El doctor Joseph Goldberger (Imagen CC de los Centers for Disease Control [PHIL #8164] vía Wikimedia Commons) |
Pero en un caso que marcó un hito en la historia de la investigación médica, el entusiasmo por la teoría de los gérmenes resultó no sólo injustificado, sino que retrasó el tratamiento de una terrible enfermedad.
A principios del siglo XX, la pelagra había adquirido proporciones epidémicas en los Estados Unidos. Se le conocía por su horrendo desarrollo, una sucesión de síntomas que provocaban a sus víctimas un enorme sufrimiento que se podía desarrollar a lo largo de tres o cuatro años hasta que llegaba al fin la muerte, con alteraciones que iban desde la pérdida de cabello y descamación de la piel junto con gran sensibilidad al sol hasta descoordinación y parálisis muscular, hasta problemas cardiacos, agresividad, insomnio y pérdida de la memoria.
El Servicio de Salud Pública de los EE.UU. comisionó en 1914 al doctor Joseph Goldberger, que estaba al servicio de la institución desde 1899, para que encabezara su programa de lucha contra la pelagra, que estaba afectando a la población del sur del país y, de modo muy especial, a quienes vivían en orfanatos, manicomios y pueblos dedicados al hilado de algodón.
Goldberger era hijo de una familia pobre de inmigrantes judíos, con los que había llegado a Nueva York a los seis años de edad desde su natal Hungría. Educado en escuelas públicas, consiguió entrar a la Universidad de Bellevue y graduarse como médico en 1895. En el Servicio de Salud Pública había demostrado ser un brillante investigador en temas de epidemias, combatiendo por igual la fiebre amarilla que el dengue y el tifus en varios países... y siendo víctima de estas tres enfermedades. Para cuando se le comisionó a luchar contra la pelagra era uno de los más brillantes epidemiólogos y estaba precisamente trabajando en u programa contra la difteria. Entre sus varias aportaciones se contaba la demostración de que los piojos podían ser vectores de transmisión del tifus.
La razón por la que se le llamó a esa tarea era, precisamente, que la ciencia médica actuaba bajo el convencimiento de que la pelagra era una enfermedad contagiosa, y era necesario descubrir al patógeno responsable, virus o bacteria, para poder contener la epidemia.
Pero Goldberger pronto concluyó que la pelagra no era contagiosa, sino producto de una deficiencia alimentaria, una opinión muy minoritaria. Era la explicación que mejor se ajustaba al curioso hecho de que el personal y los administradores de las instituciones más afectadas por la pelagra, como orfanatos y psiquiátricos, nunca se contagiaban de la enfermedad.
El médico emprendió un experimento, cambiando la dieta de los niños y pacientes de algunas instituciones. Si solían comer pan de maíz y remolacha, empezaron a recibir leche, carne y verduras. Pronto, los enfermos se recuperaron y, entre los que se alimentaban con la nueva dieta, ya no aparecieron nuevos casos de la afección.
Parecía concluyente.
Pero los médicos del sur se rehusaron a aceptar los resultados de Goldberger. En su rechazo no sólo había convicciones médicas, sino prejuicios. El médico era de un servicio gubernamental, era del norte y era judío, tres características que aumentaban la suspicacia contra sus ideas.
Emprendió entonces un experimento que hoy ni siquiera se podría plantear: en 1916 tomó a un grupo de 11 prisioneros sanos voluntarios y a cinco de ellos les proporcionó una dieta abundante pero deficiente en proteínas, mientras que los otros seis mantuvieron su dieta normal. En poco tiempo, los cinco presos con mala dieta sufrieron de pelagra.
Aún así, la mayoría de los médicos del sur se negaban a aceptar la hipótesis de Goldberger. Su siguiente experimento fue aún más aterrador: él y su equipo intentaron contagiarse de pelagra comiendo e inyectándose secreciones, vómito, mucosidades y trozos de las lesiones de piel de enfermos de pelagra. Pese a sus heroicos pero repugnantes esfuerzos, ninguno de ellos desarrolló la afección.
La contundencia del experimento, sin embargo, fue insuficiente. Los experimentos de Goldberger habían sido suficientes para que el Servicio de Salud Pública emitiera un boletín señalando que la pelagra se podría prevenir con una dieta adecuada (aún sin saber exactamente cuál era la sustancia o sustancias responsables del trastorno). Pero en el sur, hasta 1920, muchísimos médicos se negaron a aceptarlo, de modo que no emprendieron acciones para mejorar la dieta de sus pacientes.
El motivo no era sólo médico. El razonamiento de Goldberger, después de todo hijo de pastores reconvertidos en comerciantes, era que si la pelagra era resultado de una alimentación deficiente y ésta era resultado de la pobreza, la mejor prevención para la pelagra no estaba en la medicina, sino en una reforma social que cambiara el modo de propiedad de la tierra, superviviente de las haciendas sostenidas en el siglo XVIII y XIX con trabajo esclavo. Esto no gustaba a los poderosos del Sur, que sentían que su región estaba siendo denigrada.
Joseph Goldberger siguió buscando las causas de la pelagra infructuosamente hasta su muerte en 1929. No fue sino hasta la década de 1930 cuando se descubrió que el ácido nicotínico, también llamado niacina y vitamina B3, curaba a los pacientes de pelagra. Pronto se descubrió que el triptofano, uno de los aminoácidos que necesitamos en nuestra dieta, era precursor de la niacina, es decir, que nuestro cuerpo lo utiliza para producir la vitamina, y que era la carencia de ésta la la que provocaba la pelagra, como la falta de vitamina C provoca el escorbuto. Se empezó a añadir triptofano a diversos alimentos como el pan... y la pelagra desapareció pronto del panorama de salud del mundo. Un homenaje póstumo al desafío de Goldberger, con datos y hechos, a una creencia dañina.
Maíz y pelagraLa pelagra se descubrió en Asturias en el siglo XVIII cuando la población rural empezó a alimentarse de maíz. El maíz contiene niacina, pero para que el cuerpo la pueda aprovechar, es necesario cocinar el maíz con una sustancia alcalina, como se hace en Centroamérica para producir las tortillas o tortitas de maíz, motivo por el cual las culturas que dieron origen al cultivo del maíz nunca conocieron la pelagra. |