Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

El vario contar del tiempo

Siempre hemos querido saber no sólo dónde estamos, sino cuándo, respecto del universo y de nosotros mismos. Pero un año no siempre ha durado un año.

Los ciclos que nos rodean captaron poderosamente captaron la atención de los seres humanos en los albores de la civilización. El día y la noche, las estaciones, los solsticios y equinoccios, el nacimiento y la muerte, la floración de las plantas, las mareas, las fases de la luna y otros.

Desde entonces, el hombre dedujo que el universo estaba sometido a un orden que podía comprenderse. Esta apreciación tenía sus propios peligros. De una parte, el hombre trató de encontrar orden y relación entre cosas que no los tenían. ¿Acaso no era posible que las entrañas de los animales tuvieran escrito de modo codificado el futuro del reino o el resultado de la próxima batalla? ¿Y la posición de las estrellas no podría indicar o causar que alguien se enamorara, triunfara en los negocios o se rompiera la nariz? Las supersticiones más diversas nacieron de este sueño de que todo estuviera interconectado de un modo predecible y comprensible. Es la llamada “magia representativa”, donde se espera que un hecho representado mágicamente, simbólicamente, como clavarle una aguja a un muñeco que representa a un enemigo, tenga el mismo efecto en la realidad.

De otra parte, estas mismas ideas de orden previsible provocaron el deseo humano de encontrar, de modo real y comprobable, las relaciones entre los distintos ciclos . La sucesión de acontecimientos en el sol y la luna, por ejemplo, debían tener alguna relación oculta, de modo que surgieron diversos intentos por conciliar el año solar y el año lunar, e incluso otros ciclos astronómicos diferentes. Éste es el origen de todos los calendarios humanos.

Uno de los calendarios más complicados de la antigüedad fue el maya, que es, de hecho, varios calendarios a la vez. Empieza con dos: el tzolkin, de 260 días, que regía el ceremonial religioso, con 20 meses de 13 días, y el haab, de 365 días, con 18 meses de 20 días y cinco días “sobrantes”. Al combinar, como ruedas dentadas, estos dos calendarios, se obtenía un ciclo mayor de 18.980 días, la “rueda calendárica” o siglo de 52 años presente en varias culturas mesoamericanas. Finalmente, los mayas tenían la “cuenta larga” de 5112 años, que partía del 11 de agosto del año 3114 del calendario gregoriano y terminará alrededor del 20 de diciembre de 2012, para reiniciarse al día siguiente. A estos calendarios se añadían la “Serie Lunar” de las fases de la luna y el “Ciclo de Venus” de 584 días, fundamentalmente astrológico.

El calendario hebreo, por su parte, es lunisolar, es decir, se basa en doce meses lunares de 29 o 30 días, intercalando un mes lunar adicional siete veces cada 49 años para no desfasarse demasiado del ciclo solar, y afirma iniciar su cuenta un año antes de la creación. Muy similar resulta, en su estructura, el calendario chino, con 12 meses lunares y un mes adicional cada dos o tres años, según determinadas reglas. Estas reglas no eran necesarias, sin embargo, para el abuelo del calendario gregoriano que empleamos en la actualidad: tenía un año de 12 meses lunares y se añadía por decreto un mes adicional cuando el desfase entre el año lunar y el solar era demasiado notable.

Los romanos tomaron y adaptaron su calendario del calendario lunar de los Griegos, con diez meses de 30 o 31 días para un año de 304 días y 61 días de invierno que quedaban fuera del calendario. Como primer año, eligieron el de la mítica fundación de Roma por parte de Rómulo y Remo. Para que todos los meses tuvieran días nones, lo que consideraban de buena suerte, Numa Pompilio añadió al final del año los meses de enero y febrero al final del año y cambió los días de cada mes para tener un año de 355, y sólo febrero tenía días pares: 28.

En el año 46 antes de Cristo según nuestro calendario, Julio César volvió a reformar el calendario, con 365 días y un año bisiesto cada cuatro años, en el que se añadía un día a febrero, y se determinó el 1º de enero como el comienzo del año, lo cual ya tiene un enorme parecido con nuestra cuenta de los días. Este calendario nació, al parecer, de la consulta con el astrónomo Sosígenes de Alejandría, conocedor del año tropical o año solar verdadero. El año juliano tenía así un promedio de 365 días y un cuarto de día, mucho más preciso que sus predecesores.

Sin embargo, el sistema de añadido de los días en años bisiestos no fue seguido con exactitud, de hecho, el que un año fuera o no bisiesto acabó siendo una decisión personal de sucesivos pontífices, y entre sus defectos de origen y el desorden de los bisiestos, el desfase entre el calendario y el año tropical se había vuelto problemático. Echando mano de un científico, el calabrés Aloysius Lilius, el papa Gregorio XIII promulgó el calendario gregoriano en 1582, con un sistema mucho más preciso de asignación de los años bisiestos de un modo complejo pero matemáticamente más exacto: “Todos los años divisibles entre 4 son bisiestos, excepto los que son exactamente divisibles entre 100; los años que marcan siglos que sean exactamente divisibles entre 400 siguen siendo bisiestos”.

La adopción del calendario gregoriano no fue inmediata salvo por España, Portugal, la Comunidad polaco-lituana y parte de Italia. Poco a poco, primero los países europeos y después el lejano oriente adoptaron este calendario como una representación adecuada del año, además de que unificaron los sistemas comerciales y las fechas históricas. Es bien conocido que Rusia no lo adoptó sino hasta después de la revolución soviética, de modo que el día siguiente al 31 de enero de 1918 (calendario juliano) fue el 14 de febrero. El último país en adoptarlo fue Turquía, bajo el mando modernizador de Kemal Ataturk, en 1926.

Sin embargo, en este muy preciso calendario tropical o solar, una serie de hechos nos recuerdan su origen lunar: las semanas de 7 días (duración de una fase lunar), los festejos de la Pascua y la Semana Santa (entre otras fechas litúrgicas), así como la Pascua Judía o el Año Nuevo Chino, se calculan según los antiguos calendarios lunisolares, aunque nunca se logró hacer coincidir, con precisión, el ciclo lunar y el del sol.

El problema del inicio


Dionisio el Exiguo calculó en Roma, por métodos que desconocemos, el año del nacimiento de Cristo, situándolo 525 años antes y propuso así una nueva forma de notación de los años en lugar de la que contaba por los años de reinado. La reforma se hizo popular al paso del tiempo y finalmente se adoptó hacia el siglo X. Hoy sabemos que, según los datos que tenemos, el nacimiento de Cristo, de ser un hecho histórico, pudo ocurrir en cualquier momento entre el 18 y el 4 antes de la era común. O sea que bien podríamos estar en el 2013 o incluso en el 2027.