudo apoderarse de ellos al percibir la muerte en toda su irreversibilidad deben haber sido enormes. ¿Qué pasaba? ¿El compañero iba a despertar eventualmente? Y cuando no lo hacía y empezaba a descomponerse, ¿qué preguntas surgían?
Ciertamente, el muerto causaba temor, y el contacto con él se consideraba tabú entre muchas culturas, desde los antiguos persas a los hebreos, que en el Libro de los Números de la Biblia ordenan echar del campamento “a todo contaminado con muerto”, desde los zoroastrianos hasta los polinesios. El oficio de enterrador, incluso hoy, ha comportado siempre un estigma social y un temor irracionales.
¿Qué pasaba cuando alguien soñaba a un muerto? ¿Acaso no le parecía que estaba experimentando una visión de otro mundo donde seguía vivo, donde seguía siendo y estando? Porque en esos sueños el muerto caminaba, reía y hablaba, mandando acaso “mensajes desde allá” a los que seguían “aquí”. Más preguntas, más inquietudes.
De allí, creen muchos antropólogos, surgirían las religiones, gran parte de la filosofía, del arte y de las profundas dudas que nos convierten, en cierta medida, en una especie obsesionada por la muerte. Gran cantidad de nuestros monstruos son, precisamente, muertos que vuelven como los zombies o el monstruo de Frankenstein, o seres que quedan a la mitad entre la vida y la muerte, como los vampiros o "no muertos".
Por eso numerosos estudiosos consideran que la civilización comienza al mismo tiempo que los ritos funerarios. Los más antiguos parecen remontarse al menos a 60.000 años de antigüedad entre nuestros cercanos parientes, los neandertales, de los que se han encontrado enterramientos acompañados de cuernos de animales y fragmentos de flores, indicando que algún tipo de rito funerario, del que dejarían amplio testimonio tiempo después nuestros ancestros, al llegar a Europa.
La fisiología de la muerte
Más allá del hecho antropológico de nuestra conciencia sobre el eventual—e inevitable—fin de nuestra vida, está el problema de cómo determinar cuándo una persona ha dejado de vivir, cuándo ha muerto... y saberlo antes de los primeros desagradables signos de la descomposición.
Las primeras definiciones consideraban la interrupción definitiva del latido cardiaco y de la respiración. Pero, como demostró la preocupación por el enterramiento en vida en el siglo XIX, que tan bien plasmó Edgar Allan Poe en su relato “El entierro prematuro”, el latido cardiaco y la respiración no eran indicadores fiables, podían provocar una declaración de muerte en falso si eran poco perceptibles. Las noticias que de cuando en cuando llegan a los diarios sobre personas que “despiertan” durante sus funerales o velatorios, muestran por qué era necesario diagnosticar la muerte de modo claro.
La palidez, el asentamiento de la sangre en parte inferior del cuerpo, el rigor mortis y la caída en la temperatura corporal fueron signos claros de la muerte, pero para entonces el cuerpo ya era inviable. El surgimiento de las técnicas de trasplante llevó a una redefinición, con el consenso en casi todo el mundo de que la muerte de la persona es la muerte cerebral, aunque el cuerpo siguiera fisiológicamente vivo. La implicación filosófica es clara: somos nuestro cerebro, nuestra personalidad está inscrita en la danza electroquímica de comunicación de nuestras neuronas.
Cuando el electroencefalograma es plano, cuando ya no existe actividad electroquímica, dejamos de ser aunque nuestro cuerpo siga vivo, los pulmones respiren y el corazón lata. Y, por otra parte, con un procedimiento adecuado de resucitación cardiorrespiratoria, fármacos y desfibrilación, un paro del corazón y la respiración no es igual a la muerte pues es reversible.
De hecho, algunos estudiosos hoy abogan porque se considere muerto a quien no tiene actividad en la corteza cerebral superior, que es característica de los humanos, aunque siga teniendo actividad en las zonas más antiguas y más inferiores del encéfalo.
El cerebro muere gradualmente. Al detenerse el corazón, se suspende el suministro de oxígeno a las neuronas, que pueden sobrevivir apenas unos cinco o seis minutos. Si en ese plazo no se reanudan la circulación sanguínea y la respiración, muy probablemente la víctima sufrirá daño cerebral, más grave mientras más tiempo pase privado de oxígeno. Las primeras en morir son las neuronas de la corteza superior, primero las de las zonas motoras y después las de las zonas sensoriales.
Cuanto conocemos hoy acerca de la muerte no ha logrado tranquilizar, al menos en la mayoría de las personas, el miedo a morir, la repulsión a los muertos y, como contraparte, el largamente acariciado sueño de la inmortalidad, de vencer a ese enemigo que nos ha aterrorizado desde el inicio de la autoconciencia que nos define como especie.
La granja de los cadáveresLo que ocurre después de la muerte no era bien conocido hasta muy recientemente. Partes normales del proceso de descomposición o momificación de los cuerpos fueron confundidas en el pasado con síntomas de vampirismo u otros horrores, pero el estudio científico de los procesos de descomposición se inició con fines forenses. Su máximo exponente es el antropólogo forense Bill Bass, que en 1981 puso en marcha la mundialmente conocida "granja de cadáveres", donde con cuerpos donados de personas y cerdos se estudian los procesos de descomposición en distintas condiciones de enterrramiento, humedad, aislamiento, etc. para conseguir lo que nunca pudieron hacer los médiums: que los muertos cuenten historias importantes y, muchas veces, incluso señalen a sus asesinos. |