Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

Ciencia al estilo estadounidense

Uno de los líderes mundiales en producción de ciencia y tecnología, además de ser el país más poderoso en lo militar y económico, sigue respondiendo por la mayor parte de la investigación mundial.

59 premios Nobel de química otorgados a ciudadanos estadounidenses, 81 de física y 90 de medicina y fisiología dan testimonio de la preeminencia estadounidense en el conocimiento científico de este siglo. No todos estos científicos nacieron en Estados Unidos. Muchos fueron a ese país por muy diverswos motivos, políticos, filosóficos, económicos o académicos, atraídos por sus universidades, sus recursos para la investigación y una atmósfera no hostil en general a las tareas científicas, aunque en la sociedad estadounidense haya como contrapeso una actitud antiintelectual, de sospecha respecto de la ciencia y los científicos.

Los orígenes

Los colonos europeos que llegaron a lo que hoy son los Estados Unidos no sólo encontraron la libertad religiosa que anhelaban. Encontraron además una gran cantidad de espacio disponible, un bien escaso en Europa.

Para muchos estudiosos, la Peste Negra del siglo XIV, que acabó con entre el 30 y el 60% de la población europea, fue uno de los detonantes de la revolución científica que se haría evidente en la Europa del Renacimiento. El hecho de que el fervor religioso no hubiera podido contener el avance de la peste, abriendo la puerta a la razón por sobre la fe, la tierra que quedó disponible a la muerte de sus propietarios, el aumento del valor de la mano de obra por su súbita escasez, son algunos los elementos que dan sustento a esta interpretación. Y ni entonces ni después los europeos habían visto espacios libres tan vastos como los que de las nuevas tierras.

El grupo inicial de la colonia de Plymouth, Massachusets, era una congregación religiosa que consideraba irreconciliables sus diferencias con la iglesia anglicana oficial en Inglaterra y emigró primero a y posteriormente al nuevo mundo.

Esta colonización fue muy distinta de las conquistas tradicionales, que utilizaban la mano de obra de los habitantes subyugados. Los peregrinos ingleses no pensaban volver ricos y triunfadores, como esperaban hacerlo muchos españoles y portugueses, sino que habían iniciado un viaje sin retorno. En parte por ello, procedieron a desplazar y aniquilar a los habitantes originarios para tomar posesión plena de sus tierras sin incluirlos en su gran plan.

El aislamiento respecto de Europa, la falta de mano de obra y el espacio que permitía a cada familia tener tanta tierra como pudiera trabajar, fueron motores del desarrollo de tecnologías novedosas y de la rápida adopción de toda forma de mecanización o avance agrícola procedente de Europa, como fue el caso del taladro de semillas y las innovaciones en el arado introducidas por el británico Jethro Tull a principios del siglo XVIII.

Un país fundado por científicos

Dos de los hombres que fundaron Estados Unidos, que concibieron su independencia y su surgimiento según los ideales de la ilustración, eran, entre otras cosas, hombres de ciencia. Benjamín Franklin demostró que los relámpagos son una forma de electricidad y fue responsable de numerosos inventos como las gafas bifocales además de promover el sistema de bibliotecas públicas de las colonias, mientras que Thomas Jefferson, estudiante de la agricultura, llevó a América varios tipos de arroz, olivos y pastos. Otros científicos de las colonias británicas estuvieron implicados en la lucha por la independencia.

Esto se reflejó en la Constitución promulgada en 1787, que establece que el Congreso tendrá potestad, “para promover el avance de la ciencia y las artes útiles”. Esta disposición se reflejaría más adelante tanto en la Revolución Francesa de 1789 como en las constituciones de los países americanos que obtuvieron su independencia a principios del siglo XIX.

La ciencia y la tecnología se vieron estrechamente vinculadas a los avances económicos del nuevo país, lo que se ejemplifica en la invención del elevador de granos y el silo elevado de Oliver Evans, de mediados de la década de 1780, o la desmotadora de algodón de 1789. La fabricación de armas requirió generar conceptos como la división del trabajo, las piezas intercambiables y tornos capaces de hacer de modo repetible formas irregulares.

El siglo XIX

En el siglo XIX Europa conservó su liderazgo en la ciencia y la tecnología, tanto que fue en Inglaterra donde William Whewell acuñó precisamente el término “scientist” o científico. Pero en Estados Unidos empezaron a aparecer personajes dedicados a resolver tecnológicamente sus problemas peculiares, como Samuel Colt, inventor del revólver, Samuel Morse, creador del telégrafo que patentó en 1837 o Charles Goodyear, que descubrió la vulcanización del caucho.

No todos los avances tecnológicos estadounidenses eran de tanta entidad, y por ello llama la atención que un producto tan humilde como el alfiler de seguridad o imperdible, creado por el neoyorkino Walter Hunt en 1849, haya sobrevivido al telégrafo en cuanto a su utilización cotidiana continuada.

La gran mayoría de los científicos estadounidenses del siglo XIX son inventores, personajes eminentemente prácticos como Elisha Graves Otis, inventor del freno de seguridad de los elevadores que permitió que se construyeran edificios de gran altura o “rascacielos”. La teoría científica parecía ser, únicamente el trampolín para obtener aparatos, inventos, patentes, aplicaciones prácticas de éxito comercial que cambiaran la forma tradicional de hacer las cosas.

El epítome de este inventor es, sin duda alguna, Thomas Alva Edison, por su sistema, su capacidad empresarial (en ocasiones rayana en la deslealtad) y su productividad, merced a la cual al morir tenía a su nombre 1.093 patentes diversas en Estados Unidos, y otras en el Reino Unido, Francia y Alemania. Además de sus inventos más conocidos, como la bombilla eléctrica comercialmente viable, la distribución de la energía eléctrica o el fonógrafo, Edison realizó numerosas aportaciones en terrenos tan diversos como la electricidad, la minería y la labor científica en sí, al establecer el primer laboratorio científico destinado a la búsqueda de innovaciones, donde trabajaron numerosos científicos cuyos logros se patentarían siempre a nombre de Edison.

La inmigración científica

El vasto espacio libre de Estados Unidos permitió que el país se abriera, en distintos momentos, a movimientos migratorios para satisfacer su hambre de mano de obra y, también, de cerebros innovadores y originales. Así, cuando el químico inglés Robert Priestley, descubridor del oxígeno y perseguido político se refugió en el nuevo país en 1794, inició un flujo que aún no ha cesado.

El primer inmigrante científico famoso del siglo XIX es, probablemente, Alexander Graham Bell, inventor del teléfono, que llegó desde Escocia en 1872, mientras que Charles Steinmetz arribó procedente de Alemania en 1889 y posteriormente desarrollaría nuevos sistemas de corriente alterna.

Pero fue la llegada de Adolfo Hitler al poder en Alemania en 1933 la que produjo la mayor y probablemente más enriquecedora ola de inmigración científica a los Estados Unidos, teniendo como uno de sus primeros protagonistas a Albert Einstein. Con el apoyo del genio judío-austríaco, gran número de físicos teóricos alemanes, tanto de ascendencia judía como simples antinazis, abandonaron Alemania y otros países ocupados para ir a Estados Unidos, entre ellos el húngaro Edward Teller, que sería el principal arquitecto de la bomba atómica estadounidense, y el físico danés Niels Bohr. A ellos se unió el más importante teórico italiano de entonces, Enrico Fermi. A partir de este momento, el predominio de los Estados Unidos en los terrenos de la ciencia se volvió indiscutible y lo sigue siendo.

Antes y después de ese momento, sin embargo, el flujo de inteligencias extranjeras a los laboratorios y universidades estadounidenses nunca cesó, como lo ejemplifica en España el Premio Nobel de fisiología y medicina Severo Ochoa, que llegó a Estados Unidos en 1941 y se hizo ciudadano de ese país en 1956. Dado que era ciudadano estadounidense cuando se le concedió el Premio Nobel en 1959, él es uno de los 90 premios de su especialidad que se mencionan al inicio de este recorrido. La inmigración científica no sólo le ha aportado a los Estados Unidos el conocimiento y las patentes de numerosos hombres y mujeres, sino también el reconocimiento.

Las paradojas

Las paradojas de la actitud estadounidense hacia la ciencia están ejemplificadas por dos fenómenos que son expresión de conflictos recurrentes.

De una parte, los movimientos religiosos creacionistas que pretenden desvirtuar, cuando no expulsar de las aulas, los conocimientos reunidos por la biología evolutiva en los últimos 150 años porque consideran, basados en su interpretación literal de la Biblia, que contradicen la verdad revelada y por tanto deben ser combatidos e incluso prohibidos. Ejemplo temprano de esto fue el famoso Juicio Scopes de 1926, donde un profesor de instituto decidió desobedecer una ley que prohibía enseñar las teorías no bíblicas del origen de las especies en escuelas públicas. El caso dio origena una obra de teatro que fue llevada al cine con el título “Heredarás el viento”, con Spencer Tracy y Fredric March.

De otra parte, cuando las visiones de la ciencia se oponen al desarrollo económico y al bienestar de la industria y el comercio, suelen verse bajo asedio cuando no simplemente despreciadas. La negativa gubernamental y social a reconocer la relación que se había hallado entre el tabaco y el cáncer de pulmón, es uno de los más claros ejemplos, como lo ha sido recientemente la negativa de los presidentes William Clinton y George W. Bush de ratificar el Protocolo de Kyoto para la reducción de la emisión de gases de invernadero, y el movimiento ideológico que pretende negar sin someterla a análisis la observación científica de que existe un proceso de cambio climático y que la actividad del hombre a través de la emisión de gases de invernadero es al menos en parte uno de los factores que están provocando o acelerando dicho cambio.

Pero hay un tercer factor, un temor a “saber demasiado” y a “jugar a ser dios” que el científico, escritor e inmigrante Isaac Asimov caracterizó como “el complejo Frankenstein”, y que permea la cultura popular estadounidense, la máxima promotora de la idea del “genio malévolo” y el “científico loco” que generalmente quieren “apoderarse del mundo”. La caricatura de una parte revela percepciones sociales y de otra las refuerza, agudizando las contradicciones de la sociedad estadounidense ante la ciencia y los hombres y mujeres que la hacen.

El proyecto científico de Barack Obama

Uno de los aspectos que han identificado y destacado a Barack Obama es que cuenta con un programa claro en cuanto a la ciencia y su promoción. Es un hecho que pese a la preeminencia científica del país, los alumnos estadounidenses se desempeñan peor en asuntos científicos que la mayoría de los 57 países más desarrollados, situándose en 29º lugar en cuanto a ciencia y en 35º en matemáticas, muy por debajo de líderes como Finlandia, Corea, Japón, Liechtenstein y Holanda.

Ante ello, Obama ha planteado en su proyecto la necesidad de asegurarse de que todos los niños de las escuelas públicas estén equipados con las habilidades necesarias de ciencia, tecnología y matemáticas para tener éxito en la economía del siglo XXI. Se propone así fortalecer la educación matemática y científica en general, incentivar el aumento de titulaciones en ciencias e ingeniería y aumentar la presencia de las mujeres y las minorías étnicas en el mundo de la ciencia y la tecnología.

Pero la propuesta más revolucionaria de Barack Obama es, precisamente, la más solicitada por los científicos de todo el mundo a sus gobiernos: más recursos, más inversión que a la larga, sin duda alguna, redituará beneficios a los países que se comprometan con ella. En concreto, el presidente entrante propone duplicar el financiamiento de la federación para la investigación básica en ciencias.

Barack Obama se propone igualmente mantener a Internet como un espacio abierto y neutral, y aprovechar las nuevas tecnologías para “llevar al gobierno (de Estados Unidos) al siglo XXI” mediante el uso de la tecnología, obteniendo ahorros, mayor seguridad y mayor eficiencia echando mano de los elementos que ya están disponibles.

Pero, sobre todo, Barack Obama ha afirmado que “las buenas políticas en Washington dependen de sólidos consejos de los científicos e ingenieros del país”, y se ha comprometido a “restaurar el principio básico de que las decisiones de cobierno deberían basarse en la mejor evidencia científicamente válida que tengamos disponible y no en las predisposiciones ideológicas de funcionarios de dependencias o personas designadas políticamente”. De este principio, ciertamente, podrían beneficiarse numerosos gobiernos que cierran los ojos a los hechos para servir a sus convicciones, por irracionales que puedan resultar.

Estas propuestas le ganaron a Barack Obama el apoyo electoral de 60 científicos galardonados con el premio Nobel en la carrera electoral. Entre las muchas expresiones de idealismo y capacidad de soñar que evidentemente ha logrado despertar entre sus simpatizantes, ésta no es la menos importante, sobre todo porque el liderazgo de Estados Unidos y su fuerza política sin duda influirán en la forma en que otros gobiernos, sintonizados o no a la visión de Barack Obama, enfrenten sus propios problemas y necesidades en el terreno de la ciencia y la innovación.